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4 de noviembre de 2025

Tragedias de Esquilo (3): Las suplicantes


Las suplicantes de Esquilo fue representada aproximadamente en el año 463 antes de nuestra era, formando parte de una trilogía integrada por otras dos tragedias (Los egipcios y Las Danaides) y un drama satírico (Amimone), obras todas ellas perdidas que completaban la historia de las danaides. Como en el caso de Los siete contra Tebas, que desarrollaba la historia de un mito previo, el de Edipo, Esquilo toma aquí el motivo de las hijas de Dánao, las danaides, una leyenda transmitida por autores como Apolodoro o Píndaro.

Las danaides constituyen en esta obra el coro propiamente dicho, lo que convierte a este no ya en una voz secundaria o de acompañamiento como en otras tragedias, sino en el protagonista colectivo de la acción. No son solo la conciencia de la ciudad ni el eco de los sentimientos del autor. Son el personaje principal, las portadoras del conflicto y de la emoción. Las cincuenta hijas de Dánao, aconsejadas por su padre para que huyan de Egipto y así evitar casarse con sus cincuenta primos, hijos de su hermano Egipto, llegan a las costas de Argos en busca de asilo. Dánao las acompaña como guía y protector. Según la mitología, son descendientes de Ío, una mujer mortal amada por Zeus, lo que les otorga una vinculación genealógica con la tierra de los argivos.

Así, las jóvenes y su anciano padre arriban a las costas de Argos, donde son recibidos por el rey Pelasgo, quien se muestra desconcertado por su llegada repentina, sin heraldo ni aviso previo. El coro explica el motivo de la huida. No se trata de una persecución por crimen o culpa, sino del rechazo a un matrimonio forzado, a lo que llaman con expresión arcaica del traductor “himeneo no deseado”. Las danaides reclaman asilo apelando a los dioses tutelares del lugar, especialmente a Zeus, protector de los suplicantes.

El rey se debate entre el temor a protegerlas, lo que podría desencadenar la represalia de Egipto, un pueblo poderoso, y el miedo aún mayor a desoír a los dioses, comprometiendo así la prosperidad de la ciudad, atrayendo las desgracias que aquellos dioses caprichosos eran tan dados a repartir entre los humanos. Pelasgo opta por consultar al pueblo de Argos, que respalda la decisión de acoger a las suplicantes. La ciudad, por tanto, asume el compromiso moral y político de protegerlas tras esa especie de plebiscito, de expresión democrática que refuerza la autoridad de Pelasgo.

La tensión se incrementa cuando llega un heraldo egipcio, altivo y amenazante, reclamando la entrega de las mujeres. Pelasgo lo rechaza con firmeza y confirma su decisión de dar asilo a las refugiadas. La obra concluye con los improperios del heraldo y los lamentos y temores del coro. Las otras dos tragedias completaban sin duda esta historia, narrando los intentos de los egipcios por apoderarse de las mujeres, su posible integración en Argos y, más adelante, el terrible desenlace de su historia.

Tras leer ya tres tragedias de Esquilo, no se puede pasar por alto el importante papel que juegan las mujeres. Desde la madre de Jerjes en Los persas, sobre quien recae el peso dramático al lamentar la derrota de su hijo, hasta las figuras del coro femenino en Los siete contra Tebas o las hermanas Antígona e Ismene, la presencia femenina está cargada de fuerza simbólica. En Las suplicantes, son precisamente las mujeres quienes ocupan todo el protagonismo, quienes fuerzan la voluntad del rey Pelasgo y se convierten en el centro del conflicto entre la ciudad de Argos y el heraldo egipcio. Su dignidad, su miedo y su firmeza se imponen como motor del drama. Pese a lo remoto del contexto, la voz de estas mujeres resuena con vigor y humanidad, recordándonos que la tragedia griega también daba voz a la otra mitad de la población, siempre tan silenciada, tan oculta.

