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13 de julio de 2025

Equiridion / Disertaciones (Epicteto)



Si quieres progresar, permite que por las cosas externas te juzguen estúpido y necio. No quieras parecer sabio; y si se lo parecieras a algunos, desconfía de ti mismo.




De un tiempo a esta parte ha venido poniéndose de moda la filosofía estoica. Un movimiento que puede entenderse, a decir de algunos, por la confusión de nuestro tiempo, una incertidumbre que nos hace buscar algo inamovible a lo que agarrarnos y esta filosofía o modo de vida parece adecuarse a esa finalidad. Se alega que el estoicismo busca la fuente de la estabilidad en aquello que está en nuestro poder, aprendiendo a no desesperarnos por el resto. Así, en un tiempo en el que la tecnología parece haber dejado al Hombre en una continua y agotadora carrera contra el tiempo que nos deja exhaustos en todos los aspectos, físico, espiritual, anímico, el centrarse en aquello que sí está en nuestra mano, puede resultar un bálsamo.



Si alguno te anuncia que otro habla mal de ti, no contradigas el anuncio, sino responde: «En verdad que no sabía él de otros vicios que yo tengo; pues, de haberlos sabido, no habría dicho aquellos solo».



Aunque sin duda, esta idea es un reduccionismo bastante tosco del pensamiento estoico, lo cierto es que tal vez en ninguna época se haya vivido en paz y armonía, por más que ahora resulte conveniente señalar las alteraciones que se vivían en los tiempos estoicos y sus paralelismos con los actuales, lo cierto es que si se preguntara a cualquier persona del pasado, aseguraría que el culmen de la incertidumbre se vive en su época, siempre hay razones para pensar así.


Hoy vivimos en la creencia de que los años tras la Segunda Guerra Mundial fueron la panacea del Estado del Bienestar y la estabilidad política, olvidando la Guerra Fría, el terrorismo político, las devastadoras consecuencias de la guerra en forma de racionamiento, hambre, enfermedad, desplazamientos masivos de personas y así en cualquier otro tiempo histórico que elijamos.



Nunca digas sobre nada «Lo he perdido», sino «Lo he restituido». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido restituido.



Pero volvamos a los estoicos, cuyas principales figuras son el político Cicerón, el emperador Marco Aurelio y el liberto Epicteto. Los dos primeros son conocidos por todos, aunque solo sea por las clases de Historia. Respecto del último, creo poder remontarme a la lectura de La soledad del corredor de fondo de Tony Richardson. Durante mucho tiempo creí que el personaje se había inspirado en Epicteto para su lucha contra el sistema y que de allí había obtenido yo mi referencia a este oscuro filósofo del que apenas se conservan unos fragmentos de su obra.



Si el sirviente del vecino quiebra un vaso u otra cosa, a la mano tienes decir: «Son cosas que ocurren con frecuencia». Has de saber, pues, que, aunque se quiebre el tuyo, conviene 

que seas el mismo que fuiste cuando se quebró el ajeno.




Con el tiempo he descubierto, releyendo el citado relato, que mis recuerdos, una vez más, eran errados y que la referencia a Epicteto que mi memoria desvalida conservaba deberían estar tomados de Todo un hombre, de Tom Wolfe libro que, por otra parte, ni siquiera recuerdo haber leído aunque sí conserve claramente esas referencias al liberto romano, prueba de que sí debí leer aquel libro.


Pero si mi recuerdo parece vacilar en el tiempo, qué no ha de ocurrir en el transcurso de cerca de dos mil años, desde los días en que Epicteto enseñaba a sus discípulos en Nicópolis y uno de ellos, tal vez el más aplicado, el que logró más fama posterior, Arriano tomaba notas presurosas por las que llegaría a nuestros días la obra de su maestro.

