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26 de abril de 2009

La perdida Ciudad Judía de Praga (Hana Volavková / Pavel Belina)


 
 
¿Cómo definir una ciudad?¿Cómo dibujar su contorno y su esencia, sus días de gloria o sus peores vivencias? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de todas sus caras, sus gentes?¿Su pasado y su futuro? Tarea imposible, sin duda. Los optimistas dirán que, como siempre, conocer el pasado nos dará claves para interpretar el presente o adivinar el futuro, pero quizá sea el entorno, el momento histórico el que mejor permita entender una sociedad. Para visitar el pasado recurrimos a relatos de quienes allí vivieron, a interpretaciones de historiadores y cronistas que, aunque no vivieron ese tiempo ni ese lugar, creen tener la información suficiente para trazar con mano firme el perfil preciso. Sin embargo, ¡qué experiencia es poder formarse una impresión de primera mano, directa, sin intermediarios! ¡Qué oportunidad acercar nuestra nariz curiosa a las calles, a las plazas y a los patios, a las gentes y sus ropas, a los comercios donde compraban y a los vehículos en los que se movían!. La fotografía permitió, desde finales del siglo XIX, recopilar toda esta información, en muy variados estilos. Desde las fotografías organizadas aún al modo de escenas pictóricas, a los retratos oficiales, cargados de artificiosidad; desde las fotografías más naturales, a las más solemnes que perpetuaban un momento relevante (una boda, un bautizo, o un retrato para la apenada esposa antes de partir a una guerra). Pero sólo pasados varios decenios, perdido el recuerdo del mundo retratado, estas imágenes van adquiriendo un significado diferente. Es entonces cuando comienzan a publicarse los primeros volúmenes de fotografías antiguas, de imágenes de época. Es sólo entonces cuando esas fotografías dejan de ser miradas para recordar y comienzan a observarse para comprender, para asimilar. No basta leer que a finales del siglo XIX las calles se llenaban de fango en cuanto llovía, que los adoquines escondían charcos que salpicaban continuamente el pantalón de los caballeros y las puntillas de los trajes de las damas. No basta con saber que hubo un tiempo en el que sólo un harapiento podía admitir salir a la calle sin portar un sombrero, espléndido o miserable, lustrado o sucio; constatar ese hecho, verlo con los propios ojos es la mejor forma de acercarse a un tiempo que ya no existe. Contrastar la imagen del pasado con la del presentes es parte del encanto de dichas fotografías: las calzadas abriendo sus carnes a los raíles de los tranvías, los toldos de los comercios tapando totalmente los escaparates, el adoquinado frente al simple asfalto de nuestros días, una fuente en el centro de una glorieta, hoy desaparecida a mayor gloria del tráfico infernal, ... Sin embargo, La perdida Ciudad Judía de Praga es un libro de fotografías (también algunos grabados) que trata de acercarnos a un mundo que ya no existe, no sólo porque su tiempo pasó, sino porque sus edificios, sus calles y recovecos fueron destruidos pocos años después de la fecha en la que su imagen fue congelada para la posteridad. Tan sólo la silueta del Ayuntamiento Judío (donde Kafka hizo su vibrante lectura de su texto a favor del idioma y teatro yiddish) o de la Sinagoga Staranová (en cuyo ático se esconden los restos del Golem), surgen como sombras fantasmales aún reconocibles. Como parte de un programa de saneamiento, algunos judíos se opusieron alegando que se trataba de destruir su comunidad, prácticamente todos los edificios (algunos de la época barroca o anterior, de cierto valor arquitectónico) fueron demolidos y sus tortuosas callejas reconstruidas al modo racional del cuadrilátero, allí donde ello fue posible. Fachadas modernistas ocuparon el lugar de antiguas casas con patios por los que corrían niños harapientos y en los que descansaban carros tirados por caballos. Asomarse a estas imágenes es observar un barrio, un estilo de vida e incluso una concepción de las ciudades y del modo en que se organizan sus diversas comunidades, de las que ya no tenemos memoria (quizá por ello, los centros de muchas de nuestras ciudades comienzan a parecerse a alguans de esas imágenes en sepia). Esas fotografías se amoldan perfectamente al mundo reflejado por Gustav Meyrink en El Golem. Las casas apiñadas, los callejones cortados, las buhardillas construidas donde ya no parecería posible asentamiento arquitectónico alguno, balcones corridos en patios de vecinos, casi al estilo de las corralas; todo parece coincidir con lo descrito por el autor que, sin embargo, escribió su obra cuando el Barrio Judío sólo era un recuerdo y cuando ni siquiera él residía en Praga, alejado por oscuros episodios de su vida praguense. Por contra, nada encontraremos que nos evoque a los personajes de Kafka, hijos más bien de la ciudad nueva y de su burócrata diseño. Esta obra es una adaptación de otra mayor, dedicada a la ciudad de Praga publicada por Katerina Beckova y que trata de reflejar, casi enciclopédicamente, la imagen pasada de Praga. Esfuerzo encomiable que debiera servir de ejemplo para otras ciudades, tan preocupadas por su futuro que apenas logran despegarse de su pasado.

