17 de noviembre de 2023

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Manuel Fernández Álvarez)

 



Nuestros textos escolares suelen ofrecer una visión tranquilizadora de la transición entre el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Contemporánea en nuestra historia. Así, se pasa con notable desenvoltura del reinado de los Reyes Católicos al de Carlos I, con la salvedad, casi folclórica de las Comunidades y las Germanías. También se conoce superficialmente a Juana la Loca, una hija desdichada de los Reyes Católicos que enloqueció por la muerte de su marido, poco más.

Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas (Ed. Austral) viene a cubrir este vacío para dar cuenta de la trascendencia histórica de su figura, más relevante de lo que se suele considerar, pero también de su drama humano, de lo que tiene de cierta esa supuesta locura y de sus causas si las hubiera.

   

Las tendencias nerviosas de Juana ya se habían puesto de manifiesto en diversas ocasiones en las que no parecía someterse de buen grado a las complicadas reglas de la monarquía y su estricto protocolo. Tercera en la línea sucesoria, no pareció recibir especial afecto de sus padres que, sin embargo, la emplearon, según era costumbre en la época, como moneda de cambio matrimonial en la política de alianzas para aislar al rival francés.

Enviada a Flandes a una temprana edad, acompañada de un pequeño séquito, más controlador que protector, vivió en una corte que no la apreciaba, cuya lengua tardó en aprender y, sin embargo, vivió consumida por el amor a su marido. Una fogosidad sexual de la que aquel parecía gozar a menudo, al menos con la misma intensidad con la que buscaba amoríos fuera del lecho conyugal. La insistencia de Juana era tal que Felipe pasaba temporadas tratando de evitarla para luego volver a ceder a sus demandas. Así, Juana, consumida por unos celos enfermizos, devino en irascible y desconfiada, perdió modales y descuidó sus cuidados físicos y espirituales, con grave preocupación de sus padres que eran informados puntualmente de estos desvaríos.

Pero, al parecer, y tal y como la misma hija le recriminaba a la madre, la casta y equilibrada Isabel la Católica, ésta también pasó por episodios similares en los que los celos le hicieron ponerse en evidencia y perder los papeles, la compostura y, sin embargo, logró superarlo, recomponer su regia figura, asentarse en sus cabales y asumir el papel que hoy se le reconoce. Así, la joven Juana llegará a espetar a su madre que también ella podrá volver a su ser, a su normal comportamiento si ella pudo hacerlo. Pero es que la sombra de cierta melancolía, término que sin embargo aún tardaría unos cuantos siglos en formularse como enfermedad del alma, proyectaba una sombra alargada en aquella dinastía de los Trastámara. La madre de la reina católica, Isabel de Portugal, vivió sumida en sus miedos y tinieblas gran parte de su vida, tras la muerte prematura de su marido, Juan II. Recluida en Arévalo, Isabel la visitaba acompañada de sus hijos, y así Juana pudo tener una temprana premonición de cuál sería su suerte, cambiando Arévalo por Tordesillas.

 

 


 Pero el gran juego de la historia también tomó a Juana entre sus crueles lazos haciendo de ella un muñeco roto entre bandos opuestos. La muerte de sus dos hermanos mayores la convirtieron en heredera al trono de Castilla de manera sorpresiva colocando a Felipe el Hermoso en la posición de poder ser soberano de los reinos peninsulares, sus posesiones africanas, mediterráneas y el enigma que aún era el Nuevo Mundo. Demasiado para las ambiciones de Fernando el Católico, fuente de inspiración del florentino Maquiavelo, que urdió todo tipo de intrigas para apartar a su hija, y por tanto a su yerno, del gobierno efectivo.

Así, a la muerte de Isabel, su testamento deja a las claras que el gobierno del Reino de Castilla deberá ser llevado por Fernando hasta la mayoría de edad del nieto, Carlos. Así, Juana recibe el título de reina, pero vacío de contenido, al tiempo que su marido queda al margen de cualquier posición de poder. Ni el testamento de Isabel, ni las disposiciones posteriores son discretas en los motivos de esta decisión, evidenciando la poca confianza que inspira el seso de Juana.

