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2 de julio de 2025

El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Mariana Mazzucato y Rosie Collington)


Muchos habrán pasado por una experiencia similar en sus lugares de trabajo. Un día se anuncia la llegada de una consultora, una empresa —normalmente de gran renombre y altos costes— que viene para ayudar a "mejorar el trabajo", el modo en que se hace. Que nadie se preocupe: solo vienen a ayudar, a cambiar desde fuera, con otros ojos, con ideas frescas, sin los vicios que arrastramos en nuestro día a día.


Y llegan. Se sientan con todas las personas. Entrevistan, tomando infinidad de notas, mostrando un interés genuino y sincero. Se nota que no tienen mucha idea: sus preguntas denotan un sesgo muy claro y evidencian una falta absoluta de interés por el propósito del trabajo que uno desempeña, por el impacto en el cliente o en el resto de áreas con las que te relacionas.


Y así, un día aparece el informe de la consultora. En ese informe uno confirma sus intuiciones: falta de conocimiento sobre el contenido del trabajo, sobre las complejidades en determinados puntos o las ineficiencias en otros. Todo ello ha sido normalmente obviado por una mezcla de desconocimiento e interés por cumplir con la finalidad por la que fueron llamados por el equipo de dirección.


Porque no es cuestión de culparles. A fin de cuentas, tú puedes trabajar en el sector de la distribución de mercancías peligrosas y ellos vienen de eficientar una empresa de congelación de esperma. Y tampoco es para molestarse si en la mayoría de las preciosas diapositivas que han utilizado han sustituido sin más los iconos de condones por los de camiones.


Y resulta que luego se quedan también para implantar, porque tal vez sus brillantes ideas necesiten de alguien que las impulse, que no las sabotee. Y se quedan para asegurar que todo sale como ellos lo han dibujado. Y, entre tanto, terminan por convertirse en unos compañeros más, empleados que suplen a los que ya no se pueden contratar por restricciones presupuestarias. Y aunque vayan identificados con una tarjeta para que quede claro que no son empleados sino “externos” y así evitar los riesgos de demanda por cesión ilegal de trabajadores, a todos los efectos son uno más.


Entre tanto, siguen generando ideas, en ocasiones hasta alterando sus propuestas iniciales, siempre con la promesa, como la zanahoria de la fábula de Esopo, de que el paso definitivo hacia la suprema eficiencia está a la vuelta de la esquina, a la vuelta del último PowerPoint, tal vez el que han empleado hace poco para otro cliente, pongamos que de una cadena de restaurantes de comida rápida, porque ya se sabe que los secretos de la eficiencia valen en todo lugar y circunstancia.


Y un día proponen, como si nada, que todos los procedimientos, los protocolos, las dailys, weeklys, monthlys, las BR y los entregables, que todos los puntos de control y situación, los pains y dashboards, no son más que una prueba de que el trabajo se ha vuelto muy complejo, de que no hay foco en el cliente y de que corremos el riesgo de volvernos unos funcionarios. Y, en una última pirueta, se propone la vuelta a un modelo más sencillo, más ágil, que suele parecerse bastante al que regía el día en que ellos llegaron.


Y eso, solo si entre medias el directivo de turno no ha cambiado y se ha llevado consigo a su consultora de confianza, y el nuevo se ha traído la suya. Porque, para gustos, consultoras.


En El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Taurus, 2023), Mariana Mazzucato  y Rosie Collington desmontan esa gran obra de teatro contemporáneo que es el negocio de la consultoría global. Lo hacen con una mezcla brillante de rigor académico y narración escandalizada, rozando la conspiranoia del Código Da Vinci.


Desde la profesionalización del management en el siglo XX hasta el auge actual de las grandes firmas como McKinsey, BCG, Bain o Deloitte, el libro traza una genealogía crítica del papel que las consultoras han jugado en la transformación del mundo del trabajo. Lo que empieza como un proceso de racionalización termina convirtiéndose en una forma de dominación simbólica en la que los saberes se externalizan, las decisiones se despolitizan y el poder se esconde detrás de informes de cien páginas con iconografía de colores.


Como bien apuntan Mazzucato y Collington, las consultoras no tienen toda la culpa. En muchas ocasiones, las decisiones complejas y arriesgadas, las que impliquen inversiones millonarias, necesitan de un tercero al que poder echar la culpa si algo sale mal, o de alguien que justifique con su caro sello las decisiones que previamente ya ha tomado la dirección. Así, estas consultoras, cuyas finanzas son siempre más opacas que las de las empresas a las que asesoran, se convierten en portavoces de los deseos que los directivos sin ideas y sin valor no se atreven a expresar.


