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21 de mayo de 2023

A propósito de nada (Woody Allen)

 


 

A propósito de nada (Alianza Editorial) es, como muy bien resume el título, un libro sobre nada en particular. No pueden considerarse unas memorias al uso, tampoco una justificación de la posición de Woody Allen respecto de las acusaciones varias de que ha sido objeto en los últimos años. El verdadero sentido que el autor atribuye al título es que su vida merece poco interés, que su persona es escasamente aleccionadora a ningún efecto y que en nada de la vida destaca, pese a lo que, por giros de la impredecible fortuna, se ha visto perseguido por una fama que no le hace justicia.

Ni es un gran cineasta, ni sus métodos de dirección resultan meritorios, ni su supuesta fama de intelectual reflexivo se corresponde con la realidad, ni su dominio del clarinete es la razón por la que las entradas a los conciertos de su banda se agotan.

Esa incredulidad sobre las vías que le han llevado al éxito es la referencia vertebral de la obra, que pretende presentarnos a Allen como una persona normal, como cualquiera de nosotros pero que, con una gran dosis de suerte y una injustificada suficiencia, se ha creído capaz de emular a sus ídolos de juventud, sean dramaturgos como Henry Miller, directores como Bergman o deportistas como cualquier famoso bateador desconocido por estos lares.

El relato se remonta a su nacimiento e infancia, en una familia algo desestructurada, con una madre a la que parece no profesar demasiado afecto, siempre desconfiando de todos, especialmente de su marido y de su hijo, a quienes considera una carga más que una compañía y que, con su fiereza matriarcal, rige con ruda y violenta mano a toda la familia. Su padre, por contra, siempre soñando en enriquecerse con negocios varios, no siempre muy lícitos, no siempre honrosos, pasa a ser una referencia más válida para el niño Allen.

Pese a lo que podemos creer viendo al enclenque gafotas que todos tenemos en mente cuando citamos su nombre, parece que el joven era un gran deportista, no sólo seguidor de los partidos a través de la radio o la prensa, sino también físicamente, en los partidos escolares o en las competiciones organizadas en la calle. De hecho, su principal afición en sus primeros años eran los cómics y el deporte, nada especialmente elevado, nada intelectual, todo lo contrario, parecía sufrir una profunda aversión a cualquier tipo de intelectualismo y más afición por las mujeres y el deporte que por otra causa.

Sin embargo, nos cuenta cómo las compañeras de clase que más admiraba, aquellas por las que sentía auténtica pasión eran precisamente las que más alejadas se encontraban de sus intereses. Con ellas aprendió a colar frases robadas de filósofos, artistas, escritores o actores, de modo que todas sus carencias quedaran ocultas, llegando incluso a la falsificación pura si era necesario. Precisamente ese conocimiento tan disperso le permite soltar dictados de manera tan aleatoria y sin sentido que el oyente debe decidir si se encuentra ante un cretino o ante un genio que calla más que habla, una supuesta impresión de profundidad apenas intuida.

Así nos describe su periplo errático de lecturas, principalmente de aquellas grandes obras que no ha leído ni tiene interés por leer, pero que pueden dar buen rédito cuando se trata de impresionar, una habilidad que sí se arroga.

Pero, sorprendentemente, también ocurre lo mismo con el cine, donde pone de manifiesto la enorme cantidad de grandes clásicos que desconoce y por los que no muestra especial interés, el conocimiento disperso y confuso que contradice, o con el que pretende hacer palidecer su fama de culto. Tampoco se atribuye especial sabiduría en lo que se supone que es su profesión, la de director. De la cámara asegura no saber más que el hecho de que es necesario destapar el objetivo para comenzar a grabar.

También Allen nos ofrece un repaso sobre las mujeres de su vida, desde sus dos primeros y fracasados matrimonios, en un intento por dejar muy claras las razones de las rupturas, y la excelente relación que aún conserva con ellas. Lo mismo que su amistad con Diane Keaton tras poner fin a su breve romance y con la que ha vuelto a trabajar en innumerables películas. Sin duda, todo ello a fin de marcar un claro contraste de su relación con Mia Farrow.  

