22 de abril de 2012

La juguetería errante (Edmund Crispin)



Hay novelas de misterio en las que el interés del lector descansa en tratar de averiguar el desenlace, de recoger las pistas que el autor desperdiga y anticipar (cuantas más páginas mejor) quién fue el asesino, el ladrón, el culpable en definitiva. Hay otras novelas de misterio en las que el lector disfruta con la propia trama, con los giros imprevistos (muchos de ellos contra toda lógica) y en las que arribar al destino, como en la Ítaca de Kavafis, no es sino la oportunidad de echar la vista atrás y saborear lo recorrido.

Esto es lo mismo que decir que hay novelas de misterio malas y novelas de misterio buenas, aunque como en todo en la vida, son cuestiones de gusto.

Quizá lo que haya sea dos formas de leer novelas de misterio, las de quienes las ven como un acertijo que se les ofrece, del que suelen salir mal parados -salvo por el azar -ya que nadie hay más tramposo que un escritor de este género- y la de quienes sólo desean disfrutar de los razonamientos de los protagonistas y de una multitud de hilos sueltos que jalonan una narración trepidante.

La juguetería errante pertenece sin duda alguna al segundo grupo, al de las buenas novelas, al de aquellas obras escaparate del ingenio de su autor y en las que muchas veces olvidamos al poco quién fue el asesino o sus motivos, tan anecdótico nos parece.

Como todo buen libro, La juguetería errante guarda misterios incluso en la figura de su autor. Edmund Crispin es el seudónimo bajo el que se esconde un auténtico esnob inglés, Bruce Montgomery, formado (cómo no) en Oxford, compositor de diversas obras corales, guionista de comedias para el cine y que ganó fama gracias a varias novelas de misterio escritas entre los años 1944 y 1952 para luego abandonar la escritura de ficción y centrarse en la redacción de reseñas sobre novelas policiacas y ciencia ficción hasta su muerte.

Edmund Crispin - Bruce Montgomery

De entre todas sus novelas destaca La juguetería errante, obra maestra del género, tanto por su gancho para el lector como por los diversos golpes cómicos de los que está repleta. Veamos.

Richard Cadogan, un poeta laureado -pero de escaso reconocimiento público-, decide escapar de Londres a la búsqueda de aventuras que puedan romper la monotonía de su vida y permitirle recuperar algo de la inspiración y frescura que anhela. Desconcertantemente, en un alarde de ardor y bravura, decide desplazarse a Oxford, donde estudió de joven y donde nadie más que él podría confiar en encontrar el tipo de estímulo que sacuda una vida. Pero Cadogan lo encuentra, al verse envuelto en una extraña escena en la que descubre en una vieja juguetería el cadáver de una anciana, claramente asesinada. Horas después, y recuperado del desvanecimiento producido por un golpe que un desconocido le ha propinado, vuelve a la escena del crimen acompañado por la policía y descubre que lo que antes era una juguetería, ahora es una tienda de ultramarinos que parece haber estado siempre ubicada allí, sin rastro del cadáver de la anciana.

Antes de enloquecer, decide visitar a Gervase Fen (protagonista de todas las novelas de Crispin), antiguo compañero de estudios, actualmente profesor de Literatura y residente en el college St. Christopher, casualmente, investigador aficionado con quien comienza a atar los cabos sueltos de esta historia que les llevará a descubrir un complot para acabar con la vida de la anciana, único obstáculo para que unos legatarios cobren la fabulosa suma que una excéntrica y amargada dama ha decidido confiarles de manera arbitraria para el caso de que su única familiar no reclame la herencia en un plazo determinado.



Y a partir de aquí, comienzan a cumplirse todos los tópicos esperables de una novela inglesa de este estilo. Una saludable combinación de ingenio e ironía, de personajes dignos de una obra de teatro de Oscar Wilde, de situaciones hilarantes (que no desternillantes), un punto de esnobismo continuo resaltado por la excéntrica personalidad de Gervase.

Publicada en 1946, su autor logra pasar por alto que ha ocurrido una guerra mundial, que los habitantes del Reino Unido tienen racionado casi cualquier alimento que se pueda imaginar y que un nuevo tiempo ha venido para alterar el orden social de caballeros y sirvientes.

Pero así es la Inglaterra de Edmund Crispin, ajena a lo que acontece en el mundo, sólo fiel a sí misma y a sus clichés (comenzando por esa afición tan británica por el crimen sórdido pero pulcro al tiempo) .

Lo que no escapa al inmisericorde ojo de Edmund Crispin es el mundo literario de su tiempo. Dado que los dos protagonistas son literatos oxonienses, las referencias y citas (tanto a autores remotos, como a otros más próximos en el tiempo) son frecuentes, obligando a un abultado número de notas explicativas que ponen a prueba los conocimientos de José C. Vales al margen de los méritos de su traducción y el refinado olfato de la editorial Impedimenta.



En este mundo cómico (pero en el que se asesina a personas indefensas) los camioneros resultan ser admiradores de la obra de D.H. Lawrence y el comisario de Oxford se devana los sesos tratando de concretar el sentido último de Medida por medida de William Shakespeare. Improbable, aunque no imposible.