El matrimonio regresa de Flandes a España y Felipe el Hermoso tratará de jugar sus cartas para hacerse con el poder efectivo, aliándose con parte de la nobleza terrateniente que había sido sometida por los Reyes Católicos y que ahora veían la oportunidad de volver a enseñorearse. Sin embargo, la muerte, una constante azarosa en toda esta historia, le llega en Burgos provocando la caída definitiva de Juana en la depresión y su apartamiento del mundo.

Libre queda el camino para los planes de Fernando que, incomprensiblemente, se había casado poco antes con Germana de Foix, una infanta de Francia, el sempiterno enemigo a cuyo aislamiento ha sacrificado la felicidad de sus hijas, dispersandose en bodas por todo el Continente. Y todo ello con el único fin de lograr descendencia e impedir que la Corona de Aragón también recayera en Juana y Felipe. Pero el único hijo de la pareja muere a las pocas horas de nacer y la unión de Castilla y Aragón se consolida casi en el tiempo de descuento. La boda trajo consigo como efecto colateral, la anexión del Reino de Navarra, construyéndose de manera prácticamente definitiva las fronteras de lo que hoy llamamos España.

A la muerte de Fernando el Católico llega la regencia de Cisneros y, finalmente, Carlos I se presenta en España con una reina formal, ya recluida en Tordesillas, con la que mantiene una relación extraña, no menos que la que el joven mantendrá con su abuelastra, Germana de Foix, de la que nacerá una hija. Juana volverá a saltar a la palestra con la revuelta comunera, cuando los rebeldes tratan de ganarse el reconocimiento de Juana como soberana del reino, si bien ésta nunca terminó de posicionarse, tal vez ya no era capaz de comprender el papel que jugaba en toda aquella compleja trama.

Al margen de la historia de Juana, pero muy relacionado con ella, el primer capítulo aborda un tema necesario y poco conocido, como es el del tratamiento de la locura o cualquier tipo de enfermedad mental o de desvarío nervioso. Como es natural, en aquellos tiempos, este tipo de dolencias corrían el riesgo de ser identificadas con problemas espirituales. Una demencia no era sino una posesión del demonio y, por tanto, los tratamientos eran los consabidos exorcismos, medicamentos que solían contribuir al agravamiento, interminables ceremonias y ritos y, según el caso, juicio y hoguera. De todo ello pareció librarse Juana, aunque esto no mitigó su indudable dolor, acrecentado por la soledad en que vivió casi todos los años de su desdichada vida.    

Nada resta trascendencia sin embargo a la vida de Juana, que trajo al mundo a dos emperadores del Sacro Imperio Germánico, Carlos y Fernando, fue reina de Castilla, Aragón y Navarra. Su matrimonio vinculó a la Corona española con los territorios de Flandes y, en suma, colocó a este país, en la Edad Moderna, completando una transición que habían iniciado sus padres.

 

Manuel Fernández Álvarez fue un historiador español, fallecido en 2010, que dedicó su vida al estudio de nuestros siglos XV y XVI. Al margen de sus trabajos académicos, publicó tres biografías cruciales para comprender ese periodo de nuestra historia. En concreto, sobre Isabel la Católica, Juana la Loca y Carlos I. Es decir, la historia de una abuela, su hija y su nieto, todos ellos coronados.

En el caso del libro aquí comentado, y pese a tratarse de la obra de un erudito académico, en ningún momento nos encontramos ante un texto de complicada lectura, rebosante de notas, fechas y nombres totalmente desconocidos. Al contrario, Fernández Álvarez se desenvuelve con la maestría de un novelista a la hora de penetrar en la psicología de sus personajes, de avanzar hipótesis o de extraer conclusiones. Su estilo desenvuelto y ágil es la perfecta muestra de que la combinación de rigor y divulgación pueden ir de la mano y de que los conceptos complejos lo son tan solo por la falta de pericia del autor.

 

 

 

 

2 de noviembre de 2023

Todo en su sitio (Oliver Sacks)

 



Todo en su sitio (Anagrama 2020) es el título que recopila los últimos artículos escritos por Oliver Sacks, muchos de ellos inéditos, dos incluso en los que anticipa una muerte que le llegaría a las pocas semanas, en 2015.

El hecho de tratarse de una miscelánea de artículos y ensayos sobre las más variopintas cuestiones, refleja tanto o mejor que cualquiera de sus otros libros la profundidad de la mirada de este científico que combinó y supo compartir su amor por los helechos y la geología, por la tabla periódica y el tungsteno, por la literatura, la música y el arte en general, sin dejar a un lado su vocación médica, y su respeto por la dignidad humana de sus pacientes y de cuantos pasamos por este planeta.

