Páginas

25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.

 

 

 

11 de abril de 2025

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson)


 

Bill Bryson reconstruye sus años de niño en Des Moines (Iowa) y convierte en literatura lo que, para muchos, sería una sucesión de recuerdos personales sin más: un mundo de regalices y electrodomésticos, de madres que olvidan firmar autorizaciones escolares y padres que esconden revistas "para adultos". Un mundo lleno de contradicciones: la inocencia de la infancia conviviendo con el miedo nuclear, la discriminación racial apenas intuida por un niño blanco de clase media, y la sensación de que, a pesar de todo, aquel tiempo fue el mejor de todos.

 

Aventuras y desventuras del chico centella (Bill Bryson, 2013, publicado por RBA con traducción de Pablo Álvarez) es otro más de los libros de Bill Bryson que amenaza con no dejar un solo ámbito sin explorar. En este caso, se trata de una suerte de recopilación de recuerdos de sus años mozos en la pequeña ciudad de Des Moines (Iowa) en los años cincuenta.


Bill Bryson vino al mundo en 1951, en el seno de una familia en la que ambos progenitores trabajaban en un periódico local, su padre como redactor deportivo, su madre como redactora de temas domésticos. Tanto él como su hermana pudieron disfrutar de una infancia cómoda, normal y sin especiales destellos que los diferenciaran del resto de niños de su ciudad, del resto del país, una vida en suma, irrelevante, ... salvo para ellos mismos.  


Y así, lo que para cualquier otro libro, la infancia de Bill no sería otra cosa que una aburrida rutina del niño medio de una norteamérica atenazada por los miedos de la guerra atómica y los vicios del capitalismo campante, se convierte en un relato vívido donde la crisis de los misiles de Cuba está al mismo nivel que el descubrimiento de unas revistas porno en el armario de papá o del fantástico mundo de los regalices y caramelos de palo.    


Porque hablamos de los Estados Unidos en un momento único de expansión económica, en el que todo el esfuerzo bélico había sido desplazado, en gran medida, a la industria civil, por lo que una lluvia de electrodomésticos, coches, utensilios y todo tipo de artefactos hasta la fecha desconocidos para gran parte del público, comienzan a convertirse en objetos de consumo mayoritario. Un tiempo en el que la abundancia parece competir con los temores del conflicto nuclear pero en el que la confianza en las instituciones aún parece reservar una dosis de esperanzado patriotismo.


Ese tiempo que podía combinar la bonanza económica con el macartismo o con la discrimnación racial que parecía hundir sus raíces en toda la sociedad de su tiempo pero que, a los ojos del Bryson niño, fue el mejor de los tiempos, igual que para cualquier otro niño de cualquier otro país o momento, el suyo fue, casi con total seguridad, el mejor lugar y tiempo, porque la realidad objetiva se confunde con la subjetividad del tiempo vivido, de la alegría de los primeros años, su optimismo, su despreocupación.


El libro no sigue tanto un itinerario cronológico como una sucesión temática de anécdotas y aventuras que dibujan un relato de la época. Tomemos algunos ejemplos.


Al igual que en la canción Mrs. Robinson, los Bryson tienen secretos. No solo es que Bill descubra que su padre esconde revistas pornográficas, o al menos lo que a la vista de un niño de once años puede merecer ese adjetivo. Es que, además, ha tenido la desgracia de entrar al dormitorio conyugal una tarde en que su padre ha vuelto de un largo viaje y en la que, como le explican, la madre trata de mirar algo dentro de la boca del padre, un supuesto dolor de muelas. Extraño que estén ambos desnudos y uno encima del otro. Por si acaso, Bill ya no dejaría que su madre le mirase más la boca en lo sucesivo.


Porque el sexo es una fuerza motora de la infancia, de hecho, la maduración sexual y el conocimiento de sus misterios marcan el fin de la misma. Bill vive entre los sueños por tocar las turgencias de compañeras de clase, especialmente las de aquellas de las que se cuenta que se han mostrado desnudas a sus compañeros en lugares tan impropios como una casa del árbol, anécdotas nunca del todo bien confirmadas. Forzar la entrada de locales de dudosa reputación donde admirar a chicas ligeras de ropa, sea un cine que no proyecte dibujos animados, un restaurante con chicas de falda corta, todo vale, se convierte en una obsesión. Para estos locales, para algunos espectáculos de la feria local, existe una tajante limitación de entrada por edad. Bill crece confiando alcanzar ese umbral que le abra las puertas del paraíso o el infierno, tanto le da. Sin embargo, la mojigatería camina más rápido que los cumpleaños de Bill y allí donde se podía entrar con doce años, al cumplirlos, se requieren trece y así en una desesperante carrera. Se inicia así ese proceso de alargamiento de la infancia hasta edades inverosímiles, tan solo a ciertos efectos, proceso que hoy en día parece estar en su punto álgido.


