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24 de agosto de 2013

La Buena Novela (Laurence Cossé)


 
Titular un libro La Buena Novela no deja de resultar pretencioso, y ello aunque se utilice el subterfugio de que ése sea precisamente el nombre de la librería en torno a la que se organiza la trama. En cierto modo no puede haber resultado ajeno al autor el pensamiento de que quien lea su obra se planteará si ésta realmente hace honor a su título.

Pero nos movemos en un terreno pantanoso porque, ¿qué entendemos por una buena novela? Claramente dejamos al margen la acepción relativa a las intenciones subjetivas, nunca atribuibles a los libros que, a estos efectos, no son ni malos ni buenos (no así sus lectores). Sobra decir que por buena novela hacemos referencia a un conjunto de circunstancias relativas a la calidad de la misma o a su cualidad.

La distinción no es gratuita. Algunos considerarán buenas novelas aquellas que les entretengan, que cuenten una historia conmovedora o que deje un regusto que impulse a leer una inevitable segunda parte. Sobre estos aspectos poco o nada se puede discutir puesto que resultan totalmente subjetivos y, como tales, perfectamente respetables.

Los problemas surgen cuando tratamos de definir la calidad de una novela. Porque está claro que a estos afectos una novela, o es buena, o no lo es. No buscamos una subjetividad, una inclinación del gusto por un estilo u otro. Buscamos una certeza, un canon absoluto al que aferrarnos. ¿Cómo enfrentarnos a este desafío?

Éste es precisamente el punto de partida de La Buena Novela. Francesca es una extraña dama con un patrimonio heredado con el que planea un negocio que no busque el beneficio económico sino el placer de retar la visión capitalista de su marido y satisfacer su pasión por la Literatura. Francesca encuentra a su socio perfecto en la figura de Iván, un aventurero a la antigua que ha recalado en el mundo de las librerías ganando experiencia como empleado de exquisitos gustos, no siempre lo suficientemente comerciales para las necesidades de los establecimientos en que trabaja. Ambos planean la apertura de una librería que llevará el provocador nombre de La Buena Novela y que sólo venderá buenas novelas. 

Comprendidas las dificultades de definir y concretar esa calidad novelesca, deciden dejar la tarea a un comité de expertos formado por varios reputados escritores a los que admiran y que deberán elaborar cada uno de ellos un extenso listado de títulos que consideren de una calidad innegable. Cada autor elegirá libremente, sin interferencias ni componendas, de la manera más sincera posible. Para garantizar esta independencia, los miembros aceptan guardar secreto sobre su pertenencia al comité y sus nombres sólo serán conocidos por Francesca e Iván, ni siquiera conocerán los nombres de los otros miembros del comité.

La pareja de emprendedores sueña con dar inicio a un movimiento por el que pronto se propagará como el fuego la demanda de buena literatura, haciendo surgir iniciativas similares por todo el país y el extranjero. Su objetivo es claramente subversivo.

Pasados los momentos iniciales en los que la librería se llena de curiosos, periodistas y críticos, y en los que es vista como una inocua excentricidad, la situación cambia radicalmente. El movimiento parece prender y las ventas se multiplican. Y La Buena Novela deja de ser un pequeño negocio para convertirse en una amenaza para muchos, para demasiados.


Comencemos la lista de damnificados. Los autores cuyos libros no se venden en la librería se sienten ofendidos. Las editoriales más comerciales muestran su encono. Los críticos que ven desafiadas sus opiniones, muchas veces compradas por las grandes editoriales. Los libreros que ven desacreditada su labor, convertidos en meros tenderos. Y así sucesivamente.
Demasiados enemigos que pronto se organizan para poner en jaque a La Buena Novela y a todas sus buenas intenciones. Comienzan a publicarse artículos en prensa poniendo en duda que un tribunal de sabios pueda o deba pontificar sobre lo que merece la pena ser leído y críticas por entender que el sistema  representa un ataque a la democracia cultural, al soberano gusto del consumidor. Pero la cosa pasa a mayores cuando comienzan a circular historias sobre la vida pasada de Iván y Francesca, sobre el origen de los fondos que sostienen un negocio de improbables beneficios; en una palabra, chantaje puro y duro.

