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26 de enero de 2008

Un lugar limpio y bien iluminado (Ernest Hemingway)

 

Quizá conozcan el breve cuento de Hemingway que lleva por título Un lugar limpio y bien iluminado. Les resumo su argumento en dos palabras. Una pareja de camareros espera a que un anciano sordo termine su última copa en el café para echar la persiana y terminar su jornada de trabajo en la madrugada. Uno de los camareros se desespera por la lentitud del anciano ya que tiene prisa por regresar a su casa, con su mujer. El segundo camarero, mayor que el primero pero aún joven, no tiene prisa, se compadece del anciano y comprende su falta de prisa.

Bien, permítanme contarles un pequeño secreto, los tres protagonistas son en realidad la misma persona: soy yo. Al principio no lo entendí. Yo era un joven camarero ansioso por labrarme un futuro provechoso. El trabajo en la cafetería sólo era el medio por el que salir adelante durante mis primeros años en Madrid. No quería quedarme allí toda la vida. Soñaba con abrir mi propio café, pero sobre todo, soñaba con mi mujer a todas horas. Sola en casa me esperaba hasta altas horas de la madrugada confiando en que no me entretuviera con otras mujeres por el camino de vuelta.

Lo cierto es que sólo me entretenía con algunos parroquianos que se quedaban hasta altas horas de la noche bebiendo café o anís del Toro, hablando de política y de la guerra. Siempre que Hemingway aparecía por el local saludaba con sus manazas, miraba a su alrededor y exclamaba “éste sí que es un café limpio y bien iluminado”. Escogía una buena mesa y me llamaba con un “¡Hombre!”. Yo me acercaba con la bandeja vacía y el pequeño trapo blanco sobre mi hombro esperando sus palabras.

A veces no tenía con quien hablar y me pedía que le acompañara en la mesa, cosas de extranjeros le decía a mi jefe al que parecía no importarle tener que dejar la barra y salir a servir otras mesas con tal de que Hemingway se sintiera a gusto y no se levantara en dirección a otros locales de la competencia.

Allí, en esos breves ratos y en una mezcla de español e inglés, me contó cómo comenzó a escribir en los cafés de París. Escogía aquellos que estaban limpios, bien iluminados, con buenas mesas de mármol y una cristalera a través de la que poder observar qué ocurría al otro lado. Y así comenzó a escribir sus primeros cuentos. Si fuera estaba lloviendo, en su cuento llovía, si en el café entraba una hermosa chica rubia, la protagonista de su cuento sería una belleza rubia. De ahí su afición por los café y su cariño por los habitantes de estos santos lugares.

El día en que me leyó su último cuento me preguntó si me reconocía en alguno de los tres personajes y le contesté que sólo en el camarero joven, el que se sentía pleno de amor, confianza y gusto por el trabajo. Hemingway rió y susurrándome al oído me dijo: “El anciano también fue de joven camarero, lleno de amor, confianza y gusto por el trabajo”.

Cuentan que una joven y rica dama pidió a Picasso que le hiciera un retrato. Cuando el famoso pintor se lo presentó, la dama quedó horrorizada puesto que el dibujo representaba a una anciana llena de arrugas, ajada por el tiempo. Irritada, la mujer le espetó: “ésa no soy yo” y Picasso, sabio, contestó: “pero lo será”. Más o menos esto es lo que me explicó aquel día Hemingway.

Poco después el americano desapareció de Madrid y nunca más nos volvimos a encontrar. Olvidé el cuento y mi vida continuó según lo previsto, hasta que la tuberculosis se llevó a mi mujer y ya nadie me esperaba en casa, perdí el amor. Para olvidar mi desgracia emigré, como otros muchos, y logré hacer fortuna suficiente para inaugurar un café, limpio y bien iluminado, en Buenos Aires. Como dueño, siempre me quedaba el último para cerrar el local y descubrí que no tenía prisa por volver a mi casa vacía, que ya nada se enderezaría y perdí la confianza.

