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1 de febrero de 2025

Jerusalén: La biografía (Simon Sebag Montefiore)


 Jerusalén no es solo una ciudad, es un símbolo, un escenario de luchas interminables, una obsesión para imperios y religiones. En Jerusalén: La biografía, Simon Sebag Montefiore despliega más de 3.000 años de historia con la maestría de quien entiende que, más allá de fechas y batallas, lo esencial es comprender el alma de esta ciudad. Desde su humilde origen hasta la convulsión del siglo XXI, este libro narra su incesante destrucción y resurrección, el fervor místico que la rodea y la inquebrantable atracción que ejerce sobre judíos, cristianos y musulmanes. Una lectura absorbente para entender por qué Jerusalén sigue siendo el corazón de tantas pasiones.


Jerusalén: La biografía de Simon Sebag Montefiore, editado por Crítica, hace honor a su nombre, es decir, pretende ofrecer un relato desde los comienzos aldeanos y humildes de este enclave hasta nuestros días, más de 3.000 años de historia. Pero también aspira a explicar los motivos por los que llegó a convertirse en la ciudad santa para tres religiones e incluso una referencia para quienes no profesan fe alguna.


Un libro de 900 páginas ofrece la posibilidad de trazar un relato bastante detallado de los hechos. Y, sin embargo, en esta historia parece que lo más importante no es lo que ocurre sino los motivos ocultos, los impulsos que desencadenan esos acontecimientos. Porque en esta obra, Montefiore se esfuerza por combinar ambas esferas, la histórica y la espiritual. Sin duda, esta última es la que va determinando el curso que tomará la primera, desde el momento en que se convierte en el centro de la religión judía, la sede del Templo, el único templo judío merecedor de dicho nombre, erigido y destruido tres veces.


Como el propio libro del Éxodo nos narra, las tierras de Judea no eran las propias y originales del pueblo judío sino que éste recibió esta tierra como prueba de la alianza con Dios tras una vida nómada. Y, tal vez para su desgracia, esta tierra se encontraba en un enclave geográfico privilegiado, por tanto, tremendamente peligroso. En el Mediterráneo Oriental, en el cruce de caminos de los pueblos del mar, de las rutas entre Mesopotamia y el mundo egipcio y lo que luego resultará la esfera de influencia helenística. Una zona no especialmente rica por sus recursos naturales pero que convierte a sus moradores en los dueños de las rutas que comunican la actual Turquía y Egipto con el mundo persa y árabe.


Pero estos moradores, a diferencia de los nabateos que forjaron su éxito en las caravanas comerciales, se centraron en una vida casi de supervivencia y explotación básica de sus recursos. Volcados en una religión que resultaba excluyente a diferencia de lo que solía ser habitual en la época, y tercamente forjados en la independencia de sus costumbres, lograron convertirse en la piedra que de continuo golpeaba el yunque de cuantas civilizaciones pasaron por allí, y apenas faltó una sola de ellas.


Nuevamente es la Biblia la que nos da cuenta de las invasiones y destrucciones, exilios y martirios a que les sometió, entre otros, el rey babilonio Nabuconodosor II, pero la lista es larga ya que se dice que Jerusalén ha sido destruida en doce ocasiones, veinte veces sitiada y cincuenta veces capturada, una triste marca.


Sin embargo, la importancia de Nabuconodosor es crucial ya que tras destruir y saquear Jerusalén, llevó al exilio a las familias más ricas y cultivadas, y a los mayores sabios judios. Y es precisamente en el exilio mesopotámico cuando comienzan a recopilarse las historias que luego pasarán a formar parte del legado bíblico, algunas teñidas de cierta influencia de esas religiones orientales, tomando algunos mitos prestados o tal vez comunes a todos los pueblos de la zona.


Fuera como fuere, lo cierto es que Jerusalén sufrió todo tipo de desgracias y no solo por los enemigos externos. Los conflictos internos, también reflejados en las escrituras sagradas, estuvieron a la orden del día y reyes legendarios como David tienen un historial de crudeza y desafío para quien quiera visitar esos textos. Otros reyes como Herodes tienen tras de sí un cruento historial de persecución y venganza contra su propio pueblo que deja en nada la famosa aunque improbable matanza de los niños inocentes.  


Pero, tal vez, sea la llegada del Imperio romano el hecho más determinante para los judíos. Su terca rebeldía tal vez no guarda parangón y no supo ser comprendida por los ocupantes. Así como en otros lugares la resistencia fue tenaz y las escenas de suicidios colectivos no resultan extrañas, véase en el caso de Hispania la gesta de Numancia, lo cierto es que el aplastamiento de estas revueltas terminaba en la pacificación y asimilación. Sin embargo, los judíos se rebelaron de continuo y sin descanso, obviando que sus gobernantes siempre resultaron obsequiosos con el poder romano. La victoria de Tito en el año 70 d.C. nos dejó el Arco que lleva su nombre en el foro romano y la última destrucción del Templo, una de cuyas paredes quedó como símbolo del eterno retorno tras la diáspora.


Pero durante el dominio romano tuvo lugar otro hecho que marcaría parte de la historia futura de Jerusalén. Aquí murió en la cruz Jesucristo, uno de tantos profetas que se alzaron reclamando su condición de Mesías, de mensajero de Dios, encarnación de su poder, en su caso, no para derrocar a los romanos, como era habitual en otros, sino para subvertir el orden social y crear una especie de imagen de la vida divina en la tierra. Pero al convertirse el cristianismo en una religión desgajada del judaísmo y ser adoptada finalmente por el Imperio romano como religión oficial del Estado, Jerusalén pasó a convertirse en el lugar del sacrificio de Jesús, de su martirio y resurrección, en suma, de todos los símbolos de la nueva fe.  