Nuestros libreros no se amedrentan pero la amenaza se extiende a los miembros del comité, llegando incluso a la agresión física. Cómo se ha descubierto la identidad de los mismos y quiénes son los que amenazan, agreden y persiguen a estos refinados literatos es uno más de los misterios a que se enfrentarán Iván y Francesca, y junto a ellos, los lectores de esta novela que, ahora sí lo podemos decir, hace honor a su titulo.

La Buena Novela es muchas novelas a un tiempo, todas ellas buenas, si podemos continuar con el juego de palabras. Es, ante todo, una novela sobre novelas y escritores reales (se cita por ejemplo a Enrique Vila-Matas y a Arturo Pérez-Reverte) que hará las delicias de todos los amantes de la buena literatura con las opiniones y juicios vertidos, en muchas ocasiones de autores desconocidos (o casi) para el público de lengua española.

Laurence Cossé
Pero es también, ya se ha dicho, una novela sobre qué entendemos por calidad en este mundo. Sobre la licitud de dictar el buen gusto dejando al margen lo que excluye nuestros criterios (la mayoría de los títulos seleccionados para su venta en La Buena Novela son francófonos, por ejemplo). ¿Juzgar las novelas implica igualmente juzgar a quienes las leen?

Pero esta obra es también una novela de amor, de amores más bien, algunos públicos y notorios, y otros callados y llevados a la tumba, sólo desvelados por el narrador (cuya identidad solo se desvelará en la última parte de la novela). Es en esta parte de la trama, tan alejada en principio del centro de gravedad argumental, donde la novela alcanza sus mejores momentos, con pasajes propios de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer, con movimientos de idas y venidas incomprensibles, trufados de referencias literarias.

También se ha dicho, La Buena Novela es una novela que comienza y muere con intriga. Una novela de misterio, detectivesca en la mejor tradición, con su propio investigador privado, gran lector y conocedor del mundillo de las editoriales y los críticos.

Pese a que esta mezcla de temáticas puede hacer parecer algo disperso el conjunto, lo cierto es que el texto no pierde en ningún momento el pulso narrativo que lo impulsa desde su inicio. En las diferentes tramas, el estilo se adapta a las necesidades del tema tratado permitiendo al lector disfrutar de diversos estilos narrativos sin confundirlo ni hacerle perder de vista la línea de avance establecida.

Laurence Cossé es la genial autora de esta novela traducida al castellano de manera ejemplar por Isabel González-Gallarza y presentada por la ya imprescindible editorial Impedimenta. Solo queda recomendar su lectura para todos aquellos que gusten de las buenas novelas, sea lo que sea que entiendan por tales. 


6 de agosto de 2013

A propósito de Abbott (Chris Bachelder)


Abbott es un profesor universitario que, tras el final del curso escolar, afronta el periodo vacacional con la poca excitante perspectiva de encerrarse en su casa acompañando a su mujer, embarazada de seis meses y con problemas para conciliar el sueño, y a su hija de dos años.



A partir de estos hechos básicos tenemos cerca de trescientas páginas en las que asistimos a las peripecias de Abbott, a su notable incomodidad con la situación creada y a su incapacidad de conducirse como lo haría cualquier otro.



La edición española de A propósito de Abbott, a cargo de Libros del Asteroide con traducción de Ismael Attrache, nos anticipa “una desternillante historia sobre las pequeñas desventuras, agobios y alegrías de los que está hecha la paternidad”.



Pero, si he de ser totalmente sincero, no creo que a lo que asistamos en esta novela sea a una sucesión de escenas desternillantes. Me explico. El libro se compone de una serie de escenas, la mayoría de apenas dos o tres páginas, en las que vemos a Abbott en acción, mejor dicho, en reflexión, porque si algo caracteriza a Abbott es su total inutilidad práctica. No es que estemos ante un profesor chalado, abstraído en sus elevadas teorías y que no sabe cambiar una bombilla. Más bien, se trata de que el protagonista apenas es capaz de avanzar un paso en cualquier dirección sin plantearse infinidad de preguntas, cada una de ellas más irrelevante y liosa que la anterior.

Abbott observa el mundo que le rodea como lo haría un marciano venido a este planeta con el fin de pasar unos pocos meses y regresar a su planeta puntualmente para rendir cuenta de sus observaciones y, seguidamente, cachondearse de lo extraños que resultan los terrícolas. Pero he aquí, que el verdadero Abbott alienígena se preguntaría para sus adentros de qué se ríe tan alto.

