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25 de enero de 2025

Encuentros entre libros (Stefan Zweig)


 

La literatura, esa mágica ventana al alma humana, encuentra en Stefan Zweig a uno de sus más apasionados defensores. En Encuentros entre libros, el genio austríaco nos invita a una travesía única por su universo literario, una mezcla de veneración y análisis que coloca al libro como el vehículo supremo del conocimiento y la emoción. Esta obra no es solo un compendio de ensayos; es una declaración de amor al acto de leer y escribir, que nos lleva desde los grandes nombres como Goethe o Mann hasta los ecos de cuentos infantiles y leyendas universales. ¿Qué significa realmente vivir sin libros? Zweig no solo lo reflexiona, sino que nos lo muestra con la intensidad de quien no podría concebirlo.


La editorial Acantilado continúa con su loable iniciativa de traer a nuestro idioma y lectores actuales la totalidad de la obra de Stefan Zweig, bastante abandonada en esta lengua hasta fechas recientes y ahora hiper publicada con denuncias cruzadas por derechos de traducción, reproducción y demás.

Encuentros con libros forma parte de este empeño y solo podría entenderse a su amparo. El volumen recoge una selección de la amplia obra escrita del autor austríaco reseñando obras ajenas, introducciones a libros de otros escritores, amigos o no,  prólogos, o escritos sobre la importancia de los libros.

Este material tan heterogéneo y desigual ofrece una visión inédita de Zweig que nos acerca a su figura desde una perspectiva totalmente inédita. Cómo veía las obras de sus contemporáneos o qué valoraba en éstas y, por tanto, cuáles eran sus principales valores estéticos e intelectuales en la apreciación de la obra ajena que, de algún modo, deberían verse reflejados en la propia.

Para Zweig la cultura, entendiendo por tal las letras, la música y el arte, eran el sustento espiritual del hombre. Y este sustento nos llegaba fundamentalmente a través de los libros, de ahí lo acertado de la selección del título de este compilado. Porque para Zweig lo que viene a distinguir al hombre de la bestia es esa capacidad de emoción a través del espíritu, la sublimación del intelecto a través de las letras o las imágenes o notas musicales, estímulos para los que se precisa de una formación y capacitación previa.

En dos de los ensayos aquí recogidos, sin duda los más sustanciosos de todo el volumen, se reflexiona sobre esta idea central del pensamiento de Zweig. Así, El libro como acceso al mundo y El libro como imagen del mundo son la cara y cruz de su ideario. Porque los libros, la obra escrita son el perfecto reflejo, la expresión máxima de lo que el mundo es, de manera que podemos afirmar que todo lo humano se encuentra recogido en los libros y estos reflejan, y así deben hacerlo, esa realidad que, de otro modo, nos resulta más inaprehensible. Pero, al mismo tiempo, los libros son el medio de acceso al mundo, cosa lógica si estos son el reflejo de aquél. Por tanto, la palabra escrita es el modo a través del que obtenemos el conocimiento de una realidad que previamente ha sido condensada por nuestros antecesores y coetáneos en sus obras.

En estos textos Zweig nos narra la sorprendente historia del camarero analfabeto de un crucero que le lleva por el Atlántico que le pide que obre como mediador para leer la carta de su enamorada. Zweig se pregunta cómo puede ser la inaudita vida de alguien que no conoce el mundo a través de los libros, que vive a través de lo que sus sentidos, sin filtro estético alguno, pueden informarle. El desconcierto absoluto del escritor queda patente en sus reflexiones al respecto.

No olvidemos que Zweig es el autor de Magallanes, un libro en el que narra la gesta del navegante, tomando cuanta información precisa de libros, sin plantearse la necesidad de experimentar una parte de lo que su biografiado vivió o sin tratar siquiera de ponerse en su lugar más allá de un punto de vista metafórico. Queda claro que para Zweig la experiencia viva es irrelevante al lado de la vivencia que logra a través de los libros.