Los amantes de sus descripciones de casos clínicos encontrarán aquí un buen muestrario de dolencias y padecimientos sorprendentes al estilo de los aparecidos en obras como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o Un antropólogo en Marte. Historias en las que nos encontramos con personas, como un conocido cómico aquejado por dolencias derivadas de extrañas afecciones mentales que le impulsa a una constante amenaza de suicidio manteniendo a sus familiares en una ansiedad constante. Tenemos también la historia de un amable y atento marido que, sometido a unas intervenciones clínicas y a una fortísima medicación, se torna en un obseso sexual que termina por ser detenido, juzgado y condenado por descargar pornografía infantil en un frenesí insaciable  que interiormente le carcomía pero al que no era capaz de poner fin. El tiempo pasado en prisión y la nueva medicación le permiten volver a su hogar en paz consigo mismo y su esposa y familiares.    

Todo en su sitio también tiene artículos sobre el aparatoso síndrome de Tourette y la historia de cómo Sacks recorre las calles de Amsterdam acompañado de un espasmódico amigo ante el asombro de los transeúntes y cómo, tras la entrevista en torno a este síntoma que se le hace esa misma tarde en la televisión holandesa. Al día siguiente vuelve a repetir el paseo y cree percibir que el conocimiento de la patología trae mayor comprensión de los circunstanciales peatones que les observan.

Sacks también desarrolla su ya conocida idea de que nuestro concepto de normalidad neurológica tal vez debiera ser matizado, sin que implique necesariamente menoscabo en otros modos de ser o de estar en el mundo. Afirma que, a diferencia de lo que ocurre con otros sistemas mecánicos como el cardíaco o el motor, nuestro cerebro es un órgano nunca finalizado, nunca agotado, siempre en necesidad de interpretar un entorno, de reconstruir lo que ve y ansioso por asimilarlo, sea en personas afectadas por a utismo, Parkinson o demencia. Se resiste, por tanto, a dar por finalizada la existencia psíquica íntegra de una persona en tanto su cerebro se esfuerce por reconstruir el informe mundo sensorial y afectivo que le rodea.

También se plantea lo correcto de emplear el término de trastorno bipolar para quienes viven entre la depresión y la euforia, ya que considera más certera la antigua denominación de síndrome maníaco depresivo. Cree que todos caminamos envueltos en sombra sobre una cuerda, un filo por el que fácilmente podemos caer a un lado u otro pero en el que los extremos se tocan porque tan anormal es un polo como el otro y porque otras tantas dolencias presentan los mismos intervalos diametralmente opuestos en el espíritu.

Sacks no oculta su admiración por la descripción de casos clínicos, materia prima de toda su obra, y comparte su entusiasmo por obras importantes en la materia como el relato novelado del trastorno que padece Frigyes Karinthy y que describió magistralmente en Viaje alrededor de mi cráneo, o en el libro Hacia el amanecer de Michael Greenberg en el que describe magistralmente precisamente ese síndrome maníaco depresivo de su hija Sally.

Su pensamiento se muestra en ocasiones como contraintuitivo. Así, con motivo de la lectura de un libro en el que se recogen infinidad de fotografías de antiguas grandes instituciones de asilo y acogimiento para enfermos mentales, reflexiona sobre los mismos. Explica cómo estas instituciones comenzaron a cerrarse y a perder financiación cuando, a comienzos de los años cincuenta, la nueva medicina, con un inagotable caudal de drogas, prometió aliviar síntomas, curar los casos más simples y, por tanto, hacer innecesarios estos centros. Más aún, señala con sorna cómo evolucionaron de modo que pasaron de ser pequeñas instituciones en las que los enfermos colaboraban en actividades como la cocina, el huerto y la limpieza, a ser aparcaderos de enfermos sentados todo el día delante de televisores, sin nada que hacer, sin un motivo para levantarse y sentirse útiles, todo ello bajo la equívoca razón de protegerles de la explotación laboral.  

