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1 de diciembre de 2023

Grandes esperanzas (Charles Dickens)


El destino de las obras que gustamos de llamar “clásicos” es el de guardar el polvo de las estanterías. Se trata de libros que nos imponen respeto por las más diversas razones, no es la menor precisamente la de esa etiqueta que pretende reconocer su relevancia dentro del canon literario. Pero también ayuda que muchos de ellos sean libros extensos, no siempre repletos de acción. Libros escritos hace cientos de años, por autores que no despiertan un entusiasmo desde sus severas caras en los retratos de contraportada. Libros tan solemnizados que nos resultan abrumadores.

 

Pero también tenemos otra categoría. La de esos libros que, por alguna razón que no siempre acertamos a conocer, han sido considerados idóneos para primeros lectores, para jóvenes. Que encierran historias livianas, o que pueden contribuir a la correcta formación del muchacho, al menos, a su diversión. Y para estos libros abundan las versiones en cómic, en dibujos o, actualmente ya no tanto, las conocidas versiones abreviadas, repletas de viñetas con las que se creía aficionar al joven a los grandes clásicos, acercándoles a esas historias memorables pero privándoles del esfuerzo que toda lectura presupone. Quitándoles el peso de las descripciones copiosas que tanto creemos que les aburren, en suma, privándoles de su esencia.

 

También, por extraños designios, hay autores que suelen caer en este último segmento, con su catálogo de obras casi al completo. Dumas, Verne, Scott o Twain, pero por encima de todos, muy por encima, Charles Dickens. Y no veo ninguna razón que lo explique más allá de que los protagonistas de muchas de sus grandes obras son niños, desgraciados niños habría que decir, que aunque luego crecen, en nuestra memoria quedan como desvalidos niños toda su vida.

 

Así que, cuando perdemos esa edad en la que ya no nos podemos identificar con niños o jóvenes, tan lejos nos quedan esos años, concluimos también viendo muy de lejos estas obras, restándolas mérito al considerarse apropiadas para lectores infantiles o infantilizados. Historias que, más o menos, nos suenan, podemos conocer el principio y el final, ahora que tan aficionados somos a que nadie nos haga spoiler, quién quiere leer un libro de 600 hojas cuando ya lo conocemos en una versión de 30 o en cualquiera de sus, normalmente, pésimas adaptaciones televisivas.

 

Pero con ánimo de enmienda, retomamos algunas de estas obras y descubrimos un tesoro que no supimos apreciar en lo que valía, en la mayor parte de las ocasiones, vemos que lo que hoy nos importa de aquellas obras no coincide con lo que más disfrutamos en su día. Que estos libros son clásicos porque resisten el paso del tiempo, pero también el paso del tiempo en la vida de sus lectores, que se adaptan a nuestros años y situación como no lo hacen otros.

 

Y es por ello tan recomendable volver a estos clásicos. A veces por primera vez, antes solo conocidos en sus versiones amputadas, mutiladas sin piedad. Y así me ha ocurrido con Grandes Esperanzas (Ed. Alba, traducida por R. Berenguer), un libro del que tenía una ligera noción, ni siquiera recuerdo su origen, pero que he tenido la fortuna de leer recientemente. Grandes esperanzas fue publicada por Charles Dickens entre diciembre de 1860 y agosto del año siguiente en una revista creada por el mismo Dickens, All The Year Round, a razón de dos capítulos por semana, esa larga tradición, casi folletinesca, que explica algunas de las características de tantas obras del pasado siglo. El éxito comercial fue notable, hasta el punto de que llegó a planteársele a Dickens la conveniencia de modificar el final que tenía previsto para que los lectores que había cosechado el serial no quedasen defraudados o desolados a partes iguales.

 

En cualquier lugar de la web se pueden encontrar estupendos y muy completos resúmenes del libro, relación de personajes con sus principales rasgos de carácter, información adicional importante. Pero aquí vamos a centrarnos en tan solo algunos aspectos de la lectura y de los problemas que el autor plantea.