 

 

Tampoco nos debe extrañar por tanto que, entre reseñas y comentarios a libros de amigos y protegidos como Joseph Roth, también haga su aparición Mahler o El malestar en la cultura de Freud, todos ellos ilustres vieneses, junto a comentarios sobre el Emilio de Rousseau. Y es que para Zweig la escritura no es un mero divertimento o un medio de experimentación vacío. En el escrito aquí recogido sobre el Ulises de Joyce se muestra de un lado escéptico sobre si este libro puede encuadrarse en la novelística como género y le otorga poco recorrido en la historia de la Literatura, si bien, de otro lado, solicita respeto al autor, no nos engañemos, aquí puede jugar el corporativismo, no olvidemos que Joyce residió largo tiempo en la austríaca Trieste, residuo de ese tiempo imperial del ayer, y que el propio Zweig pronto vería cómo sus obras eran acusadas de degeneradas, aquello que más podía aterrorizar a nuestro autor y que sus libros pronto arderían en las hogueras de Bebelplatz. Así también es sobrecogedor su comentario sobre la mejor obra de las letras alemanas recientes, Carlota en Weimar de Thomas Mann, que tiene la desgracia de haber sido prohibida en Alemania, precisamente el país en el que mejor habría de ser comprendida.  

Pero sigamos adelante con estos treinta y cuatro escritos que el editor ha considerado adecuado recoger de manera temática antes que cronológica. La materia es casi tan variada y amplia como lo es la curiosidad del autor austríaco. Así, tenemos una introducción a las obras de Goethe, una figura central en las letras alemanas, otro omnívoro libresco que, sin embargo, tenía una vena más aventurera y empírica que Zweig. Y pese a ello uno cree que nuestro autor sueña de algún modo con poder llegar a emular al genio alemán. Por si acaso, también tenemos otros escritos sobre luminarias menos cegadoras como Heine, Rilke o el agrio Kleist, otro autor admirado también por el contemporáneo Franz Kafka, un prófugo de la vida social con una fuerza literaria que querría tomar como modelo.

También se aprecia el gran influjo de otras literaturas, especialmente la francesa con escritos sobre Flaubert o Balzac, y rusa en especial Dostoievski. Sorprende la aparición de Whitman, tal vez algo ajeno a la tradición literaria centroeuropea, lo que viene a poner de manifiesto ese interés inagotable de Zweig por todo lo impreso.  

Pero no solo de alta literatura vive el intelecto, también en el recuerdo de las primeras letras infantiles encuentra motivos de gozo, redescubriendo obras de los hermanos Grimm o Verne. No olvidemos que para Zweig el libro es siempre útil, puerta de la percepción del mundo. Y ésa es la medida de su valía, siempre y cuando se exprese de manera estéticamente hermosa. Por esto mismo, veremos aparecer en estas páginas Las mil y una noches o las obras de Rabondranath Tagore.

El problema con el que se encontrará el lector será que no podrá contrastar muchas de estas opiniones con referencias propias. Gran parte de los autores reseñados y comentados son ajenos a nuestros días y geografía. Otros, como Goethe, Kleist o Heine parecen algo alejados en el tiempo.

De lo dicho hay que concluir que este libro, por sí mismo, no es sino un regalo para los fanáticos de la obra de su autor, para quienes quieran completar un conocimiento casi enciclopédico sobre el mismo. También se revela como un perfecto complemento a la lectura de El mundo de ayer, esa especie de autobiografía, tanto del autor como del tiempo que añoraba en ese perpetuo pensamiento de que cualquiera tiempo pasado siempre fue mejor. 

 

20 de noviembre de 2024

Kafka (Pietro Citati)

 


¿Quién fue realmente Franz Kafka? En Kafka, Pietro Citati no busca simplificar, sino explorar las complejidades de un autor cuyo genio parece inabarcable. Esta obra no es una biografía, ni un análisis literario al uso, sino un viaje por los recovecos de su mente y sus textos. Desde las tensiones con su padre hasta su obsesión por la literatura como un veneno y un salvavidas, Citati nos sumerge en las contradicciones que definieron al hombre que vislumbró, sin alcanzar, su propia Tierra Prometida.

 

 

Continuamos leyendo obras en torno a Kafka con motivo del centenario de su fallecimiento y, en este caso, toca el turno a este volumen de Pietro Citati, titulado Kafka, sin más, que fue publicado por Acantilado hace ya unos años. Citati es un autor italiano que tiene, entre diversos honores y reconocimientos, el de ser duque del reino de Redonda, lo que nos puede dar una idea del tipo de literatura a que se dedicó este notable intelectual italiano fallecido en 2022.


La principal dificultad de este volumen viene a la hora de definirlo. No se trata de una biografía ni de un estudio de la obra de Kafka. Tampoco pretende ofrecer interpretaciones sobre la misma ni discurrir sobre la vigencia de su obra. Y, sin embargo, es un poco de todo ello.


