¿Qué pasaría si la Humanidad, en su búsqueda imparable del progreso, estuviera cambiando su propia esencia? En Homo Deus, Yuval Noah Harari nos lanza una advertencia perturbadora: los días de los humanos tal como los conocemos podrían estar contados. Con un estilo ameno pero profundo, Harari nos lleva desde los primeros pasos de nuestra especie hasta un futuro donde la tecnología y los algoritmos podrían reescribir nuestras vidas, nuestro destino y hasta nuestra propia esencia. Si el futuro te parece prometedor, Homo Deus retará tu optimismo.
En Sapiens (De animales a dioses), Yuval Noah Harari describía cómo la especie humana se había impuesto sobre el resto de seres vivos gracias a su capacidad de colaboración a gran escala merced a su capacidad para crear ideas abstractas, relatos y conceptos como el dinero, el estado o la religión, que servían como mecanismo de cooperación. A partir de aquí, el historiador israelí hacía un repaso de los grandes hitos de la Historia tomando como base precisamente esa habilidad colaborativa, fruto de esas abstracciones a las que tan afines resultamos ser.
En Homo Deus (Breve historia del mañana), publicado por Debate, el historiador da un paso más en su reflexión, saltando del pasado histórico al hipotético y más probable futuro a juzgar por las tendencias que se vienen poniendo de manifiesto en los últimos años. Es decir, el autor renuncia a ser historiador y pasa a convertirse en augur. El juego es arriesgado porque, tal y como corren los tiempos, sus vaticinios pueden caer pronto en el olvido. Si algo debería enseñarnos la Historia es que precisamente quien vive en el presente es el peor juez de lo que está por venir. Normalmente las tendencias más desapercibidas e imprevistas son las que terminan por resultar cruciales y las más evidentes las que se desvanecen en el humo del tiempo. Así, el libro publicado en 2016 no pudo prever la llegada del COVID-19 o la irrupción de la IA antes de lo esperado como una cuestión central del debate público.
Pero vayamos al nudo esencial de esta obra, lo que pasa por saltar precisamente a su final, la definición de las tres preguntas en torno a las cuales Yuval Noah Harari cree que pivotará todo lo que está por llegar.
La Ciencia ha venido a levantar el telón sobre el mundo que nos rodea, alejando la explicación mítica o religiosa y arrojando luz sobre la mayoría de los procesos naturales. Pero también, y más recientemente, ha abordado la magia de nuestro comportamiento, nuestros procesos mentales, y según más se descubre más se percibe que gran parte de lo que somos no resulta otra cosa que la consecuencia de algoritmos. Es decir, cuando una persona ayuda a cruzar la calle a una anciana no actúa bajo un impulso moral sino más bien como consecuencia de un conjunto de datos que le llevan a ello de manera inexorable. Hemos de unir información tal como la experiencia previa del sujeto, una cierta inclinación genética, su situación en el momento concreto (la prisa que lleve, si tiene o ha tenido una madre o persona próxima en situación de vulnerabilidad, si ha recibido ayuda similar, si el rostro de la anciana le resulta familiar o amigable, ...). Si lográsemos reunir toda la información que nuestro cerebro maneja y la combinásemos en la proporción adecuada, apenas quedaría un margen mínimo al libre albedrío. Las emociones, pensamientos y actos no derivan, por tanto, de nuestra decisión sino más bien de factores biológicos, químicos y de otro tipo.
En el relato histórico, el Hombre comenzó siendo una creación divina, a imagen y semejanza de su creador, lo que nos hacía superiores al resto de seres vivos gracias a ese aliento sagrado. El Hombre, más allá de esos instintos poseía conciencia del yo y estaba dotado de unas inclinaciones morales de las que el resto de especies carecía. La Ciencia nos dice ahora que esto no es necesariamente cierto y que los pocos recovecos en los que aún parece refugiarse esa capacidad moral y volitiva podrán ser pronto también desvelados como fruto del algoritmo.