 


En las Disertaciones, Arriano recoge las enseñanzas de Epicteto de forma dialogada, casi como si el alumno estuviera siendo aleccionado en directo por su maestro, interrogado y cuestionado, y podemos asistir a ese proceso de enseñanza tan distinto del actual en el que el poseedor del conocimiento lo imparte como lo haría un Dios todopoderosos sobre la inculta grey soportando con paciencia y cierta benevolencia condescendiente la estupidez de sus alumnos.  



Acuérdate de que no es quien injuria o hiere el autor de la ofensa, sino la opinión del que considera estas cosas ofensivas.




Estas disertaciones se contenían originalmente en ocho libros, de los que hasta el momento solo conservamos cuatro. En ellos Epicteto da cuenta de su filosofía, una aproximación práctica alejada de las diatribas sofistas más enfocadas al alarde verbal y al silogismo, para volcarse en la definición de reglas de comportamiento, de modos de conducirse por la vida para hacer honor a esa idea de filósofo. En ellas trata todo tipo de cuestiones prácticas mediante ejemplos perfectamente comprensibles aún hoy en nuestros días y, sin duda, esto ha permitido la vigencia de sus ideas frente a la de otros filósofos. Dado que es un rasgo también extensible a otras figuras del estoicismo, podemos hacernos una idea de las razones que hacen de esta filosofía  algo tan afín a nuestros días, tan alejado de las disquisiciones sobre el ser, la materia, lo ontológico y lo contingente.  


Cuando nace el estoicismo, más o menos al tiempo que lo hacen otras escuelas de filosofía helenística, el periodo de gracia de la democracia había concluido. La política se había convertido en una disciplina complicada que podía generar problemas con el tirano de turno. Por ello, estos filósofos se volcaron en su propio interior, en buscar el modo de hallar la felicidad individual ya que de la colectiva se ocupaban por su cuenta y riesgo los gobernantes sin dar cabida a opiniones ajenas. Otro tanto pasaría en los comienzos de nuestra era, cuando el poder del César había acabado con la agotada República. De ahí ese cambio respecto de los filósofos anteriores, más dados a cuestiones externas, como la materia y la política, más proclives a expresar el mejor modo de organizar la república, tal y como hacían Platón y Aristóteles.  



No tienen coherencia ni rigen estas proposiciones: «Soy más rico que tú, luego soy mejor que tú», «Soy más elocuente que tú, luego también mejor». Pero rigen estas: «Soy más rico que tú, luego tengo más dinero», «Soy más elocuente que tú, luego mi decir es mejor que el tuyo». Pero tú ni eres dinero ni dicción.



Si bien las Disertaciones no encierran una especial complejidad, es cierto que pueden no ser una lectura fluida conforme a lo que estamos acostumbrados en nuestros días y, tal vez, sea necesario consultar las notas a pie de página que generosamente se reparten por la edición de Gredos a cargo de Paloma Ortiz García y que también traduce la obra al castellano. Por otro lado, esa edición recoge una introducción también a cargo de la traductora que aborda diversas cuestiones interesantes como el empleo de la variante del griego empleada, la koiné, una especie de versión internacional, la misma a la que pronto se vertieron los evangelios cristianos.  



En ningún modo te llames filósofo, ni sobre principios o doctrinas discurras mucho con idiotas. Por ejemplo, en un convite no digas de qué modo se debe comer, sino come tú como se debe.



Pero Epicteto tiene una especie de as en la manga. su famoso manual o Enquiridion, es decir, una pequeña obra para llevar a mano o para emplear como arma defensiva según la etimología que cada uno prefiera y que condensa en breves frases. en muchos casos auténticos aforismos, toda su filosofía. Esta obra ha gozado de continuo éxito, desde su primera versión. Es sabido que en las bibliotecas medievales de los monasterios siempre había algún ejemplar que era costosamente copiado. De ahí venga probablemente la falsa idea de que el filósofo era un cristiano oculto, un convertido a la fe auténtica que escondía su creencia  bajo la apariencia de una filosofía práctica pero que, y esto sí es cierto, tenía numerosas similitudes con el mensaje del Evangelio.


