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9 de mayo de 2025

La magia del silencio (Florian Illies)


 

 Hay pintores que capturan la luz, otros que dominan la forma. Caspar David Friedrich supo pintar lo invisible: el silencio, la espera, la eternidad que habita en una niebla. En 2025, al cumplirse 250 años de su nacimiento, vuelve a ocupar el centro del canon con una exposición monumental y un libro que es mucho más que una biografía. La magia del silencio, de Florian Illies, nos lleva a recorrer su vida como se atraviesa un bosque en invierno: en busca de huellas, ecos y revelaciones.

 

El año 2025 es una buena fecha para Caspar David Friedrich. Se celebra una retrospectiva sobre su obra en Dresde, con motivo del doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento. Quizá sea la mayor exposición de su obra que jamás se haya exhibido. Y el hecho es significativo, puesto que ya incluso en vida, este pintor pasó por diversos altibajos en cuanto a su reconocimiento y fama.


Hay algo en la obra de Caspar David Friedrich que trasciende el tiempo, una melancolía contenida en paisajes fríos, ruinas solitarias y figuras humanas contemplando la inmensidad de la Naturaleza. Hoy es considerado como la mayor expresión del genio romántico alemán y obras como El caminante sobre el mar de niebla aparecen en todos los libros de texto para simbolizar el movimiento romántico. Pero, incluso este cuadro permaneció oculto durante muchos años en manos de un particular, fuera de los catálogos de la obra del autor, sin reconocimiento expreso.


Estos altibajos fueron la constante de su vida y del reconocimiento posterior de su obra. Ya en vida logró un temprano prestigio al ganar ex aequo un concurso de pintura organizado por el gran Goethe. Sin embargo, terminó por arruinar el interés de la corte de Baviera, remitiendo obras con las que no terminaba de acertar con lo que se esperaba de él o con las indicaciones estéticas de Goethe. Curiosamente, años después, cuando ya Caspar David Friedrich no podía obviar que su obra había dejado de estar en el centro de la atención de su época, recibió encargos renovados de la corte, rechazándolos por no querer acoplar su gusto y estilo a las sugerencias cortesanas.


El final de su vida fue duro, sus cuadros no se vendían y durante mucho tiempo, ya fallecido, su familia fue la mayor depositaria de obras del pintor, que poco a poco trataban de vender para lograr una leve financiación. Pero a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la fama le llegó de manera sobrevenida. Sus obras comenzaron a cotizar, a ser buscadas por todas partes, saliendo de colecciones privadas, de mansiones de la baja nobleza alemana, de conventos o particulares que habían vivido obsesionados por la delicadeza que esas pinturas traslucían.


Sin embargo, seguro que el pintor se habría mostrado escéptico, ligeramente burlón ante esta vuelta del destino. No en vano él, que se había especializado en paisajes invernales, en el retrato crudo de las montañas batidas por el viento, en los árboles de hoja caduca, pelados y desnudos, él que adoraba los paseos en los que la barba se le congelaba, era consciente y así lo expresaba a menudo a sus amigos, de que el invierno había pasado de moda, que el gusto del público había girado. Pero, decía, también había primavera, también existía el verano y el otoño, y el invierno, que volvería otra vez a estar en el centro del gusto estético de la época. Sin duda, era conocedor de que esa moda volvería, y que lo haría cuando él ya no pudiera disfrutar del momento, pero no quería alterar su gusto para acomodarse a esa tendencia errática.


En este contexto se inscribe La magia del silencio, publicado por Salamandra con traducción de Carlos Fortea, un libro que se aleja del esquema biográfico convencional para ofrecernos una visión más libre, íntima y fragmentaria de su figura. Florian Illies, con su estilo característico, estructura la obra en torno a los cuatro elementos: fuego, tierra, agua y aire, cada uno de ellos revelando aspectos fundamentales de la vida y el arte del pintor y alejándonos de un relato biográfico convencional y cronológico.


Fuego. El fuego aparece como un enemigo recurrente en la vida de Friedrich. Su infancia estuvo marcada por incendios devastadores, desde la fábrica de jabón de su familia hasta el fuego que destruyó su casa. Más tarde, sus cuadros ardieron en colecciones privadas, en museos, en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La obsesión del pintor con la destrucción por las llamas se refleja en su correspondencia, en su miedo a los incendios y en su incapacidad para comprender la fugacidad del reconocimiento. Friedrich no fue un artista de éxito en vida; su obra pasó de la moda al olvido y solo décadas después comenzó su reivindicación.


Tierra. Los paisajes de Friedrich no son meras reproducciones de la realidad. Su forma de componer montañas, árboles y ruinas responde a un ensamblaje mental, una reconfiguración artística de la naturaleza. A menudo tomaba bocetos de diferentes lugares y los unía en un solo cuadro, buscando no la fidelidad topográfica, sino la impresión emocional. En otras ocasiones incluso tomaba prestadas imágenes de otros artistas para reproducir montañas de los Alpes que nunca visitó. No se trataba de un pintor al natural, sino de un experimentador en su estudio donde recreaba lo que su portentosa imaginación creaba como escenario para un alma imbuida de espiritualidad y devoción por la Naturaleza. Su pintura refleja una Alemania idealizada, un país que nunca abandonó, pero que evocaba con una fuerza visual que traspasaba lo geográfico para instalarse en lo simbólico.