Estas empresas se afanan por vender imagen, gestionar sus logros más allá de cualquier duda. Los socios, tan interesados en establecer métricas para cuantificar cualquier aspecto de la empresa asesorada, serán muy reacios a la hora de establecer el mismo rigor para medir sus propios éxitos. Mazzucato señala con descaro que la aportación de valor para sus clientes de estas empresas debería ser, como mínimo, igual o inferior al coste que les facturan. Y sin embargo, nada hace creer que esto sea así.


Entonces, ¿son imbéciles los directivos? Ya se ha dicho que en muchas ocasiones se trata de cobardía a la hora de adoptar decisiones, falta de ideas o carencia de liderazgo para imponerlas. Pero en otras ocasiones estamos ante las puertas giratorias del negocio. Los directivos muchas veces provienen de estas mismas consultoras, son ellos quienes les generan negocio; en suma, creen realmente que aportan un valor considerable ya que, a fin de cuentas, nadie en su sano juicio creería que su trabajo no vale nada y ellos crecieron profesionalmente en estas firmas. No nos gusta mirarnos al espejo y que éste se rompa.


Las consultoras crean apariencia de ciencia. Sus escuelas de formación interna se abren al exterior y se rebautizan como "universidades" para dotarlas de un prestigio que no merecen. Sus publicaciones, bajo nombres que las equiparan a revistas de rigor científico, no son sino publicidad continua, con artículos que no son revisados por pares, con autobombo y autocomplacencia.

 



 

Las consultoras, en suma, no ayudan a pensar: ayudan a evitar pensar. Y en esa evasión, gobiernos y empresas se deslizan por la pendiente de la irresponsabilidad. Cuando un cambio no funciona, se culpa a la ejecución. Cuando el impacto es negativo, se culpa a la resistencia cultural. Cuando hay un escándalo, se niega que la consultora tuviera poder real. Pero El gran engaño demuestra que ese poder existe, y se ejerce de forma opaca, extractiva y peligrosamente desregulada.


Uno de los capítulos más demoledores del libro es el que relata el caso de Puerto Rico. Tras el huracán María, McKinsey participó en el diseño de las medidas de ajuste presupuestario que afectaron dramáticamente a los servicios públicos. Lo inquietante no es solo que se aplicaran recetas propias del mundo empresarial a un país devastado, sino que la propia consultora tenía intereses financieros en los bonos de deuda puertorriqueños. Es decir, ayudaba a definir políticas que afectaban el valor de unos activos de los que, en secreto, era beneficiaria. Más que conflicto de interés, se trata de una captura corporativa sin máscaras.


Y este no es un caso aislado. Como advierte el libro, buena parte del modelo de negocio de las consultoras se basa en esa zona gris donde se mezclan “recomendaciones estratégicas” y “valor compartido”. Como bien explica el libro, muchas de estas firmas viven de replicar soluciones prefabricadas y maquillarlas con un nuevo logo y un par de anécdotas personalizadas.


Estas empresas han logrado entrar incluso en mercados en vías de desarrollo donde aparentemente poco tendrían que aportar. Sin embargo, lo hacen de la mano de las multinacionales que se instalan en esos países, pero también para implementar los planes de ahorro que las organizaciones como el Banco Mundial o el FMI imponen a los Estados en vías de desarrollo para concederles ayudas, moratorias.


Otras técnicas que emplean estas empresas son las de asesorar a gobiernos a muy bajo coste, ofrecer incluso materiales y guías gratuitas para lograr un conocimiento de la estructura de sus clientes que les terminará por colocar en una buena posición cuando se abra un concurso público o cuando otro cliente requiera de sus servicios. Publicitarse como colaborador en proyectos altruistas es una buena inversión publicitaria. Igualmente, Mazzucato se recrea en cómo los apartados de las páginas de estas grandes consultoras ponen un énfasis desmedido en el medio ambiente, el cambio climático, con sorna asegura que a veces duda de si está en la página de Greenpeace o en la de Deloitte. Y es que el negocio de la sostenibilidad es demasiado jugoso como para andarse con tonterías y, a fin de cuentas, uno tiene que vender las recetas que curen los males que ayudamos a provocar.


Por otro lado, las conexiones entre el mundo de la auditoría y el de la consultoría han traído escándalos y dudas más que razonables sobre la honestidad del modelo de negocio en sí de estas grandes empresas. El resultado es paradójico: más consultoría, menos inteligencia institucional.


Lo que Mazzucato y Collington denuncian no es solo una práctica empresarial dudosa, sino una transformación profunda de cómo se gobiernan nuestras instituciones. Las consultoras han colonizado no sólo la empresa privada, sino también el Estado. Bajo la lógica de “modernización”, se han vaciado ministerios, se han debilitado servicios públicos y se ha infantilizado al poder político. Se les convence de que no saben, de que no pueden, de que alguien de fuera, más joven, más caro, más “data driven”, lo hará mejor.