 

Comenzamos por el título. Grandes esperanzas parece evocar una historia optimista y alegre, pero nada más lejos de la realidad. En esta novela, las esperanzas, las ilusiones suelen cumplirse, al menos así es respecto de Pip, su protagonista. Pero estas esperanzas revelan una cara amarga, un cariz en el que el protagonista no había reparado. No estamos, por tanto, ante el cuento de la lechera y su moraleja que nos recomienda no construir castillos en el aire porque nunca se harán realidad y, entre tanto, encontraremos la desgracia. No es esa moraleja de aceptación y superación, es justo lo contrario, los más ambiciosos deseos, el afán por borrar un pasado de huérfano desheredado, perdido en un paisaje del sur de Inglaterra, los Marsh de Romney y alrededores, del que no es difícil ver surgir a prófugos de la Justicia, huidos de los barcos prisión que bordean la costa.  

Es Dickens clamando su verdad, reflejando su ascensión por la escalera social, desde su posición de niño explotado en una fábrica de betún, ganando su sustento en ausencia de un padre en prisión por deudas contraídas por cierta displicencia y descuido, pero que ha logrado convertirse en una figura pública de renombre, en un autor conocido, reclamado en los Estados Unidos donde sus giras representando fragmentos de sus obras le harán ganar una fortuna. Este camino, desde lo más bajo, hasta lo más alto, casi un milagro, es un camino parejo al seguido por Pip.

Pero, al igual que éste, Dickens descubre problemas y conflictos, decepciones y añoranzas que probablemente no imaginó cuando bregaba con extenuantes jornadas  laborales de sol a sol o cuando luchaba por abrirse camino en una sociedad tan clasista y cerrada como la inglesa de la época.

 

Así, la fortuna del joven Pip, un muchacho huérfano, cuidado por su hermana mayor y el marido de ésta con escasos medios y nulo cariño y amor, parece mejorar cuando recibe una especie de premio de lotería. Una asignación de un alma misteriosa que no quiere revelarse y que le financia una educación y formación, una vida en Londres, una vida de auténtico caballero. Nada más habría deseado Pip que alejarse del lodazal de los Marsh de Kent donde vive rodeado de humedad y niebla y del desprecio de Stella, una muchacha de su edad, adoptada por una extraña señora quien parece ejercer una tutela sobre la joven para convertirla en el instrumento de su venganza por un desastre amoroso que sufrió en su juventud.

Y en este viaje iniciático de Pip, desde Kent hasta Londres, el pobre niño desconoce de quién y porqué recibe ese don económico, pero tampoco parece perturbarle en exceso. Lo importante, al fin, es que logra su sueño, salir de su mísera condición y alcanzar un nivel que puede hacerle merecedor del amor y aprecio de Stella.

En el transcurso de la novela veremos cómo Pip maldice su suerte en algunos momentos, o se regodea en su destino afortunado, según el caso, pero sabremos que no todo éxito lo es por completo, que la vieja maldición, tengas pleitos y los ganes, refleja esa parte de la verdad que ignoraba cuando vivía sometido al yugo de su hermana.

También Dickens, admirado y envidiado, tuvo sus padecimientos, su particular decepción tras conseguir lo que tanto anhelaba y quizá por ello, esta novela, igual que tantas otras suyas, cuestiona y critica ambos mundos, la brutalidad de los que apenas pueden aspirar a otra cosa que no sea sobrevivir un día más, y la de quienes explotan a otros, urden y deshacen a su antojo las vidas ajenas al tiempo que sufren esos mismos embates en las suyas propias.

 

Llegamos aquí al segundo aspecto que me ha atraído en esta novela. La alta sociedad a la que accede Pip está formada por seres obtusos, en muchas ocasiones ridículos y despreciables. Todos figurando, desempeñando tristes papeles, sujetos a una pantomima que nadie parece reconocer. El contraste entre el sincero amor  que el marido de su hermana expresa por Pip, o la admiración que Biddy, una amiga de la familia le muestra en sus escasos y erráticos viajes de vuelta al hogar, no ayudan a Pip a comprender la realidad del mundo en que vive.

Dickens es un maestro a la hora de describir ambos mundos, el más bajo y el más ruin de las clases altas en un momento en el que la grandeza del Imperio estaba cambiando la metrópoli, creando capas privilegiadas y emergentes, revolviendo la estabilidad social. De la mano de Pip visitamos a abogados, juicios (otra referencia a la propia vida de Dickens, caricaturista de estos procesos), asistimos al papel de la prensa, la corrupción reinante y una falta de honor generalizada.