El esquema central son las obras de Kafka, y para los periodos más vacíos de las mismas, como su vida preliteraria, su periodo de romance con Felice o los últimos meses de vida, los capítulos toman más bien un tono biográfico. En el resto de casos la obra deriva más bien en cierta perífrasis de los principales textos de Kafka y la glosa detallada que de ellos hace Citati.


Precisemos que, por textos, entendemos cualquier narración, novela (esbozada o concluida), diarios, correspondencia, capítulos sueltos y así hasta completar la más diversa de las escrituras del autor. Porque con todas ellas construye Citati un todo completo y coherente en el que pretende hallar un espíritu propio de Kafka, espíritu que como el de todas las personas evoluciona en el tiempo y en el que las prioridades van mutando según la vida nos empuja de uno a otro lado.


Pero la obra de Kafka es tan compleja pese a su brevedad y ofrece tantas posibles interpretaciones, vías de escape y recovecos que Citati no siempre logra salir de algo más que la mera repetición de los argumentos sin ir más allá, así ocurre en el caso de algunos relatos breves que parecen escabullirse entre las manos sin lograr ir más allá de la interpretación convencional.  


Sin embargo, Citati tiene hallazgos muy relevantes a la hora de afrontar el objeto de su estudio. Uno de los mejores ejemplos es el que se refiere a la metáfora de la tierra de Canaán, es decir, un destino liberador, tal vez prometido por un Dios omnímodo pero ausente, territorio al que Kafka debería aspirar, un lugar en el que todas las dificultades parecen menos gravosas. Y esa tierra de Canaán puede ser Felice y, por eso, a ella se aferra pese a todas las dificultades. Porque Kafka es conocedor de que la promesa sagrada implica la renuncia a un veneno que le atormenta y que le tiene atenazado, la Literatura. Sabe que caer en los brazos de la berlinesa es abandonar la Literatura, ambos mundos son incompatibles. Las preocupaciones burguesas por la casa de la pareja, los muebles, las visitas familiares, todo ello conspira contra la creación de Kafka, contra la pureza de la que cree nace toda su inspiración. Al menos así lo cree desde la epifánica noche en la que escribió La condena, trágica puesto que le crea una ilusión de la creación algo alejada de lo que será capaz de reproducir en el futuro, arrastrando sus nervios, su salud o su vida entera. Y esa tierra de Canaán se le muestra sugerente, una forma fácil de salir del torrente en que vive, pero tal vez solo para caer en otro.


Como muy bien reflexiona Citati, Kafka ya vivió en la tierra de Canaán y decidió renunciar a ella. Y en ese tiempo, Moisés era su padre, el temible Hermann Kafka y Canaán era Praga, los alrededores de la Plaza Vieja, ese pequeño círculo al que quedaba constreñida la vida del escritor pero en el que tenía asegurado su porvenir en el próspero negocio familiar, en las rutinas de una familia judía germanófila del Imperio. Tan solo debía someterse a esas manías de su padre, a los cuidados de su madre y a las conveniencias de sus amistades. Y a ello renunció Kafka.


Y la metáfora llega hasta Milena, una amante voluptuosa frente a la casta, tal vez frígida Felice, un torbellino que aúna ese atractivo sexual que Kafka siempre vió como ajeno al matrimonio, más propio de los encuentros casuales (o no) con prostitutas. Pero, además, Milena era una intelectual checa brillante, solo aplastada por su vida en una Viena que veía lo checo como una rusticidad que debía esconderse y por un marido lleno de ego que temía que su esposa le hiciera sombra. Milena era todo lo contrario de Felice de quien tan solo podía admirar su talento práctico, una cualidad totalmente ajena a Kafka. En ella se personifica nuevamente la promesa de una tierra sagrada, de un lugar en el que asentar la nueva vida de Kafka y compatibilizar todas sus inclinaciones. Con Felice la Literatura quedaba proscrita, con Milena podía abrazar ambas, no en vano ella había sido incluso traductora al checo de algunas de sus obras.


