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30 de enero de 2011

La educación del talento (José Antonio Marina)



Cuando hablamos con preocupación de la situación de la educación, solemos centrarnos en la enseñanza reglada, olvidando otros elementos al menos tan relevantes. Todos coincidimos en que la familia es otra pieza clave de la educación; difícil es la tarea de un profesor si no cuenta con el respaldo y apoyo de los padres del alumno.

Pero con más frecuencia olvidamos otros dos factores que condicionan igualmente la educación de nuestros hijos (en general, la educación como habilidad para aprender y desarrollar nuestras potencialidades, sea cual sea nuestra edad), como son la cultura y la sociedad.

La cultura como conjunto de conocimientos, actitudes y talentos fruto de un largo proceso de decantación que refleja nuestro modo de entender la vida y nos inserta en un cuadro completo y coherente (lo que no impide cierto grado de adaptación y flexibilidad) que facilita la comprensión de nuestro entorno, nuestra posición en la vida y nuestra relación con los otros.

Hay culturas que favorecen la iniciativa individual, la asunción de riesgos y sus consiguientes responsabilidades, que no penalizan el fracaso pero premian el éxito. En el lado opuesto, hay culturas en las que la acción colectiva prima sobre la individual, en las que la estabilidad es un valor y desconfían de cualquier modo de diferenciación que rompa la homogeneidad social. Culturas que favorecen o toleran la violencia y culturas que la limitan, culturas que fomentan el respeto por el otro o culturas que elevan barreras.

Dependiendo de la cultura en la que nos desenvolvamos, nuestra vida potenciará unas habilidades en detrimento de otras. Queda margen para la decisión y el carácter individual, por supuesto, pero en términos generales, el condicionante cultural será un elemento muy relevante.

El otro factor apuntado que afecta directamente a nuestra capacidad de aprendizaje y al modo en que lo hacemos es el entorno social en el que nos desarrollamos. Éste es un elemento más inmediato y cambiante que la cultura, y quizá por ello, igual o más influyente. Una sociedad que prime el éxito rápido generará unos alumnos diferentes a otra sociedad en la que el aplazamiento de la recompensa suponga un estímulo, no un freno, a nuestros esfuerzos. Una sociedad que no valore la formación y la educación, que convierta en referencia para sus jóvenes modelos de conducta que hacen gala de su escasa preparación, está favoreciendo que sus próximas generaciones repliquen dicho modelo.

Todo el trabajo de profesores y padres suele quedar en nada cuando se enfrenta a las opiniones de los compañeros de pupitre o a los estereotipos que divulgan la publicidad o las series de moda. Cuando estos valores son asumidos por la sociedad en su conjunto, o cuando no se ofrece un marco alternativo coherente y atractivo, poco o nada se puede hacer.

En conclusión, sobre los pobres y sufridos alumnos se ciernen fuerzas con fines y objetivos dispares. El sistema institucionalizado de enseñanza (con sus vaivenes políticos), la familia, la cultura y la sociedad, todo ello luchando por educar a nuestros hijos para un entorno igualmente complejo y con todas las incertidumbres sobre el futuro que podamos imaginar. Porque, ¿qué tipo de educación requieren nuestros hijos para los desafíos del año 2025? ¿Podemos siquiera anticipar cuáles serán?

Ante este panorama, José Antonio Marina decidió hace varios años fundar la Universidad de Padres con el fin de orientar y formar a padres (también a docentes) en las habilidades y técnicas que mejor puedan ayudar a hijos y alumnos para los retos del mañana fomentando los talentos que todos tenemos desde una perspectiva global, no sólo de conocimientos. Las aspiración por tanto no es el éxito escolar sino el éxito vital.



Como extensión de los trabajos de esta Universidad se ha lanzado la Biblioteca de Padres (de la mano de la editorial Ariel) en la que se publicarán diversos libros de los que La educación del talento es el primero hasta la fecha.

En este libro, Marina hace un análisis de los factores citados anteriormente que influyen en la educación y elabora una teoría de la inteligencia que descompone en dos grandes facetas complementarias de cuyo equilibrio dependerá el éxito del alumno, entendido por tal no los resultados académicos sino la capacidad de aprender y llevar a la práctica lo aprendido, de guardar coherencia entre lo pensado y lo vivido o, en resumen, su capacidad para ser razonablemente feliz.

Al hilo de las nuevas tecnologías, el libro viene complementado por una interesante página web en la que, capítulo por capítulo, se incluyen numerosos documentos, artículos, referencias bibliográficas, videos, etc. todos ellos de grandes expertos en cada una de las materias (motivación, creatividad, inteligencia emocional, …). Toda una invitación para aquellos cuya curiosidad haya sido picada por la lectura del libro o para quienes quieran aprender un poco más en esta ingente tarea.



