17 de septiembre de 2022

Berta Isla / Tomás Nevinson (Javier Marías)

 


Javier Marías es uno de los mejores autores españoles y, no en vano, su nombre se cita constantemente en las fantasiosas y casi siempre equivocadas quinielas para el próximo Premio Nobel. ÑSu estilo se consolidó hace muchos años y es de los que puede levantar seguidores fervorosos en la misma medida que detractores.

Sus libros se forman de oraciones extensas, que se demoran en reflexiones, paradojas y contradicciones, que crecen y se expanden en diversas direcciones, que vuelven a converger en la idea principal cuando ésta parecía ya olvidada. Un ritmo pausado y reflexivo, rico en asociaciones y léxico, en ideas e imágenes, haciendo que el lector se sienta casi tentado de creer que el argumento es irrelevante y que, como en el poema de Kavafis, lo importante sea el camino, la lectura al margen de la trama.  

Su mundo particular está poblado de referencias recurrentes que forjan la complicidad con el lector habitual. Así, no es infrecuente que en muchas de sus novelas aparezca Oxford y su mundo docente tan exclusivo y, en parte anacrónico, como si de una burbuja se tratara. Los colleges, los dons o las High Table son tan recurrentes que apenas hay obra suya en la que no aparezcan retratados. Esta anglofilia de Marías se remonta a sus años jóvenes, en los que vivió en Estados Unidos, siguiendo a su padre que se vió obligado a impartir clases en diversas universidades americanas al negarle el franquismo el hacerlo en las nuestras. Continuando esta tradición, Marías también fue profesor en Oxford durante tres cursos académicos de Traducción y Literatura Española de donde trajo esa parte esencial y distintiva de la mayoría de sus novelas.

Este cierto cosmopolitismo no solo hace de sus argumentos una excepción en nuestras letras, más bien mesetarias, localistas, sino que su catálogo de referencias, sean cinéfilas o muy especialmente, literarias vienen también traídas en muchos casos de más allá de los Pirineos. Es de destacar la pasión por Shakespeare, de cuyos versos se ha servido en ocasiones para titular novelas y, en la mayoría de ellas, para citarlo y usar de la sabiduría del genio de Stratford-upon-Avon casi tanto como de la del mismo Cervantes.  

En esta ocasión, reseñamos dos obras, Berta Isla (Alfaguara, 2017) y Tomás Nevinson (Alfaguara, 2021) que forman una especie de cara y cruz, de correspondencia argumental en algunos aspectos, no solo por los personajes y trama, sino por la indagación en temas como la espera o la falsedad, la mentira y la ficción, el azar, la traición y la muerte, asuntos que también había tratado a su manera en su trilogía Tu rostro mañana.

 


 

Comencemos por Berta Isla, una joven madrileña que asiste a la Universidad en los estertores del franquismo y que mantiene un noviazgo abierto con Tomás Nevinson, un muchacho de padre inglés y madre española con el que ha coincidido en el bachillerato en el colegio Estudio (el mismo al que acudió el autor). En aquellos tiempos las esperas no eran largas, se atisbaban cambios, nuevos modos, así que nadie quería quedarse rezagado. Pero el matrimonio no es como espera Berta. Su marido trabaja en la Embajada Británica en Madrid gracias a su bilingüismo y una inusitada capacidad para imitar y reconocer acentos de todo tipo y origen. Pero este don le hace destacar ante los ojos de quienes velan por la seguridad y protección del Reino, por los servicios secretos británicos que reconocen en él un gran potencial. Así, a punto de culminar sus estudios en Oxford, dispuesto para regresar a Madrid, casarse e iniciar una vida anodina, ocurre un suceso que comprometerá el resto de su vida.

Tomás es destinado con frecuencia a diversos destinos, siempre a espaldas de Berta, que le sigue creyendo un funcionario de la embajada embarcado en innumerables cursos en Londres. Hasta que en uno de esos viajes, la espera se prolonga más allá de lo razonable, de lo que se necesita para que salten todas las alertas de la esposa, ya madre de dos niños.

