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31 de julio de 2022

En casa (Bill Bryson)

 


En casa (Ed. RBA, 2018) es, hasta la fecha, el libro más popular de Bill Bryson, un escritor que ha dedicado su vida a publicar textos sobre las más diversas materias (Shakespeare, Australia, el cuerpo humano, la ciencia, historia, ....) desde un punto de vista sencillo y ameno. Sus libros no buscan recopilar conocimientos sino entretener al tiempo que pone a disposición de sus lectores una infinidad de datos y hechos salpicados de ironía y anécdotas con un estilo ágil y nada retórico.

Tal y como cuenta el autor, la génesis de este libro se encuentra en el hecho de haber escrito previamente otro texto sobre las lejanas estrellas y constelaciones y su necesidad de acercarse a algo más próximo, tanto como su propio hogar. La familia Bryson había comprado una antigua vicaría en Norfolk, un edificio falto de reparaciones pero con una larga historia de más de cien años a sus espaldas y que reflejaba gran parte de la evolución en las ideas que sobre el confort y la comodidad han ido teniendo las generaciones sucesivas. Buscando el origen de un ruido pertinaz que cree identificar como un goteo, trepa por una escalera y, justo donde cree encontrar la salida al tejado, descubre una especie de buhardilla con una ventana, oculta desde el exterior, que le hace interrogarse sobre los motivos del bondadoso vicario que ordenó su construcción.

Éste es el punto de partida de una narración que recorre de manera ordenada todas las extancias de un clásico hogar. Los capítulos desgranan la historia, curiosidades, anécdotas varias y funcionalidades de cocinas, dormitorios, desvanes, escaleras, salones, entradas, cuartos de baño, cuartos para el personal de servicio, y así sucesivamente en una trepidante excursión por la Historia, el diseño, las intimidades de nuestros antepasados y las razones de muchos objetos que aún hoy resultan una rémora del pasado con las que convivimos sin apenas hacernos preguntas.

Pero preguntarse es lo que mejor sabe hacer Bryson, porque una vez formulados los interrogantes idóneos, las respuestas van llegando casi solas, sin tregua pero de manera atinada. Y así, se pregunta sobre el modo en que nos sentamos a la mesa y por qué utilizamos los cubiertos tal y como los conocemos hoy en día. Nos habla de la multitud de cuchillos que existían en el siglo XVIII y cómo devinieron en tan solo los dos que hoy continuamos empleando, para carne y pescado. Nos cuenta cómo se iluminabann las casas, cómo se podía leer cuando los días eran tan cortos que apenas se veía el sol, o cómo se decidió abrir un gran boquete en la pared al que se llamó ventana.

Y qué decir de los perfumes que trataban de ocultar no solo la falta de higiene propia de una época sin agua corriente sino todos los olores de la casa con unos fogones siempre encendidos, con el olor del sebo de las velas o de las lámparas de aceite, con comida en las despensas que se descomponía con suma facilidad y con unas ropas que se usaban para dormir casi igual que para ir a los oficios dominicales.

Nos habla de los parques como refugios de la alta sociedad, para simular una vida campestre que creían lejana, aunque a nuestros ojos, vivían en plena naturaleza. De cómo evolucionaron en la mente de los utópicos para abrirse en forma de jardines y parques públicos a los que pudieran acudir las clases menos privilegiadas para buscar reposo y relajar sus pasiones con la contemplación de una naturaleza domeñada.

Nos habla de las ropas y las modas, los ideales de belleza y las pelucas y el modo de empolvarlas, de las chorreras y los lazos que devinieron en corbatas. Nos explica las muertes de mujeres atravesadas por las varillas de unas fajas que luchaban por asfixiarlas, pero también de su ropa interior, que terminará siendo diseñada para realzar lo que anteriormente se trataba de ocultar.

Nos cuenta también la historia de cómo la madera y el barro cocido dejaron de ser los materiales nobles de construcción, para dejar paso a la piedra y los adornos en mármol. Cómo las casas se ampliaron desde unos meros rectángulos o círculos en los que, en una única habitación, se hacía toda la vida, con un fuego perpetuo en una esquina, una tabla colgada en la pared que se empleaba para las comidas, apoyándose sobre las piernas de los comensales, antes de que nadie creyera necesarias las sillas, hasta las grandes construcciones de los famosos arquitectos neoclásicos como Nash, cuya vida nos desgrana con alborozo, que siguieron la estela de Paladio y crearon las grandes mansiones que definen la vida rural inglesa, miles de ellas, que se han ido perdiendo con el tiempo pese a los esfuerzos del National Trust por conservarlas dado su enorme coste, su falta de comodidades modernas o sus infinitas estancias, sin sentido en un mundo en el que la vida social está mudando al multiverso.