 Entrando en materia, el primer elemento que funda la inteligencia lo denomina inteligencia generadora, que es la encargada de elaborar respuestas a problemas concretos, aquella que sueña con ideas (no necesariamente realizables o útiles), que mira el mundo que le rodea sin dar por válido y definitivo ningún elemento, admitiendo la capacidad para cambiar el entorno.



Esta inteligencia, que muchas veces actúa a nivel inconsciente, es también la responsable de generar habilidades como la motivación, la empatía o la creatividad y la labor de padres y profesionales de la enseñanza consiste precisamente en potenciarla creando un entorno de autoconfianza, libertad, capacidad crítica y sociabilidad.

Por otro lado, tenemos a la inteligencia ejecutiva cuya misión principal consiste en recibir las ideas que le aporta la inteligencia generadora y descartar aquellas que no resulten practicables, las que no resulten adecuadas a las circunstancias o las que puedan complicar más que resolver. Es, por tanto, la que actúa como baluarte defensivo, la que devuelve al taller de ideas todo aquello que rechaza, forzando a la inteligencia generadora a superarse a sí misma, a reelaborar su análisis con nuevas informaciones y a lograr así una mejor respuesta que volverá a ser filtrada hasta su aceptación definitiva.



Y entonces comienza la siguiente tarea de la inteligencia ejecutiva, tal vez la más importante, la que completa el proceso del talento y que consiste en llevar a la práctica la idea, planificar su aplicación, mantener la constancia y el esfuerzo, perseverar hasta que la idea se hace realidad.

De nada sirve una creatividad desbordante si no tenemos suficiente capacidad crítica para comprender qué sirve y qué no. Pero tampoco podemos desarrollar nuestro talento sino somos capaces de alentar esa creatividad. Finalmente, no lograremos nuestros objetivos si carecemos de la constancia suficiente para lograr nuestros objetivos o si no sabemos evaluar los resultados para poder adaptar nuestros proyectos. Por tanto, el equilibrio de todos estos elementos será lo que determine el desarrollo de nuestras capacidades y el éxito vital a que hacíamos referencia. .

Marina señala igualmente la importancia de la evaluación de los resultados, de contrastar lo esperado con lo logrado de modo que aprendamos de nuestros errores y vayamos matizando nuestras decisiones, acomodándolas mediante un ajuste fino a la realidad, desarrollando así una inteligencia social que nos integre en nuestro entorno.

Pero en definitiva, ¿qué pueden hacer los padres para que este pequeño milagro tenga lugar? Poco, la verdad. Deben favorecer y alentar la creatividad de sus hijos evitando la profecía de la tía que crió a John Lennon, “la guitarra está bien, pero nunca te ganarás la vida con ella”. Pero al tiempo hay que formar (formarnos, esto sirve para todos) en un espíritu crítico que ayude a ser conscientes de nuestras posibilidades; que desarrolle la confianza en uno mismo y la estructure en torno a unos principios de libertad y respeto.

¿Que cómo se hace? En fin, si la respuesta fuera sencilla y pudiera contenerse en las páginas un libro es seguro que éste no sería necesario. Las respuestas son vagas y nunca podemos recurrir a reglas generales, cada momento y persona necesitan de un tipo de estímulo diferente. De lo que no cabe duda es de que ese estímulo, ese disparo en la diana que sirve para propulsar nuestros talentos existe, sólo debemos encontrarlo.

4 de enero de 2011

El mal de Portnoy (Philip Roth)




La mirada a lo vivido puede ser amarga, resentida, melancólica o feliz. En el caso de Alexander Portnoy, nacido en los años treinta en el seno de una familia judía de clase media-baja, el ajuste de cuentas con su pasado tiene todos estos matices y aún alguno más. Nunca es uno mismo el mejor juez de sus actos.

En un extenso monólogo con su psicoanalista (quien sólo toma la palabra en la última línea de la novela) vuelca toda su frustración e ironía repasando de manera errática diversos episodios de su vida.

El título de la obra ha perdido en su traducción al castellano la ambigüedad del original (Portnoy's complaint). Por un lado, el mal de Portnoy como trastorno psicológico que combina en la misma persona los impulsos más altruistas con una extrema pulsión sexual; por otro lado, el largo lamento, la queja perpetua del protagonista, aspecto éste que queda oculto en la traducción.

