22 de febrero de 2015

Educar en el asombro (Catherine L'Ecuyer)




 Pasamos el primer año de la vida de un niño enseñándole a andar y a hablar, y el resto de la vida a guardar silencio y sentarse. Algo no funciona bien - Neil Degrasse Tyson


Cuando esperábamos al pequeño Pablo (que va camino de los cuatro años y medio) los artículos, revistas y libros que leía me enseñaban qué debía hacer un pequeño con dos meses, con seis meses, qué podía esperar y, sobre todo, cómo debía ser como padre. Cualquier desvío de la senda trazada podía tener fatales consecuencias. Si el niño no gateaba lo suficiente podía ver dañado su sentido del equilibrio para toda su vida. Si el niño no comía determinados nutrientes esenciales podríamos estar limitando los minerales que su cerebro precisa para generar las sinapsis que, de otro modo, ya no se crearían comprometiendo su desarrollo futuro.

Pese a que todas las recetas parecían gozar de un amplísimo respaldo científico, no siempre eran coincidentes, más bien, se posicionaban en extremos opuestos. Dejar llorar a un niño en la cuna le puede crear un profundo trauma, un síndrome de abandono que lastrará su personalidad hasta su último día. Claro que, atender al niño cada vez que nos reclama puede crear un adolescente  incapaz de sobrellevar la frustración, siempre presto a dejarse influir y a no ejercer la responsabilidad que toda vida adulta supone.

Uno mismo  va saltando de una teoría a otra e, inevitablemente, tu pareja hace lo propio pero nunca en la misma dirección ni en el mismo momento. Cuando uno toma el camino de la flexibilidad, el otro parece preferir el rigor y la disciplina haciendo las delicias del pequeño que siempre encuentra un hueco por el que salirse con la suya pero dejándole también confuso sobre qué se espera realmente de él. Normal que ahora, cada vez que padre y madre opinamos algo distinto sobre qué comer, si salir a dar un paseo o al parque, el pequeño Pablo diga “a ver, yo organizo” y siempre decida con bastante buen criterio. Algo bueno le hemos enseñado a fin de cuentas.

De todo se aprende y la experiencia es un grado. Nos hemos adaptado bastante bien y la cosa parece funcionar, como la máquina del movimiento perpetuo, de forma inexplicable pero sin demasiadas dificultades y sin tener que recurrir a más opiniones de expertos.

Pero como buen humano, gusto de errar infinitas veces. Así que, cuando llega la hora de dar la bienvenida a una pequeña que haga compañía a Pablo (en breve dejará de ser el pequeño por derecho propio), vuelvo mi mirada nuevamente a los libros y a lo que pueda aprender para disfrutar de la experiencia de la paternidad.

La diferencia que me aporta la veteranía es que ya no quiero que me expliquen qué puedo hacer por mi hijo, cómo estimularle o a dónde llevarle. Pablo me ha enseñado que sólo necesita que le acompañe en la vida con algo de sentido común; el estímulo, la imaginación y el modo en que se desarrolla lo marca él, tan difícil de encasillar (por otra parte, como ocurre con cualquier niño) en nuestras simples categorías. Pablo no ha tenido pesadillas a los tres años ni problemas para dormir solo y a oscuras desde sus primeros meses. A cambio, para él, la etapa del “¿por qué?” no es una fase más del desarrollo sino un modo de vida en el que la variante “¿Qué pasa si....” apenas sirve para aliviar nuestro dolor de cabeza ante una inquisición constante.

Lo que ahora busco en mis lecturas son libros que me cuenten lo que ya sé, que confirmen lo que Pablo me ha enseñado, que no me digan cómo criar niños perfectos puesto que nunca seré un padre perfecto.


Educar en el asombro (Ed. Plataforma Editorial 2012) de Catherine L´Ecuyer se abre con una cita excelsa de G.K. Chesterton que expresa y resume todo lo que he visto y aprendido en estos cuatro años y medio:


Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta.

 
Para la autora, el asombro es el motor que todo niño lleva incorporado y, tal y como se desprende de la cita anterior, este asombro siempre está presente (también en los adultos) si bien en cada momento su origen puede variar. La clave está en saber apurar esas etapas.

Según la tesis de este libro, el niño no precisa de más estímulos, excitaciones o enseñanzas que las que él mismo se procura en su desarrollo normal, las que él demanda, no las que nosotros le ofertamos. Y esto aplica a todos los aspectos de la educación y formación del niño.