Desde el punto de vista estilístico, Las suplicantes es una tragedia atípica dentro de la obra de Esquilo. Su estructura es más cercana al canto ritual que a la acción dramática propiamente dicha. El coro, como ya se ha puesto de manifiesto, no es solo predominante, sino el protagonista. Sus lamentos están cargados de invocaciones a los dioses, imágenes del mar, del exilio y de la impureza del matrimonio impuesto. El ritmo es pausado, el lenguaje deliberadamente arcaico, las fórmulas repetitivas. Esto, lejos de entorpecer la tensión, la refuerza. El estatismo de la obra es dramáticamente eficaz. No hay grandes escenas de acción, pero hay un conflicto moral profundo que se transmite con intensidad a través de la súplica coral. Frente al dinamismo guerrero de Los siete contra Tebas, aquí encontramos una intensidad contenida, una fuerza nacida del miedo, la palabra y la dignidad colectiva.

No se trata precisamente de la tragedia más celebrada de Esquilo y, pese a ello, es una de las que más resonancia encuentra en nuestros días. Nos conecta con la sensibilidad de un pueblo que pudo emocionarse con la representación de este drama. Porque, si lo hizo, es porque sentía como propia la necesidad de proteger al forastero, al que huye, al que pide ayuda. Eso sí, con matices. Las danaides no son completamente extranjeras, al menos no tanto como los egipcios que las persiguen. Se presentan como descendientes de una heroína local, lo que les permite apelar no solo a la piedad, sino también al parentesco mítico.

 



Desde la Grecia antigua vivimos en una historia de migraciones continuas. Pueblos del Egeo, micénicos, dorios, jonios, pueblos del mar. Pero también escitas, persas, árabes, eslavos. Gentes venidas de todas partes, mezclándose con otras. El mito de las danaides muy bien puede reflejar esa realidad migratoria que, en nuestro egocentrismo, creemos exclusiva de nuestro tiempo.

Sin recurrir a comparaciones forzadas, no resulta difícil pensar en las imágenes que nos muestran los telediarios desde Lesbos, no tan lejana de Argos, ni geográfica ni culturalmente, donde las playas son testigos de quienes no huyen para evitar un himeneo no deseado, sino para conservar la vida misma y la de sus hijos. Ni en Lampedusa, ni en Canarias, ni en Cádiz. Pero tampoco en la Europa del Este, la presión migratoria que se vivió durante la guerra de Siria o la situación en Gaza, que terminaría por ocasionar migraciones masivas si estas fueran posibles y no se hubiera convertido en un enorme campo de concentración de imposible escape. En cada caso hay historias de huida, de miedo, de dignidad quebrada. Como las danaides, esas personas buscan asilo y se aferran a nuestra tradición de valores, tan presente en nuestro discurso, pero tan débil cuando se le pone a prueba.

Y como el rey Pelasgo, nuestras sociedades se debaten entre el temor a abrir la puerta en nombre de unos principios que decimos defender y el miedo a las consecuencias de hacerlo. Las suplicantes de Esquilo, que amenazan con ahorcarse con los alfileres de sus túnicas en la estatua de Zeus, siguen hoy entre nosotros. Llegan con niños en brazos, con cuerpos maltratados por la travesía, y no siempre son escuchadas.

Pero ninguna decisión es sencilla. Y todas tienen consecuencias. Desde la Antigüedad resuenan estas preguntas, estas tensiones. Y es posible que en el futuro alguien mire atrás y se pregunte qué hicimos con los valores que decimos heredar de los griegos. Qué nos volvió más cobardes, más impermeables al sufrimiento. Si tuvimos más que perder. Si nos creímos propietarios del suelo donde nacimos sin mérito alguno. No sé si en ese futuro habrá un nuevo Esquilo que retrate nuestra mezquindad. Pero quizá las palabras de Pelasgo y el voto del pueblo de Argos puedan seguir sirviéndonos como guía.