Pero como tantas veces ocurre, el resultado es el contrario: menos capacidad técnica, menos memoria institucional, más dependencia. El libro sugiere que este proceso tiene consecuencias incluso sobre la calidad de nuestras democracias. La externalización sistemática de la toma de decisiones diluye la responsabilidad pública. ¿Quién votó a Accenture? ¿Quién eligió a McKinsey? ¿A quién se le exige cuentas cuando fallan?


Los errores en las decisiones públicas, como demuestran varios de los ejemplos citados en el libro, no son pagados por los responsables públicos que eligieron a las consultoras; tampoco lo pagan estas, ya hemos hablado de que no es fácil medir su grado de éxito o fracaso; lo terminan pagando los ciudadanos que no han intervenido en este proceso, en forma de sobrecarga de impuestos o peores servicios públicos.


Mariana Mazzucato ya ha venido demostrando su interés por la economía pública y los falsos mitos que la rodean como ya hizo en El Estado emprendedor, y aquí continúa exponiendo su reivindicación del papel del Estado, papel que se ve socavado por la injerencia de estas consultoras. 


El gran engaño no es solo un ensayo sobre el mundo de la consultoría, es una advertencia sobre un modelo económico que ha sustituido la reflexión por el protocolo, la política por la presentación, el compromiso por la palabrería hueca. Un libro como este incomoda, y esa es una de sus grandes virtudes. Porque incomoda a los tecnócratas, a los directivos acomodados, a los gobiernos débiles. Pero, sobre todo, incomoda a quienes aún creen que el conocimiento importa, que la decisión democrática vale más que la receta genérica, y que no todo lo que brilla en un PowerPoint debe regir nuestras vidas.


Lo que Mazzucato y Collington ponen sobre la mesa es una llamada a recuperar el control, a defender la inteligencia colectiva frente a la subcontratación del pensamiento. Y así,  quizá, solo quizá, la próxima vez que una consultora cruce la puerta, alguien tenga el valor de preguntar: ¿y si no los necesitamos?

 

 

1 de junio de 2025

Correo literario (Wislawa Szymborska)


Como ocurre en muchas ocasiones, la concesión del Premio Nobel de Literatura de 1996 fue una auténtica sorpresa. La premiada era una poeta polaca no muy conocida fuera de su ámbito geográfico. Poco se podía saber sobre su obra de la que solo constaban algunas traducciones en una antología poética. 


Sin embargo, Wislawa Szymborska había publicado su primer poema en 1945 (Busco la palabra) y su primer poemario en 1952 (Por eso vivimos). Su siguiente publicación, Preguntas hechas a una misma (1957), vuelve a poner el foco en el diálogo interior y la importancia del lenguaje. 


Porque, aunque estos primeros poemas se enmarcan en la corriente de realismo soviético del que poco a poco la autora fue apartándose en busca de un toque más cercano e individual, lo cierto es que estos títulos reflejan de manera perfecta su percepción sobre el arte, tal y como años más tarde, en el discurso de recepción del Premio Nobel lo expresaría de manera certera. Szymborska afirmaba que el poeta debía ser como el científico, debe plantearse que no sabe, debe interrogarse, por qué sufrimos, por qué gozamos, por qué nos tenemos que ir. El asombro surge siempre de la comparación con algo, con lo común, pero en poesía nada debe ser tomado por común, por habitual. Y así, en sus poemas, lo común y habitual nunca es un tópico, siempre trasciende a lo descrito. 

 

Pero esta trascendencia, incluso el ánimo de la autora por escribir realmente muy poco, en todos los sentidos (su discurso citado ha sido uno de los más breves de toda la historia de la Academia sueca), no nos debe llevar a engaño. Szymborska no es una sesuda y seria señora que escribe poemas para suspirar sobre la insoportable levedad del ser.  Nada más lejos de la realidad. 


Durante muchos años trabajó en la revista Vida Literaria en la que, entre otras labores, publicó una columna en la que daba cuenta de las obras, relatos, poemas, que remitían jóvenes (más bien primerizos en las letras, jóvenes o no) pidiendo su publicación o, cuando menos, su valoración. 


Correo literario (Nórdica Libros) es precisamente una selección de estos comentarios en la que la poeta da rienda suelta a sus gustos y caprichos, a su ironía, simpática y cruel a un tiempo. 


Mi novio dice que soy demasiado guapa para escribir buena poesía. ¿Qué piensan de los poemas que adjunto?». Creemos que es usted, efectivamente, una chica muy guapa.