Aunque los estudios consumen gran parte del tiempo del protagonista, lo cierto es que la presencia en estas páginas de la escuela es muy escasa. Algún profesor descerebrado, alguna bronca en los pasillos y, por encima de todo, muchos compañeros, amigos o enemigos, con los que poder compartir el tiempo. Bryson narra con desconsuelo que poco puede contar sobre las excursiones escolares ya que su madre solía olvidar firmarle la autorización pertinente, lo que le forzaba a quedarse en la biblioteca ese día de esparcimiento. De algo le serviría años después.


Ha llegado el momento de desvelar el origen del título del libro, y la referencia a ese niño centella. La historia es inverosímil pero merece la pena relatarla pues todos podemos encontrar momentos similares en nuestras vidas, jóvenes o maduras. El protagonista se siente totalmente desubicado, tan fuera de lugar en una familia donde su padre solo piensa en el béisbol y su madre parece olvidar cualquier cuestión relacionada con sus hijos. Bill alcanzaría la felicidad solo con ver que, por una noche, su plato no presenta una gran loncha de queso y no tuviera que explicar, como todos los días, que odia el queso, mientras su madre, lánguidamente se sorprende y asegura ser la primera vez que tiene noticia de ese rechazo. Bill está convencido de que el resto de la familia, mascotas incluidas, se siente arropada y comprendida, una unidad perfecta, pero él no. Tampoco parece compartir todas sus aficiones con sus amigos, una cierta sensación de extrañamiento se abre paso y no encuentra una explicación más plausible que la de no haber sido el fruto carnal de sus progenitores, más aún, la de no provenir de este mundo sino de un planeta en el que todo encaje, y del que, por alguna razón que aún debe descubrir, sus verdaderos padres alienígenas, le trajeron a la infame Tierra. Todos los cómic de la época, las películas sobre invasiones de extraterrestres o el origen de superhéroes como Supermán, hace más que probable y creíble esta alternativa, al menos, tanto como la de ser el hijo de sus padres y el amigo de sus amigos. Así, puede sobrellevar de mejor manera las burlas de algunos compañeros del colegio, la vergüenza por la que le hacen pasar a menudo sus padres, o las desgracias que le vienen como caídas del cielo. Solo deberá esperar la oportunidad correcta para desvelar el misterio y mostrarse al mundo tal y como es, momento en el que todas las humillaciones serán vengadas.  



La confirmación definitiva de esta teoría es el descubrimiento en el sótano, bajo una pila de desperdicios, resto de los antiguos propietarios según le dice para tapar el engaño su padre, de una extraña sudadera con un enorme rayo del color del sol, atravesando su pechera. Bill cree que es la prueba de su origen, es la sudadera de su verdadero padre, un plutoniano o vaya usted a saber, que la dejó para que Bill pudiera vivir su propio momento de revelación, su anunciación. Y de ahí que adopta, y obliga a que su familia también lo haga, el apodo del niño centella, para lo que se embute en la sudadera, varias tallas superiores a la suya, se coloca un casco que le asemeja a la hormiga atómica y con otras prendas prestadas, logra su propio disfraz de superhéroe, el "niño centella". Entre sus poderes se encuentra la posibilidad de ver a través de los objetos, cuyo único fin práctico es poder ver desnudas a las mujeres, y el de deshacer en el acto a quien quiera que mire con su vista de rayo. Estos poderes, muchas veces empleados, pocas veces con éxito, le crearán una capa protectora con la que enfrentarse al mundo. Y, si por alguna razón, alguien a quien odie, no cae fulminado con su rayo, es porque viene de su mismo planeta, de una rama tan poderosa como la suya, dotado de unos poderes tan fuertes contra los que su rayo poco puede hacer  por el momento.


La alimentación ocupa un lugar preeminente en el libro. Pese a que Iowa es y era el principal productor de bienes agrícolas de los Estados Unidos, la comida está compuesta por un batiburrillo de extrañas bebidas que hoy no pasarían ningún tipo de control por sus excesos de carbohidratos y azúcares, de alimentos procesados y enlatados, de salsas espesantes, etc. Como señala el autor, eso sí, nada que pudiera considerarse como no americano tenía cabida en su mesa. Sin pizzas, pasta, enchiladas, curry, o cualquier otro tipo de comida que no pudiera considerarse como parte del contenido de las bodegas del Mayflower.


La discriminación racial aparece levemente en el texto. Como señala Bill Bryson, no es que en Des Moines no hubiera negros, aunque no había muchos, es que no había excesivo contacto con ellos, y cuando lo había, lo mejor era desaparecer porque un niño de color podía correr más, saltar más, pegar más fuerte, y en general, hacer todo mejor que un descolorido WASP. La principal diferencia aparte de esta ventaja biológica, era la pobreza, verdadera marca entre un niño de familia blanca y un niño afroamericano. Sin embargo, un atisbo de corrección política se deja entrever cuando Bill narra con disgusto y vergüenza las visitas que hacía con su abuela al restaurante Bishop's en el centro de la ciudad y en cuya tienda se vendía regaliz negro, al que su abuela llamaba con pertinaz cabezonería, y al modo de los viejos tiempos, como baby nigger, para disgusto de todos los blancos presentes.