Sin duda, el tono general y sentencioso de la obra puede asemejarse a ciertos pasajes del Nuevo Testamento. Su esfuerzo por separar lo que es del César y lo que es de Dios podía sentar una nueva coincidencia, al igual que muchas de las enseñanzas, tendentes a la moderación y la templanza, a evitar el lujo pero esconder las obras de caridad para evitar el halago ajeno, el pecado de orgullo.


Procura con todas tus fuerzas conservarte puro de las cosas venéreas mientras no estés casado. Si las tocas, que sea legítimamente. Pero no molestes ni reprendas a los que las usan, ni te alabes de tu continencia.



Este libro, que en función de las versiones puede ir desde las cincuenta a las ochenta páginas, algunas de ellas ocupadas tan solo por un par de líneas,  se asemeja a esos libros de la New Age, sembrando algo de confusión, lo que viene a unirse a los títulos llamativos que los editores le han dado para poder asentarlo en ese nicho de mercado que parece capaz de comerse el mercado. Así, tenemos desde El arte de vivir en tiempos difíciles (Editorial Alianza), El arte de ser libre (Koani Libros) o el Manual de vida (Taurus).


Y lo cierto es que, superando el rechazo que este tipo de títulos despierta en mí, he de reconocer que su lectura es adictiva. En él se recogen citas literales de las Disertaciones o reelaboraciones de las ideas allí contenidas, recordemos que de éstas tan sólo se conserva la mitad del corpus original. Y la concisión y belleza del lenguaje destaca por encima de todo. En las Disertaciones estas frases aparecen dentro de un contexto general mayor por lo que tienden a no resultar tan impactantes, pero aquí, en forma de pequeños esbozos resultan demoledoras.



Guarda silencio en cuanto puedas o habla lo necesario solamente, con las menos palabras posibles. Rara vez, y solo si lo pide la ocasión, sal a hablar de las cosas de las que se suele: no de gladiadores, ni de circenses, ni de atletas, ni de comidas ni bebidas. Y si hablas de personas, no reprendas ni alabes ni hagas comparaciones entre ellas.



Aunque no pretendo hacer un análisis de la filosofía de Epicteto, trataré de ofrecer algunas de sus ideas, al menos las que me resultan más atractivas tras la lectura del Enquiridion. El hombre debe distinguir aquello que está dentro de su arbitrio, en lo que puede cambiar, y centrarse en ello, dejando de lado aquello sobre lo que no tiene capacidad. Así, la muerte, sobre la que no tenemos soberanía alguna, no es una desgracia en sí, sino que ésta viene de la idea que de ella nos hacemos.


Debemos aplicarnos a nosotros mismos los consejos que damos a otros que han sufrido una pérdida puesto que lo que creemos que a ellos sirve, también ha de hacerlo para nosotros. La pérdida ha de ser interpretada como la devolución de algo que nos fue prestado por un tiempo determinado. Ésta es la idea del memento mori, esa frase que en las comedias le susurra al oído del César un esclavo para que no pierda la ecuanimidad de los humanos y no olvide que es tan mortal como cualquiera de sus gobernados.  


Si quieres progresar, olvídate de los siguientes pensamientos: «Si descuido mis cosas, no tendré qué comer». «Si no castigo a mi sirviente, será malo». Mejor es morir de hambre, libre de aflicción y miedo, que vivir entre abundancia con el ánimo turbado. Mejor es que tu sirviente sea malo que tú infeliz.


Las lecciones son prácticas y actuales. Predica que uno tiene que valorar lo que está en la naturaleza de las cosas antes de decidir las acciones. Así, si uno quiere ir a los baños, ha de considerar que allí hay gente que se comporta groseramente, que puede haber salpicaduras e incluso hurtos y que, por tanto, si cualquiera de esas cosas sucede y, pese a ello, uno ha querido acudir a los baños, no tiene sentido quejarse o perturbarse porque ocurra lo que está en la naturaleza de las cosas.