Una de las mayores contradicciones de nuestro concepto actual de crianza tal vez sea el modo en que hemos ido reduciendo la infancia empujando a nuestros hijos a la edad adulta al tiempo que los adultos nos resistimos a vivir como tales, creyéndonos por siempre jóvenes y resultando realmente  infantiles.

La Autora
Este adelantar etapas sin respetar el ritmo natural de la infancia supone que los niños estén expuestos a estímulos para los que aún no están preparados privándoles de experiencias que les sirven para madurar y asentar su personalidad, sus preferencias. Como pensaba Chesterton, contar el cuento completo a un niño de dos años nos deja sin recorrido para cuando cumpla seis años. Cuando dejamos a los niños saturados de información, de estímulos, ahogamos su asombro, matamos su curiosidad. Niños a los que no les vale lo que se les da porque siempre necesitan más, ansiosos y, en definitiva, aburridos y desengañados antes de tiempo.

El ejemplo clásico son los dibujos animados que ven los niños de 2-3 años, cuyo ritmo de cambio de escena y de salto de imagen es frenético. En la realidad, no existen esos saltos, el flujo es continuo y no hay cambios abruptos. Pero los niños acostumbrados a esos saltos bruscos cada pocos segundos terminan por necesitar ese tipo de estímulo que la rutina no les puede ofrecer. La prodigiosa plasticidad de nuestro cerebro de la que ya hablamos en su día, comienza a jugar en nuestra contra.

Por ello, pocas cosas resultan menos necesarias en la educación de un niño que  los programas y cursos de estimulación temprana. No se ha demostrado su eficacia, al contrario, hay pruebas que ponen de manifiesto que pueden saturar la atención de los niños dificultando su desarrollo posterior y, en todo caso, lo único que es cierto que estimulan es el bolsillo de sus patrocinadores.

El aprendizaje, para ser fructífero, debe brotar del interior del niño, responder a sus necesidades y sus intereses, no venir impuesto desde fuera. De ahí la importancia del asombro como fuerza motora. Si el niño no siente interés por lo que le contamos, no hay nada que hacer. Cómo lograr hacer surgir la chispa que prenda en su atención forma parte de la habilidad de padres y maestros.

Uno de los mejores modos de que un niño aprenda es a través del juego libre, el que no está organizado por los adultos, el que propicia la libre asociación, la imaginación, la simulación de roles, la asimilación de normas de convivencia y el que mejor estimula el aprendizaje de los niños, más aún si juegan en compañía de sus padres. De este modo, y a través de la prueba y error, los niños van desarrollando sus habilidades sin necesidades de sentarles delante de una pantalla.

Para eso hay que luchar con la angustia de todo padre que confunde ese juego libre con la holgazanería, con el tiempo no productivo, creyendo preferible que su hijo esté delante del ipad coloreando que haciéndolo con una pintura de cera de toda la vida. Más limpio, sí, menos interesante y motivador, también. 

También debemos luchar contra la tendencia natural en nuestros días de no imponer límites o no hacer cumplir los que hemos fijado. Ya es comúnmente aceptado que los límites coherentes y razonables sirven para que el niño tenga un marco definido en el que actuar a cada edad. Los padres deberán ir ampliando esos límites según madura su hijo de manera que éste conserve ese asombro por lo que se va abriendo ante él. Un niño sin límites (o uno con límites asfixiantes) no es un niño feliz sino uno que ha perdido la capacidad de asombrarse, el más proclive a rebelarse, enfrentarse a sus padres y retar las normas.

Igual ocurre con los niños-trofeo que pueden resultar muy decorativos pero, con el tiempo, tienden a rebelarse y en su hastío carecen de fuerza, impulso e interés por nada. La escuela les aburre, los compañeros les aburren, la rutina les mata solo a la espera de una sobreexcitación aún mayor que les aplaque.


Para L´Ecuyer, la Naturaleza es una reserva intacta de asombro. Los valores que representa los alabamos en la distancia, pero las actividades suelen realizarse bajo tejado. Huimos del frío y la lluvia, del barro y de la hierba que no ha sido plantada y cortada. Sin embargo, es en la Naturaleza donde aprenden la paciencia que se precisa para que crezca una planta o para que una hilera de hormigas vuelva a su hormiguero. Es en ella donde los niños aprenden a observar cada diminuto cambio, a perfilar la atención y a detenerse a mirar como ya no están acostumbrados. En la Naturaleza no hay atajos, no se puede dar al botón de rebobinado ni ver infinitas veces la misma escena o saltar al siguiente capítulo si nos aburrimos. Es terca en sus ritmos.

