Gozo, una pequeña isla en el corazón del Mediterráneo, se convierte en el escenario de una exploración íntima y filosófica sobre el significado de un año sabático. Azahara Alonso nos invita a sumergirnos en un viaje donde las preguntas son más importantes que las respuestas, y donde el ritmo pausado de la vida insular revela la esencia de una pausa vital. ¿Qué significa realmente detenerse en un mundo que nunca deja de girar?
Gozo es una isla, la segunda más grande del archipiélago que forma la República de Malta, incluida en la Unión Europea desde 2004. Tras un complejo pasado asociado a ocupaciones normandas y a diversas órdenes militares, fue colonia británica entre 1814 y 1964. Malta ha sabido ganarse un lugar precisamente por esa herencia inglesa que le ha permitido convertirse en un destino para estudiantes de idiomas temerosos de la niebla y la gastronomía británica y que aquí pueden dedicarse a estudiar por las mañanas y tirarse sobre la arena por las tardes.
Gozo tiene una extensión de 67 kilómetros cuadrados y una población de 30.000 habitantes, su lado más largo es de unos 14 kilómetros y el más estrecho de unos 5 kilómetros. Esto arroja una densidad poblacional de 470 habitantes por kilómetro cuadrado, casi pareja a la densidad de iglesias, puesto que la isla se precia de tener un templo, entendido en sentido amplio, por cada día del año.
Pese a la herencia católica, las costumbres toman prestada ciertas rutinas de su vecino mayor, Italia, como la pasta y los postres, o la defensa a ultranza de un catolicismo propio de otros tiempos donde solo a regañadientes se ha admitido el divorcio, no hablemos de otras desviaciones de la doctrina de la Iglesia.
Y a esta remota y breve isla llega Azahara Alonso para vivir durante un año aproximadamente junto a su pareja ante el desconcierto de familiares, amigos y, aún más, de sus nuevos vecinos que solo entienden la vida de los extranjeros en las islas como retiro vacacional, no como retiro del mundo, como destino ideal para un año sabático.
¿Pero, qué es un año sabático? ¿A qué nos referimos cuando empleamos una expresión tan manida? Debe durar realmente un año o sirve que se trate de un periodo de tiempo prolongado, ¿seis meses? Y si es más de un año, ¿ya estamos hablando de otra cosa? Y el término sabático, ¿hace referencia al descanso hebreo? ¿A esa obligación religiosa de no hacer nada o se puede considerar que solo implica abandonar la actividad profesional habitual?
Y sobre todo esto se interroga la autora, dejando claro que uno puede dedicarse a escribir durante este periodo, pero si se toma el año para escribir un libro, llevar adelante un proyecto, solo estaríamos hablando de un año de descanso del trabajo habitual para llevar a cabo otro diferente.
En suma, la esencia de un año sabático es que se trate de un periodo prolongado de tiempo sin una dedicación especial a nada en concreto. Normalmente se asocia con un punto de inflexión, una forma de decir que se pare el mundo, que yo me bajo y me subo cuando vuelva a pasar, y entre tanto reflexiono sobre qué quiero hacer, qué giro quiero que adopte mi vida, mi profesión, mi destino vital.
Pero también tenemos la versión supuestamente frecuente en otros países por la que un joven, al concluir sus estudios, se dedica a recorrer el mundo antes de lanzarse a la vida laboral que se supone que le consumirá plenamente en una pira de eficiencia y propósitos renovados. Esta es una extraña figura que no entiendo mucho puesto que, si después de más de veinte años de preparación y formación uno necesita un año para pensar qué hacer con su vida, mal vamos, pero de todo ha de haber.
Volvamos a nuestra autora, que decidió residir en este pequeño enclave sin un objetivo muy claro ni definido, tal vez solo para ver lo que pasaba, con una única premisa en mientes, la de tratar de maximizar una exigua cantidad de dinero para hacerla durar en ese remoto paraje el mayor tiempo posible. Esto fue poco después de concluir sus estudios, tal vez después de unos trabajos algo precarios y de una cierta desorientación.