Nos habla de su fobia por los premios, por asistir a ellos, si bien, cuenta con desparpajo la entrega del Príncipe de Asturias, justificado por no hacer una ofensa a una institución como la Monarquía misma y a un país que tanto apoyo y respaldo le ha dado en todas sus películas y donde se le ha permitido rodar en extraordinarias condiciones en esta última época en la que ha sido objeto de un cierto exilio artístico.

Para cualquiera de los que disfrutamos de sus películas, el periplo, algo caótico, con idas y venidas, resulta siempre muy ameno, lleno de anécdotas, de escenas rocambolescas, intuimos que parte de ellas bastante retocadas para acomodarlas al registro humorístico y autodespreciativo que preside la obra.  

Es cierto que uno siempre tiene la duda de si todo lo aquí contado no es consecuencia de que Allen, el real, ha ido evolucionando hasta converger con su propio personaje, sin que ya seamos capaces de distinguir a ambos, algo que ocurre a muchos artistas que terminan fagocitados por su imagen, concluyendo mezclando mito y realidad. Aunque Allen aún no ha llegado al extremo de Weissmuller, lo cierto es que sí puede apreciarse ese intento por hacer coincidir los hechos con la imagen proyectada en las películas, en las entrevistas. Algo forzada su fobia a entrar en casas ajenas, a pasar una noche fuera de su propio hogar o compartir baño en la casa familiar de los Hemingway con el hijo de Ernst.

Tal vez las partes menos fantasiosas, o las más interesantes desde el punto de vista del rigor histórico pueden ser las que nos cuentan el funcionamiento del mundo de los cómicos en los años cincuenta y sesenta. Cómo funcionan los clubes, los comienzos del omnipresente y aburrido espectáculo de los monologuistas de hoy en día. Cómo se hacían carreras escribiendo chistes para otros, cómo se pasaba de escritor de chistes a creador de gags, cómo había "escuelas", incluso coaching para progresar, las conexiones entre este mundo de cómicos y el de las comedias teatrales, paso previo al salto al cine, menos culto, pero más lucrativo.

Y llegamos ya al punto al que el propio Allen destina una parte sustancial de la obra, su relación con Mia Farrow y el posterior escándalo sobre su matrimonio con Soon-Yi, la hija adoptada de aquella o los posibles abusos sexuales a Dylan, la hija adoptada por Farrow y Allen.

Comencemos diciendo que si aplicamos un filtro de moralidad, incluso de limpieza del certificado de penales, gran parte de los libros reseñados en este blog desaparecerían. Y si alguien nos dice que Woody Allen no ha sido objeto de ninguna condena, ni tan siquiera ha estado cerca de estarlo por parte de tribunal alguno, deberíamos extender aún más la condena a otros tantos autores, de modo que esta lista de lecturas casi resultaría materia delictiva o reprobable moralmente.

 

 


 

Entre esta nómina de autores, aquí hemos reseñado libros de esclavistas, asesinos, traidores a su patria, condenados por su propia religión, condenados por otra religión, defraudadores de impuestos, adultos casados con menores, etc.

Más aún, creo que quienes gustan de tiznarse con ceniza para exhibir su dolor y luto, siempre de puertas hacia fuera, como hacían los griegos, los que se rasgan las vestiduras por la connivencia con el esclavismo de Mark Twain, un caso también aquí reseñado y comentado, son los mismos que harían lo propio si hubieran nacido hace cien años, y quienes criticarían la entrada en tromba del lenguaje de los negros en sus obras, lo soez y bajo, despreciable e indecente que les resultaría. Porque quienes se arrogan la función de policía de la moral, los que se lamentan a lloros desvergonzados, como plañideras de la nada, son siempre los mismos, en distintos tiempos, pero siempre los mismos.