12 de abril de 2009

Berlín Alexanderplatz (Alfred Döblin)


Berlín Alexanderplatz es, muy resumida y simplemente contada, la historia de Franz Biberkopf que salió de la cárcel tras cumplir una condena de cuatro años por una muerte, digamos accidental, decidido a no volver a caer, a mantener una vida honrada y que lleva adelante esa intención profunda contra todos los embates, los más livianos y los más terribles, hasta que la vida, zarandeándole a su capricho, termina por hacerle regresar al camino de la deshonra pese a lo que finalmente logra alzarse y, quizá con menos brío, se despide de las páginas escritas por Alfred Döblin con una sosegada vida gris.

Y esta es la breve sinopsis de una obra en la que quizá, lo menos importante sea precisamente la historia que narra, lo relevante el cómo se cuenta y el discurso que acompaña a las peripecias de este personaje, mezcla de pícaro y víctima de las picarescas ajenas, de intenciones nobles y obras ocasionalmente ruines, como cualquiera de nosotros; pero no, no perdamos el respeto a los lectores, digamos mejor de la mayoría de nosotros.

Esta historia de caída y redención hace pocas concesiones. Sus personajes surgen de lo más bajo de la ciudad y sus vicios y crímenes son descritos con gran naturalismo. Döblin los dibuja como personas, no como criminales y es que, en efecto, Döblin trabajó como psiquiatra en lo que luego sería el Berlín Este, una zona bulliciosa, obrera, de gentes variopintas y de no excesivos recursos. Trabajando desde la Sanidad Pública trabó conocimiento de todo aquel mundo, sus secretas intenciones y sus impulsos. Por ello, no es de extrañar que por las paginas de Berlín Alexanderplatz apenas aparezca fugazmente algún personaje de posibles, siempre fuera de lugar, siempre ajeno a lo que acontece a su alrededor. Por ello, frente a la idea simple de que esta novela refleja el bullicioso mundo del Berlín de entreguerras (lo que parece sugerir cierta bohemia, burbujeantes fiestas y bailes de moda en el loco Berlín de los años veinte) realmente estamos ante el retrato de personas que luchan por sobrevivir, por ganarse el pan del día siguiente en una ciudad que se moderniza a pasos agigantados pero que no es capaz de proveer unos mínimos de seguridad, higiene o dignidad a gran parte de sus habitantes que quedan varados en los alrededores de esa simbólica plaza, punto de unión de los diversos mundos que forman Berlín pero de los que el libro no se preocupa

En ocasiones de manera expresa, en otras de un modo más sutil, Döblin parece querer establecer un paralelismo bíblico. Numerosas referencias, en especial al Antiguo Testamento, van trazando un nexo de unión simbólico entre Franz Biberkopf y Job. Otras referencias bíblicas son constantes (ciertos pasajes del Eclesiastés, visiones de algunos Profetas, Abraham, ...). ¿Implica ello que el fin de la obra de Döblin es moralizante? A la vista de su compleja biografía, de sus vaivenes ideológicos, no es fácil aventurar una respuesta clara, si bien, tengo la impresión de que su esfuerzo se volcó más en dibujar la vida de un Berlín y de unos habitantes que conocía muy bien; pretendía acercarlos a un público poco acostumbrado a presenciar a estos caballeros truhanes en su propio medio, prestándose mujeres, colaborando en robos con la complicidad de vigilantes y vecinos, cargados de maldad hasta el punto de no tener freno a la hora de cometer terribles actos contra quienes se oponen a sus planes.