Bryson también se interroga sobre el lecho marital, ese lugar que pasa de ser única referencia de descanso y procreación, a convertirse en metáfora del sexo desenfrenado y todo tipo de pasiones. Claro que para esto deberíamos esperar siglos ya que el sexo no era lo que hoy entendemos por tal. Las relaciones podían ser tan esporádicas entre los miembros de la sociedad victoriana que, entre una y otra ocasión, podrían llegar a olvidarse del procedimiento a aplicar. El sexo dentro del matrimonio debía ser excepcional y dirigido a la procreación, no en vano, los señores tenían a su disposición al servicio doméstico para cumplir otras funciones que casi se despachaban con animalismo desinteresado. Nada más normal para un comerciante que abusar de un modo u otro de su cocinera o planchadora, sin que sintiera el menor remordimiento. Tan dura era la vida de estas pobres muchachas, que se veían expuestas a continuas vejaciones y desprecios, al odio de las señoras de la casa, que muchas terminaban quitándose la vida o renunciando a sus trabajos, lo que en muchas ocasiones venía a ser lo mismo.

 

  

 

El sexo, gozoso o marital, podía tener sus consecuencias dado el escaso conocimiento de medios alternativos para su prevención. Los abortos provocados mediante métodos abominables solían llevarse consigo también la vida de la madre. Pero la vida, cuando se abría paso, lo hacía en las mismas habitaciones en las que había sido engendrada. Los partos en hospitales no se generalizaron hasta el siglo XX.   

Esto nos abre la puerta del mundo de la salud, o más bien, la falta de ella. Los innumerables brebajes que se empleaban para purgar enfermedades, los colutorios vomitivos o las más complicadas prácticas que dieron lugar al nacimiento de la cirugía, normalmente causando más mortandad y dolor que el que se trataba de evitar, pero es el precio de la Ciencia. Los utensilios médicos se parecían más al arsenal de los carniceros que a los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día.  

Las salas de juegos eran otra habitación imprescindible en toda casa de buena nota, juegos para niños, muchos de ellos resistentes en nuestros días, como los callitos de madera sobre un balancín o los soldaditos, ya no de plomo, sino de plástico. Pero también tenemos habitaciones de juegos para adultos, salas con un billar o simples fumaderos donde el señor puede recibir visitas y servirles una copa, retirados en un rincón discreto en el que endiosarse y mostrar su opulencia.

Pero nada tan opulento en aquellos tiempos como el hielo. Traerlo desde remotas regiones sin que el calor lo derritiera y emplearlo para la cocina, los cócteles o el mero envanecimiento. Muchos se hicieron ricos con el comercio de este material hoy dispensado en gasolineras a bajo precio. Pero si el hielo era un lujo, más lo fue en su día el empleo de la electricidad, dejando de lado las peligrosísimas fuentes de iluminación anteriores, velas, aceites, hormillos, .... La lucha de las corrientes trajo un elemento de competencia a esta tecnología que ha sido difundida recientemente en el cine, pero de la misma resultó que cada pequeño rincón de las casas, al menos de las más acomodadas en las grandes ciudades, pudo estar finalmente bien iluminado y la vida pudo prolongarse de manera indefinida al margen de la estación del año. Las representaciones teatrales pudieron ser retrasadas al horario en el que hoy nos resultan habituales, igual que los conciertos o cualquier otra actividad que anteriormente estuviera condenada a la oscuridad o a unas horas más tempranas.

El progreso también aportó soluciones a problemas que ya habían sido abordados por civilizaciones tan antiguas como la romana. El alcantarillado público limpió las calles de mugre, deshechos, mierda en suma. Las conducciones de aguas fecales llevaron la contaminación a ríos, causaron muertes por intoxicaciones o violentas explosiones, hasta que se llegó a comprender correctamente ese extraño fenómeno de las emisiones de gases por la descomposición de materias tan fétidas. Pero se logró, y de paso, no solo sacamos porquería de nuestras casas, sino que trajimos agua a las mismas. El baño pudo lograrse meramente girando una manecilla. Las sirvientas dejaron de tener que calentar agua en grandes calderos, pasarla a baldes que debían ser subidos a pulso hasta la habitación de la señora para derramar el agua en unas enormes bañeras y repetir el proceso una decena de veces, para que alguien pudiera bañarse en un agua que realmente ya estaba casi fría cuando se había completado todo el ciclo.