Y dicho esto, tampoco tiene sentido adelantar aquí la versión de Allen sobre todos estos hechos truculentos, más propios de un serial televisivo de bajo coste. Quien quiera tiene a su acceso la versión del cineasta, la de Mia Farrow, las declaraciones lacrimosas de Dylan, la versión de Soon-Yi, la del hijo que escapó de la tutela de Mia y se posicionó al lado de Woody o la del otro hijo, que hizo lo contrario. Poco edificante, poco clarificador. Y, en el fondo, poco nos importa. en tanto no haya una condena, esa conquista del Derecho moderno, ese rechazo al procedimiento inquisitorial o a los tribunales de honor a los que ahora algunos nos quieren hacer retroceder.

Allen no deja de elogiar a los actores que, sin embargo, se han posicionado en contra suya, a quienes se han negado a protagonizar sus películas o a los que, como modo de implorar el perdón público, han renunciado a los ingresos por su participación en películas recientes suyas. Pero como señala con ironía y desdén, seguramente lo hacen porque los sueldos que paga son escasos, casi de miseria. También sostiene que los pocos que se han mostrado favorables a su causa no han sufrido persecución o represalia alguna. Y que muchos compañeros de profesión, pese a que en la intimidad se solidarizan con él, le aseguran que hacen declaraciones en sentido contrario para evitar su exposición pública.

Y pese a que este largo apartado del libro no deja de ser una autojustificación que tampoco parece que el lector le haya pedido, lo cierto es que deja un sabor de boca agridulce porque uno entiende sus razones personales, pero bien podría haberse hecho un mayor esfuerzo en la parte previa al escándalo y dejar ésta para un anexo, una adenda para quienes estuvieran interesados. También se habría agradecido que muchas de las anécdotas contadas no tuvieran el fin evidente de dejar claro lo respetuoso que es con las mujeres, lo limpio de su carrera y lo tonto que parece ser para muchas cosas y lo mal que se maneja en este tipo de situaciones. Por ello, la valoración del libro, muy entretenido y recomendable durante gran parte de la lectura, se torna algo menos favorable a la vista de su parte final.

Quizá si un día todo este escándalo se aclara podamos leer unas auténticas memorias, un libro completo sobre su arte y que, sin obviar este polémico apartado, no lo condicione de principio a fin. Es seguro que nada más satisfaría al autor y a sus lectores.

 

 

 

7 de mayo de 2023

Novelas Ejemplares (Miguel de Cervantes)

 


Tras la lectura del Coloquio de los perros, he decidido dar el paso siguiente y completar el resto de las Novelas Ejemplares. Para ello, he empleado la edición en formato digital de la Biblioteca Nacional que retoma la versión de 1864, que a su vez reproduce la segunda impresión de 1614, salida de la misma imprenta que la edición príncipe del año anterior y las dos partes del Quijote y que viene acompañada de algún artículo interesante sobre la datación de cada novela, las diferencias entre las varias versiones de estos textos e incluye como capítulo separado el Viaje al Parnaso.

Comencemos por explicar que estas obras fueron escritas por Cervantes entre los años 1590 y 1612. Algunas de ellas fueron recopiladas en el conocido como manuscrito de Porras de la Cámara, por lo que presentan diferencias con las versiones finalmente impresas por Juan de la Cuesta. Otras novelas fueron empleadas como interludios en la primera parte del Quijote, siendo precisamente uno de los escasos motivos de crítica que esta obra suscita.

Lo cierto es que, al calor del éxito de esa primera parte, Cervantes, que ya casi había perdido la esperanza de ganar fama literaria, aprovecha para rescatar estos textos, adaptarlos, o incluso redactar alguno nuevo, y así mantener su prestigio a la espera de la publicación de la segunda parte del Quijote en la que ya estaba trabajando.

Así, la primera edición presenta doce novelas a las que la tradición añade una más, La tía fingida, aparecida en el citado manuscrito de Porras y que se atribuye, no sin discusión, a Cervantes.