Nace así una segunda disputa espiritual sobre la ciudad que ahora se disputarán dos religiones. Y serán los judíos quienes sufran la peor parte puesto que, no en vano, son el pueblo que mató a Jesucristo, los culpables de la Pasión, todo un logro propagandístico de los romanos que lavan así sus manos con la construcción de un relato en el que parecen no ser más que actores secundarios, casi forzosos.

 

De aquí en adelante, los judíos sufrirían persecución en todo Occidente, también y muy especialmente en la ciudad que simbolizaba el centro de su religión. Una ciudad que todos creían que sería el origen del fin de los tiempos y que quienes allí estuvieran enterrados serían los primeros en nacer a la nueva vida cuando se restableciera el Reino de Dios.  


Pero el dominio cristiano de la ciudad no duró demasiado. Una nueva religión nacería pronto en las arenas arábigas, tomando prestadas ideas y figuras del judaísmo y el cristianismo. El empuje de esta nueva fe unió a diversos pueblos, primero los nómadas del desierto, después a todo el oriente, abarcando la propia Jerusalén. De hecho, la ciudad también alcanzó significado santo no solo por esa influencia de las otras dos religiones en el Corán, sino porque el propio Mahoma la visitó en un viaje nocturno, significando así su preeminencia junto a La Meca y Medina.


Si bien el dominio islámico abarcó desde el siglo VIII al XX, lo cierto es que la estabilidad no llegó a la ciudad. No solo las Cruzadas supusieron un breve intervalo, cruento y violento como pocos, sino que las diversas facciones musulmanas se fueron disputando el dominio. Los selyúcidas, ayubíes, mongoles, mamelucos y otomanos fueron tan solo algunos de los diversos gobernantes que impusieron su ley en la ciudad. Y esta ley siempre se aplicaba mediante la violencia extrema, contra cristianos y judíos fundamentalmente, que se empeñaban en aferrarse, pese al riesgo para sus vidas, a los pobres barrios de la ciudad, pero también contra otras familias del mismo credo.


La pequeña colonia cristiana, siempre al borde de la destrucción y el exterminio, se ocupaba de proteger esos Santos Lugares, pero envuelta en tantas disputas y conflictos que apenas si necesitaban a los musulmanes para complicar su existencia, ellos mismos se bastaban. Montefiori narra el complejo ritual de la Iglesia de la Santa Cruz, a cargo de católicos, griegos ortodoxos, armenios y etíopes, un entramado explosivo, y no solo figuradamente.  


Pero compliquemos un poco más la ecuación añadiendo las infinitas variantes. Por el lado de los judíos, tenemos los ortodoxos, los ultraortodoxos, quienes quieren reconstruir el Templo, quienes creen que lo hará Dios el día del fin. A las diferentes confesiones cristianas ya citadas, hemos de añadir a los evangelistas, armenios, anglicanos, rusos ortodoxos, ... Y, por parte musulmana, chiíes, suníes, sufíes, ...


Las potencias occidentales, Reino Unido, Francia o la propia Rusia, fueron forjando sus propias aspiraciones sobre este enclave. El interés por Jerusalén no solo era estratégico sino, fundamentalmente, simbólico. Para los británicos, un pueblo que se creía la encarnación de las virtudes clásicas y que gozaba de una religión al servicio de su poder político, dominar la regeneración espiritual de Occidente era la consecuencia de las ideas de sus poetas y pensadores, de su fascinación por una nueva Jerusalén, una ciudad que habría de ser el espejo de las virtudes que ellos creían representar. Para los rusos, en pugna por asumir el liderazgo de los cristianos ortodoxos y de consolidar su Imperio, el papel de Jerusalén también era determinante, no menos que el que representaba para la católica Francia.


Y todos con los ojos puestos en la ciudad, más en concreto, en unos pocos lugares que todos consideran sagrados, donde los judíos rezan en el Muro de las Lamentaciones justo debajo de donde los árabes celebran su culto en la explanada de las mezquitas  y al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro o el monte de los Olivos.


Pero estas aspiraciones, fruto del pujante nacionalismo de cada uno de esos pueblos cuenta con su propio correlato judío. Los hebreos por el mundo guardaron el recuerdo de esa Jerusalén durante toda su vida y, al llegar el florecer de los nacionalismos y pasarse de la exaltación de los bailes regionales a la idea política de que cada nación debía tener su propio Estado como medio de realización suprema, hicieron saltar por los aires el precario status quo de la zona.



El sionismo propugnado por Herzel no pretendía otra cosa que reunificar territorialmente al disperso pueblo judío y dotarle del correspondiente Estado propio. Las persecuciones en toda Europa y los progromos en la Rusia zarista convencieron a muchos judíos de que la protección estatal ya no garantizaba su pervivencia física.


La opción natural parecía ser Palestina, antigua Judea, lugar de Jerusalén, del Templo. Si bien hubo otras alternativas que no lograron convencer a nadie, como el ofrecimiento de tierras africanas, lo cierto es que, por la vía de los hechos, cada vez un mayor número de judíos emigraron a las tierras de sus ancestros.


El protectorado británico tras la Primera Guerra Mundial parecía una buena garantía para conseguir la realización del sueño sionista, pero fue la Shoah el impulso definitivo. El convencimiento de que el único modo de salvar al pueblo judío era dotarle de ese Estado que venían reclamando y un cierto sentimiento de culpabilidad o de compasión concluyeron en la creación del Estado de Israel en 1948. A partir de aquí ya conocemos todos los problemas y conflictos desatados. Los árabes no reconocieron este nuevo Estado que surgía a costa de parte de sus tierras pero en diversos conflictos armados no solo no lograron acabar con los judíos sino que estos consolidaron sus fronteras apropiándose de más territorios e incluso de Jerusalén, una ciudad que inicialmente no les había correspondido en 1948.

