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2 de enero de 2007

El baúl del abuelo (Nora Muro)

 

La escritura nace con el fin de fijar para la posteridad información de la más variada índole. Los primeros registros escritos conservados de las civilizaciones antiguas suelen referirse al cobro de impuestos, a cantidades de trigo y demás aspectos "contables" de la vida económica. El registro de hechos es, por tanto, una de las primeras aplicaciones de la escritura.

En algún momento de la Historia, la escritura debió aplicarse a fijar algo más etéreo pero más personal e íntimo, a fijar el recuerdo y la memoria de los hechos pasados. Sea por la vanidad de preservar aquello que consideramos digno de noticia futura, sea por la añoranza de un pasado ya perdido, lo cierto es que dicha nueva función de la escritura puede verse como el nacimiento de la Literatura y quizá las estelas funerarias sean el mejor y más antigüo ejemplo de Literatura.

Preservar los recuerdos sirve a dos fines. De un lado da a conocer una realidad a lectores ajenos a la misma o, incluso, hace revivir experiencias a quienes participaron en los hechos, reforzando el sentimiento de grupo. Por otro lado permite, aún inconscientemente, la reflexión sobre el pasado, su análisis e, inevitablemente, su reelaboración. La mirada al pasado nunca queda limpia, siempre hipotecada por los ojos que la observan desde un presente concreto. Así, el pasado puede verse como momento idílico y dulce frente al momento actual o como época de tormenta, sometida al impulso de revancha.

Escribir sobre nuestro pasado, pese a ser una de las piedras fundacionales de la Literatura, sigue suponiendo uno de sus mayores desafíos. Enfrentarse con nobleza a lo pretérito no puede dejarnos indemnes. Hurgar en nuestros recuerdos tiene un alto precio pero también una recompensa, la reconciliación con lo vivido y una mejor comprensión de nuestras acciones y sus motivos.

"El baúl del abuelo" rinde tributo a esta larga tradición rememorando los recuerdos infantiles de la autora en un pueblo del interior de una España autárquica que pugna por salir adelante. Sin embargo, uno de los mayores aciertos del libro es, precisamente, el de no hacer presente el momento histórico concreto, de modo que el lector es relativamente libre para la ubicación temporal y espacial que le convenga. Hay monjas y curas preocupados más por los tocamientos que por la salud espiritual de los pequeños, hay métodos educativos rigurosos para nuestra visión moderna, hay hipocresía social y falsa caridad pero por encima de todo hay niños luchando por lograr un espacio propio, ajeno a las normas de sus mayores, hay una familia dentro de la que todo queda perdonado (previo castigo ejemplar si llega el caso) y hay unas esperanzas que todos pugnan por ver cumplidas. Nada con lo que un lector actual no se pueda identificar.

La obra narra las peripecias de la autora y su familia mediante breves capítulos en los que van teniendo cabida multitud de recuerdos. Desde el nacimiento de los hermanos, a los juegos infantiles, desde las trastadas en la fábrica del padre, hasta los cuchicheos de las vecinas. Entre las páginas aparecen costumbres que hoy se antojan como ancestrales (el luto riguroso, los cines de sesión continua, la peluquera que visita la casa, etc), oficios ya abandonados (el lechero, los carboneros, ...) y todo ello salpicado con abundantes modismos, localismos o vocablos propios de niños de otra época.

De todo ello resulta un cuadro amable, si bien la autora no oculta los rasgos más violentos de aquella época (el hambre de muchas familias y su lucha por la supervivencia buscando restos de carbón entre las vías del tren, por ejemplo), quizá favorecido por el tono desenfadado de la narración, desde el punto de vista de una niña que, pese a todo, "no salió tan mal" o por el humor que las travesuras de los niños (y sus inevitables castigos) ponen a sus páginas.

Finalmente, y al leer los últimos párrafos, al lector actual le puede asaltar una terrible pregunta. Los tiempos no eran fáciles, apenas se tenía de nada, el mayor tesoro podía ser una pelota de trapo si se era afortunado, los profesores daban "cogotones", los padres "azotes", los vecinos reprendían a los niños del vecindario si estos armaban escándalo, los dueños de una tienda se "chivaban" a los padres si veían que los hijos gastaban demasiado en "gominolas" (hoy "chuches") y, pese a toda la psicología moderna, los niños se hicieron hombres de provecho y las niñas, mujeres de provecho. Sea cual la respuesta o la conclusión que de ello se pueda extraer, como ya mencioné antes, la mirada al pasado (propio o ajeno) nunca nos deja indemnes, siempre abre nuevos interrogantes para el futuro.

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