Berta, que desconoce la actividad concreta de su marido, puede intuir algunos hechos, comprender que hay una parte de la vida de su marido que le está vedada, ya ha tenido alguna conversación al respecto con Tomás a raíz de un desagradable incidente. Pero ahora Berta se enfrenta a la espera, a la decisión sobre recomponer su vida, y cómo hacerlo, cómo confiar en lo que ve cuando no se puede tener certidumbre en lo qué hay detrás del rostro amado. De cómo soportar la espera de un desenlace del que no se tiene certeza, de si habrá un punto final.

Pero también acompañaremos a Tomás en su difícil vida, no ha llegado a ella por gusto sino tal vez por accidente, por desgracia o por cúmulo de circunstancias, de aquellas que forman el destino que algunos creen ver escrito desde antes de su concepción, en un vano intento de trascendencia y de alejarse del horror a lo arbitrario y casual.

Vemos cómo se desempeña en su oficio, pleno de mentiras, de cómo imposta lenguas y falsea su vida para ganarse la confianza de los enemigos del país, de cómo se traiciona a sí mismo para no hacerlo a la Patria, de cómo construye su vida sobre mentiras, en sus operaciones secretas, pero también en su casa, siempre ocultando una parte de su vida, confundiendo en ocasiones lo fingido con lo real, si es que aún le cupiera espacio para este privilegio que todos tomamos por natural y regalado.

La voz del narrador va pasando alternativamente de Berta a Tomás y a un narrador ajeno a la trama, un trasunto del propio Javier Marías, evidente en parte para quien frecuente sus columnas semanales con esa mezcla de humor y desdén por todo cuanto pueda definirse como moderno, por ese gusto por la añoranza de cuanto fue, de lo que se nos escapa, de lo que dejamos ir sin ser conscientes de que pronto lo echaremos en falta. Precisamente esas transiciones añaden dinamismo al libro, rompiendo en ocasiones el ritmo de la narración permitiendo que idénticas escenas puedan ser comentadas desde perspectivas diferentes por cada uno de los respectivos narradores.

Por otro lado, el estilo reposado y reflexivo del autor no está reñido con la agilidad de los hechos en determinados pasajes, con el fin de lograr hacer avanzar la acción. Tampoco están ausentes la intriga y sorpresa, giros inesperados y una aceleración de la acción. Y éste es uno de los mejores logros de Marías, el que sus obras no terminen reducidas a diálogos interiores o disquisiciones más o menos pertinentes, sino que puede visitar géneros como los del espionaje y la acción, desde una peculiar perspectiva, pero sin desmerecer algunas de las principales reglas de estos géneros.

 


Pero saltemos ya a la relativa continuación de este libro, a Tomás Nevinson, que nos narra un capítulo concreto de la biografía del marido de Berta, una de sus acciones cuando ya espera saldada su deuda con  sus superiores, cuando cree haber salido del círculo de la falsedad y el fingimiento, cuando juzgaba ya concluido su trabajo paralelo, cuando se aferra a los restos de una vida que se le ha escapado entre los dedos y que apenas puede aspirar a recomponer de manera fragmentaria, a modo de un retrato cubista.

Y es que Tomás Nevinson es de nuevo reclutado para descubrir la verdadera identidad de una terrorista de ETA de entre tres sospechosas, habitantes todas ellas de una brumosa ciudad del noroeste español, una especie de Vetusta, tan provinciana y pacata, tan limitada y tan capaz de ofrecer a sus ciudadanos cuanto necesitan para su felicidad o desgracia como cualquier otra ciudad de cualquier punto geográfico.

Y en ella se instala Tomás, bajo la apariencia de un profesor de inglés venido de Madrid, y en su vida social se integra tratando siempre de descartar a dos inocentes, de atrapar a una culpable. Y no siempre es fácil cuando otros también viven en la falsedad y el fingimiento, cuando todas las vidas tienen qué ocultar, qué esconder tras una máscara, un velo de reserva y secreto como muy bien conoce Tomás.