Agua. El agua está ligada a uno de los episodios más trágicos de su vida: la muerte de su hermano, que falleció ahogado al intentar salvarlo cuando una placa de hielo cedió bajo sus pies. Esta herida temprana parece resonar en su atracción por los mares fríos, por los barcos a la deriva, por las costas solitarias del Báltico. En su obra, el agua nunca es solo un elemento del paisaje, sino un espacio de tránsito, de cambio, de melancolía.


Aire. Pintar la atmósfera, la niebla, la luz que envuelve los paisajes fue uno de los grandes logros de Friedrich. En su estudio, su esposa impedía la entrada de visitantes cuando él trabajaba en estas escenas, consciente de la delicadeza del proceso. También se cuenta que fue un pionero en la cría de canarios en Alemania, lo que encaja con su obsesión por el aire como elemento intangible pero esencial. En sus cuadros, las aves también toman un papel sustancial, con fines no solo estéticos o figurativos, sino espirituales.


Ese modo de pintar el aire, el ambiente y la luz del mismo se refleja maravillosamente en Mañana de Pascua, un cuadro de la exposición permanente del Museo Thyssen de Madrid del que, por otro lado, y salvo error, no recuerdo haber visto cita alguna en el libro.


La magia del silencio se nos presenta como un relato fragmentado, una visión esencial. Illies evita la narración lineal y opta por una estructura que zigzaguea entre episodios, saltando en el tiempo y mezclando datos históricos con anécdotas fascinantes. Este enfoque, aunque puede parecer caótico al principio, termina funcionando de manera brillante: cada capítulo nos sumerge en un aspecto diferente de Friedrich y, al volver sobre ciertos temas desde distintos ángulos, construimos una imagen más completa del artista.


Como los inviernos que pintó, la obra de Friedrich ha regresado una y otra vez al primer plano de la historia del arte. Su legado ha sido interpretado de múltiples formas, desde su apropiación por el nazismo como símbolo del espíritu germano hasta su rescate en la posguerra como precursor del expresionismo. Pero, por encima de todo, sigue siendo el pintor de la contemplación, del silencio y de la inmensidad de la Naturaleza. Ya nadie parece acordarse de su dificultad para retratar figuras humanas, motivo siempre de burla entre sus compañeros del gremio, porque precisamente el Hombre, tal y como lo veía, solo era un personaje más en el escenario principal de aquella portentosa Naturaleza, prueba de la existencia de un Dios luterano, mezcla de piadoso pastor y colérico regidor. Sus cuadros nos llevan a conectar con una realidad alejada de nuestras pantallas, a desear la vuelta a la montaña, a los paisajes fríos y abatidos, a unos tiempos en los que el sufrimiento era la norma y, sin embargo, se revelaban como bellos, hermosos, una capacidad que hoy parecemos haber olvidado.



 

28 de marzo de 2025

El pan que como (Paloma Díaz-Mas)


 

Comemos sin pensar en todo lo que hay detrás de cada bocado. Pero Paloma Díaz-Mas sí lo hace por nosotros en El pan que como (Anagrama), un viaje que nos lleva desde la historia de los alimentos hasta el menaje de nuestras mesas, pasando por la biografía sentimental que se teje alrededor de la comida. Entre cucharas olvidadas y copas mal usadas, entre cocidos comprados y recetas heredadas, este libro nos muestra que comer es mucho más que alimentarse: es memoria, cultura y evolución.

 

Sentarnos a la mesa y prepararnos para una comida es un acto de cuyas implicaciones no somos plenamente conscientes. Pero

Paloma Díaz-Mas hace esta labor por nosotros en El pan que como (Anagrama), un recorrido mezcla de historia, cultura popular, saberes olvidados y biografía personal que se lee con la misma facilidad con la que se degusta el cocido madrileño que la autora toma como punto de partida.


Pero, si de puntos de partida hablamos, hemos de remontarnos al origen de esa comida que ahora tenemos en el plato, a cómo se siembra, recolecta o compone, del complejo proceso y por la infinidad de manos que colaboran en el empeño por traernos a la mesa elementos tan sencillos como unos garbanzos, un trozo de chorizo o unos fideos. Las manos que los cultivan o alimentan, las de quienes matan a los animales, las de aquellos que transportan, pesan, envasan, reparten y así hasta nuestra mesa, una complicada red que implica a una infinidad de participantes invisibles que dotan de un sentido laico a la bendición de agradecimiento por los alimentos que vamos a tomar.  


Pero el viaje continúa porque la comida es solo uno de los aspectos que se abordan en este libro, no el más extenso. Porque, ¿alguna vez nos hemos preguntado por la vajilla o el menaje? Ese complejo juego de recipientes, platos, cubiertos, vasos, copas, un enjambre sobre el que se diserta y se dan clases, ya no solo para el uso correcto, sino para su mero conocimiento. Porque tenemos los cuchillos de carne, de pescado, de postre, los jamoneros o los que se emplean para el corte de verduras y hortalizas, los apropiados para el corte del pan, los que se utilizan para el corte de materias blandas como la mantequilla o los que sirven para crear las porciones de una pizza.