24 de octubre de 2025

Tragedias de Esquilo (2): Los siete contra Tebas



Continuando con la lectura de las obras de Esquilo y tras Los persas, la primera y más antigua de las conservadas entre todas las escritas por el primer gran autor trágico, le llega el turno a Los siete contra Tebas, siguiente obra transmitida respetando el orden cronológico.

Esta tragedia fue representada en el año 467 antes de nuestra era durante las Grandes Dionisias de Atenas, junto con otras dos tragedias hoy perdidas y un drama satírico titulado Los esfígneos, también perdido. La edición en castellano puede encontrarse publicada por Gredos dentro de su colección de clásicos griegos.

Los siete contra Tebas pertenece al denominado ciclo tebano, es decir, al conjunto de obras que desarrollan la historia de Edipo y su descendencia. Como breve contexto conviene recordar que Layo, padre de Edipo, fue advertido por el oráculo de Delfos de que no debía engendrar descendencia, pues su hijo lo mataría y se casaría con su esposa. Layo desobedeció ese vaticinio y de su unión nació Edipo. Para evitar que se cumpliera la profecía, Layo entregó al recién nacido para que fuera abandonado en el monte, pero fue recogido y criado por pastores.

Años después, en un cruce de caminos, Edipo y Layo se enfrentan por una disputa menor. Sin saber que era su padre, Edipo lo mata. Poco después, resuelve el enigma de la Esfinge que aterrorizaba a Tebas y es recompensado con el trono y la mano de la reina Yocasta, su madre. Juntos tienen cuatro hijos: Polinices, Eteocles, Antígona e Ismene. Cuando Edipo descubre su crimen, se arranca los ojos y se exilia. La forma exacta de su muerte será contada en obras posteriores, pero aquí basta con saber que cede el poder a sus hijos con la condición de que se turnen en el gobierno de Tebas, cada uno durante un año.

Eteocles gobierna primero, pero cuando llega el momento de ceder el trono a Polinices, se niega. Polinices, humillado y desterrado, se refugia en Argos, donde se casa con la hija del rey Adrasto. Desde allí organiza una expedición militar para reclamar por la fuerza lo que cree que le corresponde. Así nace el mito de los siete contra Tebas.

 


La tragedia comienza con Eteocles en escena, asumiendo el mando de la ciudad ante el inminente ataque. Ha enviado espías para conocer los planes del enemigo y se prepara para la defensa. Un mensajero informa que el enemigo planea atacar cada una de las siete puertas de Tebas con un campeón distinto. Describe con admiración y temor la fuerza, el carácter y los emblemas simbólicos que decoran los escudos de los siete guerreros. Eteocles asigna a cada puerta un defensor tebano que pueda hacer frente a su rival.

El desarrollo de la obra se entrelaza con las intervenciones del coro, que representa a las mujeres de Tebas. Sus temores, súplicas y lamentos son censurados por Eteocles, quien les exige silencio y fortaleza. Considera que sus quejas minan la moral de la ciudad y dividen a la comunidad en un momento crucial.

La tensión crece hasta que se revela que el séptimo asaltante no es otro que Polinices. Eteocles, comprendiendo que el destino se impone, decide enfrentarse a su hermano a pesar de las advertencias del coro. Ambos mueren en combate, cumpliendo la maldición familiar.

La tragedia termina con el dolor del pueblo y del coro ante la muerte de los dos hermanos. Antígona e Ismene aparecen para rendir homenaje fúnebre. Pero llega un heraldo con la orden de Creonte, nuevo regente de Tebas. Eteocles será enterrado con todos los honores, mientras que Polinices, por haber atentado contra su propia ciudad, debe quedar insepulto, a merced de los animales. Antígona se rebela contra esa orden y anuncia que no la obedecerá. El coro, entonces, se divide entre quienes deciden seguir los mandatos de la ciudad y quienes apoyan a Antígona, en una de las escenas más modernas y valientes del teatro griego. Este final ha llevado a algunos estudiosos a pensar que pudo haber sido añadido más tarde para enlazar esta tragedia con Antígona de Sófocles.