Ya próxima la edad de la jubilación traspasé ventajosamente el café por un buen precio y decidí volver a morir a mi patria, había perdido el gusto por el trabajo. Y así, de vuelta a Madrid comencé a recordar aquellas veladas de juventud y comprendí, como se descubre una ciudad perdida después de una tormenta de arena, lo que Hemingway me había querido decir con aquel pequeño cuento. Curioseando en La Casa del Libro comprobé que la historia de los camareros y el viejo fue publicada e incluso había sido traducida al español.

Como por inercia comencé a frecuentar las terrazas de los cafés nocturnos y a pedir brandy, hasta que me acaban forzando a pagar y a largarme. Hemingway acertó en casi todo, pero falló en algunas cosas: no soy sordo, aunque bien mirado ya no entiendo lo que oigo y nadie atiende apenas a lo que digo, por lo que no hay gran diferencia.

A veces creo que Hemingway adivinó nuestro común destino, jóvenes impulsivos con confianza, amor y gusto por el trabajo. Él también perdió el amor, la confianza en su propia capacidad y, finalmente, el gusto por su trabajo y por la vida. Cuando el anciano se aleja calle abajo, expulsado del café, expulsado de la vida y de la comunión de los hombres, lo hace con pasos inseguros y tambaleantes, pero lleno de dignidad. Quizá así se quitó la vida Hemingway en Ketchum, con dignidad o quizá por quitarse la vida perdió su dignidad, no le juzgaré yo.

Seguramente se equivocó muchas veces en su vida, pero acertó en otras muchas. En lo que a mí respecta erró en creer que me haría rico y en que tendría una sobrina que cortaría la correa con la que traté de ahorcarme. No tengo sobrina y no necesito correa o soga; la terraza del hotel Gran Vía es lo suficientemente alta para terminar esta historia.

20 de enero de 2008

El Golem (Gustav Meyrink)


La leyenda es un género con características muy definidas. Remite a una época pasada, en la mayoría de los casos de impreciso encuadre histórico, un pasado mítico. Es fundamentalmente una tradición oral habiendo sido transcritas, en la mayoría de los casos, únicamente gracias al esfuerzo del movimiento romántico que creía ver en ellas el espíritu del pueblo. En ocasiones, este material se toma como punto de partida de creaciones más cultas por parte de autores modernos, pero ninguno como Gustav Meyrink transplanta la esencia de una leyenda en todos sus aspectos para crear una obra totalmente original.

Meyrink toma y actualiza en todos los sentidos posibles la leyenda del Golem de Praga, hombre de barro creación de un sabio rabino que cobra vida cuando se introduce en su boca un papel con el impronunciable nombre de Dios obedeciendo las órdenes de su creador.

En primer lugar, ubica su obra en un tiempo determinado, los últimos días del gueto judío de Praga, en el momento en que comienza su demolición con fines de salubridad y mejora de las condiciones de vida de sus habitantes. Esta época puede parecernos remota y mítica a su vez, no obstante, para los lectores de la época de Meyrink el gueto era algo más que un recuerdo lejano, era una vivencia compartida hasta hacía poco.

En este momento (finales del siglo XIX), la figura del Golem ya no se manifiesta como un muñeco de arcilla, sino como una fuerza cuyo poder se extiende por todo el gueto, más allá de pruebas reales. Una fuerza espiritual que atrapa el pensamiento colectivo de un pueblo que ya ha perdido su identidad de tribu y al que sólo le quedan unas cuantas referencias colectivas.

Meyrink sustituye la tradición oral por la novela (el género literario que menos se presta a su verbalización y difusión popular) y los aspectos religiosos ceden el paso a las más modernas teorías psicológicas y espiritistas que inundan el subconsciente del protagonista de este libro, conviviendo aún con elementos de ese pasado remoto, como la Cábala.