Aunque en nuestro día a día apenas usamos unos pocos de todos ellos, lo cierto es que esos juegos de vajillas y menaje que eran tan comunes antiguamente cuando uno se casaba, descansaban en un cajón o armario a la espera de una gran ocasión que no solía darse o que, cuando llegaba, parecía pretencioso usarla, tan plateada y reluciente nos parecía. De alguno de ellos hemos cambiado su uso original, así la espumadera, empleada originalmente para espumar, separar la espuma del caldo y reducir así su gelatinosidad facilitando la digestión, que ahora se emplea indistintamente para servir productos liberando el exceso de líquido. Y, ¡cómo son los tiempos!, unos utensilios caen en el desuso y otros llegan a nuestras vidas aunque nunca hubiéramos imaginado que los necesitáramos. Ahora no distinguimos muy bien los tipos de copas y servimos el agua en la del vino o viceversa, pero tenemos un cajón lleno de trastos para caramelizar el azúcar o de termómetros para bizcochos, tenemos batidoras con múltiples componentes para todo tipo de batidos, cortes y combinados o robots de cocina que hacen de todo por nosotros. También acumulamos infinidad de tablas de plástico diferenciadas por colores para poder cortar en unas la carne, en otras el pollo, el pescado, las verduras y aún habrá quien separe las crucíferas del resto porque alguna sustancia dañina para las mitocondrias de nuestras células podría pasar de una a otra y nada hay que nos preocupe más que nuestra salud, o al menos en eso pensamos mientras esperamos a que el microondas recaliente una porción de lasaña precocinada.


Pero limpiemos nuestra mente y también nuestras manos en ese agua de la que la autora nos cuenta el largo camino recorrido hasta que se llega a ese símbolo del progreso que consiste en girar una manecilla y ver brotar el líquido sin más, limpio, depurado. Que se lo pregunten a todas las mujeres que cargan (y cargaban) con baldes para cocinar, fregar, lavar, limpiar baños y cocinas.


Y si de líquidos se trata, la autora también nos lleva al vino, al aceite, esos tesoros de nuestra cocina tan caros hoy en día pero que son el asiento perfecto del resto de alimentos, más aún si hablamos del cocido que la autora come a medida que escribe. Y no importa que algo de líquido se nos derrame en la mesa puesto que acostumbramos a cubrirla con manteles, más bastos y simples en los días de diario, más elaborados, con una larga tradición de tejido y confección en el caso de los reservados para las celebraciones especiales, los que formaban parte del ajuar de toda novia, futura esposa y que, en ocasiones, pasaba de generación a generación.


Esos manteles que se desplegaban en las mesas del llamado comedor, esa estancia reservada para visitas, para celebraciones, un espacio completo de nuestra casa para homenajear a los amigos, como buenos anfitriones, dejando para las comidas más rutinarias la cocina, unas cocinas que, como la misma autora recuerda de su infancia, eran el verdadero centro del hogar, el cuartel general, cocinas espaciosas que, por los cambios en nuestros estilos de vida han ido menguando hasta el punto de no contar más que con una pequeña barra a modo de mesa para una comida rápida, casi un refrigerio puesto que ahora lo que se estila es comer fuera, o no poder volver a casa a comer en la pausa del mediodía, especialmente en las grandes ciudades. Porque las cocinas son ese fiel reflejo de nuestro modo de vida, de aquello a lo que damos importancia o de lo que ha comenzado a perderla.



Volvamos a posar los ojos en esa comida y en todo lo que la rodea que forma una especie de biografía sentimental de cada uno, teñida de recuerdos, de escenas alegres y distendidas, tal vez otras menos memorables. Porque la comida es una cápsula cultural, no solo porque ahora lo llamemos gastronomía y se venda cara como símbolo de modernidad sino porque refleja un saber decantado por el tiempo, un tránsito que nos une al pasado y en el que también nosotros aportaremos nuestra pequeña parte.


Especial capítulo merecen los recetarios, esas moles repletas de recetas de las que apenas sobrevivirán las que se pueden contar con los dedos de la mano, una idea cogida aquí, un plato original allá, pero otras tantas serán desdeñadas, bien por su complejidad, porque desconocemos algunos de los ingredientes o porque, en el fondo, solemos recurrir a lo ya sabido, a la receta aprendida de nuestras madres o a la que nos cuenta un amigo después de probarla en su casa.


El estilo de la autora es sencillo y pausado, repleto de reflexiones personales, de anécdotas y guiños. Una cierta nostalgia lo tiñe a menudo, si bien, recordar no siempre es aprobar y las críticas al papel de las mujeres relegadas siempre a esas cocinas con lumbre permanente es una denuncia y otra prueba de que los tiempos cambian. Con ella aprendemos que platos como ese cocido que ahora ya está terminando, tiene su origen en la adafina judía, plato al que los cristianos, según algunos sostienen, añadieron embutidos de cerdo para ofender a aquellos hebreos que acostumbraban a prepararlo con un fuego lento desde la tarde del viernes para así no tener que violar el sabbath com el trabajo deshonroso.


Y en esta lectura, acompañamos a la autora en su propia vivencia y recreamos la nuestra. Porque en torno a la mesa podemos dibujar cada uno esa biografía sentimental o ese recorrido vital, el nuestro y el de toda una generación. Sin duda una lectura que sorprenderá a más de uno por su familiaridad y, al tiempo, por la enorme cantidad de información que recoge y sobre la que apenas reparamos.


Cerramos el libro mientras Díaz-Más concluye el postre y se prepara para recoger la mesa. Y ahora afrontamos la breve siesta reparadora, momento en el que nuestro subconsciente asentará todo lo leído. Tal vez soñaremos con nuestros propios recuerdos, evocaremos algunos pasajes y olvidaremos otros tantos. Y, como ocurre con toda buena lectura, ésta nos dejará un buen sabor de boca, al menos equiparable al del cocido que ha servido de excusa para este hermoso y completo viaje y que la autora, en un arranque desarmante de sinceridad, reconoce no haber cocinado sino que lo ha comprado en un establecimiento de comida preparada porque, no lo olvidemos, con el pan que como también damos de comer a otros.