Más allá de la maldición y la fatalidad que recorren toda la obra, Los siete contra Tebas fue vista desde la Antigüedad como una representación del conflicto civil, de los hermanos que se enfrentan y desgarran a su ciudad. Una advertencia sobre lo que ocurre cuando los intereses personales se anteponen a la unidad colectiva. En tiempos de Esquilo, Atenas trataba de afianzar su poder tras las guerras médicas. Era un momento de consolidación política y militar, en el que la unidad y la obediencia a la ciudad eran valores supremos. Esta obra encajaba con esa mentalidad cívica, exaltaba la cohesión por encima de la ambición personal.

Pero también está la voz del coro, que introduce una disonancia. La división del coro en la última parte de la obra anticipa un conflicto que se convertiría en tema central de la tragedia griega. La tensión entre el individuo y la polis, entre la moral íntima y la ley exterior, entre el deber personal y la obligación pública.

Esa misma tensión sigue resonando hoy. Vivimos en una época de polarización, en la que cualquier disenso parece sospechoso. Un tiempo en que el desacuerdo se percibe como traición y la diferencia como amenaza. Los siete contra Tebas nos recuerda que los enemigos más peligrosos no siempre vienen de fuera y que ninguna comunidad sobrevive mucho tiempo a la división interna.

Desde el punto de vista dramático, la obra supone un avance notable con respecto a Los persas. Es más dinámica, con una estructura más rica y descripciones especialmente vívidas en la caracterización de los campeones que asaltan las puertas de la ciudad. Esquilo convierte una historia aparentemente simple en una tragedia poderosa, simbólica y profundamente política.

La vigencia de esta obra radica en su capacidad para plantear preguntas que no han perdido actualidad. Qué papel tiene el individuo en la construcción colectiva y cómo debe someterse a la voluntad de la polis para que ésta no perezca. Qué fina línea es la que deslinda la crítica sana de la que corroe y desune. Como conjugar ambos elementos en un momento de crisis radical, como lo era el ataque sobre Tebas. 

Si Antígona se pregunta si las leyes humanas deben someterse a una ética más alta, Los siete contra Tebas afirma que incluso las reivindicaciones legítimas pueden llevar al desastre si se anteponen a la estabilidad común. Son dos visiones distintas. Dos perspectivas que no se niegan, sino que se completan. Esquilo habla desde una Atenas que aún se construye. Sófocles, desde una que ya se atreve a poner en cuestión sus fundamentos.

Y entre ambas tragedias se abre el espacio de nuestra propia reflexión. Porque los dilemas que sacuden a las ciudades y a los estados no han cambiado tanto en dos mil quinientos años. Lo difícil, como decía Sócrates, no es encontrar respuestas, sino saber formular las preguntas y, en esto, los griegos fueron maestros.  

 

 

10 de octubre de 2025

La ciudad sin judíos (Hugo Bettauer)



Las novelas en torno a la Shoah y el nazismo forman un género en sí mismas, muy apreciado por los lectores. Estas obras suelen ser bastante conocidas y accesibles y cuentan con notables propagandistas y fieles prescriptores, de ahí que el género parezca no tener fin. Por eso, sorprende notablemente que La ciudad sin judíos (Hugo Brautter), publicada por Cátedra con traducción de Miguel Ángel Vega Cernuda, no sea célebre, ni tan siquiera muy conocida, más bien lo contrario, ni siquiera en su país de origen, Austria.