El prólogo a las novelas nos ofrece varios aspectos de interés. El primero de ellos, pone de manifiesto el relativo aislamiento o la falta de reconocimiento de que era objeto el autor en su época, al menos frente a nombres más afamados. Así, Cervantes señala cómo en las introducciones a las obras, suele escribir algún literato sobre las glorias y méritos del texto en cuestión, pero faltando quien lo haga, se pone él mismo a la tarea. Seguidamente, nos ofrece un autorretrato mordaz: barbas ya canosas, dientes desparejados y en número de tan solo seis, nariz curvada, torpes andares, cargado de hombros, …todo un galán.  

Pero tal vez, a los efectos que aquí nos importan, Cervantes nos habla orgulloso y sin mesura sobre la originalidad de este tipo de obras, de las cuáles existen tan solo traducciones de lenguas extranjeras, pero ninguna en castellano, siendo por tanto el primer autor que en nuestro idioma visita este género. Por otro lado, también se explaya en la justificación del término “ejemplares”, que atribuye a su intencionalidad moral, y a que de todas ellas puede sacarse su enseñanza y consejo. Claro nos queda que en aquellos tiempos el divertimento por sí mismo no estaba bien visto y que la gravedad o, cuando menos, la enseñanza moral, debían disfrazarlo convenientemente.

Podemos sostener que, al menos algunas de estas novelas tienen su origen primitivo en proyectos de comedias o entremeses, puesto que siguen normas de engaños, enredos, vueltas de tuerca, fingimientos y disfraces que tan comunes eran en el teatro de aquel tiempo. Pero también destaca en todas ellas la presencia de una idea del honor, entendido más como apariencia que como fundamento y sustancia, de modo que éste podía ser perdido mientras no fuera en público, y que podía recuperarse mediante la venganza o el escarnio notorio del ofendedor.

 

Y así, avanzamos por cada una de estas novelas, pudiendo encontrar numerosas similitudes e incluso repetición de argumentos manidos hasta la saciedad en la literatura universal, como en el caso de La Gitanilla, una obra en la que una hermosa gitana enamora a un noble que decide abandonar su alto estado y seguir a la grey vagabunda para probar su amor y ser aceptado por los gitanos, alcanzando así el amor de Preciosa. Oportunamente, se descubre finalmente y de modo casual que la niña no es gitana, sino hija de alta cuna, lo que permite recomponer la historia y facilitar un casamiento entre iguales.

Parecido es el final de La ilustre fregona, que también pasa por bella y discreta, pero que finalmente se rebela como hija de un caballero con abolengo. Porque en la España de este tiempo, la nobleza era un título que no se ganaba sino que se recibía en el nacimiento y todos los dones y atributos derivaban de él, sin que un humilde pudiera mejorar de estado.

Por ello, todas estas jóvenes nobles que no conocen serlo, muestran sin embargo tan altos atributos y tan grandes virtudes que terminan por enamorar a sus iguales, dando pie a que se descubra la verdad de su origen. Este juego de cambio de roles parece propio de nuestro Siglo de Oro ya que, por ejemplo, también es empleado como treta en El perro del hortelano de Lope de Vega, al simularse que Teodoro es hijo de un noble para así poder mejorar de status y ser aceptado finalmente como igual por parte de Diana, condesa de Belflor, dama principal que le ama pero cuyas dudas no logran ser vencidas de otra manera.

Como en los entremeses y comedias, los disfraces y equívocos son buena fuente de situaciones cómicas o paradójicas. En Las dos doncellas, dos jóvenes despechadas por la supuesta traición de su enamorado, toman ropas de varón para lanzarse en busca de ese hombre. Como no puede ser de otra manera, coinciden en el camino y terminan por conocer las desventuras de la otra. Pero, en general, en todas las novelas, nadie es quien dice ser y la mayoría actúan con engaño.

Tampoco Rinconete y Cortadillo escapa parcialmente de este esquema puesto que ambos son jóvenes que han dejado a sus familias acomodadas para recorrer el mundo y vivir sus propias aventuras en una Sevilla plagada de pícaros, ladrones y falsarios, en la misma medida que de funcionarios y mercaderes. Otro tanto sucede con los dos jóvenes que huyen de Burgos a la costa gaditana topándose en medio el camino con Costanza, la ilustre fregona.

