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23 de noviembre de 2021

Crimen y Castigo (Fiodor M. Dostoievski)




La Literatura acumula obras clásicas a una velocidad vertiginosa. No solo tenemos las nuevas producciones que se van publicando bajo ese marchamo, sino que nuestra vocación multicultural e inclusiva obliga a una continua revisión del canon existente para “descubrir” obras que quedaron ocultas bajo el peso de otras en el pasado. Así, escritos hasta hace poco considerados menores o marginales pasan al primer plano de los focos gozando de reediciones críticas. Incluso se publican obras completas de autores que apenas trascendieron a su tiempo y lugar. Los reclamos nos llegan de la literatura hindú, la persa, la árabe o la china del imperio Ming, todas ellas, con su enorme e indudable poso y la apremiante exigencia de ser leídas como un acto inaplazable, ya no de disfrute, sino de reparación histórica.

Tal es así, que en ocasiones nos descubrimos con enormes vacíos en nuestras lecturas clásicas de obras antes incuestionables y que ahora pugnan entre otras tantas por ganar nuestra atención. Por eso no es mala idea retomar en ocasiones algunos de estos grandes clásicos para leerlos por primera vez, incluso releerlos.   

En mi caso, el turno ha sido para Crimen y Castigo, escrita por Fiodor M. Dostoievski en 1866, en la edición de Alba (2017), traducida por Fernando Otero que aporta adicionalmente unas muy útiles notas al pie de página para aclarar determinadas expresiones y circunstancias de la época.

Como toda buena lectura, nos obliga a hacer un primer esfuerzo para adaptarnos a un tipo de novela con el que ya no estamos familiarizados. No es que hoy en día no abunden las novelas extensas, todo lo contrario, se puede afirmar que existe un género en el que el libro se vende al peso, con gran éxito de lectores que parecen hacer cálculo del precio al que sale la página. Se trata más bien del ritmo y cadencia del devenir de la trama, sin la urgente necesidad de que algo ocurra o esté a punto de suceder para atraer la atención de un lector siempre presto a abandonar la lectura por cualquiera de las demandantes e innumerables alternativas lúdicas a nuestro alcance.

Aquí es donde destacan las obras de los grandes autores rusos o muchas otras del siglo XIX en las que el argumento se despliega de manera cadenciosa, sin inesperados quiebros y sin importar que casi desde un inicio, el lector pueda intuir cuál será el final. Lo importante es, por tanto, el devenir del argumento, el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes o las descripciones exhaustivas que tanto nos contrarían hoy en día.

Rodión Raskólnikov es un estudiante arruinado que decide asesinar a su prestamista y usurera en el convencimiento de que no hace sino un acto de justicia al extirpar del cuerpo social a un ser despreciable, especialmente frente a la muy alta consideración que tiene de sí mismo, de sus méritos y altura moral, pero muy por encima de todo, de la exigencia de que todo esto le sea reconocido como evidente.

Este crimen, sin embargo, le generará una serie de remordimientos y frenesíes psíquicos, un continuo torbellino de sentimientos que le hacen enfermar poniendo en peligro su vida. En medio de esta tortura, tiene que enfrentar el inminente casamiento de su hermana con una persona a la que no ama y, al tiempo, conoce a Sofía, una joven que debe prostituirse para poder sacar adelante a su familia, cuyo padre no hace otra cosa que gastar en vodka el poco dinero que entra en casa pero que, pese a la deshonra que la acompaña confía en la bondad divina y en la posibilidad de la expiación y la salvación de las almas.

Dicho así, no parece mucho para más de 600 páginas, pero lo cierto es que, poco a poco, el lento desplegar de todas estas piezas nos va atrapando, cayendo en la trampa de Dostoievski, sorprendidos tal vez de que una historia tan alejada de nuestro tiempo, sensibilidad y convicciones, pueda hacernos reflexionar como a cualquier lector ruso contemporáneo del autor. Porque esto es el verdadero signo de un clásico, el poder interrogarnos y cuestionar nuestras firmes convicciones con la misma fiereza y vitalidad que la que tenía cuando se escribió.

Porque el protagonista, tras cometer su crimen, comienza a ser corroído por sus remordimientos hasta hacerle enfermar. Su arrogancia le hace frecuentar a los investigadores del asesinato, tentando así al azar o a que cualquier palabra o acto le traicione, todo ello sin que el sentimiento de culpa deje de desplegar sus terribles efectos pero pugnando en todo momento con ese sentido de superioridad moral que parece justificar la muerte de quienes se interponen en el camino de aquellos cuyo destino ha sido juzgado como más elevado.

