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20 de noviembre de 2022

Todo en vano (Walter Kempowski)

 


 

El paisaje invernal disfraza bajo un manto nevado de aparente paz las tierras de la Prusia Oriental en el comienzo de 1945, el último año en que esas tierras serán alemanas, y en el momento en el que las tropas soviéticas preparan su última ofensiva que les llevará en apenas cuatro meses a las puertas de Berlín.

Y en medio de un campo nevado, una casa solariega, Georgenhof, propiedad de los Von Globig, se yergue envuelta en un pasado que parece ajeno a lo que le rodea. En ella, el pater familias se encuentra ausente. Seguramente gracias a su ascendencia social, ha logrado un buen puesto en el Ejército como oficial de intendencia en Italia. Su esposa, Katharina, ejerce de dama aristocrática, esto es, dedicada a sí misma con cierta languidez, dejando que las ocupaciones de la casa corran por cuenta de la tiita, una solterona que llegó a Georgenhof hace unos veinte años, tras una ruptura sentimental algo confusa, y que fue acogida gracias a unos lazos familiares lejanos. También ayudan dos ucranianas y Vladimir, un polaco aparentemente servil y fiel a la familia.

Y ajeno a todo esto, Peter, el hijo de la familia, alejado de las Juventudes Hitlerianas gracias al desentendimiento del mundo de Katherina, gracias a su interés por cuestiones como su casa en el árbol en la pradera de Georgenhof, el catalejo de su padre o un microscopio de juguete con el que observa cuanto se pone a tiro.

Y es con esa minuciosidad de un científico, armado con una lente prodigiosa para los detalles, los gestos alejados de las palabras, y las fuerzas morales que yacen bajo nuestros actos, como Walter Kempowski se enfrenta a esta historia en Todo en Vano (Ed. Libros del Asteroide, con traducción de Carlos Fortea).

Georgenhof es el escenario por el que irán apareciendo diversos personajes que dibujan un cuadro de la descomposición de la Alemania nazi, en esos últimos momentos en los que los arribistas tratan de alejarse de quienes están a punto de caer fabricándose un pasado a medida, mientras los más fanáticos aún se aferran a un giro final del destino. Por esta casa pasará un economista del Reich, preocupado por cuanto pueda tener valor en un previsible futuro en el que el marco alemán perderá todo valor, una violinista que alegra con su música la vida de los soldados en el frente, un maestro preocupado por la cultura, por la educación de Peter, por todo aquello que la guerra se ha llevado y se llevará a su fin.

Y también habrá un judío y un religioso, un alcalde de la ciudad próxima o el responsable del partido en la zona, Drygalski, un nazi inclemente que lucha contra el desánimo general, obsesionado por cualquier acto que pueda considerarse desafección al régimen, por la chulería que comienza a vislumbrar en la actitud desafiante de los trabajadores, forzados o voluntarios, que han acudido al reich para apoyar su industria armamentística y que ahora descuentan con impaciencia la hora de tomarse venganza.  

Estos capítulos reflejan ese fluir de sentimientos de un pueblo que comienza a no creer los dictados de la propaganda de Goebbels y que tratan de adaptarse a una situación que parece cambiar definitivamente. Y cada uno lo hará a su modo, unos aferrándose más a su ideología como tabla de salvación, otros tratando de pensar en el futuro que les espera y en cómo sobrevivir con los nuevos gobernantes, los demás, tratando simplemente de huir de la guerra, de la muerte. Y así es la caravana de refugiados que lentamente va desfilando ante la casa, con sus penurias y miserias, con los dramas que cargan a sus espaldas sin saber aún si son tan solo una sombra de lo que queda por delante.

Georgenhof es el instante suspendido en el tiempo, el remanso en el que la guerra aún parece no haber llegado. Donde el té se sirve con cucharillas de plata y el niño sigue jugando a ser niño y donde la señora de la casa tan solo parece vivir pendiente de sus lecturas y de mirar el paisaje a través de su ventana. Es este contraste entre la dura realidad de los que pasan circunstancialmente, de algunos refugiados que deben ser acogidos de manera forzosa en la casa, lo que genera esa contradicción, la paradoja sobre la que se construye ese mundo irreal de Georgenhof.

