Andrés Trapiello y su hermano fueron expulsados de la casa familiar con apenas 18 años por diferencias de todo tipo con su padre. Y el lugar de destino elegido fue Madrid. Sin duda, el contraste entre la pecata vida provinciana de la que provenía y el efervescente momento en que llegó a la capital le impactó de gran manera.
Con un breve interruptus en Valladolid, el principal domicilio de Trapiello ha sido la capital y, en todo este tiempo, ha desarrollado un amor sincero por la misma, en especial, por sus gentes. Este libro (Madrid, Ed. Destino) nace de ese amor y de la afición de Trapiello por recopilar datos, objetos, recuerdos, experiencias y amalgamarlas en textos, no necesariamente analíticos ni ordenados, sino que, como surge la vida, crece de la mezcla y la aplicación de derrumbes.
Este libro se construye, por tanto, desde la propia experiencia del autor. Con sus ojos, sus gustos y manías. Porque no de otra manera se puede uno aproximar a una ciudad en la que vive. La perspectiva siempre debe ser personal e íntima, reflejar cómo se ha vivido en ella, lo que se admira y lo que se detesta, lo que la hace acogedora o lo que expulsa a quien en ella mora.
Por ello, Madrid se asemeja más a una suerte de pequeña autobiografía del autor y de la ciudad, de la combinación de ambas vidas, del modo en que ésta moldea a aquélla. Por eso, uno encuentra en este libro pasajes sobre la historia de Madrid, desde su mítica fundación, que algunos pretenden anterior a la invención del euskera, otra legitimidad mítica, o la del oscuro significado de su nombre. Pasamos por su conquista árabe, su reconquista cristiana, su pasado precortesano y su encumbramiento en tiempos de Felipe II, que desoyó las voces de quienes le aconsejaban que si quería conservar los territorios allende los mares, la capitalidad debía pasar a Lisboa, si quería conservar los reinos hispanos, a Sevilla y que si lo que pretendía era perderlo todo, en Madrid debía quedar la Corte.
Pero esta historia de la Villa es entrecortada, no surge de un plan predefinido sino que asalta al lector a gusto del autor, cuando le apetece, cuando le conviene, cuando pasea sin prisa por la calle Atocha y visita la Iglesia de San Sebastián, a sus ojos una de las más hermosas de Madrid, o cuando gira a la derecha para llegar al barrio de las Musas, hoy de las Letras, con su masificación y hostelería abarrotada, con unas calles estrechas llenas de madrileños, de no madrileños, como posiblemente lo estuvieran en sus tiempos de esplendor en el Siglo de Oro.
Y, en ocasiones, el pasear de Trapiello, se torna errático, como lo ha de ser cualquier buen paseo, y nos ofrece viñetas de la vida de escritores que hicieron de Madrid lo que hoy conocemos, de Baroja, de Sánchez Mazas o de Ruano, de Umbral o Cela, pero, por encima de todos ellos, de Galdós, autor a quien considera el verdadero creador de lo que hoy entendemos por ese Madrid histórico, el único Madrid literario que cree conservado en gran parte, a pesar de la hormigonera y la piqueta.
En este discurrir, cambiamos de las terrazas de Serrano en los años setenta, a Aluche y su largo viaje en metro por la Casa de Campo, o a la frenética vida nocturna en clubes de alterne en los que durante una breve temporada acompañó a un antiguo campeón de boxeo en sus esfuerzos por vender libros y enciclopedias ilustradas a tan variopinta clientela.
Pero es el centro, su residencia actual desde hace tiempo, el eje por el que discurre lo principal de su narrar. Vemos cómo la droga pervierte y vacía manzanas completas, cómo la noche se convierte en un momento peligroso para el inocente acto de sacar la basura del portal, y cómo, ironías del destino, las casas al borde del derrumbe, se remozan por completo, guardando tan solo la fachada histórica para convertirse en inaccesibles pisos de lujo, en un barrio reconvertido a escaparate, con tiendas de antigüedades, hornos especializados en pan de espelta o cafés en lo que lo único que importa es que te vean.
Pero que te vean siempre ha sido una de las prioridades de esta ciudad. El Paseo del Prado no era sino el lugar de comunión entre las clases altas y las más bajas, donde se paseaban los carruajes con las enseñas nobiliarias. También para ese fin estaban los mentideros, los teatros, las iglesias incluso, muchas de ellas hoy derribadas en el afán de ensanchar calles, crear plazas, airear una ciudad que se resistía amotinada a cualquier intento de reforma, como bien descubriría Esquilache.
Pero lo que podemos lamentar como desastre del pasado, la destrucción de obras que hoy sólo podemos evocar en pinturas, no le va a la zaga con los despropósitos que hoy señala Trapiello en nuestra arquitectura moderna. Edificios como el "enchufe" de Colón o las Torres Inclinadas, incluso la Catedral de la Almudena, no parecen gozar del aprecio del autor, ni tan siquiera de la mayoría de los madrileños. Pero, como lo expresa en numerosas ocasiones, todo termina por convertirse en hermoso, solo es necesario el tránsito del tiempo. Así, nos pone de ejemplo la casa de vecinos en la esquina de la plaza de la Villa, residencia del añorado Marías, edificio decimonónico que, en su día, debió parecer a los madrileños una afrenta de modernidad ante construcciones tan vetustas como la Torre de los Lujanes o la Casa Consistorial, pero que, a nuestros ojos, encaja perfectamente en esa ficción que llamamos el Madrid de los Austrias.