 

El epílogo del autor pretende ofrecer una serie de notas sobre la actual situación en la zona, de las amenazas que sobrevuelan una paz precaria que, durante mi lectura del libro, ha vuelto a saltar por los aires. Los análisis de Montefiore pueden pecar de incautos en estos días, puesto que aún sostenía que había una solución para la zona. La verdad es que su optimismo es encomiable puesto que esta sagrada tierra no parece haber disfrutado de un instante de paz. Porque la única Jerusalén que parece poder vivir en paz es aquella nueva Jerusalén que cantaba Blake, la espiritual, el símbolo amado de todos pero no hecho carne o piedra, la imagen y metáfora de sueños y frustraciones, de promesas de libertad o de vida eterna, de resurrección y reino de los cielos, de paraíso o jardín del edén, todo aquello inmaterial e intangible. Quedémonos con esa imagen soñada por tantos y deseemos que los sueños algún día se hagan realidad, incluso sobre Jerusalén, la Ciudad Sagrada.

 

 

 

 

29 de septiembre de 2024

El arte clásico: De Grecia a Roma (J. G. W. Henderson y Mary Beaard)


¿Recuerdas aquellas clases de arte en la escuela, donde las estatuas parecían tan distantes y los monumentos eran solo nombres en una lista? Mary Beard y J.G.W. Henderson rompen con esa visión estática en El arte clásico: De Grecia a Roma, llevándonos en un viaje vibrante por la Antigüedad. Olvídate del mármol blanco inmaculado; en estas páginas, el arte clásico cobra vida, lleno de color, controversias y preguntas que siguen resonando hoy..



Para muchos, el arte es una rémora del pasado, de los tiempos de la escuela. Algún documental suelto, una visita a un monumento en las vacaciones y una ligera impresión de que son cosas del pasado. De aquellos estudios escolares se desprendía una sucesión de nombres de estatuas, famosos edificios y descoloridas imágenes, con una serie de características asociadas que uno debía memorizar confiando en que el contexto viniera dado a través de lo que uno recordase de la asignatura de Historia, acompañado todo ello en el mejor de los casos, de las ilustraciones de un libro o de las diapositivas, filminas se decía en la época, aún no sé el motivo, que el profesor de turno proyectaba en una clase a oscuras, sabiendo que sus alumnos no prestarían atención a las mismas, antes bien, se dedicarían a hacer el mono aprovechando la oscuridad.

 

Mary Beard y J. G. W. Henderson vienen a cuestionar este precario conocimiento en El arte clásico: De Grecia a Roma, una obra que pretende poner en su sitio muchas de las convicciones que venimos arrastrando sobre este periodo del arte desde mediados del siglo XIX cuando diversos estudiosos comenzaron a sistematizar el conocimiento en la materia.


La obra, publicada por La esfera de los libros y repleta de fotografías, mapas y planos, ofrece un excelente recorrido, no tanto por obras concretas sino por cuestiones más generales como el concepto de la copia y la imitación, el uso y sentido del arte en la época clásica o la percepción que se podía tener en aquellos tiempos acerca de cuestiones como el desnudo o la deificación de los gobernantes, temas sobre los que la opinión de entonces fue evolucionando, igual que ocurre hoy en día, puesto que una de las funciones del arte consiste precisamente en cuestionar lo que todos damos por cierto y asumido.

 

No se trata de destruir mitos, sino de completar vacíos. Comenzamos por el ya muy conocido punto en torno a las estatuas que acostumbraban a estar pintadas, alejadas de ese blanco marmóreo que hoy lucen en los museos, antes bien, los colores brillantes podrían llamar desagradablemente la atención a nuestros ojos hoy más refinados, acostumbrados a una paleta que ha ido evolucionando y que huye de los colores chillones para recrearse en el degradado. Por contra, en los tiempos antiguos la preferencia parecía todo cuanto no resultase tan natural, lo que pudiera resultar llamativo. Porque lo que busca la obra es ofrecer cuestionamientos nuevos, trasladarnos esa idea de que la misma función que hoy atribuimos al arte, se la atribuían los antiguos, que el tiempo también tuvo su reflejo en la concepción artística, en la función de las piezas y de la arquitectura.

 

Y volviendo al color, olvidemos las estatuas, porque su verdadero reino natural siempre será el de la pintura, donde solo el color construye la ficción de la realidad, el remedo, sin el apoyo de una arquitectura, de una piedra que sugiera ya las formas.

 

Pero, por desgracia, tan sólo conservamos restos tardíos, dispersos, apenas inteligibles de pintura griega. Sin duda, en la Antigüedad sí sería más accesible para los contemporáneos y, por tanto, la influencia de este arte podemos suponer que pasó a los romanos de quienes tampoco conservamos realmente más que pequeños fragmentos. Por ello, no es de extrañar que el descubrimiento de las villas de Pompeya, con sus paredes repletas de murales supuso toda una revolución en el modo en que se percibió la pintura antigua allá por el siglo XIX.