 

 

 

Y, como en un segundo acto, incluso los habitantes de Georgenhof deben abandonar la casa y unirse a la hilera de refugiados que huyen del avance soviético, y su suerte en la carretera se confundirá con la de los pobres, los polacos, los colaboracionistas, los soldados fugitivos, incluso los caballos que empujan los pesados carros con las pertenencias de sus dueños.

En esta huida, el detonante son los temidos rusos, los comunistas bárbaros y, sin embargo, el talento de Kempowski los embosca y nunca aparece un auténtico soldado del Ejército Rojo, nunca un enemigo más allá de los cañonazos que ocasionalmente caen sobre la hilera de refugiados que huyen por la carretera. Apenas un avión que arroja alguna bomba sobre el río de indefensos. Y es que, aunque la amenaza es el motor de toda la novela, lo que empuja en una u otra dirección a cada personaje es el miedo y el deseo de conservar la vida. Sin embargo, lo cierto es que, como en el caso de los tártaros de Buzzati o los bárbaros de Kavafis, ese enemigo nunca termina por dar la cara, tan solo es el espejo en el que se reflejan los peores y mejores instintos de ese nutrido grupo de personajes que huye para salvar su vida, sus bienes.

En este escenario apocalíptico Kempowski refleja perfectamente la variedad de impulsos y sentimientos, sabiendo dejar notas melancólicas y tiernas entre tanto dolor pero sin caer en la afectación o el recurso fácil. Resalta los diferentes caracteres y la manera en que cada uno afronta la desgracia, desde el heroísmo hasta la mendacidad sin llegar a prejuzgar a sus personajes, dejando esta labor, si así lo desea, al lector comprometido. Y tal vez por ese motivo este título tuvo tan gran éxito en su país, en una Alemania todavía pendiente de dar forma a su trauma, debatida entre la vergüenza y la necesidad de reivindicar también su propio sufrimiento.

Pero volvamos a la carretera. En su huida todos perderán algo, muchos su propia vida, otros tantos su dignidad, otros la posibilidad de regresar a su país. Porque para ellos, todo es en vano, como muy bien reza el título de la obra, todo será perdido como dice el Evangelio. Solo la figura del niño Peter parece a flote, tal vez porque es quizá el único que no cuestiona su entorno, en su pasividad enfermiza, el único que tiene poco que perder, el que puede ver en esa carretera el camino a alguna parte y no el sumidero de toda su vida. Para él, como lector que simpatiza con su protagonista, uno espera que nada le haya sido en vano.

 

 

 

6 de noviembre de 2022

La séptima función del lenguaje (Laurent Binet)


 

Laurent Binet es toda una figura de las letras francesas con apenas tres novelas publicadas. Su primera obra, HHhH, fue reconocida con el Premio Goncourt de Primera Novela, mezclaba el género novelesco con la investigación para describir el atentado contra Reinhard Heydrich en Praga, donde el autor había vivido un tiempo.

 

Pero en este caso, veremos su segunda obra, La séptima función del lenguaje, publicada por Seix Barral con traducción de Adolfo García Ortega. Este trabajo también ha recibido diversos reconocimientos y premios así como reseñas muy favorables.  

Comencemos ya. Según Roman Jakobson, el reputado lingüista ruso, el lenguaje presenta seis funciones que lo definen y determinan. Entre éstas se encuentran algunas como la poética, la expresiva o la metalingüística. No obstante, se puede plantear la hipótesis de una séptima función que consistiría en la consecución de un resultado por su mera enunciación. Esto es, igual que en la Biblia, Dios dice: “Hágase la luz” y la luz se hizo. En otras palabras, podría existir una séptima función que permitiera a su conocedor lograr todos sus objetivos, convencer y, por tanto, disponer de las voluntades ajenas, convertirse en el demiurgo de la palabra.

