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29 de julio de 2011

Lamentaciones de un prepucio (Shalom Auslander)



Debe de ser muy duro nacer en una familia judía ortodoxa, crecer llevando un yarmulke o kipa, cuidar lo que se come y hacer complicados cálculos para saber qué está permitido y qué no durante el largo e interminable sabbath. Y todo ello se vuelve aún más duro cuando vives en los Estados Unidos, el paraíso del consumo y de la televisión, donde todo, y digo todo, parece específicamente orientado a ofender a un alma kosher, desde las grasientas hamburguesas a la pornografía más depravada.

Así que no es de extrañar que el joven Shalom se revelara desde joven contra tales imposiciones. Comer perritos calientes o donuts, masturbarse en la habitación de sus padres (ojeando revistas que su propio padre ha escondido) o acudir a un centro comercial en taxi la tarde de un sábado (lo que implica al menos seis o siete violaciones del sabbath) son los pilares de esta rebelión en la que Dios, cómo no, tiene todas las de ganar.

Porque lo realmente sorprendente es que Shalom Auslander cree realmente en Dios a pies juntillas, y no en cualquier Dios, sino en el Dios terrible del Antiguo Testamento, el que sólo para poner a prueba a Abraham arriesga la vida de su hijo Isaac, el que tiene el capricho de condenar a los vecinos de Noé a una muerte atroz o el que fulmina a su más seguro servidor, Moisés, justo antes de que pueda pisar la Tierra Prometida.

Un Dios aún más terrible y menos misericordioso que aquel al que rezan la mayoría de los judíos; un Dios más parecido a las deidades griegas, dotadas de una ironía y arbitrariedad propias de pequeños demonios. Porque el Dios de Auslander es capaz de hacer que se cumplan sus deseos sólo para tirarse de los pelos de la barba muerto de la risa cuando, en un giro de los acontecimientos, pone al pequeño rebelde en su sitio. Este papel de Dios como gran irónico hace creer a Shalom que cualquier acontecimiento positivo que le pueda ocurrir no tiene otro fin que hacer más duro el golpe que Dios le reserva.



Así que la vida de Auslander es un pequeño poema (sacro, por supuesto, aunque algo irrespetuoso). Cuando su mujer le informa de que está embarazada, el primer pensamiento no es para la vida que se avecina sino para el Dios que ha ideado semejante plan para hacerles concebir falsas esperanzas y poder seguidamente acabar con la vida del bebé. Sí, Auslander conoce perfectamente a su Dios y no le quita ojo.

Por eso, trata de negociar con él, como ha hecho desde niño. Si quemo las revistas porno (una muy buena acción), no me castigarás por robar en el centro comercial (una mala acción). Claro que no es patrimonio de Auslander acordarse de Dios cuando se le necesita: haré una peregrinación si salvas mi vida, cuidaré a mi padre si salvas a mi hijo. Muchos lo hacen; negociaciones puras y duras en las que se echa mano de Dios cuando truena. Pero Auslander no, él no le quita ojo a Dios en ningún momento, siempre atento y preparado para hundirle. No debe darle tregua.

Siguiendo la estela de judíos psicoanalizados (Shalom también pasa por el diván sin saber muy bien para qué, ¿otra ironía que Dios ha maquinado contra él?), podríamos verle como un maníaco egocéntrico capaz de concebir el Holocausto como la disculpa de Dios para tener algo con que remorderle la conciencia mientras divaga sobre la conveniencia o no de circuncidar a su hijo.



Porque éste es otro gran problema. Ha huido de su familia y de su ciudad para buscarse un entorno seguro en el que Dios no esté siempre presente (salvo en su cabeza, por supuesto) y ahora teme que el bebé sea la puerta de entrada, el caballo de Troya en el que su pasado se infiltre nuevamente en su vida. Por eso trata de oponerse a la circuncisión al tiempo que teme ofender a Dios por no sacrificar el prepucio de su hijo.

