20 de febrero de 2022

Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (Tim Bouverie)


I

El primero de octubre de 1938, Neville Chamnerlaine volvía triunfante a Londres después de haber forzado un pacto entre Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, por el que ésta se comprometía a limitar sus aspiraciones territoriales a los Sudetes. Además, el compromiso, alcanzado a espaldas de los representantes de la República Checoslovaca, permitía que esta ocupación se dilatara algo en el tiempo, permitiendo la salida ordenada de quienes no quisieran vivir en el Reich. Asimismo, Chamberlain agitaba pleno de orgullo y felicidad, un documento firmado por él mismo y Hitler en el que se recogían las bases de un pacto anglo-alemán, un compromiso para mantener reuniones tendentes a resolver la tensión en Europa.


Como todos sabemos, éste fue el punto álgido de la tensión en Europa y el comienzo de un nuevo tiempo. Dos años después, Gran Bretaña devolvía a Alemania algunas de las colonias que había recibido tras el Pacto de Versalles y Polonia cedía Danzig, en contra de su voluntad, pero presionada por la Liga de Naciones. Todos estos acuerdos llevaron a que la posición de Alemania se reforzara económicamente con un pequeño imperio con el que nutrirse de materias primas y completar su esfera de influencia. Los conflictos internos que todo esto generó en la URSS, desembocaron en un estancamiento de ésta y su pase a un papel secundario en la nueva escena internacional.


Animado por la política de apaciguamiento que tan buenos resultados había dado en Europa, Roosevelt aplicó la misma estrategia con Japón, resultando la entrega de Manchuria sin demasiado escándalo diplomático pero salvando a las Filipinas, Malasia, Birmania y otras zonas de las ambiciones niponas. Un acuerdo de suministro de petróleo al Imperio del Sol Naciente, alivió las necesidades expansivas de éste, que se conformó con las tierras arrebatadas a China que quedó postrada e incapaz de levantarse política o económicamente hasta nuestros días.   


El mundo ha quedado así configurado por dos grandes bloques. El primero, formado por las democracias occidentales, aferradas a sus paradigmas liberales, con algunas concesiones a los extremistas para garantizar la paz social y los levantamientos de fuerzas que quieran imponer regímenes parecidos a los de Alemania y Japón. Por otro lado, estos dos países encabezan un modelo político y económico en el que las libertades individuales son aplastadas de manera brutal pero en el que la eficiencia económica está dando pruebas de superar al capitalismo tradicional.


 Ambas naciones han sabido atesorar sus esencias pero admitiendo todo aquello que podían tomar de sus opuestos, conocimiento científico, saber intelectual, buena prensa, todo para que las disensiones se desplieguen por Occidente pero no hagan mella en sus súbditos, que no ciudadanos, tal vez por miedo a la represión, tal vez engañados por las proclamas, tal vez, simplemente, porque la sociedad civil ha quedado disuelta en infinidad de asociaciones, organismos y estructuras manejadas desde el poder a su voluntad.


Sea como fuere, con estas sombras grises, no hay periodo que no las tenga, hemos podido disfrutar de más de ochenta años de paz. Hoy veneramos la sabiduría de Lord Halifax, Neville Chamberlain e incluso de Daladier. Hasta podemos admitir la sinceridad de los actos y presiones, de la diplomacia que logró evitar un conflicto que nos habría llevado a una destrucción segura. También hemos aprendido a denigrar a quienes se opusieron a la paz. Churchill y Eden son símbolos de ese belicismo que podría habernos arrojado al abismo. Ganamos un tiempo que debemos valorar y hacer perdurar.   

 

II


Por supuesto, sabemos que nada de esto ocurrió, que la Historia no sucedió así que los hechos negaron la razón a quienes impulsaron el apaciguamiento y creyeron que jugar con las bestias podía ser una opción. Hoy sabemos que todas las medidas que se intentaron para apaciguar a Hitler solo sirvieron para hacerle creer que las democracias eran débiles, que nunca más se enfrentarían a un conflicto tan destructivo como lo fue la Primera Guerra Mundial y que, por tanto, bastaba hacer apuestas tan altas que la única alternativa fuera decidir entre paz y guerra y que, ante esta disyuntiva, franceses e ingleses siempre elegirían ceder. Hoy no es difícil asegurar que una respuesta contundente en los primeros tiempos, cuando Hitler ocupó Renania o el Sarre, pudo haber convencido a este de lo firme de las posiciones de sus enemigos y haber reducido sus aspiraciones, incluso haber provocado una revuelta interna y una caída del dictador, quién sabe incluso si de su régimen entero.