 

 

1 de febrero de 2025

Jerusalén: La biografía (Simon Sebag Montefiore)


 Jerusalén no es solo una ciudad, es un símbolo, un escenario de luchas interminables, una obsesión para imperios y religiones. En Jerusalén: La biografía, Simon Sebag Montefiore despliega más de 3.000 años de historia con la maestría de quien entiende que, más allá de fechas y batallas, lo esencial es comprender el alma de esta ciudad. Desde su humilde origen hasta la convulsión del siglo XXI, este libro narra su incesante destrucción y resurrección, el fervor místico que la rodea y la inquebrantable atracción que ejerce sobre judíos, cristianos y musulmanes. Una lectura absorbente para entender por qué Jerusalén sigue siendo el corazón de tantas pasiones.


Jerusalén: La biografía de Simon Sebag Montefiore, editado por Crítica, hace honor a su nombre, es decir, pretende ofrecer un relato desde los comienzos aldeanos y humildes de este enclave hasta nuestros días, más de 3.000 años de historia. Pero también aspira a explicar los motivos por los que llegó a convertirse en la ciudad santa para tres religiones e incluso una referencia para quienes no profesan fe alguna.


Un libro de 900 páginas ofrece la posibilidad de trazar un relato bastante detallado de los hechos. Y, sin embargo, en esta historia parece que lo más importante no es lo que ocurre sino los motivos ocultos, los impulsos que desencadenan esos acontecimientos. Porque en esta obra, Montefiore se esfuerza por combinar ambas esferas, la histórica y la espiritual. Sin duda, esta última es la que va determinando el curso que tomará la primera, desde el momento en que se convierte en el centro de la religión judía, la sede del Templo, el único templo judío merecedor de dicho nombre, erigido y destruido tres veces.


Como el propio libro del Éxodo nos narra, las tierras de Judea no eran las propias y originales del pueblo judío sino que éste recibió esta tierra como prueba de la alianza con Dios tras una vida nómada. Y, tal vez para su desgracia, esta tierra se encontraba en un enclave geográfico privilegiado, por tanto, tremendamente peligroso. En el Mediterráneo Oriental, en el cruce de caminos de los pueblos del mar, de las rutas entre Mesopotamia y el mundo egipcio y lo que luego resultará la esfera de influencia helenística. Una zona no especialmente rica por sus recursos naturales pero que convierte a sus moradores en los dueños de las rutas que comunican la actual Turquía y Egipto con el mundo persa y árabe.


Pero estos moradores, a diferencia de los nabateos que forjaron su éxito en las caravanas comerciales, se centraron en una vida casi de supervivencia y explotación básica de sus recursos. Volcados en una religión que resultaba excluyente a diferencia de lo que solía ser habitual en la época, y tercamente forjados en la independencia de sus costumbres, lograron convertirse en la piedra que de continuo golpeaba el yunque de cuantas civilizaciones pasaron por allí, y apenas faltó una sola de ellas.


Nuevamente es la Biblia la que nos da cuenta de las invasiones y destrucciones, exilios y martirios a que les sometió, entre otros, el rey babilonio Nabuconodosor II, pero la lista es larga ya que se dice que Jerusalén ha sido destruida en doce ocasiones, veinte veces sitiada y cincuenta veces capturada, una triste marca.


Sin embargo, la importancia de Nabuconodosor es crucial ya que tras destruir y saquear Jerusalén, llevó al exilio a las familias más ricas y cultivadas, y a los mayores sabios judios. Y es precisamente en el exilio mesopotámico cuando comienzan a recopilarse las historias que luego pasarán a formar parte del legado bíblico, algunas teñidas de cierta influencia de esas religiones orientales, tomando algunos mitos prestados o tal vez comunes a todos los pueblos de la zona.


Fuera como fuere, lo cierto es que Jerusalén sufrió todo tipo de desgracias y no solo por los enemigos externos. Los conflictos internos, también reflejados en las escrituras sagradas, estuvieron a la orden del día y reyes legendarios como David tienen un historial de crudeza y desafío para quien quiera visitar esos textos. Otros reyes como Herodes tienen tras de sí un cruento historial de persecución y venganza contra su propio pueblo que deja en nada la famosa aunque improbable matanza de los niños inocentes.  


Pero, tal vez, sea la llegada del Imperio romano el hecho más determinante para los judíos. Su terca rebeldía tal vez no guarda parangón y no supo ser comprendida por los ocupantes. Así como en otros lugares la resistencia fue tenaz y las escenas de suicidios colectivos no resultan extrañas, véase en el caso de Hispania la gesta de Numancia, lo cierto es que el aplastamiento de estas revueltas terminaba en la pacificación y asimilación. Sin embargo, los judíos se rebelaron de continuo y sin descanso, obviando que sus gobernantes siempre resultaron obsequiosos con el poder romano. La victoria de Tito en el año 70 d.C. nos dejó el Arco que lleva su nombre en el foro romano y la última destrucción del Templo, una de cuyas paredes quedó como símbolo del eterno retorno tras la diáspora.