En un breve periodo histórico hemos pasado de consultar los libros sagrados en los que veíamos la sabiduría y conocimientos de una minoría sacerdotal a recurrir a nosotros mismos en ese proceso de endiosamiento de los hombres. A nivel individual se expresa en las ideas sobre la necesidad de recurrir a nuestros sentimientos, emociones o intuiciones como la mejor guía, Lo que tú creas será lo mejor para tí. A nivel colectivo nada dictará mejor las leyes del mercado, de la política o de los movimientos sociales que la unión de las voluntades de los individuos, tomando las formas del capitalismo, la democracia liberal o la tan vaporosa y manipulable opinión pública.
Harari ve en estos movimientos el mejor modo en el que la Humanidad ha logrado manejar la cada vez mayor cantidad de información a nuestra disposición. Nadie mejor que el mercado, como expresión de la suma de las voluntades de millones de intervinientes, para determinar una óptima asignación de recursos. De ahí el éxito económico y político de las democracias capitalistas occidentales frente a los modelos centralizados en los que una minoría, incapaz de tomar en cuenta todos los datos, de calibrarlos correctamente, toma decisiones de todo tipo por sí misma, en su burbuja.
Pero el avance técnico permite el manejo de datos a una escala desconocida. Los gobiernos tienen tanta información que nadan perdidos en la misma, incapaces de hacer propuestas a medio plazo para sus ciudadanos, limitándose a una gestión precaria de los recursos y a una continua pérdida de legitimidad. Y esto también tiene su reflejo a nivel individual ya que parece llegado el momento en el que nuestras miles de interacciones en la Red a través de nuestras compras, likes, visualizaciones de reels, datos cedidos sin conciencia de ello, y así hasta el infinito, han permitido que quien sea capaz de manejar esa inmensidad de información pueda conocer mejor que nosotros mismos qué es lo que pensamos, en qué creemos. Ya no es necesario recurrir al I Ching o a un ejercicio de autoreflexión, al psicoanálisis o al consejo de un buen amigo, habrá una inteligencia superior capaz de saber mejor qué pensamos y en qué creemos, qué deseamos realmente, incluso al margen de nosotros mismos. Por tanto, la primera cuestión a dilucidar es si toda la vida, tal y como la entendemos, se reduce a datos y algoritmos, si hay algo más que tenga sentido. Si las expresiones artísticas, las inclinaciones morales, realmente son fruto de la evolución, y por tanto prescindibles, como las alas para los mamíferos terrestres, o si resultan inseparables a las decisiones y a nuestra especie.
Aquí llegamos al segundo gran interrogante con el que Harari trata de sacudir nuestras conciencias. Porque de conciencia se trata. ¿Qué es y en qué consiste esa conciencia? Ya la Ciencia ha despejado las dudas sobre el alma, que ni pesa ni es mensurable, más aún, que no existe. Pero, ¿la conciencia? Harari sostiene que este concepto es una creación del Humanismo, esa especie de religión semi laica conforme a la que el Hombre no solo tiene inteligencia, esto es, dominio de datos y creación de instrumentos, de Ciencia en suma, sino que es un factor intangible que nos permite crear un relato de nosotros mismos y de nuestra evolución sobre la Tierra. Una capacidad de tomar decisiones conforme unos criterios tal vez comunes a la mayor parte de los individuos, la posibilidad de decir que no todo vale, que no dejaremos a nadie atrás o que todos los sacrificios no serán en vano, que las muertes de las guerras tuvieron su sentido, que los sistemas de Seguridad Social y Sanidad Pública son un avance de los que enorgullecernos en una carrera hacia la meta de librarnos de la guerra, la enfermedad y asegurarnos la felicidad.
Porque esos tres jinetes del Apocalípsis pueden tener sus días contados. La enfermedad ha sido cercada y siendo aún muy relevante, se han logrado importantísimos avances en prevención con grandes expectativas. Incluso el foco está pasando de la enfermedad a la mejora de las condiciones de los sanos, la prolongación de la esperanza de vida, el desafío a la muerte. Nada más ambicioso que fijarse el objetivo de la inmortalidad, ese último reducto que nos resta para asemejarnos a los dioses frente a los que hemos estado compitiendo de continuo.
También la guerra se ha convertido en un accidente local, en amenazas terroristas que poco sirven para desestabilizar los principales esquemas geopolíticos. La guerra ha tenido siempre un carácter predatorio, para ocupar territorio y sus recursos naturales, cuando estos eran el factor que permitía enriquecer al ocupante. Sin embargo, ahora el elemento diferenciador, la verdadera riqueza, se encuentra en las empresas informáticas, y éstas no están sujetas a un territorio. Nadie invadiría Estados Unidos para apropiarse de Amazon y Google.