Sin embargo, este ejercicio es tan falso como el de los primeros párrafos de esta reseña. Las decisiones siempre se toman en el presente, basándonos en lo que conocemos del pasado. Pero el futuro es aquello que se encuentra más allá de una cortina negra que nos impide verlo y, cuando con mano temblorosa, apartamos sus pliegues para atisbar qué puede haber al otro lado, ya no es futuro, estamos en el presente de nuevo y otra cortina se alza ante nosotros.


Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra (editorial Debate 2021, traducido por Abraham Gragera) es un libro que trata de añadir luz a este periodo de la Historia tan controvertido. Tim Bouverie es un joven historiador que analiza con detalle el origen y trágico final de la política de apaciguamiento. No solo recurre a las fuentes oficiales, sino que combina las actas parlamentarias con los artículos y noticias de la prensa que tan importante papel tuvo en esta época. También recurre a correspondencia entre los principales protagonistas, especialmente, la correspondencia privada entre Chamberlain y su hermana, que arroja una luz más verdadera que cualquier declaración política del premier británico sobre sus verdaderas intenciones y cómo veía su papel en la Historia.

 

 


 

Comenzando por este último punto, es de destacar cómo Chamberlain se vió, de alguna manera, auto investido por el sentimiento de haber sido llamado por una voluntad divina a traer la paz a un mundo que parecía volver a enredarse en una espiral similar a la que condujo a la Gran Guerra. La importancia de este sentimiento, podríamos decir, cuasi religioso, también es relevante en la figura de Lord Halifax, no en vano, apodado por Churchill como Lord Holy Fox.

Este convencimiento de haber sido llamados a salvar la paz mundial les llevó a unas cesiones excesivas, pero no es menos cierto que el peso de la opinión pública y su rechazo a un nuevo conflicto también tuvo su peso. En los años treinta las empresas demoscópicas como hoy las conocemos, no tenían apenas relevancia y se trataba más bien de un sentimiento que se debía adivinar a través de cartas al director, protestas callejeras y poco más.


Es comúnmente aceptada la idea de que la mayoría de ingleses y franceses no estaban dispuestos a volver a los campos de Flandes a desangrarse como habían hecho apenas quince años antes. Pero Bouverie rescata muchos testimonios que dan muestra de que esta visión no era unánime. Igual que ocurre en nuestros días, no existen posturas claras y definidas para la mayoría de ciudadanos. Antes bien, corremos el riesgo de confundir a los que más gritan con la mayoría, lo que no suele ser cierto. Por este motivo más de un político se ha llevado desagradables sorpresas electorales. En el caso que nos ocupa, no siempre esa opinión pública pareció mostrarse favorable a las políticas de Chamberlain, y especialmente tras los acuerdos de Múnich y su violación flagrante por Hitler tras la ocupación de Checoslovaquia, el pueblo inglés comenzó un profundo viraje comprendiendo que la paz era un deseo imposible, postura que Chamberlain tardó en asumir.


También es un lugar común defender que el apaciguamiento fue una política obligada por el mal estado de las fuerzas armadas británicas. Si bien, la situación de éstas no era excelente, la propaganda nazi hizo parecer que sus propias fuerzas eran muy superiores a la realidad. El Anschluss dejó muchos tanques alemanes en la cuneta por problemas técnicos, la invasión de Polonia también reveló a los propios generales alemanes abundantes deficiencias. En suma, el aplazamiento de la guerra sirvió para que Francia e Inglaterra reforzaran las políticas de armamento, pero también para que Hitler lo hiciera. Peor aún, según acredita Bouverie, incluso en los momentos más claros, la apuesta de Chamberlain era sincera. Creía realmente que la paz era posible y, sólo muy parcialmente, Reino Unido aprovechó para rearmarse, casi en contra de la voluntad del Primer Ministro.


Esta obra también pone de manifiesto que las reglas de la diplomacia tradicional no sirven contra quienes tienen un programa claramente definido al que no están dispuestos a renunciar. Aunque Hitler dejó por escrito sus ideas expansionistas en Mein Kampf, nadie pareció considerarlas seriamente. Los políticos del apaciguamiento creyeron estar tratando con iguales, algo más toscos y barriobajeros que los dirigentes tradicionales pero que, al fin, estarían dispuestos a llegar a acuerdos.