El comportamiento del joven se torna errático, imprevisible, y quienes le aprecian sienten temor por su salud física, pero fundamentalmente mental, muchos creen que ha enloquecido. Es esta lucha entre su conciencia y los motivos, supuestamente éticos que le impulsaron al crimen, lo que forma el nervio central de la novela. Sobre esta dicotomía que ya anticipa el título de la obra, Dostoievski elabora tramas secundarias pero siempre directamente relacionadas de un modo u otro con el protagonista de manera que no termina por haber un solo personaje que no juegue un papel en estos cruciales días de Raskólnikov.

Crimen y castigo inspiró a Kafka en la escritura de El proceso, hasta el punto de replicar casi de manera milimétrica determinadas escenas. Para el escritor praguense, Crimen y castigo representaba lo que la Literatura debe hacer, morder con saña al lector, asaltarle y dejarle totalmente indefenso y expuesto.         

Y es así como esta obra aún nos interpela hoy en día. ¿El crimen, la corrupción o la maldad tienen su perverso efecto, más allá de la justicia legal, la expresada por los hombres en sus códigos? ¿Solo el arrepentimiento sincero puede romper esa mancha que se extiende por todo nuestro ser? ¿Existen motivos, personas, por encima de dichos códigos, más elevados, merecedores de un tratamiento especial o todos estamos sometidos a esa extraña ley no escrita pero grabada a fuego en el alma de los hombres? ¿Es esta idea aplicable no solo a individuos concretos o también puede servir para grupos sociales, incluso naciones? ¿Es la razón de Estado un fin superior que debe imponerse a los ciudadanos a cualquier coste?



Parece que la realidad que nos asalta desde los campos de fútbol, los reality show, o los sorprendentes ingresos millonarios de youtubers en una perpetua preadolescencia desmienten la tan manida idea de que el trabajo, el esfuerzo, el bien, la educación, todo ello termina por dar sus ricos frutos. No pensamos ya así, no creemos que el buen comportamiento nos haga mejores, ni que el mal termine por volverse en contra nuestra. No son muchos los ejemplos que así lo acrediten, al menos no son los que se nos muestran sin decoro. Pero sabemos que bajo esa máscara de fatuidad y vacío, de aparente falta de conciencia, de escrúpulo, la vida sigue su curso, que nuestros hijos siguen recibiendo el mismo mensaje de sus padres, que nuestros amigos y conocidos se conducen conforme su conciencia.

Porque el final de la novela parece dar a entender que el castigo redime al criminal, que los buenos y santos sentimientos de Sofía sacan a Raskólnikov de su impudicia. La mayoría de las reseñas y comentarios nos hablan del valor del amor como símbolo de la redención de los hombres en la figura de estos dos atribulados personajes. Pero también pudiera ser que Raskólnikov ha sido vencido, que no ha tenido el valor para afrontar hasta sus últimas consecuencias su responsabilidad y forzar así sus razones.

El autor me parece algo ambiguo en este punto, no creo que el final sea evidente y tan literal como se nos hace creer. Quizá de lo que nos quiere advertir Dostoievski es de que su protagonista no se salió con la suya, que su teoría quedó sin evidencia, pero que hemos de estar alerta, que vendrán otros que tratarán de hacer lo mismo, de creerse por encima de las leyes morales. Alerta en aquellos tiempos de zozobra y agitación social de una Rusia que caía por el precipicio, tentada en ocasiones por sus santones ortodoxos o por sus sectas extremistas, un panorama que desembocaría en la Revolución. Pero Dostoievski no lo vería, escarmentado como estuvo de todas las conjuras clandestinas que le llevaron a su encarcelamiento y posterior simulacro de fusilamiento, visitó también Siberia y encontró en la tradición y fuerza del espíritu ruso la esperanza que antes había buscado en los movimientos anti zaristas. Tal vez parte de esa redención quedó reflejada en Crimen y castigo, tal vez esa obra sea el equivalente en ficción a su travesía personal.  

Sin duda, el excesivo dramatismo a nuestros ojos de los personajes de Crimen y castigo les aleja de nosotros. Pero el fondo de sus tribulaciones, la lucha contra sus tentaciones o el juicio que merecen cuando caen en ellas puede ser una reflexión oportuna, relevante, porque nada que nos ocurra, pese a nuestra presunción y egolatría, es original, todo ha ocurrido ya y cualquier solución está testada, en la realidad o en la ficción.