Gozo (publicado por Siruela) es, por tanto, el resultado de ese periodo sabático y de las reflexiones nacidas en torno a él. Poco más se puede contar. El texto se forma de conjuntos de párrafos asociados por cierta unidad temática, separados por asteriscos en los que la autora va reflexionando en torno a cualquier asunto que se le ocurra, y aquí cabe todo.
Desde la función de la fotografía en esa misión de apropiar al fotografiado, especialmente en la época del selfie, del mundo entero, a las tradiciones perdidas largo tiempo, a las reflexiones de pensadores y filósofos sobre el trabajo, el ocio y el salario. Juicios críticos sobre el turismo, las conversaciones casuales, especialmente con isleños que desconfían de todo y todos, que cuentan las cucharillas cuando devuelves las llaves del piso alquilado o cuando ves la profusión de comida basura que parece adueñarse de cada centímetro de la isla.
Se sorprende por la aparente contradicción de la dependencia del agua, de su transporte para el abastecimiento, cuando una isla es precisamente un espacio de tierra rodeado de agua y cuando, en Gozo, desde cualquier rincón se divisa el mar, presencia imposible de obviar. También nos habla de la ausencia de árboles, más allá de los ornamentales, de la quietud que se respira en unos templos repartidos por todas partes, de las carreteras enloquecidas y de la afición a combinar la conducción y el alcohol, peligrosa mixtura, como da prueba con algunos hechos luctuosos.
Dado que Alonso es filósofa, hace gala de ello con abundantes citas a autores franceses, lo que da siempre un toque intelectual sofisticado, al menos para dar conversación en la mesa camilla. Sus ideas sobre el trabajo, el reparto entre ocio y labor, la posibilidad de vivir sin hacer nada más allá de llegar a ser, realizarse, todas ideas estupendas desde el puesto de profesor universitario de prestigio, con un buen sueldo a cambio de unas cuantas horas de clase a la semana.
Pero de todo ello saca brillo nuestra isleña, de todo saca fruto porque tal vez la esencia de ese sabatismo es precisamente poder extraer el jugo que haya en cada idea, no depender de encontrar el tiempo suficiente para reflexionar sobre ello, el poder observar la vida de los otros, el modo en que se conducen y sorprenderse, como ella hace, de las extensísimas y agotadoras jornadas de las cajeras del supermercado local, de sus propias experiencias cuando trata de buscar un trabajo de unas pocas horas para alargar en algo su exilio en medio del Mediterráneo.
Y poco más se puede contar de este libro sin entrar a enumerar cada uno de los infinitos puntos sobre los que se detiene, en ocasiones de manera reiterada a lo largo de las páginas, en otras para sopesar la cuestión y no retomarla nunca más.
No hay tampoco una descripción cronológica del año, antes bien, se pretende todo lo contrario, saltar del año sabático a momentos previos, momentos posteriores, de hecho el libro se escribe ya regresada a España, sin duda tal vez el libro resulta más bien una idea que nace una vez ya reincorporada a la vida civil, al compromiso con la sociedad y con uno mismo, a la vida ordinaria de la que el año sabático fue tan solo un breve paréntesis al que ahora se aferra como oasis imaginario, como punto de escape intelectual.
Lo cierto es que es un libro que en un principio no se sabe a dónde se dirige, pero termina por gustar precisamente por ello, porque nos lleva a muchos lugares, algunos que nos interesan, otros que no tanto, pero siempre resulta estimulante. Azahara Alonso no ofrece recetas ni respuestas, ya se sabe que la filosofía comienza por hacerse preguntas, y en este libro las hay a cientos. Para quien se deje cautivar por la hermosa portada, sepa que es una promesa de un interior tan fresco y jugoso como el del melocotón que se nos ofrece.
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