En
cada época de la historia, en cada cultura, los padres han querido que sus
hijos sean su espejo. En ellos han volcado sus miedos, sus traumas y sus
ilusiones. Así, en la época puritana se criaba a niños temerosos de Dios, en
los días de la Ilustración se pretendía escribir en los pequeños cerebros a
modo de tabla rasa y en los tiempos de Esparta, solo el sacrificio y la milicia
eran relevantes en la educación de los futuros ciudadanos.
No
es por tanto de extrañar que lo que esperemos hoy por hoy de nuestros hijos sea
que combinen creatividad al tiempo que obediencia, excelencia deportiva y académica.
Queremos que nuestros hijos destaquen en varias aficiones por encima del resto,
que nunca holgazaneen ni se interesen por aquello que no reporte un resultado
cuantificable e inmediato. En suma, que sean tan competitivos y egoístas como
lo es nuestra vida adulta, que tengan el mismo ritmo imparable y agotador que
sus padres solo para reflejar la medida de su éxito.
Pero
si cada sociedad ha hecho de sus hijos un espejo, lo que diferencia nuestro
tiempo de los pretéritos es que el número de hijos ha descendido concentrándose
la presión en uno o dos vástagos a lo sumo y en que el poder adquisitivo ha
crecido permitiendo desplegar una inversión inverosímil en nuestros cachorros.
La idea de que todo es poco para mi hijo se ha impuesto y se debe tener mucha
valor para negar en público la importancia de clases de chino mandarín para tu
hijo de cuatro años ante padres que te miran con lástima porque condenas a tu pequeño
al ostracismo social y a una segura vida de perdedor.
Así
que nos encontramos con las primeras generaciones de niños a los que se les
organiza cada pequeño aspecto de su vida conforme unas pautas que no son las
propias de la infancia sino las del mundo adulto, con una planificación tan a
largo plazo que el rechazo en la solicitud de ingreso en una guardería se ha
convertido para algunos padres, en particular en ciertos países, en una
tragedia inconmensurable.
Carl Honoré ya exploró en Elogio de la lentitud los efectos del frenesí diario que nos
autoimponemos y las tendencias que están surgiendo para serenarlo. Pero en su
condición de padre estresado, ha vuelto su mirada al mundo de los niños para
examinar con el mismo enfoque el papel que parecemos haberles reservado. Bajo
presión (Ed. RBA, 2008) es el
resultado de esta investigación que le ha llevado a revisar innumerables
estadísticas, visitar diversos países y entrevistar a docenas de padres e
hijos. El resultado merece la pena.
La
idea de que la infancia es algo demasiado importante para dejarla en manos de
los niños siempre ha gozado de gran predicamento. Por ello, pocos pensadores,
filósofos o políticos se han abstenido de expresar sus ideas al respecto
imponiendo sus propias normas. El resultado es la falta de libertad de los
niños, aguzada en nuestros días por unos avances tecnológicos que intensifican
el control hasta casi hacer desaparecer el ámbito privado del menor. Elegimos
ropa, juegos, actividades extraescolares, deportes, sin contar con su opinión,
sólo porque creemos saber mejor que ellos lo que les conviene y a ellos sólo
les dejamos la posibilidad de aceptar ser teledirigidos o rebelarse de manera
burda mediante violencia, agresiones o, más frecuentemente, pura apatía, dando
así salida a una energía no canalizada y a la imperiosa necesidad de abrir paso
a su propia personalidad.
Carl Honoré |
Y
es que tal vez los niños no nos estén pidiendo juguetes tecnológicos o nuevas
películas de superhéroes, tal vez requerían un poco de pasar una tarde
aburriéndose, frustrándose a pequeña escala, aprendiendo a superarlo a su ritmo
y escala.
Pero
nos empeñamos en ser directores de sus vidas dejándoles un papel secundario desde
sus primeros pasos. La elección del jardín de infancia ya parece determinar
nuestro gusto por sobreestimular a nuestros hijos enseñándoles una realidad
competitiva en la que les premiamos por sus logros frente al resto. Todo ello
cuando nuevos estudios están empezando a dejar muy claro que la estimulación
temprana puede resultar contraproducente en algunos casos y claramente
irrelevante en el resto.