Pero esos finales felices y ejemplares no terminan de borrar el paisaje descrito por un Cervantes que trata de disimular bajo su capa de moralista, la bellaquería de un tiempo que sabe reflejar con mano diestra en La tía fingida, una anciana que vive de vender la virginidad de sus pupilas repetidas veces, reconstruyéndola con sus falsas artes cuantas veces sea necesario. O en el caso de El casamiento engañoso, donde el alférez Capuzano se casa con quien cree ser dama distinguida y de posibles, cuando no es sino una criada putera y de la peor estofa, que termina por contagiarle sus enfermedades venéreas. Claro es que, aquí, no se termina de tener claro quién pretendía engañar a quién.   

Y otro tanto podría decirse del escenario dibujado en El celoso extremeño, un indiano adinerado que regresa a España para casarse con una joven a la que aventaja en infinitos años y a la que, por celos, mantiene encerrada con una corte de servidoras en una especie de fortaleza de castidad en la que impide todo goce quien ya no tiene fuerzas para disfrutarlo. La verbosidad de Cervantes a la hora de describir las tretas de Loyola para forzar la entrada de ese santuario vestal o los calores sobrevenidos de esas vírgenes de un harén cristiano, dicen mucho sobre su conocimiento de la naturaleza humana, si bien haya de concluir con un final alegórico y moralizante.

Pero vayamos ya a las dos novelas más innovadoras o que de mayor interés me han resultado.

Rinconete y Cortadillo, única novela que conocía previamente gracias a la obligatoriedad de su lectura en mis tiempos escolares, representa, por contra, un mundo de pillos y holgazanes, una cofradía de bandidos y hampones bajo el mando de Monipodio, una especie de Padrino del Siglo de Oro, un jefe de cofrades del delito y la violencia, que tiene un libro de cuentas con todos los encargos recibidos para ajustar, marcar, golpear o lo que proceda a honrados ciudadanos a cambio de un precio.

Esta novela ofrece un fresco magnífico de un tiempo y una ciudad, Sevilla, en la que la gloria del Imperio y las riquezas de las Indias se desbordaban por sus muelles alcanzando a las clases más bajas tan solo mediante el latrocinio, ya que, de otro modo, quedaban excluidas del reparto. Se puede considerar como un personaje más de la novela a esta ciudad, un fondo sobre el que habitan nobles transidos de apariencias, de hermandades y pillos, pícaros y santos. Cervantes conocía bien todos esos ambientes, no en vano allí se encontraba la sede del Consejo de Indias, al que recurrió reiteradamente para tratar de alcanzar sin éxito un nombramiento, un cargo, para pasar a las Indias, si bien, afortunadamente para nuestras letras, nada consiguió obligándole, ya mayor, a volver a tratar de lograr fortuna con su pluma.

Rinconete y Cortadillo toma referencias del género picaresco y, en especial, del Guzmán de Alfarache. En sus páginas vemos el retrato de una sociedad que no acostumbra a aparecer en los relatos más ortodoxos de aquel tiempo pero que, sin duda existió. Cervantes describe a la sociedad de un país que dominaba el mundo cuando apenas podía gobernarse a sí mismo. Los rotos de esta sociedad caen a raudales por entre estas líneas y, sin duda, no había muchos más autores que pudieran tener el olfato para seguir esta pista y ser fieles a una realidad que otros se empeñaban en ocultar.