No fuiste convidado al banquete, pero tampoco pagaste su coste, que es el de la adulación y la lisonja. Paga, pues, ese escote si te conviene. Pero, si no quieres dar esa paga, y sí disfrutar de la comida, es que eres avaro y necio.



Ha de evitarse la relación social por sí misma ya que quien se junta con animales no puede sino convertirse en uno de ellos, pero si uno no tuviera ocasión de excusarse, ha de comportarse con comedimiento, tratar de evitar hablar y si ha de hacerlo, no criticar ni excederse, no ser el primero en reírse, no contar chismes. En la comida, no ha de abalanzarse sobre las fuentes que sirvan los esclavos sino dejar pasar los platos, pero tampoco pretender dar lecciones en la mesa ya que esto solo responde al propio ego, las lecciones han de darse con el ejemplo, no con la lengua.



Por ejemplo, si estimas una vasija, piensa que no es más que una vasija que estimas; no te inquietes aunque se quiebre. Si amas a tu hijo o a tu mujer, piensa que amas a un ser mortal; así, no perderás la calma aunque muera.



Y así se van desgranando las lecciones del antiguo esclavo de Epafrodito, que sufrió en su propio cuerpo los castigos de su amo, que quedó medio cojo por las palizas y que cuando fue libertado se dedicó a enseñar filosofía, marchando a Nicópolis cuando el emperador Domiciano decretó la expulsión de los filósofos de Roma. Epicteto, de quien apenas se sabe poco más de lo que acabo de mencionar, ni siquiera hay seguridad sobre si tuvo esposa, se cree que nació esclavo puesto que Epicteto deriva del término griego "adquirido" y murió en el 135 d. C. pero su legado perdura aún hoy en día con más fuerza que la de otros filósofos de quien conocemos su obra y milagros al detalle y que tuvieron la fortuna de poder legarnos directamente su obra escrita y no recogida años después de su muerte por la mano de un alumno.


La traducción de los párrafos aquí seleccionados es la correspondiente al volumen Manual de Vida, de la editorial Taurus, con traducción de José Ortiz y Sanz, no sé si es la más ajustada a los conceptos filosóficos, pero desde luego es la más hermosa de las que he leído. Espero que estos ejemplos sean la mejor invitación para el lector.   



Acuérdate de que tú eres el actor de un drama tal como lo quiso plantear su autor, ya sea breve o largo. Si quiere que representes a un mendigo, represéntalo bien; y lo mismo si un cojo, si un príncipe, si un plebeyo. Lo que te incumbe a ti es representar bien el papel que te encargan, pero elegirlo le corresponde a otro.






16 de julio de 2024

Odisea (Homero)



La Odisea puede resultar un título intimidante por su antigüedad y resonancia, lo que hace creer a muchos que es una lectura ajena a nuestros gustos y valores. Un clásico es, en suma, un libro que se debe evitar para no quedar atrapado en el sopor de unas letras excelentes pero que a casi nadie importan, al menos esto es lo que muchos creerán.


Sin embargo, este pensamiento nos aleja de lecturas que, de un lado, nos entretendrán como pocas narraciones actuales podrán hacer y, de otro, servirán para hacernos comprender que tal vez no somos tan diferentes de un griego de hace casi tres mil años, que podemos tener un entendimiento del mundo bastante similar, emocionarnos e indignarnos con las mismas aventuras e injusticias que quienes se sentaban en el ágora de una ciudad del Peloponeso o de cualquiera de esas islas que pueblan esta increíble aventura.    