Y es que poco o nada queda libre de las iras revanchistas de Alexander Portnoy. Comenzando por su familia. Una madre prototípica: ama de casa perfecta, recta y temerosa de todo cuanto se halle un paso más allá de la puerta de entrada al edén familiar. Un padre, vendedor de seguros en barrios pobres, que se deja la vida recorriendo las calles y logrando unas excelentes ventas que, sin embargo, no le permiten prosperar en la compañía por un indisimulado antisemitismo.

La figura de este padre patético, aquejado de un persistente y doloroso estreñimiento (perfecta metáfora de su estrechez de miras), resulta casi ofensiva para su hijo universitario, que aprende a descubrir un mundo que no huele a jabón y sábanas limpias, que no se sienta a cenar cada viernes en torno a unas velas y unas oraciones que apenas sirven para mantener un último vínculo con una religión desposeída de un sentido que no sea el de un mero ritual tranquilizador.

Porque hasta ese momento la vida de Portnoy se ha ajustado al molde que su familia, su madre en especial, le ha preparado. Un niño responsable y con resultados brillantes en el colegio, al que se insiste en las virtudes del esfuerzo y el trabajo, que siempre terminan por dar sus frutos. Al que se pretende alejar de la comida basura o de las compañías poco apropiadas, especialmente si se trata de goyim (gentiles). A quien se reclama la renuncia a su libertad individual en nombre de la familia y, en última instancia, de unas tradiciones que terminará por rechazar.

Pero incluso en esa arcadia infantil hay destellos incomprensibles para el bueno de Portnoy. Si es un niño tan maravilloso y predestinado a lo mejor según le dicen ¿cómo es posible que su madre, en raros ataques de furia, le expulse de casa y le deje en la calle mientras implora perdón y comprende que la salvación está tan solo dentro del hogar familiar?

Poco a poco los interrogantes van abriéndose paso en la mente de Alexander. En un principio la rebeldía asoma bajo la forma de un terrible y desaforado onanismo. La masturbación como vía de escape y liberación de las presiones a que es sometido se convierte, al tiempo, en fuente de culpabilidad. Como es de prever, la tensión entre sexualidad y culpabilidad será una de las mayores fuentes del conflicto interior que vapulea a Portnoy.


Y con el tiempo se avergonzará de su apellido, claramente judío: de su nariz, insultantemente semita, de su pelo y de su familia. Envidiará a los briosos capitanes de los equipos de la Liga Universitaria y sus espectaculares y rubias novias goyim. Ansiará poseerlas para lo que fabula encuentros en los que sustituye su nombre por Bob, Jack o cualquier otro que a sus oídos parezca protestante y sajón, y en los que su nariz deja de ser un problema omnipresente.

La vida tiene extrañas paradojas y, con el paso del tiempo, comprenderá que todo aquello que trata de ocultar es precisamente lo que atrae a las muchachas. Es su condición de judío, su tendencia mesiánica y su discurso superior lo que se convierte en su principal arma y atractivo. Todas las mujeres quieren salir con un judío feo que les hable y les explique, que las redima de su vulgaridad intelectual.

Pero lejos de reconciliarle con su pasado y herencia, esta situación sólo acrecienta su malestar ya que le obliga a permanecer encapsulado en el estereotipo de judío que realmente encarna. Porque, al igual que sus padres son el perfecto ejemplo de judío americano de los años treinta, sumisos y temerosos del porvenir, encerrados en su mundo y ansiosos porque sus hijos se cobren la venganza por las vergüenzas y miserias que han padecido, Portnoy encarna al judío de los años cincuenta y sesenta popularizado a través de figuras como Lenny Bruce o Woody Allen. El judío que rechaza su pasado y su raza pero no puede escapar de ambos, lo que le lleva a la sobreactuación y a cierta tendencia esquizoide. El que reclama para sí el sexo desaforado que cree propio de los gentiles pero que no logra satisfacerle realmente. El que anhela un papel redentor en la sociedad pero que al tiempo se burla de él con un brutal escepticismo. Buen terreno para el psicoanálisis, desde luego.

Porque el bueno de Portnoy no es sino hijo de sus circunstancias. Sorprendido, se indigna como un chiquillo cuando se encuentra casualmente con un antiguo compañero de la escuela que le informa de la suerte de varios zoquetes conocidos de ambos. Lejos de terminar con sus huesos en la cárcel o malvivir de la beneficencia pública, como era de prever según su visión de la justicia y las teorías del premio que sus padres le inculcaron, todos ellos parecen haberse integrado plenamente en la sociedad como respetables hombres de negocios y padres de familia. ¿No debía evitar los bares y pizzerías para no enfermar y morir joven?¿No debía comportarse correctamente para lograr sus metas?