Y, sin embargo, Milena tampoco sería el destino feliz de Kafka. Su complicada vida matrimonial se interponía con firmeza. También podemos plantearnos si una relación presidida por una fuerte pulsión sexual que no quedaría reprimida como seguramente hubiera ocurrido con Felice, no habría agotado las fuerzas espirituales de Kafka. Sea como fuere, lo cierto es que en ambos casos el curso de la correspondencia sigue un ritmo similar. Desde el encandilamiento inicial a la contramarcha. Ama pero pone encima de la mesa todas las pegas y miserias que puede aportar a la relación, se desprecia y, con ello, desprecia el amor que se le ofrece, quiere pero a la vez no quiere, prefiere que las cosas ocurran, un impás que ninguna de las mujeres soportará, sin lograr obtener un rechazo explícito del autor, como sí lo recibió otra prometida menos compleja, Julie, la camarera praguense con la que Kafka se comprometió, probablemente con el único fin de cavar una ancha trinchera entre su vida privada y su familia.


También en la comparación entre El castillo y El proceso, obras que muchos autores consideran variaciones sobre el mismo tema, muestra Citati su finura de análisis. Para él, en El proceso, el protagonista se ve cuestionado, amenazado, acorralado (claramente es conocedor de la teoría de Canetti) y esto le hace saltar, tratar de buscar incansablemente el modo de probar su inocencia. Sin embargo, en El castillo, K. es quien inicia la búsqueda, es él quien quiere llegar al castillo, quien muestra ese interés, esa intención, en el sentido de la interpretación de Brod, de buscar a Dios. Un Dios que, señala Citati, semeja un remedo del relato extraído de El proceso titulado Ante la Ley, porque el castillo parece el destino puesto expresamente a disposición de K. y solo para K.


Y es que en el momento en el que Kafka inicia la escritura de El castillo, ya ha tenido el brote de tuberculosis y, pese a sus esfuerzos por tratar la enfermedad en diversos sanatorios, sabe que ha perdido la partida. Ya no aspira a esa tierra prometida, sabe que el tiempo se agota y sale a buscar la verdad. Ya lo hizo a través de los impresionantes aforismos que redacta en su retiro campestre de Zürau, pero agranda su búsqueda con esta gran novela.


Sin embargo, lo poco que K. logra entrever del castillo no es muy reconfortante. Nos recuerda otros relatos que parecen traídos de su imaginación onírica. En El mensaje del emperador nos habla de la metáfora de la imposibilidad de huir, siempre queda atrapado. El emperador (Dios) muere pero no pasa nada, todo sigue igual, tampoco él quedará liberado aunque muera su padre, huya de él, aunque se case con Felice, no hay escape. Tampoco en La metamorfósis hay posibilidad de huida, el hijo es tolerado, se le alimenta pero se le oculta, todo queda dentro, los trapos sucios se lavan en casa si bien es la hermana la que rompe las normas, la que deja de mostrarle afecto condenando ya a Gregor Samsa a la muerte real.


Por otro lado, también nos ofrece la explicación del cambio entre la dickensiana El desaparecido y el cambio a El proceso. La primera es una obra que fluye, con diversos personaje, riqueza de paisajes, una complejidad que terminó por desbaratar el intento de Kafka y llegar a un final que su técnica es incapaz de completar, le fallan las fuerzas.



Por ello, el siguiente intento novelístico es más acorde a las capacidades que Kafka ha aprendido a reconocer. Los personajes suelen limitar sus apariciones a un capítulo concreto. Cada uno de estos se constriñe a un asunto específico, una escena con comienzo y fin. Un esquema, por tanto, menos fluido, pero más eficaz a la hora de transmitir esa angustia, la asfixia vital que va ahogando poco a poco a Joseph K.


Citati, como escritor, nos ofrece una excelente oportunidad de conocer la trastienda de Kafka, ese modo de construir una historia, de construir un relato portentoso, eficaz, la infinidad de pistas que el autor deja tras de sí, sus referencias, todos los instrumentos narrativos a que un autor puede recurrir. No estamos ante un crítico, sino ante un compañero de profesión de Kafka que se maravilla de los logros de su colega y los comparte con nosotros. En este sentido, la lectura de este libro es gozosa y abre el apetito de volver a los originales, de releer a Kafka con esta nueva visión.


Pero terminemos nuestra historia siguiendo la estela de Canaán. ¿No consiguió Kafka vislumbrar siquiera esta tierra prometida? Como Moisés, quedó varado a orillas del Jordán sin poder llegar a la tierra prometida pero habiéndola vislumbrado en la distancia. Traduzcamos. Los últimos meses de la vida de Kafka suponen su único y auténtico romance puro. Dora Diamant fue la afortunada y quien le permitió atisbar la felicidad que siempre se le había derramado como arena en la palma de las manos. Con ella logra reunir las fuerzas suficientes para abandonar definitivamente Praga y mudarse a Berlín, la peor ciudad en el peor momento, prueba de que su esfuerzo fue decidido. Ni las penurias económicas ni los problemas sociales que permitían atisbar un futuro convulso lograron apagar el entusiasmo de la pareja. Kafka no tuvo que renunciar a la Literatura, al menos no cuando su debilitada salud se lo permitía.


