27 de marzo de 2023

La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Ángel Viñas)

El relato más o menos conocido y aceptado mayoritariamente respecto del posicionamiento de Franco en los días previos al 18 de julio de 1936 viene a expresarse en las siguientes ideas. De un lado, Franco no estuvo totalmente implicado en los preparativos del golpe de estado, no lo veía claro. No fue hasta el asesinato de José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, cuando comprende que la deriva del gobierno de la República era incapaz de mantener el orden.

De aquí que se viera empujado casi involuntariamente a los brazos de Mola y su alzamiento. Tras asegurar la proclamación de la revuelta en las Islas Canarias, donde estaba apartado por la desconfianza del gobierno hacia su compromiso con la República, dio el salto a Marruecos con el fin de tomar el control del ejército africano, realmente la más importante fuerza militar que tenía España y entre la que Franco tenía gran predicamento dado que se labró fama en las campañas de los años veinte y en la creación de la Legión, junto a Millán Astray, donde no solo obtuvo el generalato, sino que comenzó a verse rodeado de ese aura especial, que los moros denominaban baraka y que hacía referencia a una especie de suerte mítica, de destino.

Angel Viñas es un historiador dedicado en cuerpo y alma a narrar fundamentalmente el periodo correspondiente a la Segunda República y la Guerra Civil. Se apoya con terca insistencia en las "fuentes primarias", es decir, en las fuentes originales, los documentos oficiales, los testimonios de personajes implicados en los hechos descritos, las leyes, circulares, etc.

En resumen, Viñas es un historiador, un investigador que, al margen de sus propias convicciones personales, de las que no abjura, trata de basar todas sus afirmaciones en fuentes irrefutables. Esto no excluye margen a la interpretación de estas fuentes dado que hay que priorizarlas, salvar contradicciones entre ellas, considerar que no todos los hechos están documentados ni pueden estarlo como pronto veremos, etc. Así, sus obras están acompañadas de una extensísima adenda con notas y bibliografía en las que se ha basado.

Y esto puede hacer sus libros más pesados o complejos de leer que otras tantas obras que tanto eco encuentran en los medios y en las que, sin apenas consultas a las fuentes primarias, se procede al refrito de obras de autores previos (que tampoco tienen porqué haber sido muy rigurosos en sus fuentes) hasta lograr un hilo narrativo que parece coherente, guarde o no relación con la realidad histórica. En esas obras uno no encontrará espacios en blanco, dudas explicitadas del autor, conjeturas que reciban este nombre, tan solo certezas a medida de la ideología del lector.

Por eso, es imprescindible la labor divulgativa de historiadores como Ángel Viñas, que consultan registros, están atentos a nuevas fuentes, nuevos documentos, que los contrastan y, cuando procede, reescriben lo que sabemos de la Historia, incluso lo que ellos mismos pudieron haber tenido por establecido hasta la fecha. 

Entramos ya en La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Editorial Crítica) en la que se desarrolla una teoría alternativa a la ya comentada sobre la implicación del general Franco tomando como base las  investigaciones de Viñas.

Si bien algunas de las ideas que expone Viñas en este libro ya habían sido expresadas anteriormente por otros autores, a modo de sospechas, de rumores y versiones alternativas, lo cierto es que ahora se sustentan en material probatorio de primer nivel. Y la teoría que viene a exponer es que el avión que llevó a Franco de Gran Canaria a Marruecos para ponerle al frente del ejército africano, llegó a su destino días antes de lo comúnmente aceptado. Que el alquiler del mismo fue financiado por una rama de la rebelión pro monárquica, muy próxima a los intereses de Inglaterra. Que, pese a que la lógica decía que el avión, un Havilland DH89 Dragon Rapide, nombre éste último por el que se conoce al modelo concreto que hoy se exhibe en el Museo de la Aviación de Cuatro Vientos, debió aterrizar en Santa Cruz de Tenerife, isla en la que residía Franco, lo hizo en Gran Canaria, lo que obligaba de alguna manera a que el general cruzara de una isla a otra, para lo que precisaba de justificación o de hacerlo en rebeldía lo que parece una complicación innecesaria existiendo la posibilidad de que el avión recogiera directamente al futuro dictador en su isla.

La disculpa oficial para el viaje a Gran Canaria fue la de poder asistir al funeral y entierro del general Balmes, amigo de Franco, africanista como él, pero partidario de la República. La muerte de aquél permitió a Franco viajar a la isla y tomar el avión para Marruecos sin levantar sospechas.