Pero
no por ello escapamos a los reclamos publicitarios de todo tipo de artilugios y
juguetes que se nos presentan como herramientas para que nuestros retoños
aprendan colores y números en varios idiomas, imiten cantos de animales o
reciten pequeñas poesías antes de comprender lo que realmente están diciendo.
Un juguete educativo parece contar con todas las bendiciones. Qué decir de los
juguetes tecnológicos, de las tabletas y similares en los que el mantra de que
es lo que les espera en el futuro parece hacernos olvidar que, realmente, toda
esa tecnología habrá desaparecido antes de que ingresen en la vida laboral y
que las habilidades que realmente necesitarán en un entorno tan cambiante e
inestable serán precisamente las que este tipo de juguetes arrumba:
imaginación, creatividad, capacidad evocadora, ....
Señala
Honoré con gran ironía que a mayor
inteligencia e imaginación aplicada al diseño y fabricación de un juguete menor
inteligencia e imaginación requerirá del niño. Más aún, los padres atiborramos
con este tipo de artilugios a nuestros hijos para luego quejarnos de que se
quedan alelados frente a una pantalla, que no dejan el Smartphone o que la comunicación familiar ha desaparecido. Claro
que para restringir el uso de la tecnología, los propios padres deberían dar
ejemplo. El autor nos relata varias iniciativas que tratan de combinar la
tecnología con la vida de una manera más razonable.
Este
equilibrio es necesario porque, qué duda cabe, la realidad en que vivimos no
puede ser obviada pero sí podemos enseñar a nuestros hijos (y aprender nosotros
mismos) otras realidades no virtuales.
Pese
a ello hay noticias alarmantes como una reciente que asegura que hasta hace
poco, los universitarios británicos recurrían a medicamentos y drogas para pasar una buena noche, ahora lo hacen
para mejorar su rendimiento. La presión por los resultados académicos ha
llevado a que muchos jóvenes sólo se vean valorados a través de los resultados
obtenidos. Estudian para ser los mejores, no para mejorar su hipotético futuro
laboral, sino porque de otro modo no se sienten valorados por sus padres.
Sin
embargo, hay estudios en Estados Unidos que han demostrado que asistir a una
Universidad de la Ivy League no
equivale necesariamente a mejores salarios en la vida laboral. Precisamente, el
círculo vicioso de la exigencia académica supone que los alumnos no se preparan
para su futuro sino para los exámenes. Los mejores profesores no son los que
mejor enseñan a los alumnos sino los que logran que estos obtengan las mejores calificaciones.
El resultado son jóvenes muy profesionales y eficaces haciendo exámenes pero
poco más.
El
autor nos relata diversas experiencias alternativas que buscan experiencias más
enriquecedoras, que priman el conocimiento frente al resultado, el sembrar la
semilla de la curiosidad y las herramientas que la satisfagan, como la tan
manida educación finlandesa o el método Reggio y similares, cuyas escuelas se
están abriendo paso en zonas tan poco proclives como Corea del Sur o Hong Kong.
Pero
los vientos del cambio llegan incluso a los procesos de selección de
Universidades o de las grandes empresas. En el libro se relata cómo el MIT ya
no da tanta importancia a las infinitas actividades extraescolares de sus
aspirantes y sí atiende realmente a los intereses e inquietudes que no se
pueden plasmar en un diploma o un curriculum.
Por
los mismos motivos, hay un movimiento a favor de la disminución de los deberes
o de las clases particulares que restan a los niños tiempo para jugar, para
reflexionar o que matan cualquier ilusión por aprender de manera espontánea y
no programada. Porque a veces parece olvidarse que el hecho de que podarnos
permitirnos pagar unas clases de piano y de alemán no nos obliga a contratarlas
sin reflexionar si nuestro hijo las necesita o a qué debe renunciar por asistir
a ellas.
Honoré prescribe más tiempo
para pasar jugando con amigos o solos en casa, más autonomía y menos clases que
pueden llegar a asfixiar incluso cualquier pasión creativa que creamos poder
alentar con ellas.
Pero
nuestra competitividad llega incluso al campo deportivo. Donde se supone que
deben aprenderse las virtudes del esfuerzo, del juego en equipo y de la lealtad,
es donde los padres más se muestran como verdaderos cafres o simplemente como
energúmenos. En el libro se refieren abundantes anécdotas pero cualquiera que
conozca a un entrenador de equipos infantiles habrá oído los lamentos sobre las
presiones de los padres para que sus hijos sean alineados o las interferencias
continuas en la labor del entrenador en el terreno de juego.