No lo dudemos, decide circuncidarle pero, ante el escándalo de su familia, lo hace en el propio hospital sin dejar pasar los ocho días reglamentados en el Deuteronomio, y a manos de un médico, sin la presencia de un hombre justo que bese la herida. Auslander no puede volver a la Comunidad, ni siquiera cuando actúa como judío. ¡Qué ironía de Dios para con este su creyente más díscolo pero más ferviente!

Y en esta continua tensión entre el Dios en el que cree, al que teme y respeta (pues le cree en el poder de otorgarle o no la felicidad) y la vida que desearía llevar, se mueve la narración eminentemente autobiográfica en la que Shalom repasa su infancia y adolescencia, su paso por las escuelas judías o su estancia en Israel.

Las escenas cómicas se suceden continuamente. Uno de los pasajes más cómicoses el concurso de bendiciones para las comidas que tiene lugar en su escuela y en el que el rabino grita el nombre del alumno y seguidamente un alimento, debiendo acertar la bendición (o bendiciones, si el alimento en cuestión es mezcla de varios, como un helado en cucurucho) apropiada según los Sabios.


Este libro es el segundo escrito por su autor y el primero publicado en España, gracias a la editorial Blackie Books, con traducción de Damià Alou. Actualmente Auslander continua trabajando en varios medios estadounidenses destacando por su visión irónica, tanto de su religión, como de los propios Estados Unidos.

No vamos a ser originales comparando Lamentaciones de un prepucio con El mal de Portnoy (salvando las distancias, fundamentalmente en cuanto al mérito literario) pero los paralelismos son evidentes: una tensión sexual oprimente, un rechazo a la familia, la visita a la Tierra Prometida y una huida en la que ambos protagonistas (más acusadamente Auslander) se llevan consigo a su Dios.

Y ésta es una pregunta que surge casi de manera natural al leer estas obras. En el caso de los gentiles, el rechazo a Dios suele manifestarse de manera más explícita como rechazo a la institución que lo encarna, por ejemplo, la Iglesia. En el caso de los judíos, parece más bien que el rechazo a la opresión familiar y de las instituciones religiosas no genera una visión alternativa más benigna y liberadora, pero tampoco parece llevar a un ateísmo que resuelva la tensión. La solución parece la peor de todas, porque rechaza y se enfrenta a un mundo en el que realmente siguen creyendo. En fin, haciendo un chiste de judíos al estilo de Ángel Wagenstein, Freud era judío y conocía lo suficientemente bien a su grey como para establecer un floreciente negocio para los siglos venideros.

19 de julio de 2011

El Elemento (Ken Robinson)

I
En el instituto, un profesor nos aconsejaba escoger estudios de Filosofía, Historia o Políticas porque, al ser tan grande la especialización de nuestra sociedad, cada vez serían más necesarios y demandados aquellos profesionales capaces de actuar como nexos de unión del resto de conocimientos. Otra profesora nos daba ánimos en los duros tiempos del desempleo juvenil de los años ochenta y primeros noventa, afirmando que la ventaja que teníamos era que, dado que acabaríamos en el paro estudiáramos lo que estudiáramos, teníamos la suerte de poder elegir, al menos, la carrera que más nos gustase.

Como buenos estudiantes, olvidamos pronto estas palabras (y tantas otras) y sólo las he recordado viendo en internet varias conferencias de Ken Robinson. De algún modo, aquellos profesores ponían de manifiesto dos ideas centrales en la teoría de este autor.


Por un lado, estudiamos para las necesidades del presente, pero el mundo cambia tan rápidamente que mañana estos conocimientos no servirán de mucho o actuarán como rémora. Realmente no sabemos qué tipo de conocimiento es necesario trasladar a los alumnos para prepararles para el mundo que les espera cuando salgan de las aulas. Por otro lado, elegimos estudios que creemos que serán más útiles para nuestra vida profesional, aquellos con mayores expectativas de colocación, pero no solemos tener en cuenta si realmente deseamos dedicarnos a ellos profesionalmente o si nuestras aptitudes y talentos apuntan a otra dirección.