Pero también hay consejos sinceros. Como ya he comentado, la sencillez en la expresión es un valor que la escritora defiende con fervor.

 

Los esfuerzos por ser cada vez más poéticos son la inseguridad más frecuente de los poetas primerizos. Temen la más sencilla de las frases e intentan enmarañarla, y complicarse la vida ellos mismos y complicársela a los demás.

 

Y el estilo tampoco puede quedar al margen. No se trata tanto de reprender en ocasiones a sus corresponsales por el uso de temas manidos o imágenes gastadas, sino que aquellas no deberían emplearse sin un sentido claro, una finalidad y una inspiración que las justifique. 


¿Qué separa a las personas? Un muro invisible. ¿Con qué se puede comparar una gran ciudad? Con una colmena o con la jungla. ¿Cómo es el vacío? El vacío es estéril. ¿Qué hace una cuerda que se tensa? Se rompe, claro. ¿Qué ha decepcionado a este redactor? Todo eso.

Tenemos un principio. Todos los poemas sobre la primavera quedan descalificados automáticamente. Es un tema que ha dejado de existir en la poesía. En la vida sigue existiendo, claro. Pero son dos cosas distintas.


Toda obra ha de guardar una cierta correspondencia con la realidad. Es decir, la poética no excluye la aplicación de la lógica o la vulneración del sentido crítico, tenemos aquí esa visión del poeta como indagador y explicador de la realidad. 


Las descripciones de la naturaleza no forman parte de las prestaciones obligatorias de un escritor. Si no se tienen suficientes palabras frescas para hacer que la descripción sea interesante, es mejor olvidarse de los destellos de la luna en el agua. Además, el fragmento de la novela que nos ha enviado trata del robo de una vaca. En un momento así, ni el ladrón ni la vaca sacada del establo están como para admirar los encantos de la naturaleza.

¿Por qué y para qué escribimos? Sin duda, porque entendemos que lo que queremos transmitir es valioso. Sin embargo, la distancia que media entre lo que creemos interesante para el mundo, no es sino lo que, en nuestra limitada experiencia nos lo parece a nosotros mismos. 


Las mujeres de sus relatos tienen nombres distintos, pero por lo demás son idénticas y de un idéntico muy poco interesante. Por el amor de Dios, por esta patria nuestra se pasean montones de mujeres no solo guapas, sino además valientes, espabiladas, graciosas y encantadoras en la conversación, e incluso cuando son unas arpías tienen un nivel exorbitante, por lo que se distinguen positivamente en el mercado internacional.

Así que no es extraño que las dos principales recetas que Szymborska ofrece a sus advenedizos literatos son la lectura intensiva de buenos libros y una vida y experiencia que le permita sacar provecho de esas lecturas, crear una voz propia, forjar una visión que realmente merezca ser compartida con el resto del mundo, si no, mejor escribir para la criada. 


Le aconsejamos que lea más, que salga con mayor frecuencia y tenga más contacto con la realidad, y que escriba menos y que se haga solo aquellas preguntas a las que es posible dar respuesta.

Como se pone de manifiesto en la introducción al libro, una entrevista que le hacen a la autora, ésta siempre se ha maravillado de que parezca que el mero hecho de saber escribir dos palabras juntas presuponga que uno ya está dotado para la alta literatura, a diferencia de lo que ocurriría con un músico del que se espera una larga carrera dedicada al estudio. 


«He escrito por casualidad veinte poemas. Me gustaría verlos publicados»… Desgraciadamente, tenía razón el gran Pasteur cuando dijo que el azar solo favorecía a los espíritus preparados. Las musas le pillaron a usted en paños menores, espiritualmente hablando.



«Suspiro a ser poetisa». En esta situación, gimo ser redactor.

En esta ingrata labor, la autora polaca se desgañitaba ante manuscritos emborronados, ilegibles, mal escritos, sin respeto a una mínima regla ortográfica. Clamaba en el desierto, ya se ve que en nuestros días también nos quejamos de lo mismo, no creo que en la Polonia de los años sesenta tuvieran una ESO.


Cualquier cosa en este mundo se desgasta con el uso, excepto las reglas gramaticales. Utilícelas sin miedo, hay suficientes para todos.



Ninguno de nosotros fue capaz de descifrar sus manuscritos, que al principio tomamos por poemas. Tan solo en la farmacia consiguieron hacerlo. Los medicamentos se pueden recoger en la secretaría de la redacción.

Pero, en ocasiones, Szymborska se despachaba con un fresco sentido del humor que seguramente desconcertaba a sus lectores. 


Pregunta usted qué opinión tenemos sobre Homero. Hasta ahora, la mejor posible. ¿Por? ¿Ha pasado algo?