Porque Crispin, entre cuyas aficiones enumeraba vaguear y observar a los gatos, tal vez conociera mejor el alma humana que cualquier otro y esos contrastes reflejen a la perfección una realidad que en 1946 se había tornado incomprensible. Que pocos años antes un gran país hubiera vuelto la espalda a su tradición humanista y racional abrazando un doctrina que renegaba de su verdadero pasado (no el inventado para mayor engrandecimiento de sus líderes), capaz de poner en marcha planes tan espeluznantes como la Solución Final, pone de manifiesto que las contradicciones no son patrimonio de la ficción aunque sólo en ella podemos disfrutar de su esperpento, y así debiera ser siempre.

2 de abril de 2012

Vía Revolucionaria (Richard Yates)


Hay un proverbio que asegura que si no sabes a dónde te diriges, cualquier camino te llevará allí. Y podría muy bien aplicarse a Frank Wheeler, el protagonista de Vía Revolucionaria, la primera y mejor novela de Richard Yates, publicada por Punto de Lectura y traducida por Luis Murillo.

Frank es un joven al que sus compañeros del Ejército y colegas de correrías consideran brillante por su retórica e ingenio, por la claridad de ideas y la vehemencia con que las expone y defiende, alguien a quien se puede y se debe prestar atención. Todos coinciden en que tan solo necesita tiempo para aclarar qué quiere de la vida y poder conseguirlo.

Eso mismo parece pensar April, su esposa, a quien ha conocido en un bar de Nueva York y de la que se enamora al corresponderse con la imagen de mujer a cuyo lado se imagina. Las cosas tal vez se precipitan un poco cuando ella queda embarazada y, tras muchas discusiones, deciden dejar de lado los planes de April para abortar clandestinamente. Ahora Frank no tendrá tiempo para encontrase a sí mismo. La necesidad de buscar un trabajo le lleva a la empresa anodina y burocrática en la que su padre estuvo empleado durante toda la vida, confiando en que una ocupación de escaso interés le permitirá no sentirse atado para futuras decisiones. Algo temporal y transitorio.

Pero llega un segundo hijo y la mudanza a una casa del extrarradio, en Vía Revolucionaria, un nombre algo paradójico para un vecindario típico de la Norteamérica de los primeros años cincuenta, en el que la tranquila vida familiar trata de ser preservada a toda costa, donde las convenciones y la rutina son la base de la convivencia entre vecinos y en el que los brotes disonantes son sometidos con firmeza en defensa de la decencia y el decoro.


Y es en este punto en el que Richard Yates nos presenta al matrimonio Wheeler y a sus dos encantadores hijos, precisamente cuando April, que de joven asistió a una escuela para actores, va a actuar como protagonista en una representación de El bosque petrificado organizada por un grupo de aficionados de la zona. La obra es un verdadero fracaso y ni siquiera April es capaz de estar a la altura, disgustándola de un modo mucho más profundo de lo que su marido puede comprender.

April es hija de una pareja divorciada de clase alta de Nueva York y pronto queda huérfana y al cuidado de familiares. Su infancia transcurre entre el aislamiento y la soledad. Su falta de cariño le impide tener sentimientos plenos al respecto. Tratando de buscar su propio camino comienza sus clases de interpretación como medio de afirmar su autonomía, sabiendo que de ese modo contravendrá todo lo que sus padres representaban, hasta que Frank se cruza en su vida y queda impresionada por este joven locuaz y brillante, lo que ella define como el “hombre más interesante del mundo”. Su idea de un matrimonio con un hombre excitante y diferente, capaz de amar y de expresar sus sentimientos es la perfecta vía de escape de su pasado.

Pero el fracaso de la función le recuerda que su vida se parece demasiado a la de quienes le rodean, a los vecinos de los que se burla con Frank en las noches de los domingos, cuando los niños ya están acostados y el alcohol les ayuda a creerse diferentes y, por supuesto, mejores. April comprende que huyó de una vida que odiaba para caer en una trampa similar y culpa de ello a Frank. Todas las promesas y planes de juventud, lo que pudo haber sido y quedó en nada, todo se agolpa y reformula en reproche y resentimiento.



 Poco comprende Frank de lo que le ocurre a su mujer y cuando ésta vuelve a mostrarse cariñosa y comprensiva cree que la tormenta ha pasado una vez más. Pero April no es capaz de superar sus traumas, sólo los reorienta y pasa a culparse a sí misma de la situación en que se encuentran. Si hubiera tenido el valor de abortar, Frank no se habría visto obligado a buscar precipitadamente un trabajo que odia y podría haber logrado algo grande, fuera lo que fuera.

Y nunca es tarde si uno pone los medios, así que la nueva April se vuelca en un plan fantasioso que le sirve como válvula de escape de toda la presión que la realidad ejerce sobre su matrimonio. Dejar el trabajo, vender la casa y mudarse a Europa con los niños. Ella será quien trabaje y sostenga a la familia (sentimiento muy moderno en los años cincuenta y que Frank duda si atenta contra su virilidad) mientras su marido se dedica a pensar en su futuro, a desarrollar sus ideas, su talento.