Para Ken Robinson, la educación pública actual sigue los mismos esquemas que en el momento de su creación, allá por los años en que se consolidaba la Revolución Industrial. La instrucción pública nació con el fin de formar obreros y técnicos capaces de enfrentarse a la nueva realidad industrial para la que los rígidos moldes de la capacitación gremial no ofrecían respuestas eficaces. En ese momento se organiza la educación con una jerarquía de disciplinas que perdura hasta hoy en día: Matemáticas (y otras asignaturas técnicas) en la cúspide, seguidas de Lengua (e Historia y Filosofía). Con el tiempo, a la educación pública se le han dado numerosas responsabilidades adicionales (tal vez demasiadas: primeros auxilios, educación sexual, vial, cívica, ...) que en nada han alterado la anterior jerarquía.

Pero los tiempos han cambiado. La velocidad a la que se transforma la sociedad hace que lo que hoy se enseña a nuestros hijos haya quedado desfasado antes de que comiencen su vida profesional. No sabemos qué debemos fomentar en la formación, ¿las matemáticas, la informática, la filosofía? ¿Cuál será el conocimiento realmente útil para ayudarles a enfrentarse a ese futuro inaprensible? No lo sabemos, ésa es la verdad. Por eso, éste es el momento en el que la escuela debe preservar cada uno de los talentos de los niños que le son confiados y que no serán necesariamente matemáticos o lingüísticos. Cada niño está lleno de talentos para las cosas más diversas, para imaginar, para soñar, para bailar, moverse, cantar, dibujar, inventar soluciones tan simples y hermosas a problemas en apariencia irresolubles que hacen sonrojar a sus padres. La escuela ha logrado hasta la fecha obviar estos talentos para tratar de hacerlos pasar por un molde uniforme que simplifique la formación y la evaluación; pero el reto actual consiste en mimar esos talentos, reconducirlos y potenciarlos, mostrar en qué pueden ser útiles y abrirles vías. Así es la escuela soñada, así es la escuela que propone Ken Robinson.

II

Ken Robinson ha prestado especial atención al papel de la creatividad y, en particular, al modo en el que las escuelas acaban con ella. Los niños son tremendamente imaginativos y nada parece obstáculo para ellos pero, pocos años después, su espontaneidad parece haber desaparecido. La convencionalidad y el seguidismo se convierten en las pautas más seguras para la travesía de la época escolar.

Sin embargo, en aquellos casos en los que la escuela ha cumplido con su papel, o cuando el alumno ha sabido resistirse al pensamiento lineal, los resultados son espectaculares. La creatividad se adueña de la vida de estas personas (no pensemos necesariamente en artistas famosos, también en bomberos que adoren su trabajo o contables enamorados de sus balances) llevándoles a un estado de especial conciliación entre sus aspiraciones personales y profesionales.

En sus viajes por todo el mundo, Ken Robinson ha ido conociendo muchos ejemplos de este tipo de personas y ha entrevistado a muchas de ellas para poder elaborar su teoría sobre la creatividad y su poder transformador, teoría que centra sobre la idea del “elemento”.

Ken Robinson define ese elemento como el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cada persona está dotada para determinadas actividades y tareas; descubrirlas es vital. Pero sólo generan un torrente de energía cuando se combinan con una inclinación personal. Kafka era un empleado meticuloso, responsable y apreciado por sus superiores. Sin embargo, para él, su empleo no era más que una esclavitud, una prueba de su falta de decisión a la hora de dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, la Literatura. Su habilidad para el mundo del Derecho le era indiferente dado que su inclinación personal era la Literatura.

Cuando uno descubre su elemento, el nivel de satisfacción se eleva notablemente hasta el punto de asumir las partes menos agradables asociadas al mismo. Los bailarines profesionales son capaces de ensayar sus pasos interminablemente durante días exactamente iguales al anterior, hasta lograr la perfección absoluta. Estas sesiones agotadoras no restan un ápice a la pasión que sienten por el baile y precisamente esa pasión es la que les lleva a soportar un esfuerzo que a otros nos parecería inhumano.