Usted, señor Marek, ha contribuido de una manera simpática a aumentar esta lista enviándonos un puñado de poemas finlandeses (¡en versión original!) con la propuesta de que elijamos para la publicación los que queramos, y de que una vez hayamos hecho la selección, usted se compromete a traducirlos. La verdad es que, a primera vista, todos los poemas nos gustan mucho, están escritos en un bonito papel, el tipo de letra es claro y la impresión es buena, el interlineado y los márgenes son regulares, solo hay una palabra tachada con bolígrafo azul, lo cual no afea demasiado el poema y demuestra, además, que el autor se ha preocupado de corregir cuidadosamente el texto mecanografiado.


También combate mitos y falsas creencias sobre el escritor. Ni vive en una torre de marfil, ni se suicida varias veces al día, ni vive en cafés, ni escribe en una catarsis de embriaguez continua. 



Si alguien bebe, lo hace entre un verso y otro. Es la cruda realidad. Es más, si el alcohol fuera el coautor de la gran poesía, uno de cada tres ciudadanos de nuestro país sería, al menos, un Horacio. 


Y así podríamos continuar con divertidos ejemplos del estilo sagaz e inteligente de la poeta polaca. Pero, pongamos orden. Correo literario no es una obra llena de chismorreos y bromas, antes bien, estos comentarios son el reverso de la excepcional calidad humana y literaria de su autora. En ellos vemos sus preocupaciones, su disgusto ante lo que no cree digno de ese nombre, su preocupación por el papel que los autores ejercen sobre sus lectores. Una misión que tal vez le preocupaba, que seguramente influyó en lo mermado de su obra, pero que nos regaló una autora que aún tenemos pendiente de descubrir.

 

 

23 de mayo de 2025

Homo Deus: Breve historia del mañana (Yuval Noaḥ Harari)


 


¿Qué pasaría si la Humanidad, en su búsqueda imparable del progreso, estuviera cambiando su propia esencia? En Homo Deus, Yuval Noah Harari nos lanza una advertencia perturbadora: los días de los humanos tal como los conocemos podrían estar contados. Con un estilo ameno pero profundo, Harari nos lleva desde los primeros pasos de nuestra especie hasta un futuro donde la tecnología y los algoritmos podrían reescribir nuestras vidas, nuestro destino y hasta nuestra propia esencia. Si el futuro te parece prometedor, Homo Deus retará tu optimismo.


En Sapiens (De animales a dioses), Yuval Noah Harari describía cómo la especie humana se había impuesto sobre el resto de seres vivos gracias a su capacidad de colaboración a gran escala merced a su capacidad para crear ideas abstractas, relatos y conceptos como el dinero, el estado o la religión, que servían como mecanismo de cooperación. A partir de aquí, el historiador israelí hacía un repaso de los grandes hitos de la Historia tomando como base precisamente esa habilidad colaborativa, fruto de esas abstracciones a las que tan afines resultamos ser.


En Homo Deus (Breve historia del mañana), publicado por Debate, el historiador da un paso más en su reflexión, saltando del pasado histórico al hipotético y más probable futuro a juzgar por las tendencias que se vienen poniendo de manifiesto en los últimos años. Es decir, el autor renuncia a ser historiador y pasa a convertirse en augur. El juego es arriesgado porque, tal y como corren los tiempos, sus vaticinios pueden caer pronto en el olvido. Si algo debería enseñarnos la Historia es que precisamente quien vive en el presente es el peor juez de lo que está por venir. Normalmente las tendencias más desapercibidas e imprevistas son las que terminan por resultar cruciales y las más evidentes las que se desvanecen en el humo del tiempo. Así, el libro publicado en 2016 no pudo prever la llegada del COVID-19 o la irrupción de la IA antes de lo esperado como una cuestión central del debate público.


Pero vayamos al nudo esencial de esta obra, lo que pasa por saltar precisamente a su final, la definición de las tres preguntas en torno a las cuales Yuval Noah Harari cree que pivotará todo lo que está por llegar.


La Ciencia ha venido a levantar el telón sobre el mundo que nos rodea, alejando la explicación mítica o religiosa y arrojando luz sobre la mayoría de los procesos naturales. Pero también, y más recientemente, ha abordado la magia de nuestro comportamiento, nuestros procesos mentales, y según más se descubre más se percibe que gran parte de lo que somos no resulta otra cosa que la consecuencia de algoritmos. Es decir, cuando una persona ayuda a cruzar la calle a una anciana no actúa bajo un impulso moral sino más bien como consecuencia de un conjunto de datos que le llevan a ello de manera inexorable. Hemos de unir información tal como la experiencia previa del sujeto, una cierta inclinación genética, su situación en el momento concreto (la prisa que lleve, si tiene o ha tenido una madre o persona próxima en situación de vulnerabilidad, si ha recibido ayuda similar, si el rostro de la anciana le resulta familiar o amigable, ...). Si lográsemos reunir toda la información que nuestro cerebro maneja y la combinásemos en la proporción adecuada, apenas quedaría un margen mínimo al libre albedrío. Las emociones, pensamientos y actos no derivan, por tanto, de nuestra decisión sino más bien de factores biológicos, químicos y de otro tipo.