A su favor tiene el tratarse de un texto breve, de muy fácil lectura, sin especiales complejidades estilísticas. No debemos olvidar en este punto el enorme mérito de esta edición de Cátedra. La breve extensión de la novela queda compensada por el abundante texto introductorio que aborda este libro desde muy diversos puntos de vista. La obra del autor, sus adaptaciones fílmicas, las implicaciones políticas, el asesinato del autor, el éxito de ventas, la caída en el olvido, la traducción, las relaciones de ida y vuelta entre las letras castellanas y las austríacas, etc. Asimismo, las notas son abundantísimas, tal vez excesivas al detallar cada mínimo aspecto que el autor cita, sea una calle, un modismo austriaco, un periódico, un personaje célebre, un edificio, un monte o un recodo de un río.


Pero el principal pensamiento que le viene a la mente a uno tras concluir la lectura de esta novela es cómo ha podido pasarle inadvertida por tanto tiempo. Y es que, al margen de la calidad del texto en sí a la que luego nos referiremos, esta obrita tiene todo para ser un título reconocido y leído por un público siempre ávido de lecturas en torno al judaísmo y la Segunda Guerra Mundial.


Comencemos por su argumento. En la Austria posterior al desmembramiento del Imperio austrohúngaro, la necesidad de recuperar el orgullo herido, de evocar una grandeza pasada que la estrechez territorial a que ahora se ve reducida es una afrenta continua y en la que la hiperinflación deja maltrecha la economía, los políticos mayoritarios encuentran una fácil solución: expulsar a todos los judíos, practicantes o asimilados, descendientes incluidos, incluso los convertidos al cristianismo y bautizados, de modo que la pureza de la raza cristiana se convierta en el factor aglutinador que permita dar el salto a una nación ávida de recuperar esplendor y riqueza de manera rápida y sencilla.

 

Evidentemente, las motivaciones raciales, la secular desconfianza, la acusación velada de que los judíos no penan por la crisis igual que los honrados austriacos cristianos, no esconde que esta migración forzosa y repentina viene acompañada por la expropiación de facto de todas las riquezas y propiedades judías, incluyendo empresas, grandes o pequeñas.

 

Pero los planes mejor trazados a menudo se tuercen y pronto se ve que los empresarios que sustituyen a los judíos no son tan avezados, que la crisis internacional golpea aún con mayor crudeza a Austria que ha perdido parte de su apoyo financiero internacional que lograban los judíos con sus empresas multinacionales. Pronto se ve que la vida, no solo en lo económico, también en lo mundano, decae y que las turbas, tan fáciles de manejar como complicadas de controlar cuando se vuelven contra uno, pronto buscarán culpables de las consecuencias de una decisión no muy bien meditada.

 

Continuemos por el contexto histórico de la obra. Ésta fue publicada en una fecha tan temprana como 1924, es decir, cuando los nazis apenas eran vistos como una facción más de los múltiples extremistas que trataban de obtener rédito político del descontento popular por la pérdida de la guerra en todos los países de habla germánica, así como por las terribles consecuencias de la crisis económica, acuciada por las indemnizaciones y desmantelamiento industrial que llegaron tras la firma del Pacto de Versalles.

 

Llegamos ya al autor, Hugo Bettauer un polemista, escritor de éxito, judío por más señas, que supo ver como nadie antes cuáles serían las dinámicas que paso a paso seguirían los miembros del NSDAP, los propagandistas de Goebbels, las camisas pardas de las SA. Todo esto lo vio con terrible premonición, o al menos lo puso por escrito, tal vez para conjurar sus miedos, tal vez para tratar de alentar una reacción que hiciera imposible su visión.

 

Pero Bettauer encarna de otro modo la tragedia que se cerniría sobre el pueblo judío. Su fama y posición militante le llevaron a ser asesinado poco después de la publicación de esta obra, es decir, Bettauer fue una de las primeras víctimas del nazismo en Austria y pagó por su denuncia, la que el lector tiene ahora entre sus manos.