 

Pero este descubrimiento nos lleva a nuevas preguntas. Creer que lo que hoy visitamos en la ciudad fantasma es el perfecto reflejo de la pintura clásica sería un error. Para empezar, Pompeya no era la cuna del arte, tan solo una ciudad más, sin especial relevancia, por lo que lo que hoy nos muestra no es necesariamente el mejor producto de su época, tan solo lo que hemos es dado vislumbrar. Tampoco somos capaces de comprender muy bien las funciones que cumplían estas pinturas puesto que no siempre sabemos a qué se dedicaba cada estancia, cada espacio. Y en la propia Pompeya tenemos también la acumulación de diversos estilos que suponemos acumulativos pero que tal vez convivían en el tiempo, donde los motivos geométricos y figurativos combinaban a la perfección con las representaciones tan naturales de personas que tampoco somos capaces de identificar, si se trata de imágenes genéricas, retratos de los verdaderos habitantes de las casas, una idealización, ... Lo que sí podemos tener por cierto es que los interiores de estas viviendas parecían un abigarrado muestrario, repleto de imágenes, tal vez de estatuas, adornos, molduras, trampantojos, tal vez lo más alejado de lo que hoy entendemos como clasicismo. Y a todo ello hay que añadir que cualquier mobiliario ha quedado destruido por lo que aún mayor saturación habría que añadir a este conjunto.



Tampoco conocemos muy bien las funciones de estas pinturas. En las estancias dedicadas a que el señor de la casa recibiera, hiciera sus negocios, se puede pensar que el objetivo era mostrar el poder, la opulencia, tal vez la conexión con figuras míticas, con el poder senatorial, imperial posteriormente, pero en las estancias más privadas, podemos intuir todo tipo de intenciones, desde las más picantes, a las meramente destinadas a evitar ese vacío que tanto parecía aterrar a los antiguos.

 

Los pocos restos de pinturas en palacios como el de Nerón o en villas a las afueras de Roma tampoco parecen ofrecer mayor luz a nuestras dudas.  Por fortuna, las ilustraciones de este libro nos permiten disfrutar de una pequeña muestra de este repertorio pictórico, barriendo la imagen algo distorsionada que tenemos en este punto.

 

Pero si avanzamos a otras ramas del arte y nos centramos en la escultura, nuevamente los autores nos trasladan otro sinfín de dudas. Para empezar, el cuestionamiento de la atribución de obras a autores famosos y reconocidos. Comencemos por explicar que la estatuaria griega era una industria propiamente dicha en el sentido de que las esculturas podían nacer de la mente y las manos de un famoso escultor, pero lo cierto es que esta imagen era tomada por infinidad de copistas en un tiempo en el que los derechos de autor no eran concebibles y en los que la única forma de difundir esta imaginería era mediante copias, muchas de ellas son las que hoy identificamos con las originales más por tradición que por certeza.

 

Durante el Renacimiento se recuperaron grupos escultóricos como el Laocoonte, auténtico acontecimiento que asombró a Miguel Ángel o Rafael, y que les influyó notablemente en sus obras. Sin embargo, ni tenemos seguridad de que se trate de los originales citados en los escritos clásicos de Plinio y otros, ni tampoco tenemos la certidumbre de que las reconstrucciones y restauraciones llevadas a cabo sean las correctas. Un brazo cortado es una interrogante y cómo completamos la estatua puede convertir a una afrodita en una

figura recatada o en una exhibición erótica. Cada generación ha gustado de adaptar su visión de estos puzzles incompletos conforme su propia visión del arte de los clásicos.

 

Pero saltemos de capítulo sin abandonar la escultura. Estos griegos y romanos nos

legaron un enorme tesoro que tuvieron que labrar poco a poco. La desnudez que hoy nos parece tan evidente y que ha jugado un importante lugar en la historia del arte, no fue un hecho natural. Los artistas comenzaron por insinuar formas, por levantar levemente vestiduras y, en un largo proceso, tan solo al llegar el periodo helenístico se consagró la belleza del desnudo como un hecho aceptado, hasta entonces el público no admitía sin más la desnudez de una diosa, de un dios, de los mitos de leyenda.

 

Hay otros conceptos que los clásicos nos legaron y que los autores quieren poner en valor. Así, destaca el busto por encima de todos ellos, la idea de que la representación de una cabeza refleja el total de la personalidad, que este pedazo de carne y hueso no es la representación de una cabeza cercenada, de un decapitado, sino que refleja toda la fuerza y poder de un emperador, de un sabio o un poeta, que el carácter queda reflejado en esa exclusiva parte de nuestro cuerpo.

 

Y esta cabeza se convierte en la representación del poder imperial en las monedas, un modo de representación de la autoridad que aún hoy mantenemos. Porque la vinculación entre arte y poder también ha sido una constante que se remonta a estos tiempos antiguos. Es sabido que Augusto, inaugurando una costumbre que seguirían todos sus sucesores, hacía distribuir copias de su estatua, idealizada, mostrando la gloria de su fuerza, forzando la realidad puesto que, como en el caso del retrato de Dorian Gray, pero de manera inversa, la imagen de estas estatuas no se fue adaptando al envejecimiento real del emperador, sino que siempre representó la idea del semidiós que regía los destinos del Imperio.

 

Así que cuando vemos la imaginería del poder en Corea del Norte, la escenografía de Leni Riefenstahl o los carteles de la propaganda soviética, vemos los rescoldos del fuego que encendieron los romanos.

 

Y qué decir de la arquitectura, de esas grandes edificaciones como el altar de Pérgamo, símbolo del poder de una nación, del orgullo de un pueblo que reivindica su lejana conexión con el pasado ateniense. Qué señalar de los arcos del triunfo, sin duda representaciones en piedra de lo que eran previas construcciones efímeras y ocasionales para recibir al victorioso conquistador de lejanas tierras. La columna de Trajano, otro ejemplo que mezcla la ornamentación, la propaganda, el monumento funerario y la megalomanía a partes iguales.

