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30 de julio de 2024

Corazón de Ulises (Javier Reverte)


Tras un par de experiencias algo decepcionantes, decidí volver a leer uno de los libros que más me gustó de Javier Reverte, tratando de obviar El sueño de África, que probablemente sea su título más vendido y mejor conseguido. Guardaba un recuerdo especial de Corazón de Ulises (Ed. Debolsillo), el relato sobre su periplo griego.  


Y en esta vuelta al pasado, me he reconciliado con el autor, con su sabiduría y su buen saber hacer. Con ese estilo que solo parece sencillo en apariencia pero que requiere de un enorme trabajo previo para saber exprimir con justeza cada dato y anécdota, cada situación real vivida en el viaje para no caer en una simple recopilación de historietas o una mezcla de Wikipedia y guía turística de aeropuerto.  Y tal vez he comprendido que los defectos vistos en los dos libros anteriormente aquí reseñados y que tanto me defraudaron, no lo fueron tanto por demérito de su autor, sino tal vez de los propios enclaves escogidos.


Porque, en Corazón de Ulises, Javier Reverte salta con garbo desde el Peloponeso a Alejandría, Creta o Turquía, rememorando los tiempos heroicos de los aqueos, las invasiones dóricas y las migraciones jónicas, los enfrentamientos míticos entre aqueos y troyanos, la convulsa expansión de Alejandro Magno y el reparto funerario de su imperio, el poder del naciente Islam, un poco de las Cruzadas, el poderío otomano sobre la región y la lucha final por la independencia del pueblo griego. En suma, mucha historia, un ambiente cambiante cada pocas páginas, con saltos de isla a isla en ferris, cambios de continente, aviones y autobuses, coches de alquiler o taxistas timadores, casi emulando la errabundez del Ulises invocada desde el propio título de la obra.  


Pero este viaje al inicio de lo que hoy conocemos como la cuna de la civilización occidental, no pasa por alto los logros de la Literatura en que se inspira, la lírica de Safo, las tragedias de Sófocles, Eurípides o Esquilo, las comedias de Aristófanes o los cantos de Píndaro, ni obviamente, la epopeya homérica en la forma de esos dos grandes poemas que crean la épica y la aventura, el tamaño por el que medimos a los héroes y a los hombres, el valor y el sufrimiento, la astucia y la medida humana.  


Este viaje también da pie a hablar de la naciente ciencia matemática gracias a Pitágoras, de las explicaciones que nos llevan directos a la ciencia de la mano de los primeros grandes filósofos, del arte de Fidias o Mirón, de la invención de géneros como la Historia o la misma literatura de viajes, de la que Reverte no es sino un continuador de la estela que surge de Herodoto. Y en él también nos habla de los exploradores románticos que creyeron a pies juntillas que las historias de Homero eran tan ciertas que una buena excavación podría aflorar las ruinas de la Troya de Elena, como así fue. La vida de estos primeros arqueólogos y sus continuadores, con sus luces y sombras, nos ofrece otra imagen de cómo los europeos nos remitimos a Grecia cuando pensamos en nuestros orígenes.  


Así, es fácil entender cómo Trieste o Nueva York palidecen en comparación con los cielos de azul infinito de esta bella tierra y toda su historia. Tampoco Venecia soporta bien el embate y uno casi lamenta que Reverte desoyera sus propias palabras, cuando aquí asegura haber decidido no escribir nada sobre la Serenísima, idea que tanto el autor como yo habíamos olvidado con el tiempo.


Este viaje nos recuerda cuánto debemos a Grecia, cómo esta tierra pobre y árida, supo adelantarse a su tiempo y elevarse sobre sus propias limitaciones, desde su tribalismo primitivo, a la necesaria emigración por todo el Asia Menor cuando los dorios invadieron sus tierras. Porque esa referencia a Grecia ha de expandirse necesariamente a las infinitas islas del Egeo, a las costas turcas, al Mar Negro, a cuyas aguas llegaron los argonautas, en una historia que mitifica la lucha por el comercio, o a la otra orilla del Mediterráneo, a África, donde Tales de Mileto supo medir la altura de las pirámides gracias al incipiente conocimiento matemático de ángulos y proyecciones.