Pero también nuestros niños lo son con los suyos a pesar de que los tratemos de forzar. Respetar el ritmo del niño es importante. Nacen de serie con una poderosa herramienta que les dota para el mindfulness tan de moda. Prestan atención a lo que ocurre en el momento y se vuelcan en ello con atención plena.  Pero pronto llegamos los padres con nuestras prisas, con el afán de quemar etapas y destruimos esa atención creando niños acostumbrados a saltar de una actividad a otra, ansiosos por saber qué ocurrirá después de lo que hacemos y preocupados por el tiempo antes de tiempo.

En esa locura diaria los niños están acompañados por el ruido continuo de la televisión, de sus padres, de música, todo menos el silencio. El silencio no está bien visto, parece antisocial, aburrido, pero es otro modo de centrarnos en nosotros, de salir de la hiperexcitación a que estamos sometidos de continuo. Según un reciente estudio, un 50% de los adultos tiene miedo de estar más de quince minutos sin hacer nada a solas con sus pensamientos. Aprender a parar el ritmo y detenernos a escuchar lo que nuestro cuerpo demanda es bueno para todos, también para los niños. El sosiego no equivale al abandono o al ensimismamiento.

Otra fuente de asombro, más específica de la infancia, es el misterio. Parte de nuestras vidas, es fundamental en el desarrollo de los niños para los que lo inexplicable es consustancial al día a día.  Son los adultos con su afán por anticipar la madurez los que destruyen ese misterio con un racionalismo que creemos justo, que fortalece a nuestros hijos y les vacuna de supersticiones, miedos y manipulaciones. Pero lo que logramos es precisamente lo contrario; niños que han perdido el asombro y el interés por lo que les rodea, niños para los que el entorno no es algo que hay que descifrar y de lo que se puede aprender. Hemos creado pequeños escépticos en pantalón corto, descreídos de la magia y la belleza que se esconde más allá de nuestras miradas. 


Porque tampoco somos capaces de trasladar la importancia de lo bello, un valor que hemos ido distorsionando hasta confundirlo con aquello que está de moda, lo que se lleva. Pese a que es algo innato en los niños, parecemos empeñados en potenciar una cultura del feísmo en lugar de enseñar a valorar lo que de bello puede haber en cada cosa, en cada acto.

L´Ecuyer receta menos recetas y más sentido común, más dejar que el niño desarrolle su ritmo y menos expectativas sobre ellos. Más disfrutar con ellos y menos enorgullecernos de ellos en el trabajo o con los amigos.

Gracias a su libro he revivido muchos momentos que he vivido con el pequeño Pablo, muchas de las alegrías vividas y del asombro compartido, porque a través de sus ojos, los míos también han renacido al asombro y espero que nadie (especialmente yo mismo) vuelva a sacarme de él.


Todos nacemos originales y morimos copias – Carl Jung



8 de febrero de 2015

Trieste (Claudio Magris y Angelo Ara)





Trieste es una pequeña ciudad italiana a orillas del Adriático con un pasado convulso que ha hecho de ella durante varios siglos una rara avis,  un caldo de cultivo para emprendedores y arribistas pero también un cruce de influencias que permitió el desarrollo de una tradición literaria en torno a lo que se ha venido llamar triestinidad¸ un esfuerzo por definir la vida suspendida en ninguna parte que ha logrado trascender las fronteras de su parco territorio.

Trieste (Ed. Pre-textos, 2007), escrito por Claudio Magris (triestino y Premio Príncipe de Asturias) y Angelo Ara, traza un recorrido por la peculiaridad del enclave desde la Edad Moderna hasta nuestros días con el fin de examinar el humus que ha dado lugar a la peculiaridad triestina, al alma de la ciudad.

Partimos de una Trieste integrada en la monarquía habsburguesa cuyo papel clave resulta de ser la única salida al Mediterráneo del Imperio. Poco importa que el sustrato de la ciudad sea italiano, la monarquía aúna nacionalidades bajo la idea de un bien común superior e integrador que a todos beneficie.

La población autóctona pronto se beneficiará de la declaración de Trieste como puerto franco y del crecimiento económico que trae consigo. Pero el despegue mercantil conlleva los primeros cambios en un sustrato social hasta entonces estable.