Y con este recuerdo de lo visto abordó su último viaje a Kierling, el último sanatorio, donde falleció hace cien años acompañado de Dora y de su amigo de los últimos años, Robert Klopstock.



 



10 de abril de 2024

Kafka (III): Los años del conocimiento (Reiner Stach)

 


Llegamos al fin al tercer y último volumen de esta monumental biografía de Kafka escrita por Reiner Stach y publicada en dos tomos por Libros del Acantilado (traducción a cargo de Carlos Fortea) Y la primera duda que nos asalta es la relativa al motivo del título de esta última fase de la vida de nuestro autor, Los años del conocimiento.  


A partir de 1916, Kafka va adaptando su personalidad a su propia realidad. Cada vez es más consciente de lo que quiere y lo que le impide llegar a ello. Su relación con Felice Bauer va mutando y, con excepciones, momentos en los que nuevamente cae en el autoengaño de años anteriores, va tomando conciencia de que la vida junto a Felice le aleja de la Literatura y que, por tanto, el problema del matrimonio se limita a una cuestión, vivir para la Literatura o no vivir.


Según fluyan los altibajos de su ánimo y autoestima, así será su posición con Felice. En ocasiones se torna exigente y explícito, en otras, vuelve a recluirse en su diatriba de autodesprecio tratando de ofrecer a Felice la oportunidad de rechazarlo. Pero, poco a poco, los acontecimientos ponen de manifiesto que la unión es imposible. Ni siquiera el segundo compromiso matrimonial en firme es ya tomado en serio y, como el propio Stach señala de manera inteligente, la foto que anuncia dicho compromiso, tomada en Budapest, el último día que estuvieron juntos, la única foto conjunta de ambos, refleja el fracaso por anticipado.


Kafka ya no se deja arrastrar tan fácilmente, y con claridad toma con fuerza las riendas de su destino. Sabe que en el ámbito de su familia, su padre concretamente, poco puede hacer y reclama para sí ese ámbito de independencia. La casa en el callejón del oro que su hermana Ottla y una amiga han alquilado, se convierte en el refugio ideal para huir a recluirse en ella y escribir.


Y lo que allí escribe rompe de algún modo con su obra previa. Estos nuevos textos de Kafka reflejan su nuevo modo de sentir, de expresarse y de reflejar una realidad, no sólo la íntima, también la externa. Un mensaje imperial responde inequívocamente a la muerte del emperador Francisco José I, igual que poco antes, En la colonia penitenciaria parecía reflejar los horrores de la mecanización de la vida, sus experiencias profesionales con los accidentes laborales y, en último término, su percepción sobre los horrores de la guerra, la visión de los mutilados que vuelven del frente, con sus horrendas heridas.


Y la guerra se le cuela por más caminos. De una parte, obliga de manera definitiva y con gran alivio para Kafka, al cierre y liquidación de la empresa de asbestos, a cargo de su cuñado, ahora en el frente, y con participación económica suya. Un pequeño desastre financiero para el clan Kafka, una alegría secreta para su primogénito.


Pero laboralmente la guerra irrumpe en el Instituto de Seguros. Éste debe hacerse cargo también de la protección social de quienes regresan del frente y no pueden ya ejercer una profesión. El mecanismo es análogo al de los seguros por accidente y, por tanto, la labor se encomienda a este departamento administrativo que debe asumir una nueva e ingente carga de trabajo con un equipo de funcionarios reducido por las levas. Desaparece la jornada continua y Kafka ha de trabajar largas horas, apenas sin vacaciones y con la severidad moral de quienes ahogan cualquier tipo de queja porque en el frente se vive peor y aquellos que continúan trabajando, sufriendo esa presión laboral, las colas, el estraperlo, no son sino privilegiados.