El lenguaje expresionista, el telón de fondo sombrío de una Praga en blanco y negro, fantasmal, poblada de sombras y espectros son el recurso estético que sustituye a la figura del Golem. Las fuerzas del mal ya no provienen del exterior sino del propio hombre, dueño de su destino pero incapaz de adivinar los pasos a seguir para dominar esta fuerza y que, pobremente, trata de leer los signos que se despliegan ante sus ojos.

El propio Meyrink fue aficionado a la adivinación (de hecho su negocio financiero en Praga fracasó como consecuencia de sus prácticas poco ortodoxas en materia de asesoramiento bursátil) y plasmó en esta obra muchas de sus experiencias. Más aún, cuando escribió El Golem hacía años que había abandonado Praga por su Viena natal y, posteriormente por el exilio en Alemania debido a que su antimilitarismo incomodaba a las autoridades austriacas.

El éxito de El Golem (al que no fue ajeno su casi inmediata traslación al cine) pone de manifiesto el interés que en los lectores de principios del siglo XX despertaban estos ambientes y la sabiduría de Gustav Meyrink en tejer con los hilos del subconsciente un tapiz de imágenes rebosantes de sugestión y capaces de ocupar el lugar que las antiguas leyendas ya no eran capaces de llenar.

La trama argumental, en ocasiones compleja y errática, pasa a un segundo plano, los personajes carecen de matices que los enriquezcan (quizá se salvan dos excepciones: Wassertrum y Charousek, quienes encarnan una peculiar relación padre-hijo digna del propio Freud, que deja la Carta al Padre de Kafka en un simple lamento quejumbroso). Nada de ello importa, lo perdurable de la novela no son sus personajes, la historia de amor que esconde o las venganzas soñadas o ejecutadas. Estos elementos no son sino el esqueleto sobre el que la noche de Praga, sus habitantes sin nombre y el espíritu que les alienta hacia el mundo de los vivos o el mundo de los muertos despliegan toda su moderna belleza.

12 de enero de 2008

Una historia natural de los sentidos (Diane Ackerman)


En la escuela me explicaron que la vista sirve para ver, el oído para escuchar y el tacto para tocar. Pero hasta que no he leído el libro de Diane Ackerman no he comprendido realmente qué significa ver, oler, tocar o gustar.

Una historia natural de los sentidos se organiza en torno a cinco capítulos que van desgranando sucesivamente los cinco sentidos que definen la sensorialidad del mundo tal y como la percibimos los hombres desde el principio de los tiempo, más un capítulo adicional referido a la sinestesia que consiste precisamente en la confusión, la mixtura de los sentidos, en la que un color se puede oler o un acorde musical se ve con una determinada tonalidad, y que, por tanto, se adentra más en el mundo de la neurología.

Pero empecemos. ¿Cómo definir un olor? Ninguna lengua parece capaz de describir un olor si no es acudiendo a luna perífrasis. Algo huele como la canela, como un niño recién nacido, pero salvo por el recuerdo, nadie sería capaz de adivinar a qué nos referimos. Toda una industria gira en torno a los olores (no pensemos sólo en perfumes, también en detergentes, alimentos precocinados, papeles para envolver, velas, etc) reproduciendo los que se encuentran en la naturaleza pero también creando otros nuevos mediante complejos procedimientos químicos cuyas fórmulas son tan secretas como las de un nuevo armamento. 

Con el olor seducimos, conquistamos, pero también lo empleamos como repelente para mosquitos o depredadores (preguntad a las mofetas). Claro que lo que a un europeo puede resultar repugnante (el olor a excrementos sin ir más lejos) a una tribu africana puede parecerle el más refinado afrodisíaco; el olor de comida en putrefacción es un reclamo ineludible para las moscas. Pero nada más maltratado que nuestro olfato, sentido que parece estar en peligro de extinción gracias a la contaminación, alergias y demás afecciones.

