Hay naciones cuya mitología evoca un destino trágico, casi maldito. Otras que parecen definirse exclusivamente en relación a terceros –reales o imaginarios- en términos de honor y gloria. Muy pocas ofrecen una mitología autónoma, que no mire hacia “el otro”. El ejemplo más relevante, tal vez el único que conozco o recuerdo, es el de los Estados Unidos. Haciendo gala de un optimismo y una inmodestia proverbial, recurren a la imagen de la tierra de promisión, del país de las oportunidades, todo lo que se encierra bajo la idea de “el sueño americano”.
Todos los que no vivimos en los Estados Unidos sabemos que esa metáfora sólo sirve para disfrazar la realidad de unos pocos logrando medrar frente a una inmensa mayoría que vive en el anhelo de poder llegar a medrar. Que sólo un grupo, los blancos anglosajones protestantes (WASP), parecen tener todas las puertas abiertas y que el resto de ejemplos exitosos, de irlandeses hechos a sí mismos, latinos con fortuna o negros deportistas cargados de oro, son solo eso, ejemplos que evidencian la excepcionalidad. O eso nos gusta pensar, tal vez por envidia. Pero el mito nacional sirve para los nacionales y para aquellos que arriesgan sus vidas para alcanzar esa tierra, más en particular, ese sueño en el que los únicos límites son los que uno mismo se impone.
Como reflejo del mundo en el que se gesta, todas las manifestaciones artísticas americanas han elogiado y ensalzado la figura de este hombre que, desde abajo, logra un éxito sin reparos, incontestable. Pero, como el reverso de una moneda, también son innumerables las reflexiones sobre el precio del éxito, la destrucción que supone el culminar los anhelos y llegar a la cima.
Martin Dressler. Historia de un soñador americano es, desde su título, perfecto reflejo de todo lo dicho. Observación analítica y desapasionada del ascenso y caída de un entusiasta de sí mismo, capaz de llevar a la práctica todo cuanto sueña, pero también de instalarse en una especial y paródica realidad paralela dando la espalda a un mundo que continua su camino en busca de otros soñadores.
Vayamos a su protagonista. Martin Dressler es un niño fascinado por los escaparates de las grandes avenidas del Manhattan de finales del XIX, por su capacidad para crear sueños e ilusiones en los paseantes y animarles a entrar en los establecimientos. La mera observación no se hizo para el joven Martin que desea experimentar lo aprendido durante sus paseos en el negocio familiar, una tabaquería situada en una calle algo retirada del propio Manhattan.
El padre aprecia las iniciativas de su hijo y el modo en que sabe ganarse a los clientes por el simple, al tiempo que complejo, arte de ofrecer aquello que cada visitante espera antes de que siquiera éste lo exprese o, incluso, lo sepa. Pronto, el padre de Martin comprende que las fronteras de la tabaquería son asfixiantes para el talento de su pequeño, por lo que da su autorización a la oferta de trabajo como botones en el hotel Vanderlyn recibida a través de un visitante del negocio.
Las dotes de observación de Dressler llegan a un laboratorio humano excepcional, la recepción y las habitaciones de un gran hotel donde se sentirá a sus anchas. Su talento innato le lleva desde el puesto de botones al de recepcionista a la vez que se inicia como empresario adquiriendo la concesión de la tabaquería del propio hotel contratando a un dependiente de confianza. Su carrera en el Vanderlyn prospera y asciende a secretario del director, puesto gracias al que adquirirá su visión orgánica del mundo, consistente en ver cada engranaje del hotel como una parte de un proceso que se integra en un todo con un solo objetivo. Este principio lo irá aplicando sucesivamente a los diversos negocios que inicia a partir de ese momento, aún sin abandonar su trabajo en el hotel.