Paradigmáticos son también otros dos casos que nos cuenta. El primero de ellos, el del jefe del hospital en el que trabajaba Sacks, y que fue ingresado por su deterioro cognitivo en la misma institución que en su día dirigió, en el convencimiento de que un entorno conocido ralentizaría el proceso de deterioro. Y así fue hasta que, accidentalmente, tuvo acceso a su propio informe y conoció su diagnóstico, transtornándole de manera definitiva. Por contra, en otro caso, el antiguo vigilante de un colegio, pasó a ser el encargado por parte del personal médico de revisar puertas y ventanas cada noche, haciéndole creer que seguía desempeñando sus habituales funciones, logrando su relativa estabilidad y sosiego. Sacks se pregunta qué postura es la mejor, qué solución es la más humana y, sobre todo, nos cuestiona sobre el modo de ser y estar en este mundo y los límites de lo que creemos verdad y mentira.

Pero, sin duda, los artículos más emotivos son los que toman otros derroteros. Así, el volumen comienza con Bebés de agua, la evocación poética de la pasión por la natación que no abandonó a Sacks desde su primera semana de vida hasta sus últimos días, igual que le sucedió a su padre de quien heredó este goce. Sacks nos describe  el fluir en el agua como una fuente regeneradora, una oportunidad para la reflexión serena y para el propio autoconocimiento físico y psíquico. Pero seguimos con otros artículos en los que reflexiona sobre la importancia de los museos en su vida, tanto los que visitaba de niño junto a sus padres, afamados científicos, como los que había en Oxford. Nos cuenta cómo se enamoraba de las piedras, de los escritos de naturalistas y geólogos o cómo los vigilantes de los centros le permitían acceder a las salas de restauración y clasificación y cómo ese conocimiento, lejos de mostrarse petrificado y muerto, supuso un espoleante empuje para su curiosidad científica.

Lo mismo ocurre con su pasión por las bibliotecas, nuevamente comenzando por la de su hogar familiar, en la que tenía un estante reservado a ras de suelo para las obras clásicas de infancia, como Dickens, Scott o Verne, pero que pronto quedaron desplazadas por poesía o teatro, novelas modernas y, sobre todo, textos científicos que devoraba cual fagocitador de celulosa. No es extraño, por tanto, escuchar en otro de sus artículos un lamento por esas bibliotecas públicas en las que ya apenas quedan los viejos volúmenes con la disculpa de que todo está al alcance de un clic y en las que uno puede pasearse como si cruzara un cascarón vacío y sin vida, vacío de lectores, abandonado de libros.

También queda espacio para la reflexión sobre su salto de la Gran Bretaña de finales de los años cincuenta, aún apegada al clasismo más anclado en el pasado y en el que el acento delataba toda una genealogía. De ahí su amor por América y aquella sensación de libertad que experimentó en su viaje iniciático por aquel país en el que decidió establecerse. En aquellos días pudo gozar por primera vez y sin culpa de sus inclinaciones sexuales, de su infinita curiosidad, pudo conocer a gentes a las que no debía explicar dónde o con quién había estudiado, un lugar en el que las conversaciones podían fluir sobre cualquier tema sin mayores temores de ofender o pretender haber sido ofendido, donde el paisaje parecía ofrecer la misma libertad que él estaba experimentando.

Pero los intereses de Sacks son amplios, y sus artículos dan buena prueba de ello. Nos relata el seguimiento de la disputa sobre si los elefantes corren o andan deprisa y la relación que este asunto guarda con la antigua polémica sobre si los caballos, al galopar, quedaban suspendidos en el aire o si siempre tenían alguna extremidad posada en la tierra. También nos cuenta su momento de mayor intimidad en un zoológico al pegarse a la cristalera y ser mirado fijamente por una hembra orangután que daba de mamar a su cría, sentimiento que seguramente cualquiera que haya estado cerca de estos simios puede corroborar.

Pero quizá sea en el mundo vegetal en el que Sacks se desenvuelve con mayor placer. No solo pertenece a una sociedad de amantes del helecho, interesados por la vida y misterios de esta planta antiquísima, sino que participa en los paseos de esta sociedad por nueva York a la caza y captura de esta especie donde quiera que se halle y en el entorno más hostil que pueda conocerse. También nos habla con delectación de los jardines botánicos, instituciones que siempre trata de visitar en sus viajes para tener una muestra del propio respeto e interés que cada nación siente por su entorno y cómo lo escenifica.