Pero también Kafka en este nuevo papel, más consciente de sus problemas, incapaz de tomar una decisión que le permita abandonar su trabajo y dedicarse por entero a la Literatura con un enfrentamiento definitivo con su padre, tratará de buscar una solución mágica, una vía de escape que le permita conjugar todos sus complejos equilibrios y que el fruto de sus renovados esfuerzos volcados en la literatura parece ponerle al alcance de su mano. Sin embargo, incapaz de encontrar una solución, opta por el único modo que cree a su alcance para zanjar su vida profesional y así tener opciones literarias. Y esta vía es la de renunciar a su puesto de funcionario y presentarse como voluntario para acudir al frente.


La guerra, y los valores patrióticos y viriles que se le presumen, parece un argumento lo bastante fuerte como para evitar que su plan se frustre, para que ni su padre - especialmente su padre - pueda alegar algo en contra. Nunca sabremos si realmente era una opción que el propio Kafka vió como viable, si llegó a valorar que las posibilidades de regresar vivo o sano eran escasas. Tal vez fue tan solo su válvula de escape, su amenaza velada que disfrazaba una llamada de atención, un órdago que, sin embargo, cayó sin más porque, como en tantas otras ocasiones, los fantasmas de Praga se conjuran contra él. En su trabajo no se quiere renunciar a un funcionario tan eficiente y capacitado, los argumentos de Kafka se tambalean, tan solo logra que se le reconozca una subida salarial, y una discontinua pero excepcional serie de descansos, breves excedencias para descanso de sus nervios agotados.


En estas escapadas, siempre a entornos naturales, Kafka encuentra esos pequeños balones de oxígeno que le permitirán tomar fuerza, concentrarse en la lectura, desarrollar sus habilidades estilizando su estilo y convenciéndose aún más de sus firmes ideas sobre la Naturaleza y la enfermedad que conlleva la ciudad y sus restricciones sociales y morales.


En estos retiros surgen nuevas amistades, incluso un nuevo romance. En esta ocasión, una joven muchacha, Julie Wohryzek, con quien encuentra un asidero práctico, alegre, desenfadado, alejado totalmente de las tensiones que le imponía, o que se autoimponía, con Felice. Y la fuerza que encuentra Kafka en su interior, en este nuevo deseo en el que no llega a tener del todo claro qué papel jugará la Literatura que parece olvidada por un tiempo, desemboca en un nuevo compromiso matrimonial, tan sorprendente como lo será su abrupto final.


Nuevamente son todas las fuerzas praguenses las que se ciernen contra Kafka, pero ya no solo es su padre, también los amigos tratan de convencer a Franz de lo errado de su decisión, de la disoluta vida de la familia Wohryzek, pero nada de esto parece desanimar a Kafka. La boda sigue adelante aunque, pocos días antes del compromiso, con un Kafka insomne, nuevamente poseído por sus fantasmas, temores, remordimientos y síntomas de histeria, renuncia a la boda.


Este Kafka, que recae nuevamente en algunos comportamientos del pasado, trata sin embargo de rehacerse. Ha salido de su casa y tiene, al fin, vivienda propia en unos apartamentos de un antiguo palacio barroco. Y es allí donde aparece la tuberculosis, compañera de estos últimos años. Pero esta terrible noticia, una noche en la que Kafka se levanta vomitando sangre y que, de una u otra manera, fuerza su regreso al hogar y más bajas laborales y estancias en el campo, le llevará unos años después a conocer a Milena Jesenska.


Este penúltimo amor se presenta de alguna manera como igual de complejo que el mantenido con Felice. Nuevamente es la conversación epistolar la que construye todo el esquema. Nuevamente, la complejidad de la situación de ambos es un fiel predictor del previsible fracaso de la relación. Milena está casada con Ernst Pollak, un admirador de Kafka, vivía en Viena y, por tanto, el compromiso llevaría a una separación y a una más que previsible fijación del domicilio conyugal en Praga.

 

Pero también Milena aporta algo a Kafka que, por primera vez, le hace  imaginar una posible conciliación entre su vida matrimonial y la escritura. Milena escribe, traduce, su implicación en la vida cultural vienesa es importante, pero más aún y por encima de todo, adora las obras de Kafka y ha preparado diversas traducciones al checo de las mismas. Kafka sueña con una vida en la que ambos puedan trabajar al unísono, una comunión espiritual que, nuevamente es autosaboteada de manera inmisericorde cuando todo parece depender tan sólo de una enérgica voluntad final por su parte.