 

7 de noviembre de 2021

El regreso de Abba (Marc Ros)



Sidonie es un grupo con una larga historia que comienza en 1997. Por aquellos días, sus conciertos eran realmente animados, salían al escenario con unas enormes cabezas de gato, o eso recuerdo, y su energía era formidable. Gracias a ellos ví por primera vez tocar un sitar en directo y sentir que la música aún conservaba ese aire festivo y desenfadado que en aquella década se le había querido arrebatar. Sus tres miembros cometían la osadía de reír en el escenario, jugar con todas sus referencias musicales sin vergüenza ni culpabilidad.


Su evolución solo ha ido dejando pruebas de su talento en los más diversos territorios musicales por los que se ha movido. Abandonaron el inglés como lengua vehicular con notable éxito, homenajearon a la música de los setenta, las corrientes electrónicas, el pop más convencional, todo sin perder ese elegante y juguetón gusto por la melodía, las armonías, los riffs clásicos, los ritmos fascinantes o las líneas de bajo excitantes como pocas.


Su cantante y compositor, Marc Ros, ha venido dando muestra de su talento para recoger en las breves palabras que tienen cabida en los versos de una canción, de su capacidad para retratar su tiempo, reflejar impresiones duraderas y, en todo caso, dejar un regusto no vergonzante.


Por eso no es del todo sorprendente que haya dado el salto a la novela como vehículo de expresión. El mismo autor asegura que en una canción no hay tiempo para que los protagonistas puedan cambiar las sábanas de la cama. Contar esto requiere de una extensión y una estructura que lo acepte, que permita desarrollar un argumento con una multitud de imágenes, de escenas de transición que ofrezcan esa impresión de continuidad que construye un todo coherente en la mente del lector, un efecto totalmente diferente al de una canción en la que, casi como en la teoría del iceberg de Hemingway, es más lo que no se dice que lo que se expresa.

 

El regreso de Abba (Suma de Letras, 2020) es el fruto de este movimiento de Marc Ros fuera de su ámbito de confort y se enfrenta a un deseo que seguro llevaba en su interior hace mucho tiempo. Marc Ros asegura ser un crítico musical frustrado, pero lo cierto es que desde el propio nombre de la banda, Sidonie, las influencias literarias se cuelan casi al mismo tiempo que las musicales en sus discos. Por tanto, es seguro que la semilla viene de un tiempo muy atrás.


Seguramente este libro contará con muchos escépticos que lo tomarán más por un capricho del que la editorial se hace cómplice, con la esperanza de asegurarse unas ventas mínimas gracias a los fans del grupo. Pero, como cualquier libro, hay que juzgarlo por sus méritos y no por el origen de su autor. No vamos a recordar a estas alturas que hasta la Academia sueca ha reconocido a Bob Dylan como referente literario, desde luego no por Tarántula o Crónicas, sin restarles méritos a ambas obras. No neguemos, por tanto, y asumo lo polémico de la afirmación, que la composición de música y letra en forma de canciones es un mundo ajeno al literario.


Pero entremos ya en El regreso de Abba. Estamos ante una novela ambientada en Cadaqués y su maravillosa costa y entorno, que actúa como un personaje más, con su pasado hippie vibrante, su atractivo para todo tipo de artistas, su mágica luz o su irradiación de fuerza ancestral.


Allí se recluyen los otros tres protagonistas de la obra. Abba, una joven promesa de la canción pop que ha alcanzado un notable éxito. Hugo, cantante y letrista del grupo Televisores Rotos, una especie de contrapunto underground a la banda de Abba. Doménech, un prometedor realizador que aún no ha llegado a filmar nada que realmente le aleje de esa maldición consistente en ser una promesa que nunca llega a germinar y que, siendo algo mayor que los otros dos, aportará una perspectiva diferente al cóctel que pronto se agitará sin tregua.


Porque el confinamiento en tan remoto lugar viene forzado por un compromiso con la discográfica común a los dos jóvenes que ha visto un filón en una colaboración reciente entre ambos y que quiere explotar el éxito lanzando un álbum completo, cuyo proceso de composición y grabación será registrado por Doménech para lanzarlo al tiempo que el disco, a modo de un proyecto Get Back actualizado.