 



 

Continuemos con los aspectos más formales de la obra. Ésta es breve, amena, muy ligera pese a que el tema parece de difícil tratamiento. Pero esa liviandad no deriva tanto de la maestría de Bettauer sino más bien de su manejo sencillo, casi simple, del argumento. La trama es sencilla y lineal, apropiada para los libros publicados a modo de folletines y que se vendían a miles en los quioscos de toda Austria. No se buscaba la maestría formal, tan solo la inmediatez y el entretenimiento. Pero aquí Bettauer nos ofrecía algo más, una advertencia, una señal que traía la imagen de un futuro que muchos leerían más bien como ciencia ficción.  


Los aspectos más generales del argumento tienen su correspondiente trama a nivel individual, en forma de una pareja de enamorados que han de separarse por esta incomprensible expulsión. En suma, la obra no es excesivamente meritoria, aunque sin duda, tampoco lo son muchas de las que abordan el tema judío. Así pues, ¿qué es lo que hace que este libro no sea más conocido, aunque solo sea por su carácter casi profético?.

 

Tal vez la razón se encuentre en la solución que propone el autor, ese desenlace happy-end con el que rebaja de golpe toda la gravedad y denuncia que se esconde bajo el planteamiento argumental. Pero, sin duda, este reproche es injusto y solo cobra todo su sentido desde nuestros días, desde nuestro conocimiento de lo que estaba por llegar. No podemos aceptar que, tras una conciencia tan reveladora, Bettauer no nos hable de cámaras de gas, de campos de exterminio y carteras hechas con piel humana. Por el contrario, en esta página se destila un humor e ironía que nos extrañan, precisamente porque creemos que este tema está reñido con esa ironía, porque no podemos aceptar un final feliz sabiendo que éste nunca llegó y que la inocencia del autor rebaja el don de la adivinación y presciencia que le atribuimos al leer las primeras páginas.

 

Sin embargo, Bettauer pagó con su vida por poner de manifiesto tendencias que se harían realidad en poco tiempo. Como tantas veces hemos comentado en estas reseñas, lo que seguramente más enfurecía a sus detractores era el humor. Los políticos partidarios de la expulsión de los judíos son retratados como torpes burócratas, borrachos, simples y codiciosos. Explicitan el deseo de expulsar a los judíos porque estos son mejores, más inteligentes y capaces que ellos, una competencia desleal en suma. Un supremacista tolerará pocas cosas, pero la burla no es una de ellas.    


La ciudad sin judíos es una lectura extraña por tanto, que nos gusta y nos causa incomodidad al tiempo, que nos coloca ante unos hechos tan reveladores y bien argumentados que casi olvidamos que en 1924 nadie parecía capaz de anticiparlo, pero si Bettauer lo hizo, tal vez todos pudieron, todos debieron poder hacerlo, ….. Muchas preguntas, escasas respuestas que Bettauer no nos pudo dar.





 





1 de octubre de 2025

Tragedias de Esquilo (1): Los persas


 

Esquilo nació en Eleusis alrededor del año 525 a. C. A día de hoy es conocido como el primer gran trágico griego. Sin duda, antes que él hubo otros tantos, pero dado que sus obras no se conservan, poco podemos saber de ellos. La fama de Esquilo parece haber ensombrecido la de todos sus predecesores, y no cabe duda de que su obra superó a la de los anteriores, consolidando un género que, en la Grecia de la época, era algo más que un mero entretenimiento. Al igual que la Ilíada y la Odisea, a través de la tragedia los ciudadanos recibían una instrucción moral, política y religiosa. Sobre ellas se debatía y reflexionaba; se representaban incluso tras la muerte del autor, de modo que varias generaciones pudieron recibir su influjo.

Si bien la tragedia nace en Atenas, pronto pasó a ser un género cultivado en toda la Grecia clásica y sus colonias, y de ahí también se trasladó a Roma, aunque con menor impacto, frente a espectáculos más brutales y menos sofisticados, como el circo. En estas tragedias, el papel de la música era fundamental, aunque hoy apenas podemos saber con certeza cómo se combinaban texto y música, si existían parlamentos cantados o qué instrumentos se usaban exactamente.