Pero, ¿cómo surge la creatividad?  Ken Robinson cree que todos nacemos creativos pero que con el tiempo vamos dejando de serlo, empezamos a tener miedo al fracaso, a la opinión de otros y, en definitiva, nos acomodamos al modo de pensar de la mayoría, más cómodo, menos arriesgado.
Es evidente que el punto de partida debe ser pensar diferente al resto, ver lo que el resto no ve, sin dar nada por supuesto. En nuestro país tenemos varios ejemplos de creadores que lograron el éxito con algo tan básico como añadir un palito a un caramelo (chupa chups) o a un trapo (fregona). Nadie antes había pensado en ello y pocos entendemos cómo se tardó tanto en hacerlo, pero tuvieron que ser ellos quienes lo hicieron.

Sin embargo, enfrentarse al modo de pensar vigente no siempre es sencillo. En muchas ocasiones requiere romper con todo, abandonar el entorno que nos aprisiona y buscar a nuestros iguales. Bob Dylan no tenía mucho que ver con sus compañeros de colegio de Minnesota; sólo cuando decidió viajar a Nueva York y se instaló en el Greenwich Village descubrió un mundo al que quería pertenecer, una estética, un lenguaje y una actitud que le permitieron impulsar una carrera que cambiaría el concepto que el público tenía de la música hasta la fecha.

La creatividad es algo muy parecido al juego del “¿y por qué no?”. Cuando en 1965 los Beatles trataban de elegir la fotografía para la portada de su próximo disco, la cartulina sobre la que el fotógrafo Bob Freeman proyectaba las imágenes cayó hacia atrás mostrando una imagen distorsionada, los cuatro beatles saltaron al instante, ésa era la portada que querían y aquella fue la fotografía elegida, una de las más famosas de la historia de la música.


Sigamos con la música. En 1966, The Who ya era un grupo famoso con varios discos en los primeros puestos de las listas de éxitos. Pese a ello, se encontraron con la negativa de su productor a incluir como acompañamiento en uno de sus nuevos temas, una sección de cuerda durante un breve pasaje. Hoy se habría solucionado recurriendo al sonido de un sintetizador que imitase las cuerdas. Los Who, faltos de este recurso, idearon una solución ingeniosa a la vez que mordaz y que avergonzara a su productor cada vez que oyera el tema: sustituyeron las cuerdas por coros en los que cantaban “cello, cello, cello!” (minuto 06:59)


Pero la creatividad no es un regalo innato. Según Pablo Picasso, la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando. Por tanto, ser creativo es un proceso que se debe aprender a desarrollar y en el que hay que emplearse a fondo para sortear las numerosas trabas que nos encontraremos.

El miedo al fracaso puede ser el mayor peligro para la creatividad. Sólo una gran confianza en uno mismo permite superar los obstáculos. Paul McCartney fue rechazado en el coro de la catedral de Liverpool por no tener buena voz. Tampoco su profesor de música en el instituto detectó ningún tipo de talento musical en él. Años después, ya con los Beatles, vio cómo varias compañías se negaban a contratarles y sólo finalmente lograron un contrato con el sello Parlophone, especializado en discos cómicos. ¡Un comienzo desalenador! Nada de eso les frenó ni minó su confianza. Cuando se encontraban cercanos al desánimo, Lennon les decía, "¿A dónde vamos, chicos? Arriba del todo, Johnny. ¿y dónde está eso? ¡En lo más alto de lo más alto!"