Pero también Bill disfruta de momentos de alegría en su extraña familia, como el día en que su padre les llevó a California solo para que pudieran visitar Disneyland o cuando viajaron a Nueva York y, para ahorrar gastos, terminaron en un hotelucho del Bronx teniendo que acudir la policía para recomendarles que buscaran una ubicación algo menos problemática. Esos viajes en coche, en unas condiciones terribles, con medio cuerpo fuera de la cabina, sin cinturones y haciendo jornadas interminables al volante, tenían siempre el aliciente de la visita a cualquiera de la infinidad de monumentos o atracciones que jalonan las carreteras norteamericanas con reclamos como, la casa del árbol más pequeña del país, el alcornoque más verde del Estado, o la casa de madera más grande construida sin clavos y a la vera de un río sin truchas y con el porche más hermoso del Condado. Pero también tenían el temible inconveniente de que cada salida de Des Moines implicaba el más que probable riesgo de tener que ir a visitar a la rama materna de la familia en Oklahoma, una casa destartalada cuyo patio trasero daba al acantilado sobre el que se encontraban los corrales de Oklahoma, el lugar en el que se sacrificaba en los años cincuenta al mayor número de cabezas de ganado de toda la Unión. Bill aún se estremece con el olor a res, sus heces, y los fritos que trepaban por la pared del terraplén mientras los animales comenzaban el proceso de convertirse en hamburguesa. Que la familia de su madre fuera extraña en el mejor de los casos, sucia y taimada en el peor, no ayudaba a que las visitas fueran placenteras.


Por contra, acudir a Greenwood, el pueblo de su padre, era todo un acontecimiento. El pequeño núcleo agrícola  era una comunidad hermanada, en la que los viernes la comida se compartía en una cena al aire libre  en el jardín de la iglesia baptista, con independencia de la fe de cada uno y en la que todo resultaba tranquilo y apaciguador. Donde masticar una brizna de maíz en el porche, meciéndose en una rockin´chair era una realidad y no un tópico de películas con pretensiones.


Pero Bill vive en la capital, Des Moines, que en aquella época no debería superar los 150.000 habitantes y, pese a ello, el niño centella la creía el epicentro de la guerra nuclear. Todas las ojivas soviéticas apuntando a su jardín trasero no eran amenaza bastante sino motivo de orgullo. La proximidad del Centro de Coordinación de Bombardeo Estratégico hacía a su ciudad un improbable objetivo de la amenaza comunista, pero a Bill le emocionaba tener una ocasión a la altura del poder de su rayo.


Porque nadie debería temer a la Tercera Guerra Mundial cuando vives al lado de Riverview, una especie de pequeño parque de atracciones al que tus padres te arrojan en las jornadas de verano para que te diviertas por tu cuenta mientras ellos trabajan creyendo que disfrutas jugando con la muerte en una noria con los tornillos flojos o en una montaña rusa cuyos raíles llevan sin revisión técnica desde su instalación en los años veinte.    


Éstas y otras muchas historias llenan este libro en el que Bryson se destaca como un humorista de alto nivel, riéndose de sí mismo pero no abandonando su gusto por las anécdotas y los datos, por las coincidencias y las paradojas. El interés trasciende, por tanto, al de la mera vivencia del niño Bill. Podemos encontrar información sobre una época, podemos sentirnos identificados con muchas de las vivencias del niño centella, pero también podemos aprender un modo de narrar sobre la vida alejado de la pompa y circunstancia que otros muchos se dan, tal vez con menos razones.


Este libro podría haber sido escrito por un coetáneo del autor, un niño ruso, fascinado por sus propios dulces, por sus cómics y entretenimientos, por la amenaza del malvado capitalismo y sus esfuerzos por derrotar a la pacífica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, verdadera esperanza y luz del mundo. También podría hablarnos de sus días de escuela, de las clases de ajedrez y las exhibiciones de gimnasia rítmica por equipos. Y también para ellos, aquellos días serían los mejores y más felices de su vida.


Pero es así, con este complejo juego de contrastes, nuestra personalidad en formación, moldeada por la de nuestros padres, profesores, hermanos y amigos, como vamos construyendo una realidad. Y así, un día, miramos atrás y ya no somos niños, no vivimos en el mismo lugar ni compartimos nuestro tiempo con quienes lo veníamos haciendo. Nuestras preocupaciones habituales han cambiado, nuestros gustos quizá no tanto. Y así también le ocurre a Bill Bryson, que da cuenta de algunos cambios en la vida y el tiempo que pudo disfrutar. La corrección política que comenzaba en aquellos días hoy todo lo ocupa, el temor a una guerra nuclear ha sido sustituído por un catálogo de nuevas amenazas: el terrorismo, las pandemias, el gran apagón, y el siempre reconfortante choque de un meteorito. Pero es cierto que aunque nuestros ojos vean este mundo como un lugar algo menos habitable que el de nuestra infancia, al mismo tiempo, otros muchos ojos, los de quienes apenas levantan más allá del pomo de la puerta, lo viven como el mejor lugar, el mejor tiempo de todos los posibles, y con los años también lo mirarán con cierta melancolía, que no debería impedirles ver sus lados negativos, pero qué diablos, algún lugar debemos guardar en nuestra cabeza para seguir siendo los niños centella.