Pero durante el dominio romano tuvo lugar otro hecho que marcaría parte de la historia futura de Jerusalén. Aquí murió en la cruz Jesucristo, uno de tantos profetas que se alzaron reclamando su condición de Mesías, de mensajero de Dios, encarnación de su poder, en su caso, no para derrocar a los romanos, como era habitual en otros, sino para subvertir el orden social y crear una especie de imagen de la vida divina en la tierra. Pero al convertirse el cristianismo en una religión desgajada del judaísmo y ser adoptada finalmente por el Imperio romano como religión oficial del Estado, Jerusalén pasó a convertirse en el lugar del sacrificio de Jesús, de su martirio y resurrección, en suma, de todos los símbolos de la nueva fe.  


Nace así una segunda disputa espiritual sobre la ciudad que ahora se disputarán dos religiones. Y serán los judíos quienes sufran la peor parte puesto que, no en vano, son el pueblo que mató a Jesucristo, los culpables de la Pasión, todo un logro propagandístico de los romanos que lavan así sus manos con la construcción de un relato en el que parecen no ser más que actores secundarios, casi forzosos.

 

De aquí en adelante, los judíos sufrirían persecución en todo Occidente, también y muy especialmente en la ciudad que simbolizaba el centro de su religión. Una ciudad que todos creían que sería el origen del fin de los tiempos y que quienes allí estuvieran enterrados serían los primeros en nacer a la nueva vida cuando se restableciera el Reino de Dios.  


Pero el dominio cristiano de la ciudad no duró demasiado. Una nueva religión nacería pronto en las arenas arábigas, tomando prestadas ideas y figuras del judaísmo y el cristianismo. El empuje de esta nueva fe unió a diversos pueblos, primero los nómadas del desierto, después a todo el oriente, abarcando la propia Jerusalén. De hecho, la ciudad también alcanzó significado santo no solo por esa influencia de las otras dos religiones en el Corán, sino porque el propio Mahoma la visitó en un viaje nocturno, significando así su preeminencia junto a La Meca y Medina.


Si bien el dominio islámico abarcó desde el siglo VIII al XX, lo cierto es que la estabilidad no llegó a la ciudad. No solo las Cruzadas supusieron un breve intervalo, cruento y violento como pocos, sino que las diversas facciones musulmanas se fueron disputando el dominio. Los selyúcidas, ayubíes, mongoles, mamelucos y otomanos fueron tan solo algunos de los diversos gobernantes que impusieron su ley en la ciudad. Y esta ley siempre se aplicaba mediante la violencia extrema, contra cristianos y judíos fundamentalmente, que se empeñaban en aferrarse, pese al riesgo para sus vidas, a los pobres barrios de la ciudad, pero también contra otras familias del mismo credo.


La pequeña colonia cristiana, siempre al borde de la destrucción y el exterminio, se ocupaba de proteger esos Santos Lugares, pero envuelta en tantas disputas y conflictos que apenas si necesitaban a los musulmanes para complicar su existencia, ellos mismos se bastaban. Montefiori narra el complejo ritual de la Iglesia de la Santa Cruz, a cargo de católicos, griegos ortodoxos, armenios y etíopes, un entramado explosivo, y no solo figuradamente.  


Pero compliquemos un poco más la ecuación añadiendo las infinitas variantes. Por el lado de los judíos, tenemos los ortodoxos, los ultraortodoxos, quienes quieren reconstruir el Templo, quienes creen que lo hará Dios el día del fin. A las diferentes confesiones cristianas ya citadas, hemos de añadir a los evangelistas, armenios, anglicanos, rusos ortodoxos, ... Y, por parte musulmana, chiíes, suníes, sufíes, ...


Las potencias occidentales, Reino Unido, Francia o la propia Rusia, fueron forjando sus propias aspiraciones sobre este enclave. El interés por Jerusalén no solo era estratégico sino, fundamentalmente, simbólico. Para los británicos, un pueblo que se creía la encarnación de las virtudes clásicas y que gozaba de una religión al servicio de su poder político, dominar la regeneración espiritual de Occidente era la consecuencia de las ideas de sus poetas y pensadores, de su fascinación por una nueva Jerusalén, una ciudad que habría de ser el espejo de las virtudes que ellos creían representar. Para los rusos, en pugna por asumir el liderazgo de los cristianos ortodoxos y de consolidar su Imperio, el papel de Jerusalén también era determinante, no menos que el que representaba para la católica Francia.


Y todos con los ojos puestos en la ciudad, más en concreto, en unos pocos lugares que todos consideran sagrados, donde los judíos rezan en el Muro de las Lamentaciones justo debajo de donde los árabes celebran su culto en la explanada de las mezquitas  y al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro o el monte de los Olivos.


Pero estas aspiraciones, fruto del pujante nacionalismo de cada uno de esos pueblos cuenta con su propio correlato judío. Los hebreos por el mundo guardaron el recuerdo de esa Jerusalén durante toda su vida y, al llegar el florecer de los nacionalismos y pasarse de la exaltación de los bailes regionales a la idea política de que cada nación debía tener su propio Estado como medio de realización suprema, hicieron saltar por los aires el precario status quo de la zona.



El sionismo propugnado por Herzel no pretendía otra cosa que reunificar territorialmente al disperso pueblo judío y dotarle del correspondiente Estado propio. Las persecuciones en toda Europa y los progromos en la Rusia zarista convencieron a muchos judíos de que la protección estatal ya no garantizaba su pervivencia física.