Bouverie especula con la experiencia política previa de Chamberlain que se reducía la de alcalde de Birmingham. En tal puesto, se curtió como forjador de acuerdos entre grupos vecinales, sindicatos y empresarios locales. Con todos ellos aprendió que era posible encontrar un punto en común y que, con cesiones parciales de todos, se lograba alcanzar un acuerdo satisfactorio para el conjunto. En ese mundo municipal, todas las fuerzas vivas de la ciudad querían contribuir al bien de la misma, aunque sus posiciones ideológicas fueran opuestas. Era inconcebible que un tendero quisiera la ruina económica de su ciudad o de sus vecinos que, a fin de cuentas, debían de ser quienes se dejaran sus sueldos para comprar sus productos. Pero nada de esto tenía sentido con dictadores como Hitler y Mussolini.


Por otro lado, se puede sostener con certeza que las posiciones fascistas contra el comunismo, su mano dura contra los disidentes y su papel de contención en el centro de Europa frente a posibles políticas expansionistas de la URSS jugaron un papel relevante e hicieron a Hitler un personaje tolerable para muchos políticos conservadores. Tan solo cuando ya era evidente que Hitler no buscaba la paz, Reino Unido trató de alcanzar algún acuerdo con Stalin que aislara a Alemania y le obligase a firmar un pacto de desarme. Sin embargo, estos intentos no fueron demasiado serios y Hitler les ganó la partida con la firma del sorprendente pacto germano soviético de agosto de 1939.

 

Tampoco la persecución de los judíos en Alemania o en los territorios que progresivamente iban ocupando, gracias a la desidia occidental, pusieron sobre aviso de la verdadera naturaleza del régimen nazi. Nuevamente, nadie tomaba en serio lo que el dictador había dejado escrito en su Mein Kampf. Y, todo hay que decirlo, cierto antisemitismo de la clase dirigente británica hacía que este tema no fuera especialmente relevante para hacer de él un punto de inflexión de la política exterior británica.


El libro se centra en la diplomacia británica y, aunque trata de refilón las políticas francesas, éstas se muestran como meramente gregarias de cuanto Inglaterra pudiera decidir. Este aspecto no termina de quedar aclarado en el libro, no se entiende cómo Francia, con frontera con Alemania y principal objeto del deseo de venganza de ésta, pudo tener un papel tan secundario como se pretende. Tal vez la debilidad de los gobiernos de la época pudo pesar en el escaso protagonismo en estas negociaciones.


Pero la pregunta que siempre termina por surgir alrededor de esta cuestión es si esta política era la única posible, incluso deseable, porque había que dar una oportunidad a la paz, o si se debió ser más firme desde un principio, incluso haber comenzado una guerra que, a la vista de lo que vino, siempre habría sido menos cruel, menos destructiva.


El veredicto de Bouverie es ecuánime. Las intenciones de los líderes ingleses eran buenas, sus afanes por lograr la paz eran loables. En paralelo, no descuidaron totalmente el rearme. Exploraron vías con enemigos políticos irreconciliables y, finalmente, cuando comprendieron, aunque ciertamente con retraso, que Hitler no pararía con sus agresiones, terminaron por entrar en guerra. Pero esto no excluye torpezas, faltas de previsión, ingenuidad, soberbia al no buscar el apoyo de los Estados Unidos, incluso el tratar de mantener el Imperio a costa de la independencia de media Europa Central.


El libro se lee como una excelente novela de intriga política de la que, desgraciadamente conocemos el final. Sin embargo, el autor consigue trasladarnos a la época casi como si la estuviéramos viviendo en directo, con un ritmo ameno, casi periodístico, no en vano, Bouverie ha trabajado para diferentes medios de comunicación británicos.  


Pero uno de sus mayores atractivos es el de diseccionar un momento histórico que parece repetirse de manera recurrente en la Historia de la Humanidad. En estos días asistimos a nuevas amenazas de guerra y, como en aquellos tiempos, se alzan las voces de quienes creen llegado el momento de no dar un paso atrás y las de quienes creen que se debe ceder a los legítimos intereses, a las áreas de influencia y a la peculiar idiosincrasia de nuestros oponentes. Volvemos a estar en la disyuntiva. Y es pertinente preguntarse si el apaciguamiento envalentona más o si sirve para rebajar tensiones, si estamos en una carrera en la que lo único que se discute es el momento en el que la batalla se desencadenará. Podemos sustituir los nombres de los líderes actuales por los de antaño y jugar a adivinar el futuro. Pero es un juego errado, el futuro siempre está por escribir.