El fin de la guerra y la desmembración del Imperio hacen de Checoslovaquia una nueva nación. Los germanoparlantes pierden el apoyo estatal y se convierten en una minoría real a todos los efectos. Los padres, temerosos de la persecución a los alemanes y, especialmente, a los judíos dentro de aquellos, traspasan el negocio a un familiar e invierten lo obtenido en la compra de un inmueble para su alquiler, inversión más segura que un establecimiento sometido a boicots o vandalismo. Las purgas en el Instituto de Seguros no alcanzan sin embargo a Kafka, cuya falta de significación política hasta la fecha y su dominio del checo le hacen aceptable para la nueva dirección.


Pero la paz no ahorra estragos, esta vez llegan en forma de la gripe española, una complicación para Kafka que pronto la contrae. Su salud ya algo debilitada lucha por vencer al patógeno pero la tuberculosis temprana es un gran peso. Aunque Kafka se salva, el  gran esfuerzo pasado se revelaría como fatal a la hora de empeorar el curso de su enfermedad pulmonar.  


Nuevos retiros en el campo nos traen otra fase en la obra de Kafka. Si en el callejón del oro fueron los impresionantes relatos de Un médico rural, en Zürau se completan los famosos cuadernos en octavo, repletos de aforismos, sentencias y breves piezas. Un nuevo paso en su proceso de desnudez estilística, un paréntesis en la imaginería habitual pero un nuevo manantial de reflexión y conocimiento, bañado en abundancia por las obras de autores jasídicos y filósofos contemporáneos.   


 

Así, la obra de Kafka madura y progresa, crea esas pequeñas fábulas que, más allá de sus grandes novelas inacabadas, conforman ese universo kafkiano mundialmente reconocible. Pero también es en uno de esos retiros para descansar donde encuentra una remota inspiración para su último gran intento fallido de componer una novela, El castillo.


Reiner reflexiona sobre cómo se trata del intento más ambicioso de Kafka. Una novela en la que la coherencia interna se impone más allá de las indudables conexiones personales, notas autobiográficas, influencias judías y tantas otras cuestiones de las que está impregnada. Es el primer intento de Kafka por construir un argumento plagado de personajes, con tramas paralelas, con historias a las que hay que dar cierre. Y, precisamente por ello, es el mayor fracaso de Kafka desde un punto de vista técnico, o al menos así lo interpretó él, cesando en la escritura al constatar su incapacidad para llegar al último capítulo, más o menos ya pensado, pero que permitiera cerrar todas esas otras historias menores que acompañaban al argumento final. Un esfuerzo que otros autores obvian dejando tantos hilos abiertos como personajes pero que Kafka, con esa integridad, ese purismo estético absoluto e irrenunciable al que se aferraba como ideal de pureza, interpretó como la prueba definitiva de su incapacidad literaria.   


Y la enfermedad sigue su curso hasta el punto en que fuerza su retiro laboral a una temprana edad. Liberado de sus obligaciones profesionales alcanza al fin ese objetivo tantas veces deseado. Librarse de la oficina, de ese continuo trasiego de papeles, personas y problemas, de esa contaminación que le ha impedido siempre centrarse en lo que realmente ama. Pero lo ha logrado a tan alto coste, sobre un deterioro físico que se verá como irreversible, con una merma económica que compromete gran parte de las posibilidades de tratamiento a sus solas expensas, que casi sabe a derrota.


Sin embargo, Kafka, en este camino del conocimiento que nos traza Stach, abraza la enfermedad, aún en estos estadios más leves, como la oportunidad esperada. Igual que sus amenazas con alistarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial, que su estrafalaria propuesta de matrimonio a Julie, igual que la fallida huida a Berlín en el proyecto abortado por el estallido de la Gran Guerra. La tuberculosis es vista como la última oportunidad, el terrible acontecimiento que Kafka ha estado invocando, aún de manera inconsciente, todo este tiempo y que, de algún modo, ha tomado la decisión por él.


Pero no todo es tan idílico. Le libera de su trabajo, pero los cuidados que necesita le fuerzan al retorno al hogar familiar tras pocos años de independencia, una última derrota tal vez imprevista. También deberá acomodarse a las vacaciones de las hermanas para acompañarlas en sus escapadas al campo, al Báltico como último retiro vacacional que conoció. Y allí encuentra a Dora Dymant, una joven judía imbuida de las tradiciones más ortodoxas por parte de su padre, pero de ansias liberales, comprometida con el Hogar Judío de Berlín, y nace otro romance, sin duda el último y definitivo. Kafka sabe que es su última baza. Sabe que Dora no puede ir a Praga, que es la oportunidad anhelada de escapar definitivamente, de instalarse en Berlín, ya olvidados los sueños de hacer allí una carrera literaria, buscando tan solo un pequeño atisbo de independencia y amor. Por primera vez vive algo parecido a la intimidad con una mujer que no le inhabilita para escribir porque ahora son ya sus problemas de salud el principal impedimento para estos fines.