Pero precisamente de sospechas está llena la muerte de Balmes. La teoría oficial es que el general acudió a un campo de tiro para probar algún arma. Una pistola se le encasquilló y trató de desatascarla apretándole contra su vientre donde se disparó. El general había rehusado ser acompañado por nadie en dicho momento, tan solo el chófer le acompañaba. Fue llevado a la casa de socorro donde el médico se ausentó para llamar a una ambulancia. También se llamó a altos mandos del ejército, precisamente los que ya estaban en la conspiración, quienes le rodearon y pudieron manipular todas las pruebas, las manifestaciones exculpatorias que el general se asegura que dijo culpándose a sí mismo del accidente.

 

En suma, como bien señala Ángel Viñas, nunca podrá aparecer una orden firmada por Franco respecto del asesinato de Balmes, un camarada de armas, como mera disculpa para viajar a Gran Canaria y dar luego el salto a Marruecos, pero muchos elementos pueden llevar a sostener esa hipótesis. Tenemos discrepancias entre los asistentes a las últimas horas del general Balmes, el desastroso informe de la autopsia que ofrece fallos clamorosos a fin de servir de coartada a la versión oficial, testimonios de presentes en las horas posteriores al accidente que se hicieron públicos tras la muerte de Franco, la inexplicable presencia del Dragon Rapide en Gran Canaria, y así sucesivamente.

Es cierto que puede sostenerse que la muerte de Balmes fue tan providencial para el destino de Franco como las de Sanjurjo o Mola, y es una posibilidad que no cabe descartar. Tal vez existiera un plan de Franco para acudir a Gran Canaria que no fue necesario gracias al fallecimiento de Balmes. Pero de lo que no cabe duda es de que su muerte, accidental o no, fue de gran ayuda.

Tampoco se puede negar que el plan de que Franco asumiera la revuelta en Canarias para luego comandar el ejército de África estaba en marcha días antes del asesinato de José Calvo Sotelo, de hecho el avión partió de Inglaterra antes del 13 de julio, y el alquiler del avión y su piloto, fue claramente anterior.

Por otro lado, tampoco podemos dudar de que la muerte de Balmes le ahorró un más que seguro fusilamiento si realmente se hubiera opuesto a la rebelión, tal y como ocurrió con los pocos mandos que lo hicieron en las plazas africanas de Ceuta, Melilla, Larache o Tetuán, pocas horas después del funeral de Balmes.

Pero sea como sea, lo cierto es que la idea tan extendida de un Franco que actuó de algún modo a remolque, que solo a última hora se avino a participar en el golpe, no se sostiene. Los planes estaban en marcha antes del asesinato de Calvo Sotelo, Franco fue informado de la llegada del avión a Gran Canaria y antes de partir al entierro de Balmes dejó escrita la proclamación de la sedición, un bando conocido como el Manifiesto de Las Palmas. También parece que el hecho de que su mujer e hija le acompañaran a ese viaje y que desde la isla partieran en barco hacia Lisboa corrobora la idea de que todo estaba ya atado y bien atado desde días antes.  

También queda más que probada la implicación de Inglaterra, sea a través de sus servicios secretos, de una rama de estos, o de un grupo de católicos y conservadores, en esta fase  de favorecimiento de un golpe que evitara que España cayera en manos del comunismo internacional. Es a esto a lo que dedica el segundo gran capítulo de su obra, tomando casi a modo de disculpa la implicación en la aventura del Dragon Rapide.

Lo cierto es que Viñas realiza un completo seguimiento de las informaciones que recibía el Foreign Office a través de sus diversas fuentes, embajador en Madrid, cónsules, oficiales del ejército, Gibraltar, agregados diversos, etc. La llegada de la República se ve como un pequeño terremoto pero que se tolera en tanto pueda permitir la salida del atraso del país, cuya pobreza es un perfecto campo de cultivo para una revolución obrera. Sin embargo, a mitad de la corta vida de la República, un cambio de embajador y de tendencia en la metrópoli, trae una nueva perspectiva sobre los riesgos crecientes de una revolución a modo de la soviética, anunciada como premonición, según estas fuentes, en el año 34.

Así, poco a poco, la opinión británica comienza a virar, a mostrar menos simpatía por los republicanos, un temor a que la situación se descontrole, a que se contagie al vecino Portugal, aliado histórico del Reino Unido. Y, a esto, hay que sumar el comienzo de intrigas por parte, fundamentalmente, de monárquicos españoles con buenos contactos en el Reino Unido, que tratan de difundir una información que alienta esos temores oficiales.