Tenemos la ventaja adicional, como ya señalara Javier Marías respecto de otras obras foráneas, de no poder leerla más que en nuestro idioma y en versiones actualizadas gracias a nuestra incapacidad para conservar el estudio de las lenguas clásicas, por lo que siempre podremos recurrir a traducciones actualizadas, salvando arcaísmos nos alejan de las obras escritas en castellano más reciente. Por otro lado, obviaremos la versificación que puede ser otro aspecto que nos aleje del texto original. Armados así, nos enfrentaremos a una narración en la que apenas encontraremos grandes diferencias respecto de otras obras, incluso saldrá más moderna en la comparación frente a novelas decimonónicas.


En mi caso, he recurrido a la edición de Austral, con traducción de Luis Segalá y Estalella y una Guía de Lectura a cuenta de Alfonso Cuatrecasas.

 

El argumento es de sobra conocido. Odiseo (Ulises para quienes prefieran la versión latina), tras causar la destrucción de Troya gracias al engaño del caballo en cuyo interior se esconden los más valerosos guerreros aqueos, parte de vuelta a su isla, Ítaca. Sin embargo, su retorno se alargará por veinte años, tal es la animadversión que ha levantado en algunos dioses como el poderoso Poseidón o el deseo que despierta en la bella Calipso. En este viaje, Odiseo sufrirá diversas aventuras, algunas tan conocidas como las de las sirenas y su canto embelesador o la del Cíclope cegado por una estaca gigante que siguen formando parte de nuestra peculiar mitología occidental como si el tiempo no hubiera transcurrido por ellas.


Finalmente, regresará a Ítaca merced a la mediación de Palas Atenea, diosa que siempre le es favorable, y allí se reencontrará con su hijo, Telémaco, a quien dejó apenas nacido y ahora convertido en su digno reflejo, y a su esposa, Penélope, quien debe sufrir la afrenta de quienes la pretenden en matrimonio creyendo o confiando que Odiseo ha perecido entre las olas.


Aquí no pararemos a discernir sobre la figura de Homero o la importancia de la tradición oral, ya que la Odisea era un poema para ser recitado por aedos en ceremonias y festividades. Tampoco entraremos a valorar su trascendencia e influencia, no solo en la Grecia Antigua sino en el resto de la Literatura Occidental. Nos centraremos tan solo, y por coherencia con la actualidad y vigencia de la que hemos hablado anteriormente, en aquellos aspectos que la hacen moderna, que nos pueden resultar tan actuales como si Homero no la hubiera escrito o compuesto hace más de tres mil años o como si nosotros no viviéramos en la era de internet, sino en una suave colina repleta de olivos y a la que llega levemente el sonido de las olas de un mar azulado, el tan temido Ponto del que habla nuestra historia.


Porque el Odiseo de la Odisea, a diferencia del de la belicosa Ilíada, es un hombre que podría quejarse con la voz amarga de Otelo, preguntando si él no sangra cuando se le pincha. Odiseo está hecho a la medida del hombre, no de los dioses o héroes. Su pecho se enciende cuando añora a Penélope, su alma se nubla cuando recuerda a todos los caídos en su largo viaje, su corazón se estremece cuando ve a sus compañeros devorados por el Cíclope. Es tan humano en sus sentimientos, que la venganza que siembra entre los pretendientes que buscan el amor de su esposa, y los sirvientes de su palacio que se han entregado a aquéllos, es casi una escena tan sangrienta como las que pueblan la Ilíada, pero esta vez con un impulso muy distinto, con una pulsión tan terrenal que todos podemos entender.   


Odiseo se define igualmente por su astucia, no la fuerza sobrehumana, sino aquello que nos diferencia de los animales y nos hace campar sobre ellos. Odiseo es inteligencia y maña por encima de la fuerza, es "fecundo en ardides" como le definen muchos de los personajes de esta historia. Odiseo se convierte así en una referencia accesible para cualquier hombre libre de aquella Grecia naciente, la que debería enfrentarse a naciones gobernadas por tiránicos y poderosos semidioses como los persas. Es una declaración de principios. No hay dioses que no puedan ser confundidos por esa astucia que los griegos reclaman para sí. Porque, pese al abultado número de deidades que pueblan este libro, juegan un papel casi de tramoya. Es la voluntad férrea del protagonista la que le impulsa, más allá de leves ayudas, de golpes de fortuna si hablásemos desde una visión más laica.