Y Reverte nos ofrece esa impresión griega antes de ser pasada por el tamiz romano que llegó a adoptar como propias muchas divinidades griegas, su arquitectura ya cambiar nombres de manera definitiva, muy especialmente Troya por Ilión y Ulises por Odiseo. Su viaje al pasado toma mucho de aquellos mitos descriptivos de una realidad que aquellos hombres no eran capaces de explicar de otro modo o que creían mejor expresados en forma de mitos, pues todos conocían de sobra la realidad que subyacía en los mismos. Tenemos ese viaje ya citado de los argonautas en busca del vellocino de oro, la tan conocida historia del rapto de Elena o el laberinto del minotauro de Creta y el sometimiento de Atenas.

  


Por aquí desfilan el monte Olimpo y las competiciones griegas recuperadas para el mundo por Pierre de Coubertin, las victorias de Maratón, Salamina, el valor de los trescientos espartanos y las innumerables y cruentas guerras civiles entre aquellas ciudades estado que solo parecían dejar de lado sus diferencias cuando los persas se acercaban a sus fronteras o cuando un rey venido de la pacata Macedonia les unía para alcanzar las fronteras del mundo conocido, más lejos, siempre más lejos decía Alejandro Magno a sus soldados.  


En esa posición oriental dentro del Mediterráneo, a los griegos les tocó ser el cortafuegos frente a los persas, un pueblo en el que el poder del monarca era omnímodo, donde sus ciudadanos no merecían este nombre y en el que el poder de los sátrapas podía decidir sobre la vida y muerte de todos. Esa lucha ejemplifica, de un modo u otro, una continua contraposición de ideas y principios, un vértice geográfico por el que se cuelan concepciones antagónicas del mundo pero también unas rutas del conocimiento y el comercio que alentaron civilizaciones. El conflicto Occidente-Oriente viene de aquellos tiempos y aún antes, así que no es de extrañar que a las conquistas del macedonio le sucedieran las ansias dominadoras de los romanos y de su hijo, el Imperio Bizantino, pero también que la revancha llegara de la mano de una nueva religión, el Islam, que rodeó el Mediterráneo, desde el reino visigodo de la antigua Hispania, hasta Estambul. Porque la Historia es cíclica y los vencedores de hoy son los derrotados del mañana. Así, los griegos padecieron la ocupación y opresión del invasor otomano y las huellas de este poder son tan visibles hoy como las estatuas de la sensual Afrodita o las fortalezas venecianas y genovesas que salpican las islas del Egeo.


Como escritor español, Reverte no pasa por alto la batalla de Lepanto y la pérdida de la mano de Cervantes, tal vez uno más de los hechos que terminaron por aferrarle a una silla para escribir su genial Quijote. Pero tampoco desdeña la sabiduría y paciencia de Kavafis, cuya sombra busca por los cafetines de Alejandría, tal vez con mejor tino que la similar indagación sobre Italo Svevo en Trieste. También persigue la sombra esquiva del romántico Byron quien encontró la muerte asaltando una fortaleza turca tal y como soñaba.  


Pero el texto se vuelve lírico y sensual cuando el viajero llega a la pequeña Ítaca, la isla que vio partir a Odiseo y a la que, largos años después, casi arruinada su hacienda por el abuso de los pretendientes, tornó, más sabio y humano, perdida ya la pátina de héroe mitológico que acompañaba a todos los protagonistas de la Ilíada. Y es allí donde hace amistad con el dueño de su pequeña pensión, en la que encuentra un alma tal vez gemela, tal vez envidiada en su vida rutinaria pero rica. Y es en esta isla donde, finalmente, cierra el círculo de su viaje, comprendiendo las palabras de Ulises, quien describe su isla con un arrobo que la geografía desmiente, porque ahora él también sabe que la riqueza se forma en el trayecto más que en la meta, en las preguntas más que en las respuestas, en la potencia antes que en el ser.

 

 

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