Más interesante puede ser hacer el juego inverso, en un escenario en el que sabemos qué ocurrió y su porqué, deberíamos reflexionar sobre cómo habría sido el mundo si en lugar de Chamberlain y Churchill, Hitler o Emil Hácha, los gobernantes de la época hubieran sido Biden y Johnson, Putin o Macron. Si los que ahora claman por la paz también lo habrían hecho entonces, obviando los derechos de los pueblos aplastados a cambio de mantener sus altos principios. Paz sí, no para los checos, los austríacos, los polacos, ... Y también si los que hoy empujan la tensión habrían sido tan beligerantes con el recuerdo de sus padres y sus hijos muertos en un conflicto entre las mismas naciones pocos años antes. ¿Habrían hecho mejor nuestro mundo?¿Habrían muerto millones de personas, en batallas, ciudades bombardeadas o campos de exterminio?


Conocer la Historia no nos impide repetirla, pero como le dijo el Tiempo a Alicia: "Jovencita, no puedes cambiar el pasado, aunque déjame decirte algo, podrías aprender algo de él."

 

 

 

 

 

13 de febrero de 2022

El orden del día (Eric Vuillard)



 

El 20 de febrero de 1933 amanece como un día cualquiera en el que los transeúntes recorren las calles de Berlín protegiéndose con sus pesados abrigos y sus bufandas de la intemperie. Es un día normal del que nadie conoce la trascendencia que tendrá lo que está a punto de ocurrir. Porque en breve tendrá lugar una reunión cuyo punto principal no está recogido en el orden del día. Porque, realmente, ningún hecho relevante está recogido en las actas o los discursos que se hacen públicos, en las solemnes declaraciones o en las ceremonias aireadas y promocionadas como hermosas coreografías.

 

No. Ni en 1933, ni en nuestros días, los hechos que nos afectan se recogen en el orden del día. Y éste es el mensaje que subyace en El orden del día (Eric Vuillard, publicado por la editorial Tusquets en 2018 y traducido por Javier Albiñana).

 

Pero no avancemos acontecimientos y volvamos al día elegido por el autor para ilustrar su planteamiento. En esa fecha, un grupo de veintisiete empresarios y financieros alemanes son convocados a una reunión en el Reichstag en la que Göring ejercerá de maestro de ceremonias. El plato fuerte es la presencia del recién elegido presidente del gobierno, Adolf Hitler. En su discurso, el canciller dibuja un paisaje esplendoroso para la nación alemana en el caso de que logre imponerse en las inminentes elecciones de una manera contundente. Libre de la amenaza interior, judía, comunista, o lo que se tercie, la patria podrá volver su cara a la política exterior y restaurar e incrementar la gloria patria a costa de naciones inferiores.

 

Pero nada se puede conseguir, ni siquiera por quienes se oponen al capitalismo burgués con tanta fiereza como al comunismo, sin el bombeo de la sangre monetaria necesaria para engrasar la maquinaria electoral capaz de imponer sus tesis a una mayoría de votantes.  

 

Sea por la oratoria, por la presión implícita en los estertores de la República de Weimar, sea por el inconfeso deseo de estos magnates de que alguien se haga cargo de la marcha de la economía poniendo en firme el país, alejando así la amenaza del comunismo acechante, estos magnates se rascan los bolsillos de sus gabanes de pieles exóticas y empujan la campaña del NSDAP.

No perdamos el tiempo en discutir si considerar esta transacción como una donación espléndida y voluntaria o como un pago indiferente, otro más en la larga cadena de extorsión y corrupción vista como inevitable por tan prácticos prohombres. El partido nazi afronta unas elecciones que serán el fin de un tiempo y el comienzo de otro que extenderá su negrura hasta doce años después y cuyo acto final tendrá lugar precisamente a pocos metros de donde ahora se encuentran reunidos, en un jardín, con un cadáver ardiendo entre olor a gasolina.

 

La obra se construye como una sucesión de escenas o viñetas a través de las que se van desgranando los acontecimientos históricos. La visita del tibio Lord Halifax a la Alemania nazi, invitado por Göring, con el que puede llegar a tener más cosas en común de las que hoy, visto lo que estaba a punto de suceder, estaríamos dispuestos a aceptar. Las negociaciones en Berghof entre el canciller austríaco Kurt Schuschnigg y Hitler por las que poco a poco Alemania ganaba la batalla por imponer su peso político en el gobierno de su vecino del Sur. Las presiones abiertas sobre el Presidente de la República de Austria para deponer a Schuschnigg en favor de un candidato pronazi, y así hasta la definitiva anexión, el 12 de marzo de 1938, el Anschluss.

 

También asistimos a la inocua cena burguesa que Chamberlain, el impulsor de la política de apaciguamiento con Alemania, el vencedor pírrico de los pactos de Múnich, da en honor de Ribbentrop al dejar su cargo como embajador nazi en el Reino Unido para ocupar el sillón de Ministro de Exteriores del Reich.