 

Estos artistas de los tiempos clásicos también nos legaron la idea de que el arte, sin duda ha de reflejar una idea de belleza, pero de cuando en cuando, la fealdad también debe asomarse en un desconcertante juego en el que la evolución más moderna ha ido ganando soltura hasta el punto de preferir rechazar los ideales de belleza y mostrar lo que de turbio y amargo tiene nuestro tiempo. Estatuas como la de la denominada vieja borracha, Afrodita siendo seducida por Pan o las de niños ahogando ocas. Es arriesgado trasladar a los clásicos lo que nuestra mentalidad moderna puede interpretar de estas imágenes. Tal vez para ellos fueran representaciones del horror y para nosotros meros recordatorios de que en la vida no todo es bello y perfecto.

 

Como queda dicho, no estamos ante un tratado de arte sino ante un libro que reflexiona sobre el sentido y función del arte clásico en sus propios días y en cómo lo hemos ido interpretando y así, conformando nuestra propia y actual visión del arte antiguo y, por tanto, del que creamos a partir de él. Unas reflexiones siempre bien guiadas y escritas con la habilidad de quien sabe narrar historias que enganchen al lector en un tema tan increíblemente árido como es éste.  




21 de septiembre de 2024

Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (Hannah Arendt)

 


 

En "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal", Hannah Arendt no solo narra uno de los juicios más impactantes del siglo XX, sino que nos obliga a enfrentar la incómoda verdad de cómo la maldad puede adoptar la forma de una rutina burocrática. Este libro no trata solo de un criminal nazi, sino de un sistema que convirtió la obediencia en un acto mortal, y a un hombre común en un engranaje letal. ¿Cómo es posible que alguien tan "normal" sea capaz de cometer actos tan atroces? Arendt nos invita a reflexionar sobre esta cuestión. 


Adolf Eichmann fue el encargado, entre otras diversas tareas relacionadas con la solución final de la logística de todas las deportaciones de judíos y gitanos a las cámaras de gas. Por sus manos pasaban las órdenes de requisa de material ferroviario, la perfecta sincronización de los transportes, la priorización incluso por encima de los convoyes militares.


Al concluir la guerra, Eichmann pudo huir de un campo de internamiento americano en que, en todo caso, no había sido identificado correctamente valiéndole una falsa identidad que había conseguido a través de la organización de las SS encargada de facilitar la huida de los altos jerarcas y mandos inferiores.

 

Eichmann vivió un tiempo en Alemania como leñador huyendo así al destino de los condenados en Núremberg. Sin embargo, con el correr de los años su nombre terminó por aflorar a la luz pública al haber ido cayendo otros criminales nazis más famosos. En todas las declaraciones de estos parecía aparecer el enigmático Eichmann como nudo gordiano de la logística precisa para los masivos desplazamientos y las deportaciones.

 

Eichmann creyó llegada la hora de huir y lo hizo a Argentina, gracias a una nueva falsa identidad y la ayuda de antiguos nazis y de un misterioso franciscano.

 

Ya en Argentina se empleó en diversas ocupaciones hasta que finalmente alcanzó ‘un puesto intermedio en la Mercedes, una empresa que sirvió para acoger a otros exiliados nazis. Allí casi perdió el miedo a su detención, tal vez confiando en la política comprensiva del gobierno argentino, tal vez creyendo que el tiempo había borrado parte de su culpa o simplemente por un deseo de dejarse llevar por los acontecimientos. Esto último quedaría corroborado cuando, en 1960, se enteró que unos desconocidos rondaban su barrio haciendo preguntas con disculpas inverosímiles. Sin duda, debía saber que su hora llegaba, pero dejó que los acontecimientos siguieran su curso sin tratar de huir.

 

Y los acontecimientos fueron que los desconocidos eran miembros del Mosad que una mañana le secuestraron, escondieron en una casa y, finalmente, le llevaron a Israel detenido para ser juzgado.

 

El juicio fue un acontecimiento mundial. Primero por las circunstancias de la detención en un estado extranjero, el secuestro, que finalmente fue aceptado como un hecho consumado por Argentina. También por el hecho de que se trataba del primer juicio relevante que el reciente estado israelí llevaba a cabo contra un criminal nazi, recordemos que Israel no existía como tal cuando los delitos juzgados fueron cometidos.

 

También se planteaban cuestiones tales como si los jueces judíos podrían ser imparciales o si los derechos de la defensa de Eichmann serían convenientemente respetados. Si Alemania debería reclamar la extradición del detenido. Si el objeto del juicio alcanzaría también a los crímenes cometidos contra otros pueblos no judíos.

 

Toda una serie de cuestiones relevantes que atrajeron la atención de numerosos periodistas, polemistas, juristas e incluso de filósofos, como Hannah Arendt quien recibió el encargo de seguir el proceso penal y escribir varios artículos para The New Yorker. Estos artículos serían la base del futuro libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (publicado en 1963, editorial Lumen). En este libro la pensadora se plantea todas las cuestiones arriba mencionadas y otras tantas. Conserva en todo momento un juicio severo sobre los aspectos más polémicos y discute sobre las irregularidades que observó en el procedimiento. Se plantea la virtual imposibilidad de que el defensor de Eichmann obrase en igualdad de condiciones que el fiscal, apoyado por toda la maquinaria del estado judío.

 

Se cuestiona la procedencia de gran parte de los testigos llamados a declarar puesto que, en su inmensa mayoría, ni tan siquiera conocieron al acusado y su única finalidad era dar cuenta del contexto, del ambiente de una época, relatar los horrores sufridos con el único fin de tener ocasión de llevar a cabo un ejercicio de exorcización para el propio pueblo judío que había visto cómo los crímenes sufridos apenas representaron un papel relevante en los procesos de Núremberg.