Pero vayamos a Frank, un personaje muy logrado, que mezcla superioridad y vulnerabilidad a partes iguales con la suficiente credibilidad como para hacerle real y vivo. De niño Frank tiene una vida bastante convencional, marcada por sucesivos traslados de domicilio por el trabajo de su padre. Esto dificulta que mantenga relaciones estables y posiblemente retrasa su madurez ya que parece no despertar el interés de nadie.

Pero llega la guerra y el ejército parece cambiar a Frank. Fortalece su carácter y, sin saber muy bien cómo, sus ideas comienzan a ser tenidas en cuenta, incluso surge un pequeño círculo de admiradores que comparte la opinión de que Frank está llamado a algo grande. Y este consenso impulsa a Frank, le hace más temerario, más radical, hasta conocer a April y mudarse a Revolutionary Road. Todos sus deseos y aspiraciones parecen quedar enterrados en el jardín de la casa familiar a la espera de un mejor despertar. Ocasionalmente, Frank recupera cierto impulso pero siempre como reflejo de la opinión que otros manifiestan sobre él. La posibilidad de impresionar es lo que activa a Frank sacudiéndole de la apatía que tanto detesta en otros.

Richard Yates
Así no extraña al lector que acoja con entusiasmo (tras los recelos iniciales) la propuesta de April de viajar a Europa y descubrirse a sí mismo, al tiempo que acepta con cierto orgullo implicarse en una iniciativa laboral que le saque de su rutina e indiferencia habitual pero que compromete su proyectada huida europea. Un paso en una dirección, otro en la contraria.

Al final, Frank no es tan atrevido como simula, ni tan bohemio o preclaro como desea y un sorpresivo embarazo de April (el tercero) le sirve como excusa para demorar, una vez más, el tan ansiado (de palabra) descubrimiento de sus talentos. Y es que, probablemente, Frank intuye que es una pequeña farsa andante, que la admiración casual que puede despertar en algunas personas (propensas a dejarse impresionar) no responde a motivos concretos, tan solo a pequeños gestos y giros aprendidos y cultivados y que al final de un largo viaje (oceánico y al interior de sí mismo) le aguarda el descubrir una cáscara vacía.

Frank se debate entre la imagen que desea transmitir de sí mismo, la que genera adulación, la que le impulsa a sentirse superior y a desdeñar a vecinos y compañeros de trabajo, y una profunda necesidad de estabilidad y reconocimiento social. Pero April se ha decantado definitivamente por la primera visión, la de un matrimonio saltando las convenciones y dejando a un lado cualquier forma de convencionalismo.

Así volvemos al mismo punto de partida de los Wheeler. Otro embarazo que se interpone en los planes de la pareja, para hundirles más en una vida que no desean (tal vez Frank sí). Pero April se las apañará para que nada se interponga entre sus deseos y la cruda realidad.

La desoladora historia de los Wheeler es vista tradicionalmente como el lado oscuro del american way of life, los daños colaterales de la domesticación por el consumo y los costes sicológicos de la uniformidad. Pero si así fuera, ¿tendría vigencia en nuestros días? ¿No tendríamos mejores referencias literarias para este fenómeno? El tema de esta novela es algo que nos resulta mucho más próximo e igual de actual que lo que pudo ser en los años cincuenta.


Sin duda, el principal mérito que convierte a Revolutionary Road en una obra clásica es su capacidad para crear dos personajes soberbios, complejos y al tiempo, tremendamente vulnerables, cuya vida en común sólo puede definirse como destructiva. Dos personajes con orígenes diferentes y fines enfrentado que, sin embargo, se necesitan. El mejor Frank, el que sabe expresar los pensamientos confusos de su esposa, es el sostén de la atribulada April. La fe de ésta en los méritos de su marido (“eres el hombre más interesante del mundo”) es el mejor apoyo para la autoestima oscilante de Frank. Pero la necesidad no es necesariamente el mejor de los pegamentos.

Esta dramática historia supone una aproximación espléndida al derrumbe de una relación por la muerte de los puentes que unen a ambos y que nos permite reflexionar sobre el modo en que influyen nuestros deseos en nuestros actos o en qué medida somos capaces de sobreponernos a la imagen que deseamos proyectar a los demás. ¿En qué punto se hace evidente que esta relación está abocada al fracaso?¿Pudieron hacer algo para evitarlo? Ambos parecen empujarse mutuamente, alimentar las ilusiones del otro, hasta un punto en el que ninguno parece ya capaz de controlar las fuerzas que ha desatado.

Revolutionary Road nos habla de los límites, los propios y los de una relación. Todos, llegado un momento, hemos de enfrentarnos al hecho de no estar a la altura de nuestros sueños de juventud lo que no ha de impedirnos estar a la altura de nuestros sueños de madurez y hacer de estos los mejores sueños posibles.