En casa solo nos permite un único reproche, y es que se centra en el modo de vida anglosajón, en sus costumbres y su historia. No en vano la investigación parte de una casa vicarial en Norfolk, pero se echa en falta algo, una mirada a otro tipo de viviendas, de costumbres. Pero nada de esto resta mérito al libro que sabe dar el salto de la mera casa a todo cuanto la rodea, a realizar una auténtica narración de la evolución  de la vida privada, de aquella que no acostumbra a reflejarse en los libros de historia, más amigos de las grandes gestas. Aquí sólo encontraremos pequeñas anécdotas, breves detalles de todo cuanto hace nuestra vida más fácil, más cómoda y saludable, y esto no es poca cosa.

Porque la historia que nos cuenta Bryson está repleta de pequeñas victorias sobre la incomodidad, sobre el barbarismo, sobre la ignorancia. Victorias que no son excepcionales en sí pero que han hecho de nuestra vida una experiencia tan hedonista que ningún viajero del pasado lo creería posible, aunque a nosotros nos resulte tan natural que ya no nos cause ningún tipo de sorpresa. A paliar esta injusticia clamorosa viene En casa, para honrar a todos cuantos nos han permitido vivir hoy como lo hacemos, para sorprendernos cada vez que abrimos la puerta de nuestro hogar y sentimos esa reconfortante placidez.         




16 de julio de 2022

Nuestros antepasados (Italo Calvino)

 

 

Italo Calvino es un autor muy apreciado en España. Siruela emprendió hace muchos años el loable esfuerzo de traducir sus obras y éstas siempre han tenido un nutrido público de iniciados que se deleitan con la morosa prosa poética del escritor italiano. Sin duda, su obra más celebrada es Las ciudades invisibles, sin embargo, en esta ocasión reseñamos Nuestros antepasados.

Este título realmente responde al deseo del autor por compilar en 1960 tres obras previas en las que creyó ver cierta conexión, hasta el punto de dotarlas de una intencionalidad y sentido que, tal vez, no le fueron tan obvios en un primer momento. Sea como fuere, lo cierto es que los tres libros aquí compilados suponen los primeros éxitos literarios del escritor  y sientan unas bases sobre las que construirá el estilo que le caracteriza.

Inicialmente, el orden de estas obras dentro de Nuestros antepasados respondía a un criterio cronológico, en función del momento histórico en el que cada uno de los relatos se desarrollaba. Finalmente, en ediciones posteriores, Italo Calvino prefirió ordenarlos en el mismo orden en el que fueron escritos, por entenderlo más coherente para la construcción de esa idea de unidad que, como decía, responde más a un cierto voluntarismo más que a una auténtica coherencia temática.

Así, comenzamos por El vizconde demediado (1951), un hermoso cuento en el más amplio sentido de la palabra, que sin duda debió hacer las delicias de Ana María Matute y que nos relata la vida del vizconde de Terralba, un pequeño noble italiano que acude a batallar contra los turcos y es, literalmente, partido por la mitad por un cañonazo enemigo. Esta demediación, no solo es física sino que también afecta a la personalidad del noble que queda dramáticamente reducida a algunas de sus inclinaciones y limitaciones morales.

Pese a que la lectura obvia podría llevarnos a la idea de la doble naturaleza que habita en todos nosotros, la importancia del equilibrio, la concordia entre cuerpo y espíritu y otras tantas ideas, lo cierto es que el simbolismo del relato permite tantas lecturas como uno quiera. A ello ayudan sin duda los numerosos elementos fantasiosos, los animales míticos que lo pueblan, una cierta irrealidad que abarca el espacio físico pero también al resto de personajes más allá del propio vizconde.

Pasamos al siguiente relato, El barón rampante (1957), tal vez el más conocido de esta trilogía, en el que el hijo de una familia de la pequeña nobleza local italiana decide, fruto de una rabieta algo estúpida, subir a un árbol y basar su vida en tan arbórea circunstancia. De árbol en árbol, seto a arbusto, toda su vida, incluyendo su ejercicio como barón al fallecimiento de su padre, tiene lugar en las alturas, tal vez porque en tan alejada esfera puede elevarse por encima de miserias terrenales, escaparse a la jurisdicción de los terráqueos y posar una mirada más limpia, distante y certera en sus súbditos.