La opción natural parecía ser Palestina, antigua Judea, lugar de Jerusalén, del Templo. Si bien hubo otras alternativas que no lograron convencer a nadie, como el ofrecimiento de tierras africanas, lo cierto es que, por la vía de los hechos, cada vez un mayor número de judíos emigraron a las tierras de sus ancestros.


El protectorado británico tras la Primera Guerra Mundial parecía una buena garantía para conseguir la realización del sueño sionista, pero fue la Shoah el impulso definitivo. El convencimiento de que el único modo de salvar al pueblo judío era dotarle de ese Estado que venían reclamando y un cierto sentimiento de culpabilidad o de compasión concluyeron en la creación del Estado de Israel en 1948. A partir de aquí ya conocemos todos los problemas y conflictos desatados. Los árabes no reconocieron este nuevo Estado que surgía a costa de parte de sus tierras pero en diversos conflictos armados no solo no lograron acabar con los judíos sino que estos consolidaron sus fronteras apropiándose de más territorios e incluso de Jerusalén, una ciudad que inicialmente no les había correspondido en 1948.

 

El epílogo del autor pretende ofrecer una serie de notas sobre la actual situación en la zona, de las amenazas que sobrevuelan una paz precaria que, durante mi lectura del libro, ha vuelto a saltar por los aires. Los análisis de Montefiore pueden pecar de incautos en estos días, puesto que aún sostenía que había una solución para la zona. La verdad es que su optimismo es encomiable puesto que esta sagrada tierra no parece haber disfrutado de un instante de paz. Porque la única Jerusalén que parece poder vivir en paz es aquella nueva Jerusalén que cantaba Blake, la espiritual, el símbolo amado de todos pero no hecho carne o piedra, la imagen y metáfora de sueños y frustraciones, de promesas de libertad o de vida eterna, de resurrección y reino de los cielos, de paraíso o jardín del edén, todo aquello inmaterial e intangible. Quedémonos con esa imagen soñada por tantos y deseemos que los sueños algún día se hagan realidad, incluso sobre Jerusalén, la Ciudad Sagrada.

 

 

 

 

7 de diciembre de 2024

Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Kyle Chayka)


¿Qué pasa cuando el arte de descubrir se reemplaza por un algoritmo que decide por ti? En Mundofiltro, Kyle Chayka desentraña cómo las plataformas digitales han convertido la promesa de un internet libre en un campo de comodidad y conformismo. Desde las redes sociales hasta la música que escuchamos, todo parece diseñado para evitar sorpresas, manteniéndonos en una burbuja de repetición. Pero Chayka no solo diagnostica el problema: su viaje hacia una experiencia más auténtica nos invita a repensar nuestra relación con la tecnología.



Kyle Chayka es un afamado periodista, ganador de un premio por un artículo sobre el turismo en Islandia, que escribe sobre cultura y tecnología en medios como The New Yorker The New York Times Magazine o Harper`s.

 

Nacido en 1978, como muchas personas de su generación, ha vivido en una burbuja en la que ha ido conformando el sentido de su vida en torno a rutinas como consultar a cada pocos minutos las redes sociales desde su móvil, torturarse por un tweet con menos interacciones de las esperadas, buscar los mejores ángulos y enfoques para sus fotos de Instagram, ver la serie de la que todos hablaban, entrar en los debates que creía que movían el mundo. En Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Gatopardo) nos narra su viaje por este nuevo mundo que nos ha tocado vivir y lo que de él ha aprendido.


En un principio fue internet, la promesa de un acceso a fuentes de información más libres e independientes no dominadas por el poder, surgidas desde abajo, con acceso directo por parte de unos usuarios ávidos de gobernar sus propios gustos y aficiones, de poder investigar nuevas formas de cultura, de opinión y de información más allá de los cauces tradicionales.

 

Esta edad dorada era proclive para los nerds, esa panda de descerebrados que podían volcar en páginas de ínfima categoría, al menos vistas con nuestros ojos actuales, todas sus rarezas e inquietudes. Era una buena forma de compartir información, de aprender y tomar sugerencias de otros, de adentrarse en el mundo de una forma nunca antes vista.

 

Y a ese mundo casi virgen llegaron poco a poco algunos invitados que parecían compartir ese amateurismo y espíritu comunitario. Pensemos en Facebook, una red social cuya principal y originaria vocación era la de poner en contacto a estudiantes, de hecho, según nos cuenta Chayka, inicialmente tan solo se podía acceder si  se estaba matriculado en una Universidad. Se podía conocer a nuevos amigos del campus  facilitando el inicio de relaciones o el contacto entre personas con gustos y aficiones comunes que, ya fuera de internet, podían compartir en la “vida real”.

 

Cada septiembre, con la entrada de nuevos estudiantes, se creaba una pequeña época de locura, de personas que no conocían los códigos de conducta, que armaban bulla, pero nada que no pudiera superarse a los pocos meses de iniciado el curso. La apertura a todo el público creó ‘un septiembre perpetuo y. al tiempo, abrió la voracidad de la compañía de Zuckerberg quien comprendió que cuanto más creciese su base de usuarios, más posibilidades tendría de monetizar el invento.

 

 

 

Y para lograr este objetivo se fue pervirtiendo el ánimo primigenio, ya no se trataba de un lugar en el que poder seguir la vida de los amigos con los que se había perdido contacto, la revisión cronológica de la información de las personas a las que seguía el autor pronto se alteró para pasar a estar regida por el algoritmo. Éste es el punto clave del libro, así que pasaremos más detalladamente a explicar este concepto.