Portnoy ha logrado un importante puesto como abogado responsable de un Comisionado para la Protección de las Personas desde donde lucha por garantizar la justicia, azotar a las grandes corporaciones y, en definitiva, ganar la santidad a que aspira la mitad de su ser. Pero mientras tanto, su otra mitad, “se mata a pajas” (sic) en su desolado apartamento o mantiene relaciones con su estereotipo de mujer ideal que va desde una activista de los derechos civiles a una psicótica (al menos tanto como él) a quien tratará de redimir de su pobre bagaje cultural, lo que lleva a la mutua frustración y a una ruptura abrupta.

Paremos en este punto ya que el argumento queda expuesto en sus aspectos más esenciales. La crítica de Portnoy parece dirigirse a lo judío (pese a encarnar inconscientemente lo judío) pero realmente se trata de una crítica feroz contra muchos aspectos de la sociedad de su tiempo.

A nadie le resultarán ajenos los comentarios de la madre de Alexander, sus desvelos por las malas compañías o la importancia del desayuno y la comida sana. Su insistencia en emparentar a su hijo y las continuas comparaciones con otros amigos de la infancia que ya han hecho tal o cual cosa (obviando a todos aquellos que han echado a perder su vida). Ese asfixiante ambiente familiar forma parte de nuestra historia y contra él se han revelado los jóvenes de todo tiempo.

También en nuestros días asistimos con asombro al espectáculo de quienes logran el éxito (sea cual sea el concepto que de éste tengamos) con las armas del ventajismo, la hipocresía y la falta de escrúpulos. Las reglas del juego parecen haber cambiado (o quizá haya cambiado el juego) por lo que nos movemos en la disyuntiva de sumarnos a la corriente o resistir aislados. Difícil cuestión en la que muchas veces nos comportamos como Portnoy, dubitativos entre la envidia y el resentimiento.

Y toda esta presión, esta inseguridad, se torna dramática cuando vives en una sociedad a la que perteneces pero que no te reconoce. Que te otorga derechos pero que los merma por la vía de los hechos. Es la inmigración actual el equivalente a la comuna judía en la que se cría Portnoy, son los hijos de los inmigrantes los que luchan entre el respeto a las tradiciones de sus padres, el rechazo a quienes les repudian y el deseo de borrar cualquier signo de diferenciación racial.

El mal de Portnoy puede ser realmente el lamento de una sociedad en transición, camino de unos cambios que han de liberarla de restricciones y complejos pero con un coste de adaptación que en ocasiones puede ser elevado. Y por ello, la novela es actual en nuestros días, por la fuerza y vigor con los que plantea las diversas tendencias y presiones a que se somete al ciudadano (las externas pero también las propias), revela el germen de esa insatisfacción continua que no parece llevar a ninguna parte y pone de manifiesto las contradicciones entre nuestro pensamiento y nuestros actos, entre lo que creemos (herencia cultural de lenta adaptación) y lo que hacemos.

La traducción de Ramón Buenaventura ha tenido el acierto de preservar los términos yiddish que jalonan el texto remitiendo a un glosario final y evitando las continuas notas al pie de página que restarían fuerza al discurso arrollador de Portnoy. Un discurso atropellado en un momento de gran excitación (no olvidemos, Portnoy está hablando a su psicoanalista, arrellanado en su diván) en el que las ideas saltan al texto al mismo tiempo que pasan por la cabeza del atribulado paciente. Las repeticiones, las incoherencias, los saltos en el tiempo, son fiel reflejo de este azoramiento. No es de extrañar que una idea lleve a otra y, por medio, se deslicen anécdotas o recuerdos que poco o nada tienen que ver pero que surgen de la libre asociación.

Precisamente éste es el rasgo que mayor vitalidad da al texto y que hace más interesante la lectura, esa sensación de estas escuchando directamente de labios del propio Portnoy su terrible lamento. Y también aquí reside la principal vena cómica de la novela, el humor soterrado que asoma tras las imprevistas asociaciones del subconsciente de Alexander.

Este libro fue escrito por Philip Roth en 1969 convirtiéndose en su primer éxito y, en cierto modo, patrón de bastantes de las obras que habrían de venir. Su vigencia es innegable ya que, más allá de sus referencias a un entorno cultural determinados, sus reflexiones son válidas para cualquier situación de cambio. Y es que desde 1969 las cosas no han cambiado tanto y la sociedad continúa en ese proceso de transformación (¿acaso este fenómeno no es propio de cada tiempo y lugar?). Tal vez por ello, El lamento de Portnoy tenga un valor más universal que el de otras de sus obras. Esperemos tan solo que logremos adaptarnos mejor que Alexander Portnoy y no terminemos todos tumbados en un inmenso diván.