Lástima que el libro fuera publicado antes de la tragedia del COVID-19 y de las continuas amenazas sobre posibles nuevos brotes pandémicos futuros. También antes de la guerra de Ucrania, la desolación en Gaza, las tensiones en torno a Taiwán o el creciente ascenso de la ultraderecha populista como reacción a los movimientos migratorios generados por esas crisis locales a que hace referencia Harari pero que pronto llegan a nuestras fronteras en un mundo en el que ya ningún país está suficientemente lejos como para que sus problemas nos resulten ajenos.
En todo caso, sigamos aceptando el razonamiento del autor. Estamos en disposición de lograr, por primera vez en nuestra historia, la tan ansiada felicidad, no ya como un derecho proclamado en algunos textos constitucionales, sino como una promesa factible. Los avances tecnológicos permitirán no solo facilitar las decisiones optimizando los recursos públicos y privados como hemos comentado, sino que también liberarán tiempo de trabajo, aligerarán las tareas más penosas. Es decir, por primera vez, asociaremos inteligencia y conciencia. Está claro que la inteligencia, entendida como el manejo de la información con fines prácticos, quedará en poder de una inteligencia superior capaz de manejar esos datos. Pero, ¿y la conciencia? Ahora toca preguntarse nuevamente si ésta existe, si realmente la Ciencia no determinará en breve que es tan poco real como el alma o Dios, si no es más que una mera superstición, una creación teórica del Hombre para creerse superior al Mono, una falacia tramposa.
Podemos soñar con que esa conciencia deberá ser la que determine los objetivos de la inteligencia artificial, las metas y sus límites, y en ese sentido parece trabajar la legislación de la Unión Europea. Pero, ¿será posible poner límites a dicha inteligencia? ¿Con qué base ideológica? ¿No será necesaria mucha información para determinar qué es lo que realmente deseamos como ciudadanos? ¿No deberemos recurrir a la inteligencia para saber qué deseamos? Y, ¿no supondrá esto que realmente la conciencia no es más que otro algoritmo?
Por tanto, este segundo interrogante ataca directamente a aquello que nos diferencia del resto de especies, a nuestra relevancia y modo de narrarnos. Si la conciencia no existiera como tal, si pudiera ser absorbida por esa inteligencia superior (que Harari pocas veces denomina como artificial), ¿cuál sería el destino del Hombre? ¿Cuál nuestro papel sobre el Planeta?
Y llegamos así al último interrogante que nos arroja, retador, Harari. Si todo el conocimiento pasa a una inteligencia superior y la conciencia se cuela entre nuestros dedos como un concepto carente de sentido, ¿en qué consistirá nuestra felicidad? ¿Cuál será el sentido de una vida que no tendrá obstáculos, como la enfermedad o la muerte, que se diluirá en una sucesión de sensaciones estimulantes que coincidirán con lo que deseamos pero que tal vez no terminen de llenarnos de tan perfectas y adecuadas. ¿Qué sentido tomará la Historia? ¿Cómo habrá progreso si no surge el descontento, el deseo de cambio? ¿No habremos cavado la tumba de la célebre dialéctica hegeliana que hace de nuestro mundo un cambiante torbellino?