 

Hannah Arendt también hace un acertado relato de la personalidad de Eichmann, de sus propias confesiones, sus afirmaciones y contradicciones. Tratándose de un libro escrito poco más de quince años tras el fin de la guerra, avanza algunos temas que aún hoy no son excesivamente discutidos. Así, la cuestión de porqué los judíos no se rebelaron, no ofrecieron resistencia teniendo en cuenta el escaso número de soldados y carceleros, argumento desmentido por las pocas veces en que esto ocurrió con lamentables consecuencias.

 

Trata el papel oscuro de los Sonder Kommando judíos, pero más interesante aún, explica cómo funcionaba la aproximación nazi, tanto en Alemania como en los sucesivos países según eran ocupados. Se trataba de formar un pequeño núcleo de judíos influyentes, selectos, que colaborasen, fuera para retener a judíos relevantes que pudieran servir para eventuales canjes de prisioneros, fuera para favorecer la deportación por cuotas, procurando que los mismos consejos judíos hicieran la selección, se encargasen de la gestión de los bienes de los deportados, bajo la convicción de que era un mal menor. Siempre se podía aprovechar para hacer limpieza de los judíos refugiados de otros países para salvaguardar a los nacionales, a los más afectos al consejo, ….

 

También analiza el comportamiento de los gentiles en diversos países. Nos explica cómo las deportaciones de judíos en Francia no encontraron obstáculo en tanto se llevaron a cabo con judíos refugiados de otras naciones. El problema era cuando comenzaron a llevar a “nuestros judíos”. Con otra estrategia Italia asumió la política de discriminación y deportación posteriormente, con ánimo ligeramente fingido. En una actitud propiamente latina se decía una cosa y se hacia la contraria. Se excepcionaba a los judíos que fueran militantes del partido fascista, luego a cualquier familiar judío de un afiliado, hasta crear un enorme ámbito de exclusión de las leyes raciales.

 

Por el contrario, destaca el papel de Dinamarca cuyo gobierno se rebeló directamente contra las instrucciones de deportación, llegando a salvar a gran parte de sus judíos, procurando escondites, papeles falsos o directamente la huida a la neutral Suecia. También señala de manera perspicaz que el ambiente antisemita condicionaba la rudeza de los funcionarios nazis encargados de las deportaciones. En Dinamarca incluso los alemanes se mostraron contrariados por las órdenes de deportación y en ocasiones las sabotearon en la medida de sus posibilidades.

 

Es decir, la culpa de los pueblos también tiene su lugar y no todos se comportaron igual. Pero incluso los nazis no siempre y en todo lugar fueron las máquinas malvadas de matar, en ocasiones, pudieron tomar sus propias decisiones con un cierto margen.

 

 

¿Pero obró así Eichmann?. Gran parte de su defensa se apoyaba en que su actuación salvó la vida de numerosos judíos. Algunas deportaciones a países no tan antisemitas, las supuestas y benévolas condiciones del campo de Terezin  o las negociaciones con diversos consejos judíos para salvar a miles de ellos a cambio de camiones, fueron alegaciones continuas. Otra base de la defensa fue también, cómo no, la cuestión de la obediencia debida, si realmente Eichmann tan solo fue un eficiente funcionario que cumplió las órdenes recibidas con la diligencia y eficiencia que, para desgracia de sus víctimas, le era propia, o si en él yacía una plena identificación con los fines de su criminal gobierno.

 

De todo esto nos habla Hannah Arendt por extenso. En ocasiones con detalles algo alejados de los hechos objeto del juicio, pero como ya se ha dicho, tampoco de esto se libró el propio procedimiento. También nos hace un retrato psicológico de Eichmann, de su supuesta eficiencia y su probable torpeza intelectual, de sus afirmaciones sobre su aprecio por los judíos y la incapacidad para regir su vida por sus propias normas y criterios, siempre necesitado de una autoridad superior que le dictara lo que había de decir o hacer, siempre con una frase hecha, tomada de un discurso, de un libro, para zanjar cuestiones complejas para las que no se encontraba muy capacitado.

 

Y éste es el meollo de la cuestión aquí tratada. El hecho de que los estados puedan desarrollar el aparato legal y burocrático para conseguir la adhesión ciega de seres anodinos y sin voluntad como Eichmann, que hasta el último momento de su muerte no creyó haber obrado realmente mal, tan solo quizá creyó encontrarse en el lugar y momento equivocado. Esta burocratización del mal, lo mismo que la industrialización de la muerte, fueron los instrumentos que sirvieron para extender el mal más allá de los fanáticos, para servir de exculpación para muchos que sobrevivieron a la guerra y volvieron a sus casas y sus familias sin sombra de culpa.

 

Y estos mecanismos siguen en pie a día de hoy. Esta banalización del mal, la capacidad para hacerlo llevadero, para separar las cuestiones dolorosas de las ideológicas, para resultar implacable con una cierta indiferencia, incluso con cierta lástima. Todo ello sigue siendo un riesgo posible frente al que solo el conocimiento y la firmeza moral puede levantar un muro de contención. Para esto sirve este libro, con todas sus virtudes y numerosos defectos.

 

 

12 de agosto de 2024

Explicar el mundo (Steven Weinberg)

 

 

¿Alguna vez te has preguntado cómo hemos llegado a comprender el mundo tal como lo hacemos hoy? Steven Weinberg, con su mente brillante, nos invita a un fascinante viaje a través del tiempo en "Explicar el mundo". No es simplemente una historia de la Ciencia; es una exploración profunda de cómo la Humanidad ha intentado desentrañar los misterios del Universo, desde los filósofos griegos hasta los científicos de la Ilustración, Weinberg nos muestra que la evolución de nuestro pensamiento ha sido tan intrincada y asombrosa como el cosmos mismo.