En esta obra se muestran también los diversos aspectos del comportamiento humano. La rectitud de Penélope y Telémaco, fieles al recuerdo del rey ausente. También la bajeza de quienes tratan de aprovecharse de su extravío en el inmenso mar. La de quienes honraron su recuerdo, la de quienes se aprovechan del débil y el mendigo, cobardes con los poderosos, valientes con los inferiores. Los oscuros juegos del Poder son dibujados con una viveza y vigencia que sorprenden a quien pase por estas páginas con ojos abiertos.


Pero Odiseo es tan humano que también cede a impulsos que le desvían de la rectitud. Así, cuando se hace al mar tras cegar al Cíclope, su soberbia le hace desafiarle a gritos, desvelando así su presencia, ocasión que el gigante aprovecha para lanzar un peñasco sobre las embarcaciones, a punto de zozobrar. También ese orgullo le lleva a querer escuchar el canto de las sirenas sin ser por ello arrojado a las profundidades del Hades. No es de extrañar que Kafka, en su breve narración, El silencio de las sirenas, hiciera burla del ingenioso itacense con un mutismo que le hiciera creer, entre otras posibilidades, que las sirenas eran aún más ingeniosas que él.


La técnica narrativa empleada usa flashbacks, algunas historias secundarias, nos lleva desde el Olimpo sagrado hasta el inframundo donde Odiseo conversa con su madre muerta, crea suspense e intriga, y otros muchos recursos que se harán habituales con el correr de los tiempos. Porque aunque aceptemos que el Quijote sea el auténtico nacimiento de la novela, lo cierto es que el viaje y lo que en él nos encontramos, tal y como señaló Kavafis, es tan relevante como su final mismo. Porque ese camino, que físicamente puede ser el mismo para cada uno de nosotros, para don Quijote, para Sancho, para Odiseo, lo cierto es que cada uno lo hace suyo, le da forma según su naturaleza y ser, conforme el albedrío que cada uno despliega.


Por ello, la Odisea merece la oportunidad de ser rescatada de las lecturas olvidadas, las que demoramos ante cualquier novedad inverosímil, porque nos puede ofrecer más y mejor que todas ellas, porque contiene casi todas las historias que podamos leer, las series que podamos ver adormilados, mientras dejamos que la vida se nos escape, al modo en que Penélope destejía cada noche lo que había tejido por el día, aguardando que algo ocurriera, que Odiseo apareciera de nuevo en su palacio.

 

1 de diciembre de 2023

Grandes esperanzas (Charles Dickens)


El destino de las obras que gustamos de llamar “clásicos” es el de guardar el polvo de las estanterías. Se trata de libros que nos imponen respeto por las más diversas razones, no es la menor precisamente la de esa etiqueta que pretende reconocer su relevancia dentro del canon literario. Pero también ayuda que muchos de ellos sean libros extensos, no siempre repletos de acción. Libros escritos hace cientos de años, por autores que no despiertan un entusiasmo desde sus severas caras en los retratos de contraportada. Libros tan solemnizados que nos resultan abrumadores.

 

Pero también tenemos otra categoría. La de esos libros que, por alguna razón que no siempre acertamos a conocer, han sido considerados idóneos para primeros lectores, para jóvenes. Que encierran historias livianas, o que pueden contribuir a la correcta formación del muchacho, al menos, a su diversión. Y para estos libros abundan las versiones en cómic, en dibujos o, actualmente ya no tanto, las conocidas versiones abreviadas, repletas de viñetas con las que se creía aficionar al joven a los grandes clásicos, acercándoles a esas historias memorables pero privándoles del esfuerzo que toda lectura presupone. Quitándoles el peso de las descripciones copiosas que tanto creemos que les aburren, en suma, privándoles de su esencia.