 

Y es esta séptima función, sugerida o intuida por Jakobson la que parece haber sido descubierta y desarrollada para su puesta en práctica por Roland Barthes, un crítico literario y semiólogo francés. Barthes es atropellado en extrañas circunstancias en 1980, justamente después de un almuerzo con François Mitterrand, candidato a la Presidencia de la República Francesa. Hay quien sospecha que la muerte del semiólogo no es accidental y que trae causa de sus investigaciones y de ese almuerzo en el que presumiblemente ha dado a conocer la potencia de esta nueva función y sus virtudes a un aspirante a la Jefatura del Estado con un amplio programa de reformas que requerirán importantes consensos y enfrentarse a una dura resistencia.  

 

La trama detectivesca en torno a este accidente y sus posibles móviles es lo que estructura toda la obra, pero lo que la da relevancia y diferencia de cualquier otro thriller policíaco, es la comedia humana que subyace a ese mundo intelectualizado de la Francia de finales de los setenta y primeros ochenta. Ese mundo tan admirado por otros tantos intelectuales extranjeros aún en nuestros días pero que aquí queda dibujado como una mundana confluencia de egoísmos, miserias y bajezas, traiciones y vacuidad, pose e hipocresía.

 

Bayard es el agente encargado de la investigación del presunto atropello. La elección no es muy afortunada ya que el detective no está especialmente preparado ni formado para comprender las tareas a las que se dedicaba Barthes, ni sus posibles asesinos. Tampoco tiene un bagaje cultural que le permita abordar con solvencia, o ganarse el respeto, de los personajes de esta secta cultural que, durante la segunda mitad del pasado siglo, conformaron gran parte del modo de pensar que aún hoy perdura. 



 

El autor ha aprendido de los best-sellers de intriga, los que conjugan las tramas trepidantes en las que se entrecruzan las nuevas tecnologías con las sectas y cofradías secretas que emergen de un pasado remoto y desconocido salvo para los iniciados. Y aquí, el cicerone que ayuda a cruzar este cenagoso mundo académico, con sus infinitos matices y sus guerras soterradas o declaradas será Herzog, un joven profesor de Literatura con los conocimientos suficientes para guiar a Bayard por esta jungla ignota. La tensión y roces entre ambos personajes, arquetipos del pensamiento conservador y el de izquierdas, toma un importante en la novela, en la que, de alguna manera, se advierte una evolución en el pensamiento de ambos, una permeabilidad que les hace madurar intelectualmente, una especie de pareja al modo de otras tantas de la Literatura, perfectas para poner el punto y el contrapunto a cada situación.  

 

Pero lo que aleja a La séptima función del lenguaje de una mera novela de intriga es la combinación de ficción y realidad, la aparición de hechos reales como el propio atropello y muerte de Barthes en extrañas circunstancias, el atentado de la estación de Bolonia o la campaña electoral para la Presidencia de Francia. También el que los personajes que aparecen sean en su gran mayoría famosos intelectuales como Althusser, Derrida, Aragón o Bernard-Henrp Lévy.   

En muchas ocasiones, las explicaciones de Herzog no son bastantes para un lector no familiarizado con esta rama del conocimiento lingüístico o filosófico, y en otras, tan solo sirve para espolear la búsqueda de más información, de referencias, en las que se descubre que gran parte de lo aquí relatado, de las conversaciones, los odios y rivalidades son reales, que el trabajo de Binet ha sido ingente pero que ha logrado empacar toda esa información en una trama que se lee sin pausa, que avanza de manera natural pese a los numerosos interludios y que deja en el lector el inapreciable deseo de que el libro se prolongase más allá del último capítulo.

 

En este caso, uno se cree tentado de apostar a que el autor ha querido escribir su propia versión de El nombre de la rosa, lo que no sería de extrañar puesto que Umberto Eco es precisamente uno de los personajes de La séptima función del lenguaje.Y la comparación no es superflua puesto que Binet combina conocimiento y habilidad literaria con suficiente maña como para asombrar a sus lectores con la misma eficacia que mostró Eco en su primera novela. Un talento que confiamos en que también haya quedado de manifiesto en su tercera obra, Civilizaciones, aunque esto quedará para otro día.