Siguiendo nuestro viaje descubrimos programas de pediatría que fomentan en recién nacidos su inteligencia y fortaleza física mediante sesiones programadas de masajes. El tacto, primera puerta por la que se abre el placer sexual, pero también última barrera ante el peligro de depredadores a los que no hemos visto, olido u oído y que se abalanzan sobre nosotros. El calor y el frío no existirían sino los sintiéramos sobre nuestra piel, pero la conciencia del propio ser, la unión alma y cuerpo se manifiesta a través del tacto (recordemos el episodio de la mujer desencarnada de Oliver Sacks, quien no tenía conciencia de su propio cuerpo, que le resultaba tan ajeno como el del camarero que nos sirve un café). La piel es símbolo de poder, dinero o fuerza (los abrigos de bisón, pero también los tatuajes o las escarificaciones que atestiguan la superación de pruebas de iniciación), claro que también es el papel sobre el que se dibuja la tortura, la mutilación o el dolor. El tacto, capaz de un beso sublime o de una violencia sin límite, el más extremo de nuestros sentidos, el que resulta más difícil de perder por completo, el mejor distribuido por todo nuestro cuerpo y el más difícil de aprender a usar.

Pocos sentidos se asocian como el gusto con el placer, el lujo y la abundancia. Sin embargo, no hay sentido más primordial puesto que se relaciona directamente con la alimentación y con los nutrientes que necesitamos, pero que se ha sublimado por el devenir histórico. El gusto, el más comunal de todos los sentidos ya que se disfruta mejor en compañía, el más cultural de todos ellos puesto que el hombre no ha dejado de inventar nuevos sabores, nuevos productos, nuevas mezclas que satisfagan los más sutiles paladares. Pero toda esta delicadez u variedad se apoya en tan sólo cuatro notas (distribuidas desigualmente, tanto en nuestra propia boca como en las diferentes culturas): salado, agrio, dulce y amargo. Cuatro colores para un mosaico infinito. Sabores hay que han marcado el rumbo de la historia como es el caso de la ruta de las especias. El chocolate y la vainilla, el tabaco o las trufas son una muestra de lo que el hombre puede hacer por un sabor y el dinero que puede mover a su alrededor. Por la boca nos llega la leche materna y nos administran la mayoría de las medicinas que tomamos en nuestra vida (la mayoría con edulcorantes que enmascaren su verdadero sabor), pero a través de la boca nos llegan también infinidad de infecciones, no en vano es el orificio más directo (o el de mayor tamaño) a nuestro interior. Por ella los hombres han comido el cuerpo sin vida de otros hombres y por no comer ciertos alimentos muchos hombres han muerto, no parece cosa de tomarlo a broma.

Pero escuchemos con atención qué tiene que decirnos Ackerman sobre el oído. Biológicamente una obra maestra, compleja pero eficaz, diseñada para oír una gama de sonidos lo suficientemente amplia para sobrevivir en mundo hostil (¿quién quiere oír el vuelo de un pajarillo si con ello perdemos el del rugido de un carnívoro que nos acecha?). Y es que una cosa es el sonido y otra el oído que sólo capta aquello para lo que está preparado. 

¿Cómo suena nuestro intestino o nuestro estómago al hacer la digestión, nuestro corazón fatigado? Las modernas máquinas de ultrasonidos nos permiten responder a estas preguntas que ayudándonos a superar la enfermedad y el dolor, otras máquinas permiten aumentar la capacidad de audición de quienes la han perdido. De la naturaleza tomamos ideas como el sonar o el radar que nos permiten ver a través del sonido. Pero la mayor creación en materia de sonido es, sin lugar a dudas, la música. Dominar esas ondas y saber combinarlas, construir aparatos que las reproducen añadiendo suaves matices hasta emocionarnos es fruto de un lento proceso que aún no ha finalizado ni lo hará nunca. Pero a nuestros oídos también llegan bombardeos sónicos en forma de claxon, motores, máquinas taladradoras, gritos, anuncios. La contaminación acústica, capaz de altera el carácter más pacífico y equilibrado, la peor contaminación posible, la que tiene mejor propaganda (el silencio ha sido desterrado de nuestras ciudades, de nuestras vida, es el vacío al que nadie quiere mirar). Pero el silencio también se escucha, probemos.