 


 

 Pero las cosas no comienzan como es debido, y al igual que en el proyecto hermano de Apple, las disparidades de carácter hacen tambalear cualquier efecto sanador que el entorno podría concitar. Abba, anfitriona en la casa de sus padres que solo recientemente ha vuelto a visitar, no parece encontrar un equilibrio entre sus dudas y flaquezas y su creatividad. La ruptura reciente con su pareja no hace sino traerle más incertidumbre y desorientación, un sentimiento de derrota e inasequibilidad.

Doménech, también camina por un terreno minado. A punto de ser padre, refugiado hasta el momento en una inmadurez perpetua, hijo de una generación de drogas y buen rollismo que le ha alejado de todo tipo de responsabilidades, incluso por su propia vida, se siente inseguro de poder llevar adelante el proyecto que le han encomendado y de, como diría Groucho Marx, despejar definitivamente las dudas sobre su escasa valía como director.


Pero es Hugo, y esto es totalmente subjetivo, el personaje más interesante de todos. En un punto de su carrera profesional confuso en el que se plantea romper con su banda, es consciente de que sus prejuicios y miedos le aferran a una repetición continua y vacía de ritos que ya nada le aportan. Llegó a la música y a los Televisores Rotos solo por una serie de estrambóticas casualidades y fuera de esa red protectora parece no saber manejarse, al igual que tampoco parece saber manejar sus adicciones.


Definido el triángulo, no piense el lector que se abrirá un romance a tres bandas, la novela evita cuidadosamente esa peligrosa tentación. Por contra, se centra en la relación de estos tres individuos y el modo en que se enfrentan, discuten o argumentan, el modo en que se influyen recíprocamente y la manera en que, finalmente, encuentran su equilibrio y sentido, no siempre como cabría esperar en un principio.


Porque éste es el eje de la novela, las conversaciones, los diálogos interiores, las escenas como disculpa para poner de manifiesto diversos ángulos que el autor quiere destacar o poner en evidencia. Y en esto se muestra como un eficaz escritor. No es fácil sostener una escasa trama argumental con el mero juego entre tres personajes sin caer en la repetición o el hastío, sin tener la sensación de que gran parte de lo leído se repite o no aporta nada a la comprensión global de la historia. Antes bien, Ros sabe manejar los tiempos y no llega nunca al aburrimiento. Sabe ir mostrando leves cambios en sus personajes, una ligera adaptación al entorno, a las visiones de los otros, al proceso que están viviendo; un cambio que, como lo son en la vida real, apenas resultan perceptibles, apenas parecen dejar huella, pero van conformando nuestro devenir y madurez.


Esta ambivalencia es usada por el autor al publicar junto con Sidonie un álbum que, al modo de discos conceptuales de otro tiempo, presenta canciones, a veces cortinas ambientales, a veces diálogos tomados de la novela. Según se entiende, la lectura del libro puede ir acompañada de esta especie de banda sonora como complemento y añadido. Sin duda, las canciones añaden perspectiva a lo narrado, ofrecen buenas muestras de una sabiduría compositiva y una riqueza y variedad de estilos que, por otro lado, ya nos era conocida.  Es obvio que, en todo caso, libro y disco son plenamente independientes. Tal vez el autor encuentra una red de apoyo en la conjunción de ambos proyectos, uno en tierras conocidas, otro en arenas movedizas. Pero esta apuesta, haya tenido o no este cometido, no debe ser un recurso a futuro si el compromiso del autor con la literatura es sincero, como así parece.

 

Marc Ros asume un gran riesgo al trabajar sobre un mundo que conoce el de la música. Si bien, puede resultar más sencillo hablar de lo vivido, de aproximar la novela a un modo de reflexión autobiográfica en un ejercicio de desdoblamiento en los tres caracteres antagónicos. Lo cierto es que corre el peligro de desviar la atención del lector que conozca su faceta musical, de que éste se dedique a conjeturar sobre qué de real pueda expresar cada personaje, a qué experiencias del propio Ros responde cada una de las escenas. Y sería una pena que así fuera leída la novela, ya que por sí misma, ofrece un dinamismo y una coherencia interior que te ata a sus páginas.


Marc Ros no es ingenuo por lo que debe ser consciente de que, al igual que Doménech, necesita otra obra que confirme su valía como escritor, que este éxito no le será reconocido en tanto no tenga continuación. Por el momento, El regreso de Abba es una excelente novela y, al igual que una canción es memorable si se puede tararear, si te viene a la cabeza sin más, por el mero placer de oírla de tus propios labios, una novela lo es si sus personajes te visitan una vez cerrado el libro, si te acompañan sus pensamientos o sus palabras aún días después de concluir su lectura. Así es mi caso, así es El regreso de Abba.