Para el historiador hay dos posibilidades, dos nuevas religiones por las que habrá de discurrir ese probable futuro. De un lado, lo que define como el Tecnohumanismo, una especie de continuación de la idea del Humanismo pero complementada por una serie de gadgets y prolongaciones que harán del Hombre una especie algo distinta a lo que hoy somos. Sea con transformaciones genéticas o con extensiones cyborg el Hombre tendrá acceso a nuevas formas de conocimiento y conducta, una especie de promesa de vida prolongada, de capacidad de decisión, si bien limitada; no nos engañemos, ya sabemos que nuestro albedrío es poco libre. La duda es si ese tecnohumanismo será viable para todos, si lo querremos así. Porque hasta la fecha, las ideas que creíamos nacidas de la conciencia, y que sostenían esa preocupación por las condiciones de vida de todos (mejor, casi todos, en ese colectivo no solemos incluir a inmigrantes, refugiados, ciudadanos de otras regiones, …) se debía tan solo a las necesidades de aumentar la población sana y formada. La lucha contra la mortalidad infantil, la vacunación, la enseñanza obligatoria, todo podía verse como el modo de garantizar una creciente masa humana que emplear en fábricas y campos de batalla. Pero si ya no necesitamos hombres en las cadenas de producción ni en la guerra, ¿para qué querremos tantos humanos? ¿No podrá decidir una élite que para la gestión del Planeta basta una pequeña y selecta minoría? No necesitaremos el concurso de la opinión de millones de personas para saber qué decisión es la mejor, esto ya nos lo proporcionará la inteligencia artificial. Este tecnohumanismo se revela como un terrible futuro en el que la vida pasa a ser el designio de unos pocos, el resto discurriremos por un vacío existencial inane haciendo de la vida de la mayoría una realidad fácilmente prescindible.
Pero la otra posible tendencia que atisba Harari es lo que denomina Dataísmo, una suerte de nueva religión que sustituye al Teísmo y al Humanismo, consistente en el endiosamiento de los datos, el tratamiento masivo de esta información por parte de una inteligencia superior y que, nuevamente, podrá dejar sin sentido ni ocupación a gran parte de la Humanidad. ¿Terminaremos por recibir el mismo trato que hemos dispensado al resto de seres vivos? ¿Dejaremos de ser la especie elegida, volviendo a ser el mero juguete en manos de un ente superior. ¿Volveremos al mismo nivel que las gallinas ponedoras o las vacas con ubres reventadas por el peso de la leche? ¿O habremos de huir a la Naturaleza como las jaurías de lobos, los cimarrones? ¿Veremos destruida nuestra vida tal y como esperábamos gracias precisamente al éxito alcanzado? ¿Seremos quemados como las alas de Ícaro por nuestro desafío a los dioses? Por supuesto, en este camino irán quedando atrás ideas como democracia, derechos fundamentales, libre mercado, y tantas otras.
Como ya se ha dicho, el libro forma parte de un ejercicio arriesgado ya que la labor del historiador no es la misma que la del oráculo. Por ello, tan solo ocho años después de la publicación, algunos de los presupuestos han quedado desfasados y rebatidos por los hechos. Unos por exceso, otros por defecto. Ya se han citado en varias ocasiones aspectos que el autor no tuvo ni pudo tener en cuenta.
Por otro lado, si bien el estilo de Harari es totalmente accesible y sencillo, con una prosa clara y elegante, plagada de ejemplos históricos y amenas anécdotas, lo cierto es que seguir el hilo a las ideas en el orden en que han sido expuestas me ha llevado en ocasiones a no tener muy clara la intención final de la obra. Por ello, he preferido reordenar todo el contenido en base a las citadas tres cuestiones finales que el autor dirige a sus lectores en el cierre del ensayo. Sin embargo, en ocasiones he tenido la impresión de que los materiales se acumulaban por extenso sin un fin claro; se retomaban conceptos ampliamente desarrollados en su obra anterior o se recurría de manera reiterada a las mismas cuestiones en diferentes partes del libro y con fines distintos. Sorprende también que el libro arranque con la declaración de que venimos a vivir prácticamente en el mejor de los mundos posibles, sin graves amenazas de salud, sin violencia sistémica, cuando una de las tesis más polémicas de Sapiens era precisamente que la revolución neolítica había traído el fin de la mejor época en la vida de los hombres.
Pero tal vez la intención de Harari al traernos estos terribles futuros posibles es actuar a modo de heraldo negro. Al igual que los vaticinios sobre el fin del capitalismo por la acumulación de capital, que fundamentaron las teorías de Marx, llevaron a una serie de revoluciones y cuestionamientos del capitalismo liberal que trajeron el Estado del Bienestar y, por tanto, desmintieron el fin propuesto por Marx, el anunciar los riesgos de esta nueva época puede llevar a una mejor concienciación de los riesgos y .a desactivar estos mecanismos y tendencias históricas. Con esa esperanza se cierra este libro. Con el mismo deseo cerramos la última página de la obra.
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