Volvamos al planeta Tierra. Abbott pasea junto a su hija y juega con ella a tirar pequeñas piedras por una alcantarilla de su urbanización, esperando oír el ruido del agua. Abbott no es el padre que enseña a jugar a su hija, realmente juega con ella y se sorprende no menos que ella de lo que ocurre.




Abbott queda tremendamente sorprendido cuando descubre que los tomates frescos que come no son del supermercado sino que su mujer los compra a un particular que los cultiva y vende en su propia casa, no muy lejos de la suya. Confundido por no haber sido informado, ofendido por no haber sido consultado pero, ante todo, agobiado por el hecho de no haber caído en el detalle de que su mujer tiene vida propia cuando no está junto a ella.


Llegados a este punto es preciso formular la inevitable pregunta: ¿qué le pasa realmente a este tipo? Puede parecernos odioso, estúpido en innumerables ocasiones e incomprensible en todo momento. Pero Abbott no es un insensible egomaníaco incapaz de sentir o padecer. Se esfuerza de verdad. Le vemos tratando de limpiar toda la casa sólo porque sabe que cuando su mujer se levante y vea el trabajo hecho se alegrará y sentirá que puede confiar en él, lo que ya es más de lo que él puede esperar de sí mismo. Trata de compartir momentos de calidad con su hija y juega a hacer collares con cuentas, la lleva a la tienda de mascotas o planea una excursión campestre que termina a pocos metros de su casa demostrándole que todos sus planes tienen una tendencia inexorable a frustrarse.



La clave final de ese difícil equilibrio la explicita el narrador (aun más frio y distante que el propio Abbott a la vista del siguiente comentario): “Las dos proposiciones siguientes son ciertas: (a) Si tuviera la ocasión, Abbott no cambiaría ni uno de los elementos fundamentales de su vida, pero (b) Abbott no soporta su vida.”

El embarazo de su mujer no tiene nada que ver con la situación de Abbott. El ejercicio de la paternidad con su pequeña hija tampoco parece ser el problema. Ni siquiera la multitud de incidentes domésticos que pueblan la novela. Uno sospecha que Abbott era, es y será siempre Abbott, ese entrañable personaje con el que podemos identificarnos en la medida en que expresa su extrañeza por todo aquello que los demás dan por sentado, que es capaz de formular la pregunta equivocada en el peor momento.



Y no deja de ser un mérito innegable del autor el haber soslayado el peligro de haber explotado los aspectos más cómicos del personaje potenciando la gran riqueza de matices con que ha sabido dotar al protagonista.



Para ello recurre a golpes magistrales, como el capítulo en el que un fontanero describe a su mujer la tarde que ha pasado en casa de Abbott tratando de arreglar unas cañerías atascadas. En la convencional conversación de este hombre desaparece todo aquello que puede quedar de dignidad en Abbott. Su preciso retrato de un hombre patético ante el que no sabe cómo reaccionar es el punto culminante, la visión de un extraño que se asoma al microcosmos Abbott y que describe a la perfección lo que intuimos. Pero pese a ello, el protagonista sale reforzado, no hay nada que le reste dignidad a su denodado intento de salir adelante a pesar de todo, de comprometerse con su familia, de soñar con conferencias magistrales en Europa que nunca tendrán lugar o con el callado silencio admirativo de sus colegas de la universidad, aún más improbable.



Precisamente es esta dualidad y el modo en que el autor, Chris Bachelder, juega con ella lo que convierte a esta novela en algo que va más allá de una simple colección de anécdotas jocosas, en una reflexión sobre la vida que llevamos y el modo en que cada uno la enfrenta e interpreta para sí mismo.



A propósito de Abbott puede no ser la cómica promesa que asegura la editorial, porque es mucho más. Junto a escenas realmente desternillantes asoma siempre la sombra de la reflexión, lo que da al relato una viveza y una profundidad que pocas veces saben conjugarse como en esta ocasión. Leerlo no nos hará más sabios, pero sí más comprensivos, más reacios al juicio del fontanero y, por tanto, mejores personas. ¡¡Si Abbott supiera!!