Los comienzos serán un café con billar y sucesivos locales similares creando la primera franquicia de la época. Pero su ambición no queda ahí y, tras vender la cadena, inaugura el Dressler, primero de una serie de hoteles que irán concretando el nuevo concepto que Martin quiere para estos establecimientos. Mitad hoteles, mitad edificios de apartamentos, se irán dotando de todo aquello que una persona necesita para disfrutar de unas vacaciones o, incluso, de toda una vida.
Sus edificios se llenarán de locales, teatros, salas de cine o de baile, restaurantes y elegantes cafés, parques interiores, ríos y cascadas, paisajes pintados o recreados imitando todas las floras y forestas conocidas, las siete maravillas de la Antigüedad sin salir de una planta y así hasta el delirio en un esfuerzo vano por recrear la realidad por el increíble medio de falsearla convirtiéndola en innecesaria.
Al Dressler le seguirá el New Dressler, y a éste, el Grand Cosmo, cuyo nombre da testimonio de ese afán por replicar la realidad integrando todo el mundo conocido, actual y pasado, real o soñado, en un único entorno que se ofrece al visitante y al residente hasta el punto de empecharle y hartarle.
Frente al éxito comercial de los dos primeros hoteles, fruto en gran medida de la novedad y de la ambiciosa propuesta, el Grand Cosmo no logra atraer a los turistas que tercamente prefieren las calles y las plazuelas al aire libre a los aseados y recoletos jardines artificiales. Los apartamentos tampoco terminan de venderse o alquilarse y Dressler, termina por comprender los motivos de su fracaso. Pero renuncia a la enmienda tal vez por el cansancio propio de su ya avanzada edad y decide sacrificarlo todo convirtiéndose casi en el único morador del Grand Cosmo, hacerlo su hogar, su realidad mientras pueda sostener sus gastos y antes de despedirse de él, del mundo.
El éxito de Dressler lo es de su capacidad de observación y anticipación. Sus paseos de madrugada por la ciudad le ofrecen las claves de las necesidades de sus conciudadanos, le muestran los lugares que prefieren, aquello que anhelan. Él toma esa materia prima y busca satisfacer las expectativas. Pero en un punto determinado, dominado por su visión y su sueño, rompe el eslabón y comienza una nueva andadura en la que será el público quien le siga demandando los servicios cuya necesidad él genera a través de brillantes y agresivas campañas publicitarias. Como señala J. K. Galbraith, la oferta ha creado su propia demanda hasta que la realidad termina por imponer su implacable ley.
Como suele ocurrir tantas otras veces, el visionario que sueña mundos y los conquista no es capaz de gestionar adecuadamente su propia vida personal. Poco después de dejar la casa de sus padres, e instalado en un pequeño hotel (¡cómo no!) de las afueras de la ciudad, conoce a las Vernon, una viuda y sus dos hijas solteras. Emmeline, morena de escaso atractivo físico pero dotada de una gran inteligencia que pronto conecta con el pensamiento de Martin convirtiéndose en su consejera y confidente y Caroline, la rubia guapa de reservado carácter, aquejada por dolencias físicas y psíquicas que termina por convertirse en la esposa de Martin y su principal preocupación dada su inestabilidad emocional. Caroline será la anticipación de la imagen del fracaso en que concluye la vida de Dressler.
Steven Millhauser recibió el Pulitzer por esta obra que ha publicado en España Libros del Asteroide con traducción de Marta Alcaraz. El estilo del autor, desapasionado y muy descriptivo, con pocas concesiones a las imágenes fáciles, logra aportar el aplomo que tiene la vida del protagonista. Una descripción del auge y caída al modo de una biografía que por momentos pasa de lo psicológico a lo meramente externo pero que sabe transmitir la fuerza que impulsa a Martin hasta su explosión y agotamiento final.
¿Qué es un sueño? Tal vez aquello que nos ayuda a permanecer despiertos. Si algo nos enseña esta novela es que los sueños impulsan nuestras acciones, pero soñar sobre lo soñado se convierte en una trampa de la que no podremos escapar fácilmente. Como tantas otras veces, una cuestión de matices.
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