Nuestra moderna vida descansa en la visión. Vemos películas, jugamos a video juegos, admiramos a las modelos desde sus anuncios. La televisión nos lleva a todas partes, a las guerras más recónditas, o a la casa de la vecina de arriba a través de un reality show. Todo se puede ver, nos preciamos de no tener nada que ocultar, denigramos la oscuridad y queremos que todo salga a la luz. Comenzamos mirando a las estrellas y ahora miramos la Tierra desde ellas. Inventamos las bombillas para ahuyentar la noche y nuestras oficinas ni siquiera necesitan ventanas. Pintamos todas las cosas de colores (igual que ocurre con el gusto, los colores básicos se combinan hasta el infinito pese a su simplicidad primordial), pintamos nuestra piel con los tonos cálidos que nos brinda el sol de una playa paradisíaca, vestimos a nuestros hijos de azul y a nuestras hijas de rosa, pero tenemos la poca delicadez de no cambiar el color de los semáforos aumentando el riesgo de atropello de los daltónicos. 

Hemos hecho un arte de la pintura y decimos de los grandes maestros que en sus cuadros reflejan el interior de los retratados, igual que ocurre con los grandes fotógrafos. Las proporciones en la arquitectura buscan un arquetipo de belleza totalmente visual. Ni aún dormidos perdemos la vista y nuestros sueños son, principalmente, visiones, a veces acompañadas de sonido y otras sensaciones. La vista, el más cansado de nuestros sentidos, para el que hemos inventado las gafas, desarrollado técnicas láser pero al que no sabemos dejar descansar ni un solo segundo y para el que no nos cansamos de crear imágenes del horror que sólo son barridas por otras imágenes anestesiantes.

Desde la poesía a la biología, la antropología y las relaciones sexuales, la psicología y la medicina, la quiromancia o la artesanía, la música, la cocina, la botánica y la zoología, la investigación aeroespacial, todo ello se relaciona con los sentidos. Más aún, somos hombres puesto que estamos en el mundo y percibimos el mundo gracias a nuestros sentidos. Aunque no seamos conscientes de ello, leemos el mundo a través de estos cinco sentidos (seguro que alguien querrá añadir dos o tres sentidos más, cuantos más mejor, a fin de cuentas) y ellos condicionan lo que leemos. Otros seres vivos tienen lecturas distintas de esta misma realidad. Por ello, el nuestro, nuestro pequeño mundo, el que conocemos, es hijo de nuestros sentidos, ellos nos hechizan como cantos de sirena para hacernos la vida más soportable. 

Abandonémonos a nuestros sentidos o seamos más conscientes de ellos y de todo lo que nos aportan. No perdamos ni un átomo de su valor, vivamos más y mejor la vida, apuremos todo lo que podamos de ella, y todo lo haremos a través de estos cinco sentidos.

3 de enero de 2008

En busca del barón Corvo. Un experimento biográfico (A.J.A. Symons)

 
 
