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23 de febrero de 2024

Oro parece ... (Generación Bibliocafé)

 

 


 

Como es sabido por cuantos por aquí pasan, la Generación Bibliocafé no es otra cosa que un grupo de escritores, algunos con obra propia, otros tan solo con sus colaboraciones para este proyecto, que llevan publicados más de veinte libros desde aquel primero que salió casi como un proyecto práctico para culminar un curso sobre edición impartido por el infatigable organizador, dinamizador y entusiasta editor Mauro Guillén, en la sede de la librería Bibliocafé, a cargo de José Luis Rodríguez Núñez, hoy abierta a todos en su versión digital.

 

De aquí surgió el entusiasmo por continuar con la misión, incorporando no solo a los participantes en aquél libro inicial. Nació así A fuego lento y todos los libros posteriores, siendo Oro parece …, el último de todos ellos. En esta ocasión, el tema propuesto para dotar de homogeneidad a los relatos es el de las falsas apariencias. Tras la lectura de los 34 relatos, no hay duda de que el asunto en cuestión da de sí.

 

Pero comencemos por el principio y remontemonos a la cita de Pedro Calderón de la Barca con la que se abre el volumen: "Fingimos lo que somos, seamos lo que fingimos". Porque todos somos grandes fingidores al modo de la famosa canción de los Platters , incluso aquellos que se vanaglorian de ir siempre con la verdad por delante mientras nos sueltan la mayor de las mentiras. Todos fingimos lo que no somos. En una entrevista de trabajo, en una reunión de vecinos, en nuestro papel de padres responsables recriminando en nuestros hijos los mismos comportamientos que exhibíamos de jóvenes, por no hablar de lo que de fingimiento tiene todo ritual de cortejo, no solo entre nosotros, también en cualquier especie del reino animal.

 

Este fingimiento es una forma de sobrevivir, de otorgarnos una seguridad relativa, un asidero de confianza. Pero si hablamos de fingimiento y falsas apariencias, de crear una imagen engañosa de la realidad, no nos podemos referir con mayor acierto a otra cosa que a la Literatura, el fingimiento supremo, el puro intento de crear una apariencia de realidad, de llevar a nuestros lectores al lugar que queremos, con la perspectiva que deseamos y elegimos. No queremos otra cosa que colocar a ese humilde destinatario de nuestras palabras en el lugar preciso que cada uno quiere, hacerle partícipe de nuestras ideas y ensoñaciones, compartir con él alguna emoción o reflexión, siempre teniendo claro que esas letras no son sino una gran mentira que tratamos de disfrazar de realidad, no al modo de los discursos oficiales que solo buscan adormecernos sino con el firme propósito de ayudar a levantar unos sueños que hagan menos tediosa la realidad que vemos al apartar los ojos de las páginas.

 

Los maravillosos relatos aquí recogidos ofrecen un amplio muestrario del alcance de estas falsas apariencias, su omnipresencia en todo cuanto nos rodea o sus perniciosos efectos en quienes las padecen. Tenemos las consabidas historias de los malhechores con cara de inocente cordero capaces de las mayores aberraciones concebibles. Pero ya se sabe esa tópica imagen de telediario de los vecinos sorprendidos al descubrir que ese inquilino, el del 4ºB, tan simpático, que ayudaba a las ancianas con el carrito de la compra en el ascensor, tan discreto él, quién iba a pensar…

 

Y su cara inversa, la de quienes afrontan los prejuicios y murmuraciones, los sordos reproches por mostrarse tan solo como extraños, diferentes, tal vez con otra lengua, otro color, otras costumbres que los hacen sospechosos, falsas apariencias negativas que los apartan y separan de la comunidad.  

  

También la mirada en el ombligo de los escritores tiene su lugar. Conocemos la historia de la escritora que se cree magistral cuando apenas es una vulgar plagiadora pero que vive en su propia mentira, tal vez solo creída por ella. O la historia del poeta azucarado que trata de esconder su desviación por el dulce y el merengue.

 

Los amigos también son otra fuente incesante de decepciones y falsas apariencias, los que se aproximan por interés, para burlarte al novio, para sorberte la sangre y separarte del mundo. Y quienes un día rompen deshaciendo ese halo de fingimiento, nunca se sabe si para bien o para mal, hay desencuentros que con el tiempo se ven como una bendición.

 

Los amores también ofrecen un considerable catálogo de falsas apariencias, desde la inocencia del primero de todos ellos, el que se recuerda por siempre, pero con una imagen tan desfigurada, tan alejada de la realidad que no deja de ser un falso engaño, una referencia mítica o, en este caso, platónica.

 

Pero las apariencias no solo vienen por la vía de los hechos, también las palabras crean apariencias, pretendemos ser más modernos y más comprometidos con nuestros neolenguajes que no hacen sino disfrazar la misma realidad de siempre bajo una nueva capa de pintura, simple y cutre la más de las veces.

 

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Pero, sin duda, el mayor escenario de las falsas apariencias es el hogar, en sacrosanto altar de la intimidad que, sin embargo, guarda secretos inconfesables para quienes se han prometido no guardar secreto y compartirlo todo, todo menos amantes, secretos de alcoba o descansillo, actividades paralelas, aunque sean caritativas, que mi mano derecha no sepa lo que hace la izquierda o que mi media costilla no me vea repartiendo comida en un comedor social, no sea que se avergüence de mí, tal vez así algunos sobrellevan la dureza de esa entrega para la que nadie nos educa.

 

Y por estas páginas seguiremos encontrando personajes y situaciones paradójicas como el psiquiatra enfermo, el acosador que frecuenta los parques, el prócer del régimen anterior y su avergonzada nieta o la virtuosa madre esposa que sobrelleva con cristiana devoción sus tareas y responsabilidades.

 

En mi caso personal, se añade un motivo adicional de falsa apariencia, cual es el de figurar como escritor al lado de auténticos maestros en el arte de seducir y confundir, de guiarnos a paisajes imaginarios de tremenda vitalidad y fuerza, poesía y belleza. Me siento, por tanto, un poco farsante y embaucador por haberme colado una vez más en estas páginas, pero, en honor a la temática del libro, creo poder saber de qué se trata y me da cierto derecho, esta vez sí que con plena autoridad, a hablar de estas falsas apariencias.

 

Y como todos tenemos escondida alguna falsa apariencia, algún tipo de falso señuelo, todos podemos encontrar uno o varios relatos en los que sentirnos retratados o denunciados, reivindicados o despreciados. A cada cual lo que le toque, oro o plata a su elección. 

 

 

10 de febrero de 2024

Calle Este-Oeste (Philippe Sands)



La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.


Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.


Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos,  Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.


Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.


Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.


Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.   

 


Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.


Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.


Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.


Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.


Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.


Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.