Pero más meritoria aún resulta El licenciado Vidriera. La historia es de fácil resumen. Un joven parece despertar de un sueño en una tierra que desconoce. Descubierto por dos mozos camino de Salamanca para cursar estudios, pasa a ser su ayuda de cámara, pero tan grande parece su inteligencia, que finalmente es admitido en la propia Universidad y alcanza preclaros conocimientos. Su fama crece, y la admiración que causa es grande, tanto en hombres como en mujeres. Y de aquí le llega la perdición. Una dama cae rendida de su sabiduría pero, debido a su carácter de medio bruja y encantadora, termina por hacerle un conjuro a través de un membrillo que le da a comer. Tras esto, nuestro licenciado enferma y apenas logra salvarse de la muerte. Sin embargo, escapa de ella pero con cierta perturbación mental que le hace creerse hecho de vidrio, temiendo por consiguiente, ser quebrado por cualquier golpe o roce fortuito. Se aleja de la gente, les ruega que no se acerquen, los chiquillos le persiguen y arrojan piedras sobre él sin la menor piedad por su mente, debido a que sus juicios resultan del agrado de todos por su buen tino, alcanza reconocimiento y respeto. Se trata de sanarle pero con escaso éxito, por lo que el ahora conocido como licenciado Vidriera vagará por las calles de Salamanca y recorrerá otras tantas ciudades exhibiendo su lamentable juicio que, sin embargo, tan solo parece nublado en lo que se refiere a su propia corporeidad, ya que comienza a expresar sentencias tan certeras, pensamientos tan profundos y sinceros, tan alejados de los que la prudencia debiera dictarle y por tanto, tan maravillosos y útiles a consideración de quienes le escuchan, que termina por convertirse en una especie de oráculo, de consejero para quien con él se cruce y desee lanzarle preguntas, consultarle futuros actos.  

Allá donde acude es tenido por sabio y su fama se acrecienta hasta llegar a conocimiento de nobles patronos que le acogen y cuidan con esmero, no se sabe si por sus brillantes sentencias y prudencia o su por mera bufonería, que la intención de las clases altas nunca se sabe a qué fin para.

 


 

La elección del apodo con el que se conocerá a Tomás Rodaja no es casual y muestra una gran inteligencia por parte de Cervantes. El vidrio no solo destaca la fragilidad mental del protagonista, de cualquiera de nosotros, tan fácil de alterar mediante la adulación o el desprecio. Representa, por encima de todo, la transparencia del alma del Licenciado, quien revela cuanto piensa y cree, desnudándose ante los otros, ante los interrogadores, quienes le buscan como para oir lo que ellos no se atreven a expresar en voz alta.  

Así, al igual que lo que ya vimos en El coloquio de los perros, en el que la condición animal, semi novelesca de los protagonistas, permitía la crítica social con garantías de impunidad, aquí la locura del licenciado abre una puerta similar por la que disparar contra la hipocresía de la sociedad, la tiranía de los poderosos, los vicios del clero o de los preocupados por el honor y la fama cuando tienen repleto de vergüenzas el trastero de su conciencia.

No deja de ser paradigmático que, una vez recuperado el seso, perdida la transparencia, pero conservado el buen tino de los comentarios, la fama del licenciado decaiga y no encuentre sino en las armas su destino. Como los vociferantes de nuestros días, parecemos más fácilmente impresionables por la extravagancia de los personajes que por su mensaje, más por lo fútil que por lo esencial y no es extraño que, como el licenciado Vidriera, también sintamos el impulso de abandono cuando nos comprendemos meros juguetes en manos de otros.

Vamos concluyendo ya estas breves ideas sobre estas novelas. La más breve de todas ellas es El casamiento engañoso, casi un prólogo o justificación de El coloquio de los perros. Ya hemos dicho que el alférez Campuzano cura las fiebres producidas por la sífilis en el Hospital de la Resurrección de Valladolid. Y allí, en la última noche de su penitencia, poseído por esas fiebres y casi nublada la conciencia, escucha el coloquio de ambos perros, Cipión y Berganza. Cuando sale del hospital, se encuentra con una antiguo compañero de armas al que narra su desventurado casamiento pero le asegura que aún más increíble es la historia que, de seguido, le va a contar, dando así comienzo al coloquio como obra autónoma. Sin embargo, al final de ésta, los canes se refieren al soldado enfebrecido, completando así una referencia circular, de increíble modernidad y, seguramente poco apreciada en su época, técnica narrativa.