En busca del barón Corvo es uno de esos libros cuya existencia parece mediar entre la clandestinidad y el secreto de los iniciados. Sólo unos pocos conocen de la existencia del barón y su pequeño pero interesante papel dentro de la literatura universal. En Frederick Rolfe se conciertan todos los elementos del malditismo literario: la biografía azarosa, el desprecio de sus contemporáneos y una peculiar obra literaria, más sobresaliente por su rareza que por su brillantez artística. Sin embargo, el mérito del libro descansa igualmente en la labor de su autor: A.J.A. Symons, quien no se limita a la mera biografía sino que describe (de ahí la adecuación del título, la busca, la quest) el proceso de reconstruir la vida de Rolfe, las pistas que cada nuevo descubrimiento abrían en su investigación, las conjeturas que quedaban confirmadas por posteriores revelaciones, o desmentidas para siempre, la correspondencia y entrevistas que concertó con personas que conocieron de primera o segunda mano al extraño escritor. Todo ello explica el subtítulo de esta obra “Un experimento biográfico” que bien merecería tener numerosas secuelas. A través de las averiguaciones de Symons, accedemos a un segundo nivel, el de los hechos ciertos y probados en torno al barón Corvo así como sus palabras (vertidas, bien a través de sus libros, bien gracias a la abundante e intensa relación epistolar que mantuvo con sus conocidos, amigos o enemigos). De la unión de todos estos elementos surge ante nuestros ojos la figura completa de Rolfe y, como de entre la bruma de un amanecer en la laguna de Venecia, podemos adivinar su pensamiento, sus intenciones y sus frustraciones; podemos llegar a conocer cuánto le dolieron las traiciones que consideraba que le hacían sus amigos y cómo influyeron en su obra.
Este brillante resultado es consecuencia exclusiva del método empleado por Symons que no pasa por ofrecer una visión lineal y acabada del biografiado sino que nos muestra los elementos sobre los que basa su indagación, sus luces y sus sombras, de modo que el propio lector pueda contradecir imaginariamente al autor. Todos estos ingredientes hacen de En busca del barón Corvo una lectura que desafía los estilos convencionales por los que suelen discurrir obras similares y que convierte la experiencia de su lectura en un acontecimiento refrescante y novedoso.
Como ya se ha señalado, la historia de la Literatura tiene su propia rama maldita formada por autores que no lograron el reconocimiento de sus contemporáneos pero a los que el tiempo ha sabido poner en su lugar. Asimismo, abundan los ejemplos de escritores no muy reconocidos pero cuyas obras son delicados manjares en manos de bibliófilos. En esta segunda categoría, el aspecto biográfico del genio desconocido acostumbra a ser igual de interesante (o más) que sus escritos, de manera que vida y obra se dan la mano para conformar un todo inseparable, cuya importancia es recíproca. En el caso del barón Corvo, su vida se cimienta sobre una serie de complejos entre los que se puede contar el trastorno bipolar, la esquizofrenia y la manía persecutoria, unidos a una gran sensibilidad y temperamento artístico. La extraña psique de Rolfe le llevó al convencimiento de que estaba llamado a metas más altas que las del resto de mortales con quienes convivía, de modo que trató de descubrir por sí mismo cuál era el camino por el que debían despuntar sus talentos. Primeramente lo intentó como sacerdote católico, abandonando la fe anglicana en la que nació, dado el atractivo de la liturgia católica, la conexión de este credo con la historia del arte y su profundo simbolismo con los que su carácter parecía convenir. Sin embargo, y ésta fue la primera gran traición que sufrió (o creyó sufrir) en su vida, fue rechazado por la jerarquía impidiéndole la ordenación a la que consideraba que estaba llamado. La herida que este hecho le ocasionó queda reflejada en una de sus novelas (Alejandro VII), obra en la que el cónclave romano elige Papa a un desconocido al que le había sido negada la ordenación sacerdotal por inquinas y envidias de sus superiores. Esta “venganza literaria”, muchos años después de ocurridos estos hechos, no sólo refleja lo profundo del dolor que le supuso aquel rechazo, sino que da la pauta de la