Las diferentes tramas del golpe cumplen un cometido, coordinado al menos de facto. Unos procuran el acercamiento de la Italia fascista, otros de la Alemania nazi y otros el no alineamiento del Reino Unido y, por tanto, una suerte de presión implícita a Francia, más favorable a la República española. Todos estos esfuerzos dan fruto cuando estalla la guerra y el gobierno británico lidera la no intervención y enfría los tímidos intentos de Francia por apoyar a la República.

La documentación y evidencias que aporta Viñas gracias a consultas a documentos oficiales británicos ofrece una nueva luz que explica la sorprendente insolidaridad de las democracias occidentales ante el levantamiento militar.

El interés estratégico de las Canarias, también supone un acercamiento de los intereses británicos a lo que allí ocurría y hace más fácil creer que de un modo u otro estuvieron implicados en facilitar ese viaje de Franco a Marruecos y a que el golpe triunfara en las islas donde había una importante población británica con negocios que dependían de la estabilidad, de la mano dura contra huelguistas y anarquistas.

Es cierto que la posición de Inglaterra respecto de la República debe ponerse en el contexto europeo de la época y la política de apaciguamiento con la que se trataba de no desencadenar un conflicto europeo ofreciendo a Hitler concesiones que, por contra, terminaron por envalentonarse y convencerle de que nada de lo que hiciera tendría consecuencias militares en las democracias británica y francesa. Pero nada de esto puede servir de exculpación a hechos tan graves como una guerra civil en España o la entrega de Austria y Checoslovaquia al dictador nazi.

La tercera parte del libro se centra en el modo en que se ha ido construyendo la historiografía sobre el conflicto y el franquismo; el modo en que el régimen dibujó su propia justificación desde el principio. Se aborda también la necesidad, que pronto se advirtió, de abrir los archivos nacionales sobre la guerra civil para combatir la profusión de obras de historiadores extranjeros que combatían la versión oficial con datos obtenidos de fuentes disponibles en otros países. Viñas detalla cómo se concedían estos permisos, para quiénes eran (claramente, para afectos al régimen, que trabajaban por alumbrar los documentos que sustentaban mejor sus tesis).

 

 


Así, se pone de manifiesto la complacencia de autores como Ricardo de la Cierva o de reputados hispanistas como Stanley Paine, así como la necesidad de una constante revisión de la propia historia, de acudir a nuevas fuentes primarias y de luchar por una ley sobre secretos oficiales que no actúe como parapeto de la negativa a revisitar y reescribir nuestro pasado. Y, efectivamente, resulta triste que parte de las investigaciones con nuevas fuentes sobre nuestro conflicto y la dictadura, provengan de la desclasificación de documentos de la antigua Unión Soviética o del Reino Unido y Francia.

Es justo reconocer que, sobre estos temas, el modo en que se construye la Historia, cómo se reproduce a sí misma, el enjambre de intereses creados, de voluntades compradas, poco se escribe y a pocos interesa. Ni desde el mundo académico al que no le gusta verse criticado, más cómoda suele ser la vida en la torre de marfil, ni a los que hacen del mero relato sin sustento en datos y evidencias, un modo de vida gracias a la publicación de obras pregonadas por grandes medios.

Por contra, este libro nos ofrece un enfoque novedoso, como su propio título avanza, sobre aspectos no demasiado difundidos de la guerra civil o sobre los que existe un consenso fruto de la inercia y la repetición de errores del pasado, interesados en muchas ocasiones, o resultado de la pereza intelectual de quienes se conforman con su repetición.

Si bien Viñas no oculta su ideología, nos lanza una pregunta para la reflexión, ¿admitiríamos como válido el trabajo de un historiador sobre el III Reich que no expresa con rotundidad su rechazo a tal régimen? Pues dicho esto, poco más queda por añadir.




 

 

 

12 de marzo de 2023

No digas nada (Patrick Radden Keefe)

 


 

Patrick Radden Keefe es columnista en The New Yorker y colabora asiduamente con otros muchos medios. También ha publicado diversos libros en los que plasma sus investigaciones periodísticas, pero nada hacía presagiar que en 2018 publicaría No digas nada (Reservoir Books, traducido por Ariel Font Prades), un viaje estremecedor por el conflicto del IRA, centrado principalmente en su evolución a partir de comienzos de los años setenta.