La trama se desarrolla en un momento concreto de la vida española, en los meses previos y posteriores al asesinato de Miguel Ángel Blanco, lo que no hace sino añadir más presión a la búsqueda de Tomás, pero también siembra más dudas, más preguntas que se ve incapaz de contestar, como si su pulso de agente secreto se le hubiera desdibujado con el tiempo, deteriorado por la vuelta a la vida con Berta.

Este Tomas, que vive solo, porque solo está quien no puede compartir su biografía con quienes le rodean, quien ha de inventarla y sostener la mentira, mantiene un vibrante diálogo interior, no un monólogo, reservado para personas más afortunadas, diálogo al fin ya que en Tomás habitan muchas almas, todas las almas, perdónenme la ironía, de las personas que ha impostado y, tal vez, la de aquellos a quien ha engañado o matado, eliminado o suprimido. Y es tal vez esta novela en la que ese infinito y laberíntico diálogo mejor se adapta al estilo caudaloso y desbordante de Marías en el que pocos hilos dejan de ser recorridos, donde no hay apuesta por cubrir, llevando a la trama y al argumento a una desnudez absoluta y hermosa, donde Marías es, al fin, más Marías que nunca, difícil desafío para quien, confiemos, esté ya trabajando en una tercera parte.   

Ambas obras pueden leerse de manera independiente puesto que los temas abordados también lo son, si bien mejora la comprensión de los personajes, de algunas referencias, de algunos actos, si se leen en el orden en que fueron escritas. Y para concluir, como muy bien puede aplicarse para tantas otras novelas del autor, la mejor recomendación es la de dejarse guiar, confiar en él, en que sabrá traernos y llevarnos por las vidas de sus protagonistas y que, en ese camino, aprenderemos tanto como ellos.

PD. Tras escribir esta reseña y a la espera de publicarla, se anunció el pasado domingo el fallecimiento de Javier Marías. He querido dejar la reseña tal cual pese al ahora ridículo comentario, tan recurrente por otra parte en todos los obituarios que he leído, sobre su eterna candidatura al Nobel o su fama no del todo merecida de articulista cascarrabias. He querido dejar la esperanza abierta de que estas dos novelas contaran con una continuación, un cierre al modo de Tu rostro mañana, igual que he querido dejar en presente las menciones al autor.

Y es que así viene a ser el final de la vida, una abrupta ruptura que descoloca todo lo que la precede, un momento en el que, de repente, gran parte de lo escrito queda truncado, en el que nos apetece reescribir algo cuando ya es demasiado tarde. Y es un modo de hacer que Marías no habría aprobado. Él, que creaba sus novelas con máquina de escribir, no con ordenador, tan cómodo, tan fácil de corregir todo, de reescribir para no dejarse llevar, y que enmendaba con estilográfica, un modo que obliga a pensar cada palabra tecleada, cada pequeña corrección con mimo artesanal, con economía y sentido, habría preferido que nada se tocara, que un hecho tan cierto como la muerte no nos debiera llevar a la reescritura de los afectos y loas, tan detestables cuando son inmerecidas, tan innecesarias cuando lo son.

Seguramente, la modestia de la que ahora todos se hacen eco, habría llevado a Marías, en su fuero interno, a dudar sobre el motivo que debería guiar a un lector a sus novelas por encima de las obras de Faulkner, James o Shakespeare. Sin embargo, hay una razón fundamental para recomendar cualquiera de sus libros a quien nunca los haya leído antes, y ésta no es otra sino la de que nunca habrás leído nada igual, que sus páginas, especialmente aquellas en las que parece no suceder nada, en las que solo es el narrador quien vaga y divaga, las que son imposibles de abandonar, son las que hacen cumplirse el deseo de Kafka, el de que la Literatura no sea otra cosa que un mordisco al bajo vientre del lector, un zarpazo que sabemos de imposible liberación. Y para todos los que ya conozcan sus libros, todo es sabido.   



6 de septiembre de 2022

La isla del tesoro (Robert L. Stevenson)

 


 

En algún lugar leí que La isla del tesoro es un libro que admite lecturas diferentes según se va creciendo. Desde la simple aventura juvenil en la que el lector se identifica con el grumete Jim y su sed de vivencias, a la senectud donde uno puede medir sus ansias de vida con la libertad de Long John Silver.