En el relato histórico, el Hombre comenzó siendo una creación divina, a imagen y semejanza de su creador, lo que nos hacía superiores al resto de seres vivos gracias a ese aliento sagrado. El Hombre, más allá de esos instintos poseía conciencia del yo y estaba dotado de unas inclinaciones morales de las que el resto de especies carecía. La Ciencia nos dice ahora que esto no es necesariamente cierto y que los pocos recovecos en los que aún parece refugiarse esa capacidad moral y volitiva podrán ser pronto también desvelados como fruto del algoritmo.


En un breve periodo histórico hemos pasado de consultar los libros sagrados en los que veíamos la sabiduría y conocimientos de una minoría sacerdotal a recurrir a nosotros mismos en ese proceso de endiosamiento de los hombres. A nivel individual se expresa en las ideas sobre la necesidad de recurrir a nuestros sentimientos, emociones o intuiciones como la mejor guía, Lo que tú creas será lo mejor para tí. A nivel colectivo nada dictará mejor las leyes del mercado, de la política o de los movimientos sociales que la unión de las voluntades de los individuos, tomando las formas del capitalismo, la democracia liberal o la tan vaporosa y manipulable opinión pública.


Harari ve en estos movimientos el mejor modo en el que la Humanidad ha logrado manejar la cada vez mayor cantidad de información a nuestra disposición. Nadie mejor que el mercado, como expresión de la suma de las voluntades de millones de intervinientes, para determinar una óptima asignación de recursos. De ahí el éxito económico y político de las democracias capitalistas occidentales frente a los modelos centralizados en los que una minoría, incapaz de tomar en cuenta todos los datos, de calibrarlos correctamente, toma decisiones de todo tipo por sí misma, en su burbuja.


Pero el avance técnico permite el manejo de datos a una escala desconocida. Los gobiernos tienen tanta información que nadan perdidos en la misma, incapaces de hacer propuestas a medio plazo para sus ciudadanos, limitándose a una gestión precaria de los recursos y a una continua pérdida de legitimidad. Y esto también tiene su reflejo a nivel individual ya que parece llegado el momento en el que nuestras miles de interacciones en la Red a través de nuestras compras, likes, visualizaciones de reels, datos cedidos sin conciencia de ello, y así hasta el infinito, han permitido que quien sea capaz de manejar esa inmensidad de información pueda conocer mejor que nosotros mismos qué es lo que pensamos, en qué creemos. Ya no es necesario recurrir al I Ching o a un ejercicio de autoreflexión, al psicoanálisis o al consejo de un buen amigo, habrá una inteligencia superior capaz de saber mejor qué pensamos y en qué creemos, qué deseamos realmente, incluso al margen de nosotros mismos. Por tanto, la primera cuestión a dilucidar es si toda la vida, tal y como la entendemos, se reduce a datos y algoritmos, si hay algo más que tenga sentido. Si las expresiones artísticas, las inclinaciones morales, realmente son fruto de la evolución, y por tanto prescindibles, como las alas para los mamíferos terrestres, o si resultan inseparables a las decisiones y a nuestra especie.


Aquí llegamos al segundo gran interrogante con el que Harari trata de sacudir nuestras conciencias. Porque de conciencia se trata. ¿Qué es y en qué consiste esa conciencia? Ya la Ciencia ha despejado las dudas sobre el alma, que ni pesa ni es mensurable, más aún, que no existe. Pero, ¿la conciencia?  Harari sostiene que este concepto es una creación del Humanismo, esa especie de religión semi laica conforme a la que el Hombre no solo tiene inteligencia, esto es, dominio de datos y creación de instrumentos, de Ciencia en suma, sino que es un factor intangible que nos permite crear un relato de nosotros mismos y de nuestra evolución sobre la Tierra. Una capacidad de tomar decisiones conforme unos criterios tal vez comunes a la mayor parte de los individuos, la posibilidad de decir que no todo vale, que no dejaremos a nadie atrás o que todos los sacrificios no serán en vano, que las muertes de las guerras tuvieron su sentido, que los sistemas de Seguridad Social y Sanidad Pública son un avance de los que enorgullecernos en una carrera hacia la meta de librarnos de la guerra, la enfermedad y asegurarnos la felicidad.