Según confiesa el propio autor, el inicio de su interés por este asunto le llegó al leer el obituario de Dolours Price, una joven norirlandesa que alcanzó notoriedad por haber sido condenada a prisión tras los atentados del IRA en Londres en 1973 y que comenzó una huelga de hambre que hizo más por la causa del IRA que cualquiera de sus atentados.

En concreto, el disparadero de su interés pareció centrarse en el papel que Dolours podría haber jugado en la desaparición de Jean McConville, una viuda de 38 años, madre de diez hijos. Estamos en diciembre de 1972 y el conflicto del Úlster ha estallado definitivamente. El ejército británico patrulla armado las calles y tan sólo en raras ocasiones se atreve a penetrar en los barrios católicos. Aquí, una conspiración de silencio parece unir a todos los vecinos para ocultar armas, fabricar coartadas o ingresar en las filas del IRA. Pero las fronteras no siempre son respetadas y los McConville se encuentran en la zona católica pese a que Jean solo adoptó esta fe a efectos formales y para casarse con su marido difunto y no causar escándalo en la familia de éste. Así que, perdida la protección del marido tras su fallecimiento, comienzan las miradas hoscas, los siseos al paso de la madre y su progenie, las pintadas a las puertas del edificio, Divis Place, un auténtico reducto del IRA. Pero la situación económica de la familia es tan precaria que no pueden plantearse la opción de una mudanza a un barrio menos hostil.  

Hay quienes dicen que parece una soplona de los británicos, otros que simplemente no se ha posicionado claramente. Lo cierto es que en una guerra no se admite la escala de grises. Una noche, un grupo de hombres y mujeres se lleva a Jean dejando a sus hijos abandonados, con infinidad de incógnitas y gran confusión. Pasan los días y su madre no vuelve a casa. Pasan treinta años, llega un comienzo de paz con los acuerdos de Viernes Santo en 1998, pero Jean no aparece.

El conflicto ha traído mucha muerte, unos tres mil quinientos asesinatos entre 1969 y 1998, pero pocos son los casos de desapariciones, únicamente dieciséis. Normalmente, el terrorismo de cualquier bando y signo se enorgullece de sus crímenes, de ahí que las desapariciones en el Úlster son muy escasas y la labor del Gobierno Autónomo de Irlanda del Norte es tratar de que estos casos se aclaren, como parte de los acuerdos de paz, como forma de comenzar a cerrar heridas tantos años abiertas.

Pero no es fácil buscar a quién incriminar, más aún cuando estos hechos aún pueden ser juzgados. Así que los esfuerzos de los McConville se topan con una maraña de mentiras, afirmaciones poco fiables dado el tiempo transcurrido, incluso falsas acusaciones entre unos miembros del IRA que se muestran divididos entre el esfuerzo de paz o la creencia de que Gerry Adams les ha traicionado y que la lucha armada sigue siendo el último y único camino. Y aquí aparece por primera vez Adams, el artífice por la parte republicana de los acuerdos de Viernes Santo, un político que se desliga de la violencia, niega todo tipo de implicación en la misma, asegurando no haber pertenecido nunca al IRA.

Pero el cuerpo de Jean aparece en 2003 en una playa de Irlanda, después de varias tormentas que parecen haber removido la localización que, unos años antes, ya había sido excavada en busca de sus restos. Aparecida Jean solo queda averiguar quién ordenó su asesinato, ahora indubitado. Aunque muchas pistas y testimonios llevan a la firme creencia de que Dolours Price estuvo de alguna manera implicada, su fallecimiento en 2013 pone un punto y final a las investigaciones, al menos en apariencia.

Patrick Radden Keefe, tras la pista del caso McConville, se remonta a pocos años antes, a comienzos de siglo, cuando un grupo de investigadores heterodoxos, incluido un antiguo miembro del IRA, proponen a una institución norteamericana relacionada lejanamente con Irlanda, el Boston College, custodiar una serie de grabaciones de conversaciones con miembros del IRA y Unionistas bajo estrictas medidas de seguridad. En estas conversaciones, se recogen testimonios en la confianza de que los mismos no serían empleados en sede judicial y que tan solo saldrían a la luz cuando todos sus protagonistas hubieran fallecido.