Armado por estas razones, y por las ganas de disfrutar nuevamente de este gran libro, vuelvo a abrir sus páginas y a zambullirme en las aguas oceánicas en busca de la isla del esqueleto, con el magnífico, aunque algo impreciso y macabro, mapa del tesoro y acompañado por una tripulación formada a partes casi iguales por bucaneros asesinos y prohombres que pasean con orgullo la enseña británica.

Poco sentido tiene repasar el argumento de esta novela ya que casi todo el mundo la habrá leído, en mejores o peores versiones, o en todo caso, visto alguna de las numerosas películas que se han rodado sobre la base de un guión adaptado de la obra de R. L. Stevenson. Por ello, comenzamos las reflexiones sin más.

Y la primera de ellas surge nada más iniciada la obra. El pequeño Jim Hawkins se apropia del mapa del tesoro de la isla al tratar de recuperar el dinero que le debe a su madre, por los gastos de hospedaje, el capitán Billy Bones, recién fallecido tras recibir la Marca Negra. Jim muestra el mapa al doctor Livesey y éste al caballero local, un pequeño terrateniente con algún cargo administrativo para dar lustre a su bajo título nobiliario.

Y ni cortos ni perezosos, arman una goleta, La Española, contratan a un capitán y a una tripulación para partir en busca del tesoro y repartirlo como buenos hermanos. El tesoro parece haber sido enterrado en la isla por el temible capitán pirata Flint y, por tanto, no parece tener un origen lícito. Y sin embargo, no se plantean que tal vez el mismo deba ser devuelto a sus legítimos propietarios, al gobierno de Su Majestad o a quien corresponda. Tampoco se plantean que si el chico encontró el mapa, a él le corresponde el tesoro. Sin más, entienden que, como el fruto de la tierra, está ahí para tomarlo.

Supongo que los estudios jurídicos me delatan pero las preguntas continúan porque, por desgracia para estos supuestos buenos hombres, la tripulación contratada es, en gran medida, el resto superviviente de los compañeros de peripecias de Flint, encabezados por su contramaestre, el tullido Long John Silver y su loro parlante, también llamado con fina ironía Capitán Flint. Así que los piratas navegan rumbo a la isla con la misma intención que los rectos hombres, la de apropiarse de un tesoro que, en puridad, les pertenece tanto como a Jim y sus compadres. No sabría decir quién es más pirata aquí.

Y como siempre ocurre, el joven Jim crece en las pocas semanas que dura el tiempo de la narración, madura como persona aprendiendo de cuantos le rodean. En él surgen los sentimientos de nobleza y lealtad, los del esfuerzo y el heroísmo, pero también la extraña dualidad que habita en todos nosotros, el que un tremendo bribón como Long John Silver, pueda protegernos y amarnos como si fuéramos el hijo que nunca tuvo y, al tiempo, ser objeto de devoción, como la figura paterna que Jim necesita, igual que cualquier huérfano novelesco que se precie.

 

 

 

La personalidad de este joven Jim es otro de los enigmas, un personaje bien construido puesto que podemos aventurar sus dudas y cavilaciones sobre su propio papel en toda la trama, o su relación confusa con el pirata. Y es que la llama de la libertad, tal vez unido a los efectos de los alisios le hacen cometer locuras como huir del fortín y tratar de arrebatar la goleta a los piratas, aventuras de las que sale con vida tan solo gracias a la magnanimidad del autor. Pero en todas ellas late profunda, apenas reconocible, la semilla plantada por el alma indómita de Long John Silver.

Pero volviendo junto al caballero, al doctor y el capitán que han contratado, que se muestra tan honrado y leal como ellos, nos asaltan nuevos interrogantes. Cuando regresan a la goleta, con el tesoro a buen recaudo, y zarpan junto a Long John Silver, con la promesa tácita de procurar no denunciar sus fechorías, volvemos a estar ante otro acto arbitrario. Es cierto que parecen necesitar del pirata para completar la escasa tripulación que les lleve a puerto seguro, pero realmente, ¿no están encubriendo todos los crímenes cometidos en este viaje?¿No manchan sus manos con la sangre de todos los muertos?¿No se condenan a ellos mismos por no entregar a la Justicia al contramaestre de Flint?