La mayoría de las escenas de estas novelas tienen lugar en tabernas, posadas y ventas, en polvorientos caminos, seguramente los mismos por lo que penó Cervantes cuando sirvió al Rey como comisario de abastos. Y los personajes, sin duda, salieron de lo que iba conociendo en sus paradas, en aquellos cruces de caminos, incluso en los calabozos que pisó con más frecuencia de la que le gustaría. Porque podemos creer que, en las partes más verídicas y realistas de estas novelas, Cervantes poco imaginaba, tan solo vertía en papel y palabras lo que había visto y oído. Y es ésta la fuerza que aún conservan sus obras, el no ser paridas de la imaginación sino de una vida que conoció muchas de las miserias y tristezas que narraba.

Es conocida la anécdota que cuenta cómo una embajada de unos franceses, en visita por la capital de España cuando la fama del Quijote ya había cruzado fronteras, solicitó visitar al afamado escritor. A la vista de la condición humilde de éste, se mostraron inicialmente extrañados de que el Estado no le sufragara gastos y estipendios, pero pronto dijeron que si la pobreza le había hecho escribir obras como el Quijote, mejor sería que en pobreza siguiera.

Y es así como llegamos al final. Las Novelas Ejemplares son un disfrute para quien quiera tomarse el esfuerzo de parar de vez en cuando y repasar una frase, un párrafo entero. Para comprender cómo con pocas ideas puede hacerse una referencia a varios conceptos, para ver cómo nacieron expresiones que hoy usamos de continuo o para conocer otras que ya desaparecieron. Para ponderar que la España de aquellos años no se aleja mucho de los nuestros en más aspectos de los que querríamos admitir, para comprender que los mejores autores son quienes saben reflejar su tiempo pero tomando de él lo que de esencial tienen, de modo que el futuro también pueda verse reflejado en el mismo.



 

1 de mayo de 2023

El coloquio de los perros (Miguel de Cervantes)

 


 

Las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes traen recuerdos del BUP y las lecturas obligatorias. En mi caso, si no recuerdo mal, fue Rinconete y Cortadillo la que me cayó en suerte y, desde entonces, aunque la volví a leer, el resto quedaron arrumbadas sin haber despertado un especial entusiasmo ni haber encontrado mejor momento para volver a ellas.

Sin embargo, su mérito no es poco. Como el mismo Cervantes señalaba con orgullo en el prólogo a las mismas, se trata de las verdaderas primeras novelas de nuestra lengua, es decir, escritas en la misma originalmente, puesto que hasta esa fecha lo que existía en estas tierras eran traducciones de novelas extranjeras.

Queda así explicado el término de “novela”, porque el de “ejemplares” resulta algo más ambivalente, pudiendo referirse tanto a una supuesta intención moral, como a la ingenua intención de Cervantes por sentar estas obras como ejemplo de un género que aún nacía entre balbuceos y rasgos difusos.

Ha llegado el momento de saldar cuentas con el pasado y he leído El coloquio de los perros (Editorial Flash), una lectura sorprendente por muy diversas razones. El argumento es sencillo. Dos perros, ya mayores y experimentados en la vida, retirados en el Hospital de la Resurrección de Valladolid, cobran de súbito, la capacidad de hablar como humanos. Entre ellos llegan a la conclusión de que se trata de un desarreglo de algún tipo y que, con gran probabilidad, perderán el don del habla al amanecer. Por ello, Berganza, el más dicharachero y expresivo, se apresta a dar cuenta de episodios de su vida al más discreto y paciente, algo refunfuñón y reconviniente, Cipión.

La obra se articula sobre este coloquio, a modo de representación teatral, dado que no hay narrador más allá de lo dicho y hablado por ambos perros. Y aunque podríamos creer que nos encontramos ante la larga tradición fabulística en la que los animales asumen cualidades humanas, lo cierto es que Cervantes va más allá y no pretende ofrecer una moraleja, sino que más bien, se nos presenta como un extraordinario testigo de su tiempo.