El gran momento de las representaciones teatrales atenienses eran las Grandes Dionisias, que tenían lugar en los meses de marzo y abril. En ellas, varios autores presentaban cada uno tres tragedias y un drama satírico, normalmente en torno a un único tema que se desarrollaba progresivamente, aunque en ocasiones se trataba de obras totalmente independientes. Al concluir las representaciones, era el público quien elegía al ganador del concurso. Se dice de Esquilo que ganó el primer premio de las Dionisias en trece ocasiones. Sin embargo, de las aproximadamente setenta a noventa obras que se cree que escribió, apenas conservamos siete en su integridad, y aun estas pueden contener interpolaciones posteriores.

El estilo de Esquilo es algo arcaico frente al más moderno de Sófocles o Eurípides, representantes de generaciones posteriores. Esquilo es grandioso; su poesía es poderosa, solemne, y sus personajes tienden a la exaltación y la grandeza. Pocos matices psicológicos hallaremos en ellos, aunque hay notables excepciones. En sus obras, la acción apenas existe: basta la sucesión de varias escenas para desarrollar los temas que desea tratar. Su sentido político y religioso, así como su gran patriotismo, se dejan ver con claridad. Las enseñanzas que desea trasladar a los ciudadanos de Atenas son consecuencia de ese profundo sentimiento cívico, que quedó reflejado también en su participación directa en las Guerras Médicas, especialmente en la batalla de Maratón (490 a. C.), de la que se sentía particularmente orgulloso.

El nuevo modelo de gobierno de Atenas se estaba consolidando tras superar la amenaza persa y, por ello, la ciudad era más importante que sus ciudadanos. La supervivencia colectiva podía servir como excusa para aplastar al individuo, algo que ya sería cuestionado de manera más evidente por Sófocles, aunque Esquilo mantiene una posición algo más ambigua.

Sin embargo, su teatro también presenta una evolución, tanto en lo ideológico como en lo técnico, y obras primerizas como Los persas o Las suplicantes poco tienen que ver con la complejidad de La Orestíada. Sea como fuere, leer siete tragedias no parece una empresa imposible. Por ello, trataré de leerlas y descubrir qué sentido pudieron tener para los griegos de su tiempo y si, de alguna manera, aún hoy, dos mil quinientos años después, podemos extraer alguna enseñanza; es decir, si todavía conservan la capacidad para emocionarnos y enseñarnos, para reflejar nuestros temores y nuestras esperanzas.


Los persas

 

Esta tragedia es la más antigua conservada de Esquilo y por otro lado la más peculiar al no estar basada en ninguno de los grandes mitos de los que se nutría habitualmente este género. Y no solo toma como referencia unos hechos reales sino que son acontecimientos contemporáneos al autor y a los espectadores en concreto la gran victoria en Salamina de la coalición de ciudades griegas lideradas por Atenas frente a los persas comandados por el Gran Rey Jerjes hijo de Darío.

Esquilo había participado en la batalla de Maratón en el 490 a C y en la de Salamina en el 480 a C durante la llamada segunda guerra médica. Y tan orgulloso se sentía de este hecho que en su epitafio se menciona su participación en ambas batallas pero ninguna palabra aparece sobre su fama como dramaturgo ni sobre los innumerables concursos teatrales de los que resultó ganador.

Hay quien afirma que una victoria no puede ser empleada como tema en una tragedia por lo que Esquilo optó por fijar su punto de vista en los derrotados persas. Pero esto me parece menoscabar el talento dramático de Esquilo. Siempre podía haber tomado como protagonista a algún héroe caído en la batalla creando un contraste entre la victoria de Atenas y la suerte del individuo concreto caído en defensa de su patria. Por otro lado, es bien sabido que no hay mejor forma de engrandecer una victoria que ensalzar al enemigo. Si este es torpe e inhábil con las armas mal dirigido y peor armado la victoria parece cosa hecha y poco meritoria. Si el enemigo es formidable sus éxitos pasados resultan asombrosos y sus dirigentes alcanzan altura mítica la victoria sobre ellos es aún más grandiosa.