Todos tenemos talentos innatos. El problema es que no siempre sabemos que los tenemos, no confiamos suficiente en los mismos o carecemos del tesón para saber desarrollarlos. En la experiencia de muchos de los entrevistados por Ken Robinson, la figura de un mentor es clave a la hora de detectar el potencial y saber encauzarlo. El mentor es una persona que se siente como próxima y que actúa como inspiradora y orientadora aunque no debe existir necesariamente contacto (de hecho, muchos mentores –empleando el término en el sentido en que lo hace Ken Robinson- no saben que lo son). Con mayor propiedad podríamos hablar de inspiradores. 
Lo deseable es que fueran los profesores quienes alentaran esos pequeños brotes de originalidad, pero lo cierto es que en muchos casos la escuela no está preparada para este desafío, pesan más los programas y los requerimientos curriculares. Por eso la figura de un mentor juega un papel vital. El propio Ken Robinson narra su experiencia personal. Educado en una escuela para niños con diversas discapacidades (la poliomielitis acabó prácticamente con la movilidad de una de sus piernas), fue apadrinado por un inspector del ministerio de Educación que, por alguna extraña razón, supo ver en él algo que le diferenciaba del resto de sus compañeros de clase, una especial aptitud para la docencia tal vez, que le llevó a sacarle de dicha escuela y seguir apoyándole hasta que logró su titulación como profesor.

Este libro no es un manual de autoayuda, ni una guía para ser más creativo. No ofrece recetas de sencilla aplicación, ni nos hace sentir mejor. Tan sólo (y no es poco) pone el acento en que los caminos para alcanzar nuestra satisfacción personal no deben ser trazados a priori, obviando nuestras capacidades reales. En que nuestros hijos deberían tener la oportunidad de no repetir los errores de sus padres y en que, tal vez, lo que necesiten para el futuro no sea un título o unos conocimientos iguales que los de sus bisabuelos. No queremos que se conviertan en Dylan o en Paul Auster, bastaría que fueran felices con lo que hacen. Que la realidad no se cierra a nada y así debemos ser nosotros.


3 de julio de 2011

Lluvia Negra (Masuji Ibuse)




Cuando en una película aparecen los títulos de crédito finales solemos obviar que la vida de los protagonistas continuará bajo la discreción y mutismo que nos cobija al resto de mortales. No atendemos a que los amores, incluso aquellos más eternos, rodados en blanco y negro, no siempre resisten el desgaste del roce diario (no siempre el cariño nace de ese roce).

Lo mismo ocurre respecto de hechos reales, de noticias ciertas que ocurren a cientos o miles de kilómetros (o en la puerta de al lado). En nuestro mundo virtual, la televisión nos descubre realidades, centra nuestra atención en hechos espeluznantes, para pasar seguidamente a otros que atraen nuestra atención hasta hacernos olvidar los primeros.

Y quizá así deba ser, quizá el olvido consciente sea una forma de salvaguardar nuestra sesera bombardeada desde cientos de fuentes. Pero a veces también es bueno parar a tomar aliento y mirar el paisaje tras la tormenta. La vida sigue tras un terremoto, una inundación o un tornado. Las mismas personas cuya desgracia nos atenaza un día, pugnan por seguir adelante con sus vidas al día siguiente, ya sin estar bajo nuestra mirada atenta.

Y es allí donde, tras los créditos y los noticiarios, tras las portadas periodísticas donde comienza su periplo la historia que encierra Lluvia Negra, la novela de Masuji Ibuse que publica Libros del Asteroide con traducción de Pedro Tena.

La noticia y la foto son del día seis de agosto de 1945, a las 08:45 por mayor exactitud. Pero, al igual que las sombras en las piedras que dejaron aquellos que fueron borrados por la explosión, la atención del mundo queda congelada en ese momento. Muchas cosas vienen después. La entrada en guerra de Rusia contra Japón, la segunda bomba en Nagasaki, la rendición de Japón, el inicio de la guerra fría, … Demasiada información para atender a la vida de aquellos que lograron sobrevivir al bombardeo, los hibakushas.



Pero sus vidas transcurrían poco a poco, entre ellas la de Yasuko, una joven que vive en Kobatake -pueblo cercano a Hiroshima- y que durante la guerra vivió en Hiroshima trabajando para la Compañía Textil de Japón aunque el 6 de agosto de 1945 no se encontraba en la ciudad. Pero la mera sospecha es suficiente para que, años después, Yasuko aún no haya encontrado pretendiente que la quiera como esposa. Por eso, su tío Shigematsu decide jugar todas sus bazas con el último posible candidato que parece interesarse por la joven. Y para ello, quiere remitirle una copia del diario de Yasuko, referido a los días previos y posteriores al bombardeo.