 

 


Pero este extraño a la vez que entrañable científico, es a la vez un gran amante de la vida. Así, nos cuenta en otro artículo su pasión por el arenque, un pez que forma parte de una larga tradición para los judíos, y que fue el mejor plato que su padre pudo probar mientras vivió en Lituania, antes de emigrar a Inglaterra. Y Sacks recuerda cómo comió arenques desde niño, así que no es extraño verle recorrer Nueva York para acudir a una especie de convención en un hotel para todos los amantes del arenque, una peculiarisima cofradía que se reúne una vez al año con motivo de la llegada de los primeros arenques procedentes de Europa para darse un festín.

Y, como hombre de ciencia, tampoco evita los temas más espinosos o controvertidos que tal vez incomoden a otros colegas, como la posibilidad de que exista vida inteligente más allá de la Tierra. Nos habla de las diferentes teorías sobre la casi milagrosa aparición de la vida en nuestro planeta, lo que pone de manifiesto lo extraordinario e irrepetible del fenómeno, pero también pone en valor las teorías opuestas, que señalan cómo, en idénticas circunstancias, las posibilidades de vida son enormes. Incluso explica la teoría de algunos científicos del siglo XIX, ahora recuperada y dotada de mayor rigor por nuevas investigaciones, de que la vida pudo llegar desde otros planetas dentro de asteroides y meteoritos lo bastante grandes como para que en su interior pudieran preservarse restos de vida, como semillas, igual que hoy en día se han descubierto formas de vida en entornos en los que se creía que ésta era totalmente inviables como en las fumarola bajo el océano.

Y sea como fuere, dejando ya casi todo en su sitio, como acertadamente sugiere el título de esta recopilación, Sacks va cerrando la puerta y comenzando la despedida. Nos habla de su placer infantil por comer una preparación de pescado típica de la noche de Sabbath que le retrotrae a su infancia en Inglaterra, y cuya sustancia gelatinosa le permite el aporte de la cantidad de proteínas que precisa en su deteriorado estado, cuando ya apenas puede masticar, y también nos hace partícipes de su preocupación por el nuevo curso que nuestra vida toma en estos tiempos, poseídos por la tecnología, alejados del contacto real y físico, de los libros y museos que tanto amó, poniendo en peligro las especies de animales y plantas que le maravillaron durante toda su existencia. La vida sigue, pero tal vez ya no la conoceremos porque ya nada terminará por ser lo que fue. Y se adivina, casi, un alivio en estas últimas palabras de este genio.

El último artículo del libro hace referencia a un pequeño relato de E.M. Foster de 1909, La máquina se detiene, en el que nos habla de un futuro aterrador en el que las personas viven en una especie de celdas apanaladas, bajo la tierra, sin contacto con el aire exterior, sometidos a lo que hoy podríamos llamar una inteligencia artificial que ha tomado el control de sus vidas. Unas vidas, por otro lado, llenas de cuanto uno puede desear, conectados con amigos a través de Zoom, Meet o Skype, en la medida en que Foster pudo anticipar inventos de esa clase. En las que unos mandos permiten escuchar música en streaming, controlar las luces del habitáculo, conectarse al mundo social exterior pero sin necesidad de ese contacto físico que tan desagradable resulta a estos personajes.

Un futuro en el que pocos podrían creer allá por los comienzos del siglo XX pero que ahora, en los días del chat GPT se me antoja escalofriantemente factible. Y, sin embargo, la máquina se detiene, como atestigua el título, y tal vez sea solo porque hay quienes prefieren una vida más complicada, sujeta a riesgos, pero vida al fin.

Tampoco quiero dejar de compartir el último artículo de Sacks, no recogido en este libro pero disponible en este enlace. En él, conocedor de su inminente muerte, traza un bosquejo de su vida, de sus logros y, lo más importante, de lo que aún le queda por hacer en esos días o semanas restantes. Una lección que nos deja tras haberla aprendido de David Hume. Igualmente, comparto este otro artículo, de poco antes, con motivo de su ochenta cumpleaños, otro ejemplo de su carácter y sabiduría.

Todo en su sitio tiene un tono triste, sin duda, el que le da el lector que ya conoce el desenlace. Sin duda, la vida de Sacks no fue fácil pero supo encararla siempre de una manera afable y positiva. Su secreto tal vez se expresa en el título de dos de sus libros, Gratitud y En movimiento. Dos máximas a la altura de cualquiera otras.