 

 

 

En lugar de mostrarnos la información cronológica de las personas a las que seguimos, Facebook comenzó a alterar este patrón cronológico para introducir  noticias y publicaciones de personas a las que no seguías, pero que pagaban por aparecer destacadas, medios de comunicación y  empresas que publicitaban sus servicios, o personas que habían comenzado a ganarse la vida explotando una nueva función que hoy creemos consustancial a internet, los influencers.

 

En efecto, el muro de Facebook se convirtió en un batiburrillo en el que se mostraban publicaciones de todo tipo que una máquina (realmente una creación de unos ingenieros al servicio de los intereses empresariales de Facebook) habían decidido que era lo que al usuario realmente le interesaba. Chayka utiliza como metáfora la máquina del siglo XIX conocida como El Turco, un autómata que fue paseado por medio mundo causando asombro por su capacidad para ganar partidas de ajedrez a los incrédulos humanos que se atrevían a desafiarla. Sin embargo, como se supo muchos años después, bajo esa estructura se encontraba un humano de baja estatura experto en el juego, causando el engaño. Así, el algoritmo, que se muestra como un instrumento neutro y aséptico, realmente responde a una creación humana, una decisión empresarial, una voluntad de primar determinadas interacciones penalizando otras. Es decir, detrás de toda gran máquina siempre hay un humano, alguien que toma las decisiones, programa y decide, cuando hablemos de algoritmo, no olvidemos que detrás siempre hay decisiones humanas.

 

Y ese algoritmo decidía, en función de tus contactos, de lo que estos consideraban interesante, de los enlaces que compartían, lo que tú mismo compartías o por lo que mostrabas aprecio o disgusto, y con todo ello, unido siempre a los intereses comerciales de la empresa, alteraron aquel espíritu original convirtiendo Facebook en un lugar de escaso atractivo para quienes querían otro tipo de comunidad.

 

Los directivos de la empresa dejaron pronto claro que lo que buscaban con su público cautivo era precisamente ofrecerles todo lo que pudieran necesitar sin precisar salir de su entorno., una vocación que les ha llevado a destruir posibles competidores por el procedimiento de poner encima de la mesa ingentes cantidades de dinero como ha ocurrido con Youtube, Whatsapp o Instagram a la que volveremos más adelante.

 

La deriva de Facebook hizo crecer a competidores como Twitter, una red que proponía un ámbito de discusión reducido a un determinado número de caracteres, primando la información y la concisión, nuevamente facilitando que uno siguiera a determinadas personas, fuentes o medios en los que confiaba, Y nuevamente la empresa terminó por pervertir ese espíritu, porque un logaritmo favorecía que los tweets mostrados no coincidieran necesariamente con los de las personas a quienes se seguía, donde era más importante el número de retweets que la fecha de publicación, dando así prevalencia al contenido más extremo, el que levantaba más odios y rechazo, donde había medios que podían pagar por ser mostrados con preferencia.

 

Y vayamos a Instagram, otra red donde el objetivo era compartir imágenes, se suponía que una pequeña ventana a nuestro día a día, una forma de compartir nuestras visitas a lugares interesantes, nuestras mascotas o platos favoritos. Pero la historia se repite, especialmente a partir de la compra de la empresa por parte de Facebook. El algoritmo vuelve a decidir por nosotros, vuelve a pervertir el sentido original. Y así podemos continuar con gran parte de los servicios de internet. Google ya no ofrece una alta fiabilidad a la hora de mostrar los resultados de sus búsquedas, colocando en la parte alta enlaces patrocinados. Spotify o Netflix nos ofrecen continuas recomendaciones en función de lo que escuchamos y vemos, lo que hacen quienes ven y escuchan lo mismo que nosotros, buscar una película o un disco saltando la propuesta del algoritmo es cada vez una tarea más compleja, menos accesible por parte de las empresas, deseosas de ofrecernos una experiencia narcotizante y abrumadora que no nos haga plantearnos salir de ellas, que maximice nuestro consumo, nuestra exposición a la publicidad que les financia.


Pero, ¿realmente es relevante que nuestro ocio venga condicionado por intereses mercantiles? ¿No ha sido así siempre? ¿Es una situación que debe preocuparnos, forzar políticas públicas y una estricta regulación?


Chayka demuestra que los algoritmos tienen la capacidad de influir en el mundo real de más maneras de las que podría creerse. Tenemos acontecimientos tan relevantes como la toma del Capitolio por un grupo de chiflados unidos por redes sociales y medios que creaban lo que se ha venido a denominar como "cámara de eco", una situación en la que todas las noticias a que nos vemos expuestos son las que ratifican nuestras opiniones, por más absurdas que resulten. Compartimos ideas con quienes piensan como nosotros y el algoritmo va excluyendo de nuestros intercambios todo lo que podría ayudarnos a rebatirlas, matizarlas, convirtiéndonos en burbujas ideológicas sin capacidad empática con el resto de la  Humanidad. Esto genera una creciente polarización, la difusión de bulos, teorías conspirativas y, en consecuencia, un empeoramiento de la calidad democrática de nuestros países.


Empresas como Arnb han afectado a ciudades enteras, incrementando el precio de las viviendas, expulsando a los ciudadanos originarios por el incremento de precios y la desaparición de comercios habituales en favor de esos locales con encanto, insangrameables hasta el paroxismo.