Porque esos tres jinetes del Apocalípsis pueden tener sus días contados. La enfermedad ha sido cercada y siendo aún muy relevante, se han logrado importantísimos avances en prevención con grandes expectativas. Incluso el foco está pasando de la enfermedad a la mejora de las condiciones de los sanos, la prolongación de la esperanza de vida, el desafío a la muerte. Nada más ambicioso que fijarse el objetivo de la inmortalidad, ese último reducto que nos resta para asemejarnos a los dioses frente a los que hemos estado compitiendo de continuo.


También la guerra se ha convertido en un accidente local, en amenazas terroristas que poco sirven para desestabilizar los principales esquemas geopolíticos. La guerra ha tenido siempre un carácter predatorio, para ocupar territorio y sus recursos naturales, cuando estos eran el factor que permitía enriquecer al ocupante. Sin embargo, ahora el elemento diferenciador, la verdadera riqueza, se encuentra en las empresas informáticas, y éstas no están sujetas a un territorio. Nadie invadiría Estados Unidos para apropiarse de Amazon y Google.


Lástima que el libro fuera publicado antes de la tragedia del COVID-19 y de las continuas amenazas sobre posibles nuevos brotes pandémicos futuros. También antes de la guerra de Ucrania, la desolación en Gaza, las tensiones en torno a Taiwán o el creciente ascenso de la ultraderecha populista como reacción a los movimientos migratorios generados por esas crisis locales a que hace referencia Harari pero que pronto llegan a nuestras fronteras en un mundo en el que ya ningún país está suficientemente lejos como para que sus problemas nos resulten ajenos.


En todo caso, sigamos aceptando el razonamiento del autor. Estamos en disposición de lograr, por primera vez en nuestra historia, la tan ansiada felicidad, no ya como un derecho proclamado en algunos textos constitucionales, sino como una promesa factible. Los avances tecnológicos permitirán no solo facilitar las decisiones optimizando los recursos públicos y privados como hemos comentado, sino que también liberarán tiempo de trabajo, aligerarán las tareas más penosas. Es decir, por primera vez, asociaremos inteligencia y conciencia. Está claro que la inteligencia, entendida como el manejo de la información con fines prácticos, quedará en poder de una inteligencia superior capaz de manejar esos datos. Pero, ¿y la conciencia? Ahora toca preguntarse nuevamente si ésta existe, si realmente la Ciencia no determinará en breve que es tan poco real como el alma o Dios, si no es más que una mera superstición, una creación teórica del Hombre para creerse superior al Mono, una falacia tramposa.


Podemos soñar con que esa conciencia deberá ser la que determine los objetivos de la inteligencia artificial, las metas y sus límites, y en ese sentido parece trabajar la legislación de la Unión Europea. Pero, ¿será posible poner límites a dicha inteligencia? ¿Con qué base ideológica? ¿No será necesaria mucha información para determinar qué es lo que realmente deseamos como ciudadanos? ¿No deberemos recurrir a la inteligencia para saber qué deseamos? Y, ¿no supondrá esto que realmente la conciencia no es más que otro algoritmo?


Por tanto, este segundo interrogante ataca directamente a aquello que nos diferencia del resto de especies, a nuestra relevancia y modo de narrarnos. Si la conciencia no existiera como tal, si pudiera ser absorbida por esa inteligencia superior (que Harari pocas veces denomina como artificial), ¿cuál sería el destino del Hombre? ¿Cuál nuestro papel sobre el Planeta?  


Y llegamos así al último interrogante que nos arroja, retador, Harari. Si todo el conocimiento pasa a una inteligencia superior y la conciencia se cuela entre nuestros dedos como un concepto carente de sentido, ¿en qué consistirá nuestra felicidad? ¿Cuál será el sentido de una vida que no tendrá obstáculos, como la enfermedad o la muerte, que se diluirá en una sucesión de sensaciones estimulantes que coincidirán con lo que deseamos pero que tal vez no terminen de llenarnos de tan perfectas y adecuadas. ¿Qué sentido tomará la Historia? ¿Cómo habrá progreso si no surge el descontento, el deseo de cambio? ¿No habremos cavado la tumba de la célebre dialéctica hegeliana que hace de nuestro mundo un cambiante torbellino?