Pero, sin duda, ese mosaico de pequeños timadores, de rufianes con peluca y chorreras, jueces disolutos y veniales, ese paisaje de medradores y apariencias, muertos de hambre y festines inacabables, rememora la mejor tradición de la novela picaresca española. Esas obras en las que, entre tanta gloria y riqueza proveniente de un Imperio que llenaba la metrópoli de oro pero del que nada o casi nada veían sus habitantes, abundaban los personajes de escasa moralidad, los fanfarrones de la nada y los oportunistas y arribistas de todo pelaje.

Es éste el escenario prototípico de las novelas de Dickens, al que consideramos el mejor retratista de la sociedad de su época, con sus luces y sus abundantes sombras. Porque en todo país rico afloran sus miserias, se ponen más de manifiesto si cabe. Y así, Dickens continúa la línea de Quevedo y anuncia la de autores como Steinbeck para el caso de los Estados Unidos y, seguramente con el tiempo, la de algún autor chino que levante testimonio de las tensiones de una sociedad que vive bajo el dominio de una dictadura que permite el enriquecimiento personal a cambio de un sometimiento de la voluntad y en la que las diferencias sociales crean ese fresco maravilloso para un novelista talentoso.

 

No obstante, a diferencia de la picaresca española, donde apenas ningún personaje mostraba rasgos de respetabilidad, en las obras de Dickens parece sobrevivir un poso puritano que le impulsa a sembrar en sus protagonistas un aliento moral irreprochable, una rectitud y juicio, una noble capacidad para juzgarse a sí mismos y, por tanto, para actuar en consecuencia y cambiar de comportamiento. También este rasgo es el que dota a sus obras de ese halo moralista que a algunos desagrada, prefiriendo un mayor cinismo.

 

 

 

   

 

Un tercer aspecto a destacar es el de los enredos. Una obra tan extensa como ésta no se sostiene con la trama principal. Necesita de múltiples personajes, de engaños al lector con giros sorpresivos, todos ellos lanzados como ganchos al final de las entregas semanales, garantizando así el deseo de seguir leyendo, de seguir sabiendo, en definitiva, de seguir comprando el próximo número de la revista.

Sin duda, este aspecto conecta con muchos de los libros que llenan los escaparates de las librerías, en una metáfora más apropiada, los banners de los principales sitios web de venta de libros. Estas novelas, de las que se dice que no podrás dejar de leer, que devorarás cada página, como principal reclamo, parejo al de cualquier cadena de hamburgueserías que se precie, son las que copan los primeros puestos en las listas de ventas, tal y como hizo Dickens en su día. Pero si es así, si las obras de Dickens son equiparables a las que encontramos en cualquier supermercado, ¿qué convierte a unas en clásicos y otras en material a la espera de su descatalogación? ¿Por qué volver a Grandes esperanzas y hacer el esfuerzo de leer un libro cuyos referentes históricos y estéticos nos resultan lejanos?    

Creo que la crucial diferencia de la pervivencia de los valores literarios de Grandes esperanzas frente a otro tipo de literatura, está en que aunque ambos libros satisfacen el anhelo de entretenimiento, la necesidad de una trama que nos interrogue sobre lo que está a punto de suceder para ser sorprendidos inevitablemente por la habilidad del escritor, Grandes esperanzas tiene un esqueleto, un tema al que se aferra cada personaje, cada escenario, un sentido y finalidad, un por qué y un cómo, no solo un qué.  

Dickens pretende hacernos comprender su punto de vista, sin aburrirnos ni sermonearnos, a fin de cuentas, si no compartimos su tesis, siempre podremos disfrutar de la lectura. Pero, ¿qué decìr de estos otros libros? Tal vez que carecen de tema, solo argumento. Éste puede ser ameno, trepidante, adictivo, pero suprimido el mismo, ¿qué nos queda? ¿De qué nos hablan? ¿Sobre qué se sostienen? Sobre nada.

Ésta es, por tanto, la tercera y última reflexión a compartir después de concluir Grandes esperanzas. El estilo puede resultarnos más o menos familiar, incluso cómodo o incómodo de leer en sus arcaísmos y descripciones, en la forma en que hablan sus personajes. Pero, entrados en el círculo, admitido el juego, podemos aferrarnos a ese tema central, a esa idea para aplicarla a cada aspecto de la trama, a cada personaje, a nuestra vida o nuestra visión de la época, a confrontarla con otras historias, con otros libros. Porque la vida que fluye en estas páginas no es palabra muerta, sino palpitante, no porque no podamos dejar de pasar páginas alocadamente, sino porque nos acompañará más allá de la última frase.

 

 

 

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