Si bien la trama no carece de interés, lo que hace de Berlín Alexanderplatz una obra maestra es el modo en que se cuenta esta historia, haciéndola más real, más próxima al lector (pese a la total concreción geográfica, temporal y cultural del texto). Como buen hijo de su tiempo, Döblin admiraba la obra pictórica de los artistas de vanguardia, entre ellos los cubistas, que descomponían una imagen en sus planos aupándolos al mismo nivel, lo que concuerda perfectamente con la visión de psiquiatra de Döblin y las teorías de su profesión, capaz de estudiar al hombre, su mente, desmembrándolo en relaciones inadvertidas para un observador profano. El arte de Döblin viene a la hora de aplicar esta técnica a la prosa mediante diversos recursos que hacen de la lectura de Berlín Alexanderplatz un placer esforzado en sus primeras páginas y, tras la asimilación inadvertida del estilo del autor, una lectura plena de gratificaciones y hallazgos.

Así, en un mismo párrafo encontramos la voz interior del protagonista, sus palabras pronunciadas, la voz del narrador que se dirige a los lectores para llamar su atención sobre algunos hechos o alertar de los que en breve acontecerán o, con el mismo atrevimiento, se encara con el protagonista, le aconseja y advierte. Y todo ello entremezclado con otra voz neutra, de un narrador omnisci ente que no podemos identificar sin riesgo con la voz del autor.

Pero las superposiciones, a modo un gigantesco patchwork, se extienden a aspectos tan inusuales como la reproducción literal de textos de anuncios, folletos publicitarios, manuales de medicina, textos de periódicos o cartas auténticas; tan grande es la pasión de Döblin por los hechos, por tratar de transmitir una realidad a la que los recursos literarios tradicionales apenas alcanzan.. Los personajes toman prestados versos de poetas alemanes, himnos de Goethe, marchas militares e incluso canciones de moda en el momento. En ocasiones ciertas imágenes o versos actúan a modo de coda repetitiva que surge para subrayar determinados momentos ("es segadora, se llama Muerte", "para todo hay un tiempo") . Desgraciadamente lo que no podemos apreciar en las ediciones de esta obra es el poder manejar el manuscrito original de Döblin en el que, literalmente, pegaba los recortes de periódico, de publicidad y otros materiales que configuran ese hermoso collage que hoy leemos de corrido y sin percibir esa pasión por las manualidades y ese gusto por integrar en el texto la realidad de la que hablaba.

Este esfuerzo por hacer más vibrante, más real, la novela, paga tributo a los ojos de los lectores de este siglo en el que muchas de las referencias familiares para el público alemán del periodo de entreguerras, resultan totalmente ajenas obligando a optar por una generosa colección de notas aclaratorias o por la incomprensión de muchos aspectos que complementan la historia. Prefiriendo la primera opción, la edición y traducción de Miguel Sáenz en Cátedra permite extraer gran parte de ese jugo que, de otro modo, se perdería sin remedio. Asimismo, el estudio introductorio nos aporta una visión previa de este autor que, pese a su abundante obra, sólo es conocido por el gran público gracias a esta novela.

En definitiva, la lectura de Berlín Alexanderplatz da cuenta la suprema libertad que ejerció Döblin en su escritura, permitiéndose describir los bajos fondos de Berlín con todas sus miserias, anticipando la crispación política que estallaría pocos años más tarde, todo ello mezclado con grandes dosis de poesía. Esa libertad, fruto de una tremenda seguridad, le permitió combinar escenas sórdidas con momentos de gran belleza (por ejemplo la muerte de Mieze), o destrozar literalmente escenas dramáticas (el pasaje en el que se narra la incapacidad de Franz a la hora de completar al acto sexual con una prostituta tras su salida de la cárcel se rompe abruptamente con un texto extraído de un manual sobre disfunciones sexuales).

Esta libertad le permite asumir el riesgo que la mayoría de autores evitan, destripar su propio libro. La primera página de Berlín Alexanderplatz es, precisamente, el resumen del argumento de la novela y la posible lección que de ella se extraerá. Del mismo modo, cada uno de los nueve libros o capítulos en que se descompone el texto, viene encabezado por otro pequeño resumen de lo que en él se verá. Esto mismo es la mayor prueba de que el autor dio mayor importancia al tejido del libro, a su forma y discurrir, que a la breve historia del bueno de Franz. Siguiendo su sabio consejo y leyendo Berlín Alexanderplatz encontraremos por tanto, algo más que una historia, encontraremos, ahora ya sí, una Novela con mayúscula.