Por
el contrario, en el libro se describe la experiencia de un equipo de hockey
canadiense en el que se decidió que todos los jugadores, buenos o no tan
buenos, jugarían por turnos el mismo tiempo, con independencia de que el
resultado fuera adverso o favorable. Los tiros y las jugadas importantes se
harían con el mismo criterio y no por el del mejor. El equipo lideró la liga de
su categoría varios años logrando
combinar excelencia deportiva y la enseñanza de unos valores que se presuponen
en el deporte.
Y
cuando les damos todo a nuestros hijos, ¿qué es lo que pueden esperar de
nosotros? Que les sigamos dando de todo. Para ello hay un ejército de
publicistas empeñados en meter por los ojos de estas criaturas todo cuanto
puedan desear sabiendo que pocos consumidores son tan pertinaces como ellos.
Muchas veces nos habrá sorprendido ver algunos anuncios de productos para
adultos en canales u horarios infantiles. La explicación es que muchas
decisiones (p. ej. como la elección de un nuevo coche) viene determinada por
los gustos de nuestros hijos.
Por
ello, hay numerosas medidas que tratan de limitar la exposición publicitaria de
nuestros hijos, pero de nada sirven si para nosotros el status se puede acreditar mediante la exhibición de la marca de
nuestra ropa o del ritmo al que renovamos nuestros teléfonos.
Y
es que el papel de padre nunca ha sido fácil. Cuando damos órdenes o imponemos
límites, temblamos ante la rápida respuesta de nuestros hijos: “y tú, ¿por qué no lo haces?. ¡Porque soy tu
padre y punto!”. No queremos ser autoritarios, pero exigimos obediencia. A
duras comprendemos que los niños solo pueden ser niños cuando los adultos son
adultos.
Y
los adultos no queremos serlo. Nos preocupan tanto nuestros hijos que no les
dejamos asumir riesgos, nuestros temores imaginarios son espoleados por los
medios de comunicación que abren sus titulares con cualquier noticia en la que
aparezca involucrado un menor. Como describe este libro, a mayor nivel de
seguridad que experimente un país, mayor temor sienten los padres por sus
hijos.
Pero
los niños son duros, mucho más que sus padres. Honeré relata la experiencia de
varias guarderías de Suiza y Escocia en las que los niños salen al bosque por
la mañana y regresan por la tarde, llueva, nieve o haga calor. Los niños
aprenden a andar con cuidado, a no tocar animales peligrosos o a hacer fogatas
con apenas cuatro años. A protegerse del viento y a no quejarse, asumir la
responsabilidad de nuestros propios actos. A ser adultos en un mundo que a los
urbanitas nos aterra por mero desconocimiento. Y es una experiencia alentadora,
emotiva.
Leyendo
este libro uno parece olvidarse de que, en realidad, en nuestras ciudades viven
muchos niños para los que todo lo aquí dicho no parece existir. Niños para los
que no hay clases particulares, ni actividades extraescolares, niños sin
presión por su próxima fiesta de cumpleaños, niños cuyos padres padecen
penurias y que apenas logran ahorrárselas a sus hijos. También olvidamos por
momentos las terribles noticias según las cuáles en España una alto porcentaje
de niños puede hacer su segunda comida gracias a la merienda del cole. Para
ellos no hay más presión que la que la propia vida les enseña cada mañana al ir
a clase sin poder desayunar en condiciones.
Esta presión, sin duda, es más intolerable. Dicho queda.
Pero
si algo enseña Bajo presión es que no
hay lecciones universales en esto de la crianza. Solo debemos tener claro que
no es necesario agotar cada brizna de potencial que creamos ver en ellos. Que
nuestros hijos no son tan diferentes del resto (aunque a nuestros ojos sí lo
sean y queramos que esto quede patente) pero que, al tiempo, son muy diferentes
entre sí. Que aprendamos a respetarlos y les acompañemos no siendo tan
egoístas. La paternidad, el parenting
que ahora parece tan de moda, no es relevante. El protagonista es el niño, él
es quien se expone a un mundo que no ha elegido y que no entiende, sobre el que
tiene escaso control. Es él quien tiene el reto. Apartémonos y dejémosle que lo
asuma con libertad y consciencia, que lo disfrute y logre los mejores
resultados según sus habilidades y gustos.
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