 

Steven Weinberg obtuvo el Premio Nobel de Física en 1979. Además de una reputada carrera como físico teórico con la publicación de importantes trabajos en ese campo, ha dedicado parte de su actividad a la divulgación científica por la que ha obtenido diversos reconocimientos. La divulgación no solo la concibe como el medio de hacer accesible unos conocimientos complejos de manera sencilla y estructurada para el público general, sino como una forma de mejorar su comprensión del entorno. Asegura que el mejor modo que tiene para aprender sobre algo es el de ofrecerse para dar un curso en la materia. De este modo, ha de imbuirse con una finalidad práctica en el objeto de estudio en cuestión. Así, obra igual con los libros.   


Un buen ejemplo de ello es Explicar el mundo (Ed. Taurus). Podríamos pensar que estamos ante el habitual título sobre la Historia de la Ciencia, el modo en que ésta ha ido progresando desde la Antigüedad hasta nuestros días. Cómo hemos ido creciendo desde el teorema de Pitágoras a la teoría de cuerdas o cómo hemos ido ampliando nuestro conocimiento sobre la gravedad, la relatividad, la física cuántica, etc.


Sin embargo, Explicar el mundo parte de un concepto totalmente diferente. Steven Weinberg  pretende hablarnos sobre el modo en que el hombre ha concebido el mundo a través del tiempo y cómo se lo explicaba. Por ello, el ámbito temporal del libro abarca desde la Grecia Clásica hasta el siglo XVIII. Y esto, porque considera que un científico de comienzos del siglo XIX tiene una visión del mundo, del papel de la ciencia y de cómo abordar esas explicaciones muy similar a la nuestra. Le faltarán conocimientos matemáticos y algunos rudimentos físicos, sin embargo, la comprensión general de los conocimientos que hoy tenemos puede ser fácilmente asimilada.


Por contra, hasta esa fecha todo era diferente, el papel de la Ciencia, la visión del mundo era totalmente incompatible con nuestra actual concepción de todas estas cuestiones. Y asi, nos remontamos en primer lugar a los tiempos griegos, a esos denominados filósofos presocráticos, aquellos pensadores de los que apenas hay fragmentos dispersos o meras referencias a su pensamiento en obras muy posteriores. En ocasiones, incluso se expresan en verso, cuestión ésta muy relevante a ojos de Weinberg ya que aún hoy se mantiene la idea de que una teoría matemática, física, debe ser hermosa, que éste es un parámetro que, de alguna manera totalmente subjetiva, forma parte de la Ciencia de nuestros días. Y si las ecuaciones no son suficientemente hermosas para el gran público, se habrá de recurrir a una metáfora que haga sus veces, como la idea de Einstein sobre los dados y Dios, o la propia explicación de la manzana que trajo a Newton la idea de la gravedad.  


Pero volvamos a esos primitivos griegos, obsesionados por la esencia, lo que subyacía a la inmensa variedad del mundo que sus sentidos percibían pero que creían poder reducir a uno o varios elementos básicos. Si bien, hoy puede parecernos una simpleza, lo cierto es que alguno de ellos se aproximó a la idea de las macromoléculas o las subpartículas, lo relevante es ese intento por separar lo que percibimos de la realidad, lo que hay más allá y que nos permite una explicación conjunta de la realidad física.

 

Y entonces, ¿qué hay de diferente en aquellos primitivos filósofos y nuestro modo de entender la Ciencia? La clave es que ninguno de ellos sintió la necesidad de fundar sus opiniones. Eran meras formulaciones teóricas que podían encajar en algunos supuestos, por ejemplo, el agua se encuentra detrás de muchos elementos físicos, y esto sirve como prueba suficiente, no es necesario reflexionar si también la arena o las piedras son formas de agua, no se precisa el contraste ni la explicación teórica.

 

Incluso cuando llegamos a Sócrates, el filósofo de la interrogación continua, quien parece el epítome de la racionalidad, tan solo estamos ante una figura que busca la coherencia en sus pensamientos, no la expresión de una realidad externa general. Su discípulo Platón se convertirá en una portentosa fuerza en los siglos posteriores con su idealismo y sus ideas sobre la esencia. A grandes rasgos, negando la realidad per se y recurriendo a las ideas como verdadera metafísica, supondrá un cierto freno a toda clase de empirismo.


Contra esto vendrá a reaccionar el sabio Aristóteles, estudiante primero en la Academia de Platón y posteriormente creador de la suya propia, tutor del joven Alejandro Magno, y que terminará por alzarse como el contrapunto a su antiguo maestro. En tormo a ambos rondarán las disputas filosóficas durante siglos como pronto veremos.


Cuando nos referimos al empirismo de Aristóteles, Weinberg  se preocupa en precisarnos la diferencia entre ese concepto en la Grecia clásica y el que le atribuimos hoy en día. Por ejemplo, las ideas de Aristóteles se basan en la preeminencia de la teleología, es decir, en que todo tiende a su propio ser, a un fin. El feto contiene todos los elementos de lo que va a ser, un ser humano completo. La semilla no es sino un árbol que será y así sucesivamente. He aquí una gran diferencia en nuestros días en los que la materia, sea cual sea, se estudia por sí misma, al margen de sus transformaciones que no han de resultar consustanciales a dicho análisis.  


Weinberg  también nos pasea por los comienzos de la geometría y la aritmética de la mano de sabios como Pitágoras o Euclídes, en un mundo en el que estos conocimientos eran secretos que cada grupúsculo guardaba con celo y en los que la divulgación a terceros ajenos podía suponer una condena a muerte.