Porque en este punto se separa claramente de la citada tradición. Las anécdotas y murmuraciones de Berganza, como gusta de recriminarle Cipión, repasan la sociedad del Siglo de Oro con una riqueza y sinceridad que entroncan con obras como El lazarillo de Tormes y su naturalismo castellano.

Las amenas historias de Berganza retratan la vida sevillana, sin duda, la ciudad con una vida más intensa, disoluta y peligrosa de todo el Reino merced a su condición de único puerto autorizado para el comercio con las Indias. En sus calles, mataderos, plazas y audiencias, Berganza verá la corrupción y deshonra que todas las riquezas atraen. Conocerá la violencia, el robo y el engaño, el cohecho y la falsedad, la prostitución y la maldad gratuita. No es de extrañar que un perro, la pura representación de la fidelidad y nobleza, no pueda soportar esta vida y huya al campo, creyendo que allí se vive entre laúdes y canciones, hermosos bailes y rondallas amorosas. Pero la vida que se encuentra como perro pastor de un rebaño de ovejas es muy diferente de lo que ha oído leer en las obras pastoriles tan del gusto de la época y a las que el propio Cervantes, pese a la burla que de ellas aquí hace, contribuyó con lo que consideraba la mejor de todas sus creaciones, La Galatea.

 

 

Y así, la vida de Berganza se convierte en una sucesión de huidas y reencuentros, de decepciones y pocas alegrías. Por ese largo camino, nos da seña de la fogosidad de los negros a cuenta de un esclavo y su amante que vivía en el zaguán de una casa que guardó durante un tiempo, de la vida gitana y su príncipe payo o de las enfebrecidas mentes de quienes eran tomadas por brujas o hechiceras y que hoy tan solo tendríamos por esquizofrénicas en diversos grados.

Tampoco escapan de las críticas los moriscos, si bien, en el caso de Cervantes, parece comprensible este desprecio por los fieles a una religión que, allende el Mediterráneo le apresaron y mantuvieron cautivo durante largos años. Los ecos autobiográficos también llegan a través de la visión que el perro tiene de los poetas y de la escena que presencia en la que un ensimismado autor lee su primera obra teatral a un público de actores y empresarios del sector con nulo éxito, triste reflexión sobre la propia frustración de Cervantes por su fracaso en este género.

Pero no debemos creer que El coloquio de los perros es un libro para quien quiera conocer la época o contar entre sus lecturas con una más del célebre autor como galardón de su alta cultura. Todo lo contrario. La vigencia de la obra es sorprendente puesto que los personajes son perfectamente trasplantables a nuestros tiempos y descubrimos, no sé si con alivio o con rubor, que nuestros días no son ni mejores ni peores que los que les precedieron, que las sociedades no avanzan en decencia y moralidad por sí mismas y que solo unos férreos poderes y contrapoderes, una eficaz legislación y la voluntad de su respeto, diferencian unas sociedades de otras, estos tiempos de aquéllos. Muchas de las reflexiones de ambos canes podrían ser dichas en la barra de un bar de barrio o por un comentarista político actual, sin duda, con menor gracia y talento.

Y también, qué contradicción aparente, leer esta obra me ha permitido disfrutar de una riqueza de lenguaje, de palabras que hacía años que no leía o empleaba, de ideas, de una sensación de liviandad en la escritura y de certeza en la expresión, con un equilibrio perfecto entre el fondo y la forma, que supone un auténtico placer. Siempre tendremos la duda de si para los contemporáneos de Cervantes, el lenguaje de éste era críptico y elevado o cotidiano y accesible. Y, en lógica consecuencia, si nuestras novelas, que ahora me parecen tan monótonas y pobres en contraste con este coloquio, serán aplaudidas por los mismos méritos que yo les niego en favor de Cervantes.

Así que no es de extrañar que la valoración de este libro, al menos en la edición empleada, sea muy favorable y me haya sorprendido por su actualidad, por una imaginación desbordante de la que ya se tiene sobrada constancia a través del Quijote, y que haya despertado el deseo de continuar la lectura de estas novelas.