Veremos a algunos de estos personajes infames en los días posteriores al fin de la guerra, en los interrogatorios del proceso de Núremberg, despojados de su grandeza y sus ínfulas, del apoyo de quienes ahora se rebelan incrédulos ante la maldad que, tal vez por despreocupación o pereza, tal vez por ceguera voluntaria o incluso porque ahora han cambiado las tornas, se alejan de esas sombra de terror sanguinario y maldito, tratando así de borrar lo que se hizo o dejó de hacer.

 

Éste es el verdadero drama que nos relata Vuillard. Estos personajes de opereta, que son dibujados con trazos esperpénticos actúan como los bufones a los que otros alientan, alimentan sin medir los resultados. Los patéticos personajes que pueblan El orden del día, desde Göring a Chamberlain o Leon Blum son dibujados como ridículos peones de un juego en el que su papel no es sino la parte tragicómica de un drama a punto de desencadenarse en el que su ridiculez contrasta con la magnitud de la tragedia que, en su ineptitud, ayudan a desencadenar.

 

Los potentados de la reunión del 20 de febrero de 1933 no son sino el símbolo de todos aquellos a los que no les importa el curso de los acontecimientos, la guerra o la persecución, porque están por encima de ella. Porque no son sino la actual representación de unas estirpes que sobrevivirán a esta tormenta política y guerrera que ellos mismos ayudan a encender. Son los mismos que se enriquecerán con los fondos del Plan Marshall para la reconstrucción de Alemania. Destruir para construir y cobrar dos veces. Y para ello, se valen de toda esa corte de secundarios, imprescindibles para impulsar la trama, que creen ser los artífices de la Historia, pero que aquí se nos dibujan como cooperadores necesarios y ridículos

Porque, como explicita Vuillard, no son Karl, Albert, Gustav o Frederick, estos manipuladores del destino a golpe de talonario son solo máscaras de un poder atemporal que bajo esos nombres y apellidos se eterniza y que no suelen figurar en el orden del día.

 

Bajo esta tesis, un poco a lo Club Bilderberg, la novela se desarrolla con un tono que la coloca entre la no ficción, por su tono descriptivo, su pretensión de rigurosidad histórica, la total ausencia de personajes ficticios o cierto distanciamiento propio de un cirujano enfrentado a la autopsia del cadáver de la Europa de preguerra.

Y sin embargo, el mérito del autor es hacernos creer que estas páginas no son más que un informe histórico, una obra objetiva. Pero lo que realmente leemos es, por encima de todo, literatura. El mayor mérito del autor es que al caricaturizar sus personajes hasta el extremo pero hacerlo desde la posición de un frío relator de hechos, nos vende su ficción a precio de realidad histórica.

 

 

 

Porque Schuschnigg no es el personaje temeroso y cándido que se mete en la boca del lobo tal y como nos quiere hacer creer. Nada se dice de todos sus esfuerzos por lograr el apoyo de otras potencias y de cómo tiene que recurrir a implorar a Alemania no ser invadida por el abandono de aquéllas. Porque es fácil juzgar a Chamberlain como el pusilánime que no quiso parar los pies a Hitler, sabiendo como sabemos lo que pasó después, dando lecciones sobre cómo habría debido de ser más beligerante, amenazador, haber llegado incluso a la guerra antes de que ésta fuera aún mayor, de que fuera el horror que hoy conocemos que fue. Pero al tiempo aseveraremos que la Primera Guerra Mundial fue el fruto de la belicosidad de las naciones, del intento de frenarse unas a otras.   

 

Y todos esos matices históricos no son ajenos a Vuillard. Los conoce bien, pero los obvia, porque realmente no quiere levantar acta de unos hechos, solo de una tesis que toma como ejemplo un momento histórico y, por tanto cuya validez no se circunscribe a la veracidad histórica de éste. Vuillard quiere crear Literatura, y lo consigue de una manera brillante. Logra involucrar al lector en su itinerario de aquellos años locos, convencerle de cuanto cuenta por ese estilo frío y aséptico. Y logra engatusarnos retorciendo según le conviene la realidad y los personajes que la pueblan, igual que hace cualquier otro gran autor creando personajes y desarrollando tramas a su gusto y antojo.

Por eso, El orden del día se lee con gusto por quienes aman la historia, pero también por los que disfrutan de un relato de intriga y por los que se emocionan con los retratos psicológicos. Porque de todo esto tiene un poco El orden del día y porque, como pone de manifiesto la realidad de estos días, no hay nada como la soberbia de juzgar el pasado para revelarse como un inepto a la hora de vaticinar el futuro.