La salud mental también parece verse alterada. Nunca antes se había mostrado tanta preocupación por el desequilibrio emocional de unos jóvenes que viven su vida en redes , sociales. Chayka nos cuenta el caso del sucidio de una joven, Molly Russell, que había desarrollado tendencias suicidas y que, a raíz de sus búsquedas en la web había comenzado a recibir todo tipo de noticias, enlaces y recomendaciones en diversas plataformas como Facebook o Pinterest, excluyendo la posibilidad de buscar ayuda, hundiéndola en una espiral que la llevó a la muerte.


Y de todo ello puede dar buena cuenta el autor, acostumbrado a dedicar interminables horas pensando qué palabras emplear para que cada tweet reciba mas atención, qué ángulo es el adecuado para el algoritmo de Instagram. En sus numerosos viajes por el extranjero sentía comodidad por visitar los cafés que había visto recomendados, locales totalmente parejos, con un estilo de decoración industrial más o menos igual, en Tokyo o Dublín, alojándose en apartamentos que mostraban la mano de un interiorismo uniformador pensado para mejorar el posicionamiento en  las parrillas de las plataformas de alquileres vacacionales.  Escuchando la música que le sugería Spotify y viendo las películas y series que parecían entretenerle más. Una vida, en suma, organizada por otros y conforme a unos gustos que él no había decidido pero que, por alguna razón, tampoco terminaba de rechazar. Una comodidad ambigua porque no podía parar de vivir de ese modo sin llegar a sentir auténtica vinculación con cuanto consumía.


Y así rememora cómo surgieron sus primeras pasiones, cómo descubrió la música en su adolescencia, a través de amigos, revistas especializadas, emisoras alternativas. Cómo llegó a su director de cine preferido, el que a cada película lograba sorprenderle. Y cómo este descubrimiento individual, no solía ser sencillo, que no siempre era lineal, que llevaba a mucha prueba y error, a gastar unos fondos magros en compras de discos que debían amortizarse adecuadamente forzando escuchas repetidas hasta descubrir matices que en un primer momento no habían sido debidamente apreciados, pudiendo compartir la información con otras personas de su entorno y recibiendo una influencia recíproca.



Es lo que el autor denomina curadoría, el proceso por el que las personas se dejan influir por quienes tienen un mayor y mejor conocimiento sobre determinados aspectos, una guía para adentrarse en mundos complejos y enriquecedores, algo que el algoritmo y las plataformas no pueden sustituir fácilmente. Su epifanía llegó una noche en un atasco en el que, por azar, sintonizó la radio y escuchó un programa en el que el locutor iba desgranando diversas conexiones entre las canciones seleccionadas, llevando de un estilo a otro y dejando a nuestro autor boquiabierto. El eclecticismo y lo que aprendió, el contexto recibido, tan alejado de la fría y desnuda repetición musical de las listas de Spotify le hicieron replantearse su modo de vivir en mundofiltro.


Durante unos cinco meses renunció a redes sociales, a escuchar música y ver series conforme el algoritmo. Al principio sentía la ansiedad de creer que se estaba perdiendo algo relevante, una obra maestra del cine, un local de moda al que nadie podría faltar. Pero poco a poco se fue acostumbrando y descubrió que retomaba viejas aficiones como la fotografía, pero no el tipo de imágenes que capturaba últimamente para subir a Instagram, todo lo contrario, ese estilo plano, falsamente luminoso,repetitivo hasta la náusea de las fotos de Instagram había cedido a su propia personalidad. También sus gustos musicales volvieron a sendas más luminosas.


Descubrió que el arte volvía a importarle y sacudirle, a dar sentido a su vida. Lo que veía en Netflix o lo que escuchaba en Spotify estaba bien, se parecía mucho a lo que había disfrutado previamente, una garantía de que no le aburriría, pero también un seguro a la indiferencia, a no sentirse sacudido por nada. Porque ese es el efecto que sobre la cultura tiene el algoritmo, la capacidad de matar la improvisación, el desafío, del escubrimiento casual, el abrirse a lo inesperado, ese aplanamiento del que se habla en el título del libro.


Cuando el autor volvió a las redes descubrió que seguían teniendo ventajas, podía compartir sus ideas y aprender de otros, pero ya no pasaba tanto tiempo como sus amigos, y la razón no se debía a que se forzara a ello sino a que comenzaban a resultarle aburridas. Las propuestas del algoritmo no podían superar a las de expertos que se abrían paso a través de otras plataformas alternativas, en visitas presenciales a museos, a salas de cine independientes.


Como se ha dicho, mundofiltro tiene efectos más allá de la cultura, por ello Chayka aboga por una regulación que explicite el algoritmo, que explique a los usuarios los motivos concretos de cada publicación que se le muestre, que podamos bloquear el funcionamiento del mismo y que nuestras redes sociales respondan realmente a este nombre.   


Mundofiltro es una oportunidad para reflexionar sobre quién decide por nosotros en un mundo en el que se ensalza precisamente que el individuo es el rey, que somos libres para elegir entre una infinidad de oportunidades que la nueva tecnología pone a nuestro favor. Chayka nos alerta de que podemos estar cayendo bajo el mismo error de quienes se enfrentaban al autómata, al Turco,  y que no eran sino víctimas de un engaño. Ojalá en unos años podamos mirar a este tiempo y también reírnos de nuestra inocencia, porque ya hayamos superado este mundofiltro.