Para el historiador hay dos posibilidades, dos nuevas religiones por las que habrá de discurrir ese probable futuro. De un lado, lo que define como el Tecnohumanismo, una especie de continuación de la idea del Humanismo pero complementada por una serie de gadgets y prolongaciones que harán del Hombre una especie algo distinta a lo que hoy somos. Sea con transformaciones genéticas o con extensiones cyborg el Hombre tendrá acceso a nuevas formas de conocimiento y conducta, una especie de promesa de vida prolongada, de capacidad de decisión, si bien limitada; no nos engañemos, ya sabemos que nuestro albedrío es poco libre. La duda es si ese tecnohumanismo será viable para todos, si lo querremos así. Porque hasta la fecha, las ideas que creíamos nacidas de la conciencia, y que sostenían esa preocupación por las condiciones de vida de todos (mejor, casi todos, en ese colectivo no solemos incluir a inmigrantes, refugiados, ciudadanos de otras regiones, …) se debía tan solo a las necesidades de aumentar la población sana y formada. La lucha contra la mortalidad infantil, la vacunación, la enseñanza obligatoria, todo podía verse como el modo de garantizar una creciente masa humana que emplear en fábricas y campos de batalla. Pero si ya no necesitamos hombres en las cadenas de producción ni en la guerra, ¿para qué querremos tantos humanos? ¿No podrá decidir una élite que para la gestión del Planeta basta una pequeña y selecta minoría? No necesitaremos el concurso de la opinión de millones de personas para saber qué decisión es la mejor, esto ya nos lo proporcionará la inteligencia artificial. Este tecnohumanismo se revela como un terrible futuro en el que la vida pasa a ser el designio de unos pocos, el resto discurriremos por un vacío existencial inane haciendo de la vida de la mayoría una realidad fácilmente prescindible.



Pero la otra posible tendencia que atisba Harari es lo que denomina Dataísmo, una suerte de nueva religión que sustituye al Teísmo y al Humanismo, consistente en el endiosamiento de los datos, el tratamiento masivo de esta información por parte de una inteligencia superior y que, nuevamente, podrá dejar sin sentido ni ocupación a gran parte de la Humanidad. ¿Terminaremos por recibir el mismo trato que hemos dispensado al resto de seres vivos? ¿Dejaremos de ser la especie elegida, volviendo a ser el mero juguete en manos de un ente superior. ¿Volveremos al mismo nivel que las gallinas ponedoras o las vacas con ubres reventadas por el peso de la leche? ¿O habremos de huir a la Naturaleza como las jaurías de lobos, los cimarrones? ¿Veremos destruida nuestra vida tal y como esperábamos gracias precisamente al éxito alcanzado? ¿Seremos quemados como las alas de Ícaro por nuestro desafío a los dioses? Por supuesto, en este camino irán quedando atrás ideas como democracia, derechos fundamentales, libre mercado, y tantas otras.

 

Como ya se ha dicho, el libro forma parte de un ejercicio arriesgado ya que la labor del historiador no es la misma que la del oráculo. Por ello, tan solo ocho años después de la publicación, algunos de los presupuestos han quedado desfasados y rebatidos por los hechos. Unos por exceso, otros por defecto. Ya se han citado en varias ocasiones aspectos que el autor no tuvo ni pudo tener en cuenta.


Por otro lado, si bien el estilo de Harari es totalmente accesible y sencillo, con una prosa clara y elegante, plagada de ejemplos históricos y amenas anécdotas, lo cierto es que seguir el hilo a las ideas en el orden en que han sido expuestas me ha llevado en ocasiones a no tener muy clara la intención final de la obra. Por ello, he preferido reordenar todo el contenido en base a las citadas tres cuestiones finales que el autor dirige a sus lectores en el cierre del ensayo. Sin embargo, en ocasiones he tenido la impresión de que los materiales se acumulaban por extenso sin un fin claro; se retomaban conceptos ampliamente desarrollados en su obra anterior o se recurría de manera reiterada a las mismas cuestiones en diferentes partes del libro y con fines distintos. Sorprende también que el libro arranque con la declaración de que venimos a vivir prácticamente en el mejor de los mundos posibles, sin graves amenazas de salud, sin violencia sistémica, cuando una de las tesis más polémicas de Sapiens era precisamente que la revolución neolítica había traído el fin de la mejor época en la vida de los hombres.  


Pero tal vez la intención de Harari al traernos estos terribles futuros posibles es actuar a modo de heraldo negro. Al igual que los vaticinios sobre el fin del capitalismo por la acumulación de capital, que fundamentaron las teorías de Marx, llevaron a una serie de revoluciones y cuestionamientos del capitalismo liberal que trajeron el Estado del Bienestar y, por tanto, desmintieron el fin propuesto por Marx, el anunciar los riesgos de esta nueva época puede llevar a una mejor concienciación de los riesgos y .a desactivar estos mecanismos y tendencias históricas. Con esa esperanza se cierra este libro. Con el mismo deseo cerramos la última página de la obra.