Pero todo este conocimiento matemático, ¿supuso como hoy en día un avance paralelo como soporte para otras Ciencias o para su aplicación práctica? La respuesta es un rotundo no. Apenas sí había algún tipo de aplicación. La razón es que en aquellos tiempos era fácil utilizar grandes cantidades de mano de obra, fuera esclava o servil, para grandes obras, no existía por tanto una ventaja competitiva en aplicar técnicas más sofisticadas.


Donde sí era necesaria la aplicación de este conocimiento más científico era en otros campos en los que la mano de obra no resultaba el factor relevante, como la Astronomía, muy importante para calcular estaciones, cosechas, inundaciones  periódicas como las del Nilo o para poder orientar la navegación en un tiempo en el que el Mediterráneo comenzaba a convertirse en un gran canal de comunicación e intercambio de mercancías y recursos naturales.


Y es en este campo de la Astronomía en el que el libro desarrolla innumerables explicaciones refinadas sobre el concepto que en torno a los planetas y sus órbitas tenían los filósofos antigüos, cómo era tenido generalmente por cierto que la Tierra era redonda, no plana, las explicaciones sobre las órbitas y si era o no la Tierra el centro en torno al que orbitaban el resto de planetas, si la luna emitía luz o la recibía del sol, hecho que pronto fue determinado con precisión. También esta investigación era relevante a efectos de la determinación del calendario y el establecimiento final de nuestro denominado calendario gregoriano con sus trescientos sesenta y cinco días, más uno adicional cada cuatro años y también importantísimo a efectos de determinar ciertas festividades religiosas como la Pascua.


Y todas estas explicaciones pasan por la Edad Media y llegan a la Edad Moderna. Un tiempo en el que comienza a cerrarse el modelo definitivo de las órbitas planetarias, gracias a los trabajos y controversias de genios como Kepler, Tycho Braher o Copérnico. Gran parte de estas indagaciones se llevaban a cabo mediante la observación directa de los planetas, lo que no deja de ser sorprendente puesto que pronto se dispondría de todos los avances de la óptica y la posibilidad de construir unos primitivos telescopios que precisaran y ampliaran estos trabajos.


Pero mucho antes de esto, en las primeras universidades europeas, se había vivido una lucha entre los agustinianos, partidarios del platonismo y neoplatonismo, y los tomistas, favorables a las tesis aristotélicas, más proclives al empirismo.




El peso de la religión resultó notable en los comienzos de la Edad Media. No se trata tanto de que la Iglesia persiguiera el conocimiento científico, sino que lo consideraba un derroche de tiempo y energías innecesario. Para qué estudiar el universo si la Biblia ya lo explica. Para qué plantearse dudas sobre la esencia de las cosas si todo es perecedero y este mundo es solo una prisión en la que hemos caído por el pecado original y de la que la resurrección de Cristo nos liberará. Así, resulta comprensible que la antorcha del conocimiento científico, en campos como la Astronomía y la Medicina, pronto pasara a una nueva y pujante civilización, la islámica que, además, en sus conquistas había podido recopilar el conocimiento de la Antigüedad de un modo más perfecto que los cristianos gracias a las bibliotecas de Alejandría y los amplios saberes conservados en los pueblos del Oriente Medio y Babilonia. Pero también pronto el mayor peso de la religión y el advenimiento de sectores más radicales alejaron el avance técnico que volvió de manera definitiva a Occidente. No obstante, el autor sí plantea que ya desde la Antigüedad, los sabios naturalistas griegos como Heráclito mostraban un cierto desapego religioso, una pátina de incredulidad y cuestionamiento de verdades impuestas por la fe.   


Así, poco a poco, con muchas resistencias, juicios inquisitoriales y pugnas partidistas, el empirismo se fue abriendo paso. Vemos a Leonardo da Vinci arrojando piedras de diferentes pesos y tamaños desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Pronto, todas estas teorías no solo se expondrán de manera literaria sino que contarán con un aparato matemático que las explique y soporte. El siguiente paso está próximo y es que las teorías se formulen antes de ser observadas y que sea precisamente la experimentación la que las pruebe, tal y como hoy ocurre cuando quedan leyes físicas pendientes de demostración científica si bien llevan muchos años formuladas.


Newton es el punto último de este modo de ver y explicar el mundo que pone fin a esa edad en la que aún no podemos hablar de ciencia moderna. El siglo de las luces, todos los avances, investigaciones, viajes y descubrimientos de esa época abren los ojos de los más sagaces. El hombre ya es capaz de poder explicar gran parte de lo que ve sin necesidad de recurrir a teologías o teleologías. Más aún, la ciencia permite los avances técnicos como muestra la naciente revolución industrial inglesa y la aplicación práctica espolea la investigación que deja de ser un entretenimiento para ociosos y se convierte en una prioridad de los Estados y los incipientes grandes industriales. El mundo puede ser comprendido y explicado desde una pizarra y transformado también desde ella.


Este viaje asombroso es narrado por  Weinberg con brillantez y pasión. Los aspectos más complejos se reservan para un apartado final en el que los más curiosos podrán adentrarse de manera más precisa en las explicaciones técnicas, pero para el lector más profano, el libro puede explicarse por sí mismo.


Weinberg  no avanza una pregunta que tal vez resulte tópica en nuestros días y que ya otros autores como Harari están tratando de responder, y es la de si estamos ante un nuevo ciclo histórico en el que nuestro modo de explicar el mundo esté tocando a su fin y haya de darse cabida a metaversos y otras realidades. Demasiado incluso para un Premio Nobel de Física.