práctica totalidad de sus obras, concebidas como un modo de vengar afrentas y ajustar cuentas con quienes en la vida real zancadilleaban su camino a la gloria. Tras este duro golpe, Rolfe trató de rehacer su vida de muy diversas maneras, como preceptor de una importante familia católica, secretario de un notable profesor de Oxford, protegido de una peculiar dama italiana (de esta etapa tomaría el apelativo de barón Corvo), pintor de escudos heráldicos para una parroquia católica, etc. Prácticamente en todas estas etapas de su vida se reproduce la misma secuencia. Rolfe deslumbra con sus modales, sus conocimientos de arte o de la Florencia de los Medici, su talento como pintor o escritor y entabla nuevas amistades. Rolfe espera de estas amistades una devoción y apoyo incondicionales de modo que finalmente, por extraños quiebros del destino cualquier acontecimiento simple, el más simple malentendido, supone un estallido de violencia (normalmente sólo a nivel verbal, del que dejan constancia muchas de sus cartas), una nueva afrenta que vengar, un peldaño más en el descenso a su peculiar infierno y a la desconfianza en la humanidad en general. Abandonada la pintura como forma de lograr la fortuna, el reconocimiento y la admiración que redimieran toda su vida, y la dotaran de un sentido, optó por la literatura. Su peculiar estilo se caracteriza por su vitriolismo, su barroco lenguaje y su ingenio en cuanto a estructuras gramaticales y a la invención de nuevas palabras o a la adaptación y modelación de otras ya caídas en desuso. La fuerza de su estilo hace olvidar lo poco atractivo de sus tramas argumentales, forzadas por la necesidad de vengar sus reales o ficticias ofensas. La vida del barón Corvo, de quien se puede decir ciertamente que no ganó un chelín gracias a sus escritos, terminó en Venecia en una debacle en la que el vicio y la locura no bastaron para ahogar hasta el último segundo, la eterna queja lastimosa contra el mundo que el desgraciado Rolfe compartía con quien le quisiera escuchar o lanzaba al cielo cuando la soledad se convirtió en su única confidente. Sus contradicciones fueron incontables. Su odio por los católicos no le impidió relacionarse en gran medida sólo con ellos, su ambición y excesos le hacían perder la confianza de aquellos que podían ayudarlo y, en última instancia, el odio de Rolfe siempre acababa por volverse contra quienes más podían o querían ayudarle. Este odio tampoco le impedía, una vez rotas las relaciones con antiguos colaboradores a quienes acusaba de las peores villanías, recurrir nuevamente a ellos mediante cartas lastimosas en las que se ofrecía a olvidar las heridas inflingidas mediante la entrega de dinero o favores similares. Symons, hijo de su tiempo y de una sociedad excesivamente imbuida del ideal victoriano, considera la homosexualidad reprimida de Rolfe el motor de su errática y desgraciada vida. Quizá se trate simplemente de que sus problemas psicológicos encontraron la forma de aflorar de forma manifiesta a raíz de diversos episodios críticos que condicionaron su relación con el resto de seres humanos y la visión que de sí mismo tenía. Para salvar esta contradicción elaboró su propia teoría en función de la cuál, su desgraciada vida tomaba sentido por el alto fin al que estaba destinado. Todos cuantos se opusieran a él lo hacían con el fin de impedirle su culminación, en una especie de conspiración general contra su persona. Esta farsa le permitió salir adelante de las numerosas crisis que conoció en su vida y le ayudó a no perder nunca la fe en sí mismo. La vida de Rolfe sólo puede inspirar lástima en nuestros días, pero la imagen de un ser que lucha por aquello en lo que cree, que es capaz de superar todas sus limitaciones convencido de su propia genialidad, es el arquetipo del artista romántico, un solitario enfrentado al mundo que se niega a reconocer su talento contra toda evidencia. El modo en el que Symons nos lo presenta, gradualmente, haciéndonos partícipes de sus propios avances en la investigación, nos aventuran en un largo proceso de interiorización de la peculiar mente del barón. Todo ello permite afirmar que la lectura de este libro es una “lectura experimental” parodiando a su autor de la que todo amante de la buena literatura debería tener noticia.