Así que la perspectiva elegida por Esquilo creo que responde a ese afán por ensalzar la propia victoria por medio de hablarnos del dolor y sufrimiento infligido a los enemigos. Y este dolor no queda reflejado tanto en lo vivido por el ejército derrotado sino por el sufrido por la madre de Jerjes por el coro de los ancianos fieles los consejeros reales o por el propio fantasma de Darío.

Pero aunque esto me parece lógico y una buena opción para desarrollar la obra es cierto que no podemos saber con seguridad los riesgos que Esquilo asumía al presentar a sus vecinos el dolor que la victoria había causado a los persas. Qué podían sentir los espectadores que habían participado en la batalla. Qué quienes habían perdido a un familiar en la terrible jornada de Salamina. Qué habían de sentir los asistentes que podían aún arrastrar terribles heridas o mutilaciones causadas por las armas persas. Entenderían la perspectiva del poeta. No dirían con lógica moderna y a mí qué me importa que no hubieran venido a nuestra tierra tan solo recibieron su merecido

Se trata por tanto de una obra en la que Esquilo asumía riesgos claros por lo que debía de estar muy confiado en sus habilidades poéticas en que su propia participación en los conflictos le otorgaba un cierto ámbito de impunidad para hablar con libertad sobre el mismo o tal vez más probablemente conocía la generosidad mezclada con cierta sutilidad de los espectadores de estas tragedias que llenaban durante varios días el teatro asistiendo a diversas representaciones de entre las que se debía escoger la ganadora del concurso. Porque de esto iba también la democracia griega. No solo se escogía a los gobernantes también a los poetas laureados o a los gimnastas que lograban los mejores resultados en los Juegos de Olimpia.

Pero entrando ya en el desarrollo de la obra este es bastante simple. Comenzamos con el coro de ancianos preocupados por la falta de noticias del ejército de Jerjes. Nada se sabe de él tras mucho tiempo desde su partida. Los ancianos cantan las glorias de los líderes que acompañaban al rey y la fuerza de sus armas. La madre de Jerjes rodeada de toda su pompa en su condición de reina madre aparece para unirse al coro en su preocupación. Esta se disipa cuando aparece un mensajero huido de la derrota del ejército que va narrando los desastres sufridos por los persas. Cómo han sido derrotados en Salamina y cómo la huida de la armada ha causado aún más muertes. Cómo los persas se retiran de modo desordenado y van muriendo todos sus líderes, sus príncipes y adalides. Jerjes ha salvado la vida aunque por poco y los peores presagios se ciernen sobre el coro y la reina.

Estos acuden a la tumba del gran Darío desde la que aparece el fantasma del rey precisamente el mismo que ya había conocido la derrota frente a los helenos en Maratón. Y es este espíritu venido del Hades quien anuncia que hay más desgracias por llegar puesto que los persas han sufrido otra derrota esta vez en tierra firme frente a los espartanos en la batalla de Platea. Y así llegamos a la aparición del derrotado Jerjes. Su madre la reina Atosa ya no luce sus mejores ropajes sino un vestido enjironado y destrozado como lo está su ánimo sufriendo por los muertos y por su hijo y el dudoso destino que ha de afrontar como rey derrotado un efecto dramático sorprendente para una época arcaica en la que las máscaras y el estatismo parecen ser lo habitual.

El talento de Esquilo a la hora de generar emoción y levantar la empatía del público es evidente. Hay pasajes hermosísimos en los que apenas podemos percibir que la sensibilidad haya evolucionado en los últimos dos mil quinientos años. Tan moderno se sigue sintiendo el teatro clásico.