Y así tenemos a un Kafka que parece triunfar de un modo que ni él mismo pudo nunca sospechar, un Kafka que logra de alguna manera imponerse a sus propios miedos y condicionantes, que en el momento en que más difícil era todo, con su enfermedad, con su jubilación, con una paga menguada en un Berlín sacudido por los conflictos sociales, golpeado por una hiperinflación que devoraba todos sus ingresos, logra al fin imponer su voluntad.

 

Será por poco tiempo porque pronto llega el proceso final y muerte, cuya dureza no nos es ahorrada por Stach, con amplios detalles médicos, con el peregrinar por diversos especialistas, médicos, hospitales, con sus últimos días, imposibilitado casi para hablar, debiendo escribir en unas cuartillas todo cuanto necesitaba o quería trasladar y que fueron recopiladas por su fiel amigo de estos últimos días, Robert Klopstock, y acompañado por una Dora que se esforzó por hacer de este tránsito un momento menos doloroso, que vió como Kafka corregía las galeradas de Un artista del hambre hasta la víspera de su fallecimiento, que logró también ella escapar a los fantasmas de Praga.


Stach dibuja con claridad todo este viaje del modo en que lo ha hecho en los otros dos volúmenes, con una mezcla de erudición, documentación y adivinación, insuflando vida a las decisiones de Kafka. Nos habla de su compleja relación con diversos editores, especialmente con Kurt Wolff, su relación estrecha pero no exenta de dificultades con Max Brod, el papel del padre, tratando de manera extensa su famosa carta al mismo, pasando sin embargo bastante por encima del tema de las voluntades testamentarias del autor o sin citar en absoluto los aspectos complicados del legado de Kafka y los complejos procesos judiciales a que ha dado lugar.


Las notas y bibliografía son ingentes, como no puede ser de otro modo en una obra que ha llevado a su autor más de una década de trabajo. Pero en ningún momento se tiene la impresión de que el texto resulte abrumador para el lector. El esfuerzo por poner en contexto todas las circunstancias sociales, políticas, económicas y de todo tipo de aquella época son loables y hacen de la lectura un auténtico placer.


Pero llegados a este punto, cerrada ya la vida del autor, nos queda nuevamente la pregunta que desde el propio prólogo nos avanzaba Stach. Ante la lectura de las obras de Kafka, caben dos interrogantes, qué quiere decir lo que nos escribe, abriendo un camino a la hermenéutica, o porqué escribió esto, atando de manera indisoluble vida y obra. Ambas opciones son antitéticas, si bien se conjugan cuando uno piensa en que Kafka trabajaba con los materiales que su vida le llevaba hasta su mesa de escritura. Con toda su viveza biográfica, con sus detalles plenos, con sus nombres de protagonistas tan fácilmente adjudicables a él mismo o a amantes y amigos. Pero también pretendía que la escritura guardara una coherencia propia, interna, que la obra tuviera un valor por sí misma más allá de las implicaciones emocionales que pudiera tener para él.  


Por desgracia, los primeros esfuerzos de Max Brod por dar a conocer la obra de su amigo rompieron esa intención de Kafka en un  intento de orientar la interpretación de sus textos en base a la autoridad moral de ser su amigo más cercano, presumirse que contaba con información de primera mano y, por encima de todo, presentarse como el salvador de la aniquilación total de la obra. Pero hoy en día ya hemos superado con creces ese tiempo y una nueva base se abre para la interpretación de su legado literario. Una interpretación que tome en cuenta el modo en que Kafka escribía sus textos, cómo trabajaba técnicamente, pero que permita liberarse o dejar en su contexto esta influencia. A un esfuerzo tan loable contribuye Stach con su obra. Una síntesis de la síntesis del conocimiento que de Kafka tenemos hoy en día tal y como afirma en su prólogo y que, sin duda, pronto será superada por más información, más datos y manuscritos en un continuo devenir al que se someten muy pocos autores y que da la medida de porqué todavía hoy, a 99 años de su fallecimiento, aún nos resulta imprescindible.