Más aún, ¿realmente se sorprenden cuando el pirata escapa una noche del barco, atracado en un fondeadero de la América Española? ¿Esperaban otra cosa? Al fin, y como siempre suele suceder con este libro, todos los personajes resultan algo maniqueos, simples, previsibles hasta cierto punto, pero el que concita todas las simpatías, el que se aferra a la vida y a la libertad como ningún otro, el que tiene claras sus lealtades (siempre a sí mismo) es el pirata de la muleta.

Y es este Long John Silver quien ha perdurado, junto a su loro, como el icono permanente de la obra, la referencia que llegó incluso a estar a punto de nombrar a los Beatles, cuando John Lennon, dio por bautizar a su grupo antes de saltar a la fama con el extraño apelativo de Long John and The Silver Beatles. Es la referencia de una maldad que puede desdoblarse en dulzura sin que uno llegue a saber nunca realmente cuál es el verdadero aliento que le impulsa, cual es el auténtico sentimiento del pirata. Porque, si Long John hubiera nacido en otra cuna, en la del caballero, por ejemplo, ¿habría cambiado la novela?¿Habría sido tan recto como aquel?¿Tan amante de su patria?

Creo que a este Long John Silver le es de aplicación la canción del ron que este libro ensalza como canto pirata por excelencia.

Quince hombres con el cofre del muerto,

ja, ja, ja, ja, y una botella de ron.

Pero creo que también le habría gustado poder cantar otra canción de piratas, la que escribió Espronceda reflejando todo el aire de libertad que tan bien encarna nuestro pirata cojo.

Que es mi Dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.  

Y es esta conexión con el Romanticismo la última reflexión que me evoca ésta mi última lectura del libro por el momento. Aunque el libro se publicó inicialmente por entregas en 1881, cuando ya las modas románticas habían dejado paso al realismo, lo cierto es que este libro refleja como pocos ese ansia de libertad, ese enseñoramiento de uno mismo, la capacidad de elegir nuestro destino aún a costa de tener que escapar de la realidad confortable que nos acoge y adormece. Tal y como hizo Stevenson, en una peregrinación constante para alejarse de la fría Escocia, siempre por supuestos motivos médicos, siempre con un afán de forjar su propia voluntad.    

La edición imprescindible de La isla del tesoro siempre será para mí la de Anaya, con su increíble croquis de La Española y las denominaciones de todas sus partes, velas, palos y trinquetes. También con su magnífico mapa del tesoro y, en esta última edición que he manejado, con un sorprendente epílogo a cargo de Santiago R. Santerbás, cuya lectura recomiendo encarecidamente. La traducción a cargo de María Durante sabe respetar el habla tabernaria y marinera de los piratas, pero también el estilo redicho y engolado de los buenos caballeros.

 

Porque La isla del tesoro es la obra perfecta de aventuras, la que resume todos los elementos que hoy atribuimos a este género. Todos sus elementos son tan clásicos que uno, cuando la lee por primera vez, casi no es consciente de cómo ha moldeado la imagen que tenemos sobre los piratas, que todos llevan un loro en el hombro, que beben ron, que entierran tesoros para luego recuperarlos en mejor momento si es que nadie se les adelanta.

Es seguro que Stevenson tomó todos estos elementos de obras ajenas en la misma proporción que de su propia inspiración, pero de toda esa mezcla supo extraer un fruto perfecto, una narración que pervive como referencia absoluta de los libros que leímos siendo jóvenes. Por ello, no está de más revisitarla para descubrir que el Stevenson que la escribió ya tenía algunos años encima y que, como Long John Silver, su huida hacia adelante que le llevaría a los Mares del Sur no era otra cosa que la búsqueda de la libertad, de su inspiración, y de todo eso que le está vedado comprender a un joven. Así que la voz de un maduro Stevenson se nos abrirá con facilidad desde una lectura algo más madura, no mejor, solo diferente.