El relato se desarrolla en el periodo comprendido entre la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, un tiempo en el que el espíritu del hombre también pretendía emanciparse de leyes morales y políticas que le eran impuestas y en las que las más célebres mentes de la época buscaban cambiar su perspectiva. Así, también el barón se dejará cautivar por ese siglo de las luces, por sus avances y tratará de traerlos a sus dominios convirtiéndose en impulsor del cambio y colaborador de las tropas napoleónicas que invaden su patria, causándole no pocas incertidumbres morales.

La esencia del relato, en opinión del propio Calvino y de los estudiosos de su obra, que ven este elemento como una constante de sus trabajos posteriores, es la autoimposición de una norma, una conducta, una regla que, por absurda que nos parezca, es asumida y llevada hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Pero también aquí podemos dejarnos guiar por nuestras propias intuiciones y preferencias pudiendo resultar que el relato nos es más próximo si lo entendemos como una reflexión sobre el papel de un escritor, un intelectual tal y como hoy consideramos a Italo Calvino, que debe apartarse hasta cierto punto del mundo para poder señalarnos lo que está por venir, ayudarnos a dar curso a nuestros deseos y acciones, tal y como Cosimo Piovasco ayuda a los campesinos a acabar con los incendios forestales, los saqueadores de granos o a mejorar la irrigación de sus campos.  

Pero también puede ser una reflexión sobre el desengaño de la razón, cuando el barón contempla cómo Napoleón rompe las ilusiones de libertad que, sin embargo, hace ondear en sus banderas y discursos. Ya sabemos por otros intelectuales del mismo periodo, esta vez reales como la vida misma, que la razón a veces engendra monstruos, malos sueños, por eso, no siempre es maldito quien se toma cierta distancia con el mundo que le ha tocado habitar.

 

 


 Pero llegamos al tercer y último relato, El caballero inexistente (1959), una pieza en la que un caballero, solo espíritu, cubierto por una armadura que le dota de corporeidad, se bate en las huestes de Carlomagno y vive sus aventuras como si de un mortal cuerpo se tratara. Porque el ansia de ser que empuja a Agilulfo es más fuerte que los músculos de otros paladines, y por ello, recibirá el reconocimiento del sacro emperador pero también el amor, platónico sin duda, de la bella guerrera Bradamante.

Nuevamente, las vías de reflexión que nos ofrece el texto son casi infinitas, pudiendo ir desde la importancia del ser, la fuerza de voluntad (lo que la enlaza con El barón rampante), o, por cerrar el círculo, la problemática de la demediación, el ser incompleto, sea por quedar partido en dos, sea por la disociación entre cuerpo y espíritu.

Los tres relatos van seguidos de una exposición de Italo Calvino, acertadamente ubicada tras los textos y no como prólogo, tal y como habría sido lo habitual, para evitar que el lector quede condicionado por las interpretaciones y manifestaciones del autor. Queda claro que Calvino entendía su obra como un mapa abierto a un mundo de imaginación y reflexión propio de cada lector, hecho que consigue con sobrada maestría.

Las notas de la editorial, ponen el acento en la poética del texto y en la brillante labor de su traductora, Esther Benítez, a la hora de conservar ese ritmo, la riqueza simbólica, las palabras que evocan al tiempo diferentes conceptos, los vocablos invención del autor, y otras tantas maravillas propias de un talento que pronto se decantaría por el estudio de la semiótica.

Por último, lo más importante, al margen de las interpretaciones que cada lector les quiera dar, incluso si no pretende indagar en ninguna de ellas, las tres historias se disfrutan como pequeños cuentos, completos en sí mismos, pese a la disociación de sus protagonistas. Su estilo es ágil, pleno de humor, ternura  y referencias históricas y literarias, que hacen que se lean recuperando el gusto por antiguos relatos, sencillos pero hermosos, alejados de retórica y petulancia. Nada mejor, por tanto, para conocer a este autor y adentrarse en su peculiar mundo y en su modo de entender la literatura, que no es otra cosa que el modo en que cada uno entiende la vida y la manera en la que la transitamos.