Pero para Trapiello, hay algo que parece no haber mejorado con el tiempo, el Rastro. Ese inmenso mercadillo al que ha dedicado un libro completo, y que ha sido su particular refugio cada mañana de domingo, de casi todos los domingos de su vida madrileña y que, poco a poco, ha dejado de convertirse en el lugar en el que comprar fotografías (muchas de las cuales comparte con el lector en el impresionante apartado gráfico del libro) u obras dedicadas por los propios autores a conocidos, a otros escritores, y que atesora en su biblioteca como los auténticos tesoros que son.
Y, aún así, la llegada masiva de mirones, turistas, meros paseantes que, sin criterio, compran lo que se les muestra, con poco nivel de exigencia, sin criterio, han puesto en juego gran parte del tráfico mercantil del Rastro, para convertirlo, nuevamente, en un escaparate, el sitio al que hay que ir para poder decir que la silla en la que se sienta una visita se compró en el Rastro, ante la incomodidad del aludido, que se remueve pensando en las posaderas dudosas que habrán compartido asiento con las suyas. También es de creer que pocos conocerán el sangrante origen del término con el que nos referimos a este gran mercadillo.
En estas páginas tienen cabida los barrios de las afueras y los más castizos, los parques más conocidos, como el Retiro, y los más recónditos, como el Jardín de Anglona. También toman gran protagonismo los museos, comenzando por el Prado y su hermano moderno, el Reina Sofía, no muy apreciado por Trapiello, el Museo de Bellas Artes, antiguo palacio de Goyeneche, el creador del Nuevo Baztán y valido de Carlos II, aunque, por encima de todos ellos, el Museo Romántico, en el corazón de Malasaña, un contenedor de todo cuanto fue ese siglo XIX tan amado por Trapiello y en cuyas estancias ha pasado muchísimas horas, como visitante y estudioso.
Pero no es este libro una colección de cultas referencias. También aquí se recogen figuras importantes para otros públicos como Marisol o Ava Gadner, Chicote o toda la farándula de la movida madrileña. También se da buena cuenta del cambio de la ciudad desde los años setenta, comida por la mugre, con un grave problema de salubridad y drogas, y los esfuerzos para adecentarla, remozar sus fachadas, reacondicionar las viviendas sin derribarlas, y el costo que, en todo caso, tiene este cambio, la pérdida de carácter, la multiplicación de franquicias, el cierre de comercios para los vecinos, la gentrificación, espantoso término que, por supuesto, uno ve sobrevolar por estas páginas aunque el pudoroso Trapiello no ose emplearlo.
El libro presenta interesantes apéndices, como el de expresiones típicas madrieñas, que en su mayoría, uno consideraría propias de un tiempo pasado no necesariamente de aquí, o de tipos madrileños, como el chulo, el barquillero y los serenos, figura que uno nunca ha terminado de entender, aunque he compartido trabajo con el hijo del último sereno de la Villa, o así lo afirmaba con orgullo.
Con no poca sorna, concluye su obra con un listado de conocidos madrileños, no nacidos en Madrid en su mayoría, pero aquí acogidos y con los que se relaciona de un modo u otro, sin orden ni concierto, con desorden en el criterio de la relación, a veces por orden alfabético del nombre, otras del apellido, otras por mero orden de caída. Como todo el libro, un placer en que perderse, una oportunidad para leer y releer, para saltar lo que no nos interesa en un momento dado, para regodearnos con imágenes y reflexiones repetidas en diversas partes del libro, no siempre siquiera con las mismas palabras, ni con las mismas intenciones.
Porque así es este libro, fiel homenaje a una ciudad que crece como él, de manera orgánica y viva, sin demasiado orden, sin demasiada intención, como lo hacen las ciudades gobernadas más por sus ciudadanos, por sus paseantes y usuarios que por sus líderes, que nunca son tales, aunque lo crean, pagados de sí mismos.
Como es de esperar de un libro de estas características escrito por un literato, cuando uno concluye su lectura desea devolver el libro a la estantería y salir a la calle, a pasear, a revivir lo leído, pero también a leer esas obras citadas y que, tal vez por parecernos demasiado decimonónicas, uno no considera entre sus más inmediatas lecturas. Pero arde el deseo de comprobar si el Madrid actual sigue siendo en gran medida el de Fortunata y Jacinta, donde tal vez solo haya que cambiar los barrios por los que transcurre la trama principal para poder revivir en nuestros días esas historias.
También, ahora que releo estas breves reflexiones sobre un libro tan extenso, mezcla de historia y bitácora, de recuerdos e invitaciones, tengo la sensación de que he caído en ese repetir conceptos según han surgido, de no dar un cuerpo coherente a lo reseñado, de haberme dejado llevar por el mero capricho de lo recordado de su lectura, y así creo haber rendido yo también un homenaje a la ciudad y al libro, a su caos que detestamos pero que, al tiempo, nos engancha como todo lo que está vivo más allá de nuestros deseos.
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