La llegada de comerciantes de todos los rincones de Europa da un baño cosmopolita a la pequeña urbe. Griegos, alemanes, austríacos, ingleses, franceses y una importante colonia judía se asientan en Trieste. Al tiempo, la mano de obra para el puerto e industrias aledañas llega del entorno rural, eminentemente esloveno, rompiendo así el carácter nacional italiano de la mayoría de la población.

Las tensiones se asientan al coincidir nacionalidad y clase social. Los italianos son la oligarquía tradicional, enriquecida por el comercio que debe luchar por no ser aplastada por la clase dirigente impuesta desde Viena y que desprecia e ignora a los trabajadores eslovenos, su lengua, sus costumbres, alentando en estos un sentimiento nacional que los une y que en gran medida se verá unido a las nacientes teorías revolucionarias.

Pero el dinamismo de la ciudad, que sirve para crear grandes empresas como la Assicurazioni Generali (recordemos que su filial en Praga dio el primer empleo a Franz Kafka) o para lanzar franquicias de Lloyds’s, no sirve para impulsar más allá el potencial de la ciudad, ni para reunir el capital necesario para participar en empresas de mayor calado como el canal de Suez o incluso el trazado del ferrocarril que une Trieste con Viena y que surge tan solo por el deseo de las autoridades del Imperio de acercar el puerto franco a la metrópoli.

La relación de los triestinos con la Italia dividida de la primera mitad del siglo XIX es equívoca. De una parte, se cultiva la afinidad cultural, se emplea la lengua como elemento diferenciador y se tejen lazos sin poner en duda lo fundamental del pacto con la monarquía.


A este corriente se suman los eslovenos que ven en la corriente italiana un modo de asimilarse sin someterse a los orgullosos austríacos que aplastan su sentimiento nacional. Pero esta oportunidad no es aprovechada por los italianos que rechazarán cualquier tipo de contacto con los pueblos eslavos. 

No hay, por tanto,  un movimiento triestino irredentista en tanto el Imperio se muestre capaz de respetar a sus diversas nacionalidades sin imponer una unificación excesiva y las ventajas de la unión sean mayores que sus problemas.

Sin embargo, a raíz de los conflictos que en 1848 sacudieron a toda Europa y también a Trieste, la monarquía austriaca da un giro a favor de la centralización y la homogeneización en torno a un ideal germánico.

Este cambio de política no puede llegar en peor momento. El nacionalismo creciente que se extiende por toda Europa se ve espoleado repentinamente. En Trieste el conflicto es doble. De una parte, un número creciente de italianos comienza a creer que la ciudad y su cultura y espíritu ya no son protegidas por la monarquía austríaca y vuelven sus ojos al movimiento nacionalista italiano que, en breve, verá realizado su objetivo reunificador. Por otro lado, los eslovenos creen llegado el momento de ser reconocido su papel en la ciudad, un mero enclave en una tierra poblada esencialmente por eslovenos. Las tensiones saltan en diversos enfrentamientos que radicalizan y enquistan el problema aguzado por los conflictos en los Balcanes.

El estallido de la Primera Guerra Mundial deja a Trieste en una mala posición. La entrada en guerra de Italia en 1915 contra Austria empuja a muchos triestinos a enrolarse como voluntarios en las filas italianas (su idealismo casi poético llevará a la tumba a la mayoría) contrastando con cierta tibieza de los eslovenos que dudan entre oponerse al Imperio que les oprime o entregarse en brazos de una nación que les desprecia. Por el momento, su deseo de consolidación nacional parece no estar lo suficientemente maduro y los tiempos les dan la razón. El final de la guerra supone la entrega de la región a Italia que ignora cualquier tipo de reivindicación nacional eslovena.

Una Trieste ya integrada en Italia parecería deber tener resuelto su perpetuo dilema de identidad. Sin embargo, la prepotencia de los italianos llegados a Trieste exaspera a los triestinos que se ven tratados como casi como tierra ocupada. Pasado el primer momento de exaltación patriótica, llega el momento de la duda, del comienzo de la añoranza de una autonomía que realmente nunca se tuvo.

El nacionalismo italiano se convierte en bandera del fascismo que toma el poder e impone en Trieste sus excesos, en especial, frente a la población de origen eslovena entre la que había una gran implantación comunista.

Italo Svevo

Pero Trieste no se opone al fascismo, no levanta su voz, la resistencia es callada, de conciencia, individual. El rechazo a la tosquedad favorece que en ciertas conciencias florezca ese cosmopolitismo que el Duce niega y que define a Trieste como elemento clave de diferenciación. 