Entre tanto, Brendan Hughes, correligionario de Adams en los comienzos de la lucha de los setenta, fallece, y en un testimonio póstumo, incrimina al líder del Sinn Féin en la desaparición y asesinato de McConville. Adams es arrestado y la existencia de las grabaciones del Boston College se filtra, creándose la expectativa de que en las mismas puede encontrarse la prueba definitiva. La Justicia Británica demanda a la institución académica la entrega de las grabaciones, en especial la de la conversación con Dolours Price.

 


 Hasta aquí, el trabajo periodístico de Radden, una espléndida pieza de investigación y reconstrucción de unos hechos que tantos tienen interés en ocultar, o que, dado el tiempo transcurrido, han sido tergiversados y alcanzado ese nivel en el que ni sus propios protagonistas son capaces de separar verdad y mentira. Pero No digas Nada apenas sería un libro más de investigación si no alzara el vuelo y tomara el todo por la parte. Efectivamente, como tantas veces ocurre, un pequeño hecho, casi una anécdota para quienes no lo vivieron y padecieron en primera persona, sirve para iluminar un cuadro más amplio, más rico y generoso que, de otro modo, podría habernos quedado oculto. Radden traza un bosquejo general del conflicto norirlandés, sus vericuetos y miserias, sus puntos de horror y de heroísmo.

Las entrevistas a muchos de los protagonistas del conflicto, las consultas a las más variadas fuentes, y por encima de todo, la capacidad para adelantar hipótesis verosímiles y bien fundadas en un relato del que poco podrá ser aclarado de manera definitiva y cierta, forman un mosaico en el que se despliega todo el horror vivido durante los Troubles, los días inciertos en los que la vida para todo habitante del Úlster parecía suspendida en un tiempo irreal, fuera de todo sentido para los términos del resto de Europa.   

El libro no llega a suscitar simpatía por ninguno de sus personajes, no se hace un esfuerzo por humanizarlos. Por el contrario, se retrata su crueldad y violencia sin tapujos, pero se les da un contexto y una hondura que sirve para explicar parte de las razones que envenenaron sus vidas. Por otro lado, la violencia que desataron dejó también sus huellas en lo más profundo de la conciencia de muchos de sus protagonistas, y Radden da cuenta de ello al narrar los últimos días de sus vidas, ya apartados de la lucha, apartados del tren de la historia.

Por extrañas e inexplicables razones, la violencia es percibida con más tolerancia cuanto más kilómetros nos separen del escenario del terror. Así, podemos creer que el terrorismo islamista tiene a Occidente por principal objetivo, cuando realmente, el número de fallecidos por estos atentados es mayoritariamente musulmán.

El autor nos narra una escena en la que Brendan Hughes hace una gira para recaudar dinero entre la importante población norteamericana de origen irlandés, en la que el IRA gozaba de gran simpatía. En una de esos actos, un rico empresario le ofreció a Hughes una importante cantidad de dinero y, de paso, una recomendación, que matasen a todos los que llevasen en su uniforme una corona, símbolo de los servidores del Reino Unido. Hughes, con sorna, le pregunta si eso significaba que el IRA debía dedicarse a matar carteros, por ejemplo, y ante la respuesta entusiasta del supuesto benefactor, le devolvió su dinero y le dio la espalda. Las soluciones siempre son fáciles cuando se ve el problema de lejos.

Así, este libro también nos interroga sobre nuestra propia historia. Irlanda del Norte tiene una población de casi dos millones de habitantes y su capital, Belfast 280.000 habitantes. La población del País Vasco es de 2.200.000 habitantes y la de Bilbao, de algo más de 300.000 habitantes. En ambos casos podemos imaginar e intercambiar fácilmente los paisajes verdes, húmedos, las neblinas y la importancia de la vida rural, del peso de la tradición y la historia.   

Por desgracia, estos no son los únicos elementos comunes. El terrorismo ha golpeado duramente a ambas comunidades y ha llevado la muerte a otras zonas de sus respectivos países en un cruento proceso que, en el caso del Úlster, inicia su desescalada a raíz de los denominados acuerdos del Jueves Santo, y en el caso de España, con la declaración de cese definitivo de la actividad armada de ETA en octubre de 2011.

No digas nada añade, por tanto, un elemento adicional a cuantos vivimos los años en los que las interrupciones de los programas matinales de la radio o la televisión siempre tenían el mismo motivo, en los que las calles no siempre eran un lugar seguro o en el que las conversaciones que se debían evitar, formaban parte de una realidad que conviene no olvidar.