No satisfecho con eso, transcribe igualmente su diario en el que se recoge su propia experiencia (él sí se vio afectado por el bombardeo). En la misma línea, la novela recoge también pasajes del diario de Shigeko, esposa de Shigematsu y retazos del diario de Iwatake, familiar del médico que trata a la familia y que fue afectado directamente por la bomba pero logró sobrevivir gracias a un tratamiento consistente en transfusiones de sangre e inyecciones de vitamina C.

Gran parte de la novela consiste en la reproducción de estos diarios gracias a los que conocemos de primera mano la impresión de los afectados, la incertidumbre sobre lo sucedido, sus causas y efectos, el creciente odio al ejército que parece querer llevar al país a su destrucción y, en definitiva, el horror vivido por los supervivientes del bombardeo. Que la novela se disgregue en varias fuentes de información, con estilos narrativos diversos, contribuye a enriquecer la experiencia, a graduarla y matizarla haciéndola creíble y veraz.



Tras el bombardeo, la asistencia sanitaria es inexistente, los pocos médicos que han sobrevivido no saben cómo tratar las heridas, ni la enfermedad de la radiación que comienza a manifestarse en muchos pacientes. Todas las infraestructuras están destruidas, por lo que alimentarse o desplazarse se convierte en toda una aventura de resultado incierto.

Escenas del horror se reparten por toda la narración: Hijos quemados y moribundos aferrados a los cuerpos de sus padres fallecidos, padres que deben abandonar a sus hijos atrapados en las ruinas por el avance de los incendios, hojas de aviso clavadas en árboles por supervivientes reclamando el paradero de sus hijos, maridos, …

Pero no se puede decir que el tono general de la novela sea oscuro o deprimente. Junto a estas escenas, hay cabida para el optimismo. Shigematsu observa cómo algunas plantas parecen acelerar el crecimiento tras la explosión, se avecina el fin de la guerra percibido a partes iguales como temible y liberador. La experiencia de aquellos enfermos que, pese a sus terribles heridas, salen adelante y parecen enmendar al destino que les estaba reservado supone también una importante fuente de optimismo.

En este sentido, Masuji Ibuse es un narrador amable que, sin evitar los aspectos más crueles, sabe reflejar un lado amable, con una atención perspicaz a pequeños detalles que humanizan la novela haciendo de ella un relato sosegado y amable, lo que sin duda, contribuye aún más a dejar una honda impresión en quien la lee. Porque hay libros fríos, libros que aún bien escritos, no parecen tener alma; no es éste el caso. Lluvia negra es un libro hermoso y humano, con alma, que sabe encontrar el detalle que redime la mayor destrucción conocida.


Aunque Masuji Ibuse no vivió en primera persona los efectos del bombardeo ya que trabajaba en Tokio en aquella época (en los servicios de información y propaganda japoneses), era oriundo de un pueblo próximo a Hiroshima por lo que tras la guerra pudo conocer los devastadores efectos de la bomba y seguramente muchas de sus amistades perdieron la vida o sufrieron las consecuencias y, con toda probabilidad, estos testimonios sirvieron como fermento para dotar de verosimilitud a la novela.

Y la pregunta que me hago siempre que leo obras similares es: ¿Dónde queda la rabia? ¿Es posible superar tanto drama? Sigo sin comprender cómo tanto dolor y destrucción, tanto sufrimiento, puede padecerse sin dejar una huella traumática que lleve a los que la sufren a un odio y resentimiento totalmente comprensible. Y sin embargo, lo que aquí se nos ofrece es un sosegado relato, lleno de humildad, sin grandes discursos, plagado de grandes hombres que son aquellos que guardan su ira para seguir viviendo. Una lección más de esta brillante novela.