La Segunda Guerra Mundial pasa por Trieste con la vergüenza de la persecución a la ya muy mermada colonia judía, la ocupación nazi tras el armisticio y la liberación del territorio a dos manos, los partisanos yugoslavos y el ejército angloamericano.

La región pasa a ser un enclave controlado militarmente y con la intención inicial por parte de los vencedores de convertirlo en un territorio autónomo bajo supervisión aliada.

El status quo se mantiene de mala manera mientras las zonas de predominio esloveno tienden lazos con Yugoslavia y las de predominio italiano hacen lo propio con la antigua metrópoli. Ante lo insostenible de la situación y después de interminables negociaciones favorecidas por el enfrentamiento entre Tito y Moscú, se alcanza en 1954 un acuerdo que divide ambas zonas entre Italia y Yugoslavia y que parece resolver de manera definitiva, aunque ninguna parte quedó plenamente satisfecha, el problema territorial de la región.

Trieste pasa a ser nuevamente territorio de soberanía italiana recibiendo un importante número de emigrados de las zonas que pasan a control yugoslavo e introduciendo un nuevo elemento para esta fecunda tierra.

Clausio Magris
Durante el periodo que ha durado la indefinición y en el que Trieste se ha mantenido suspensa en el tiempo, entre dos bloques ideológicos opuestos y con sus propios miedos internos aplazados, va surgiendo una nueva conciencia, un interés novedoso por el otro, un acercamiento más real entre italianos y eslovenos que se plasmará décadas más tarde al ser elegido por primera vez un alcalde de origen esloveno.

Pero también se sufre un ataque de nostalgia, la fábrica de un recuerdo de otros tiempos en los que Trieste representaba un papel de primer orden dentro de la economía del Imperio, en que su italianidad era una excentricidad que llevaban al centro mismo de Europa y que le valía de reconocimiento y definición. Ahora se da la paradoja de cumplir el efecto contrario, Trieste aporta a la Italia mediterránea su pasado austriaco, su conexión con el mundo germánico (Magris es catedrático de Lengua y Literatura germánica en la Universidad de Trieste).

La agitación descrita y los vaivenes políticos y sentimentales de los triestinos han permitido el surgimiento de figuras claves en la literatura europea del siglo XX.

Scipio Slataper representa como pocos el espíritu confuso de Trieste. Su participación en La Voce, la revista triestino irredentista le coloca del lado de la Italia por la que luchó y que se cobró su vida en los primeros compases de la contienda. Nada de eso impidió que su figura se alce como un faro truncado en un mundo de ciegos en el que reivindicó unos ideales en los que la misión de la civilizadora de la monarquía austriaca seria asumida por la monarquía italiana.

Umberto Saba, cuyo padre abandonó a la familia tras su nacimiento y fue criado por una criada eslovena, no logró superar su italianidad pero sí reflejar la extrañeza de un mundo con el que disentía. Este rechazo le llevó a renunciar a su apellido Poli a favor de Saba. Su origen judío forzó su exilio a París tras la llegada del fascismo.

Aron Hector Schmitz también adoptó un nombre más próximo a sus sentimientos, Italo Svevo, con el quería reflejar un acercamiento al sentimiento italiano. Su obra cumbre, La conciencia de Zeno, es la historia que engaña a su mujer, miente a su terapeuta refugiándose en la escritura, en la ficción, para tratar de explicarse a sí mismo. Su vida, como la de Trieste, se aferra a una realidad que sólo puede entreverse a través de otra ficción que acomode lo real a lo imaginario.

Otras muchas figuras aparecen por estas páginas, muchas conocidas, otras muchas que sólo han gozado de fama dentro de las fronteras de sus propias nacionalidades. También aparecen los fantasmas de figuras de renombre como Rilke, Joyce o Kafka, otros escritores suspendidos del tiempo y lugar que les tocó vivir pero de los que supieron exhumar los sedimentos que fosilizaron en grande obras de la Literatura.

Del certero retrato que Magris y Ara hacen de esta tierra y su complejo espíritu resulta una historia lúcida que ejemplifica la de esta Europa, hecha de extraños giros del destino, de pactos ilógicos y acuerdos imposibles, de concordia y mutua comprensión. De ella aprendemos que no siempre es fácil lograr ese entendimiento pero que la zona de confluencia siempre es un territorio fértil para las ideas, no siempre cómodo para los gobiernos. Y esto vale para la Trieste del pasado, la del presente, también para nosotros.