 

También, por extraños designios, hay autores que suelen caer en este último segmento, con su catálogo de obras casi al completo. Dumas, Verne, Scott o Twain, pero por encima de todos, muy por encima, Charles Dickens. Y no veo ninguna razón que lo explique más allá de que los protagonistas de muchas de sus grandes obras son niños, desgraciados niños habría que decir, que aunque luego crecen, en nuestra memoria quedan como desvalidos niños toda su vida.

 

Así que, cuando perdemos esa edad en la que ya no nos podemos identificar con niños o jóvenes, tan lejos nos quedan esos años, concluimos también viendo muy de lejos estas obras, restándolas mérito al considerarse apropiadas para lectores infantiles o infantilizados. Historias que, más o menos, nos suenan, podemos conocer el principio y el final, ahora que tan aficionados somos a que nadie nos haga spoiler, quién quiere leer un libro de 600 hojas cuando ya lo conocemos en una versión de 30 o en cualquiera de sus, normalmente, pésimas adaptaciones televisivas.

 

Pero con ánimo de enmienda, retomamos algunas de estas obras y descubrimos un tesoro que no supimos apreciar en lo que valía, en la mayor parte de las ocasiones, vemos que lo que hoy nos importa de aquellas obras no coincide con lo que más disfrutamos en su día. Que estos libros son clásicos porque resisten el paso del tiempo, pero también el paso del tiempo en la vida de sus lectores, que se adaptan a nuestros años y situación como no lo hacen otros.

 

Y es por ello tan recomendable volver a estos clásicos. A veces por primera vez, antes solo conocidos en sus versiones amputadas, mutiladas sin piedad. Y así me ha ocurrido con Grandes Esperanzas (Ed. Alba, traducida por R. Berenguer), un libro del que tenía una ligera noción, ni siquiera recuerdo su origen, pero que he tenido la fortuna de leer recientemente. Grandes esperanzas fue publicada por Charles Dickens entre diciembre de 1860 y agosto del año siguiente en una revista creada por el mismo Dickens, All The Year Round, a razón de dos capítulos por semana, esa larga tradición, casi folletinesca, que explica algunas de las características de tantas obras del pasado siglo. El éxito comercial fue notable, hasta el punto de que llegó a planteársele a Dickens la conveniencia de modificar el final que tenía previsto para que los lectores que había cosechado el serial no quedasen defraudados o desolados a partes iguales.

 

En cualquier lugar de la web se pueden encontrar estupendos y muy completos resúmenes del libro, relación de personajes con sus principales rasgos de carácter, información adicional importante. Pero aquí vamos a centrarnos en tan solo algunos aspectos de la lectura y de los problemas que el autor plantea.

 

Comenzamos por el título. Grandes esperanzas parece evocar una historia optimista y alegre, pero nada más lejos de la realidad. En esta novela, las esperanzas, las ilusiones suelen cumplirse, al menos así es respecto de Pip, su protagonista. Pero estas esperanzas revelan una cara amarga, un cariz en el que el protagonista no había reparado. No estamos, por tanto, ante el cuento de la lechera y su moraleja que nos recomienda no construir castillos en el aire porque nunca se harán realidad y, entre tanto, encontraremos la desgracia. No es esa moraleja de aceptación y superación, es justo lo contrario, los más ambiciosos deseos, el afán por borrar un pasado de huérfano desheredado, perdido en un paisaje del sur de Inglaterra, los Marsh de Romney y alrededores, del que no es difícil ver surgir a prófugos de la Justicia, huidos de los barcos prisión que bordean la costa.  

Es Dickens clamando su verdad, reflejando su ascensión por la escalera social, desde su posición de niño explotado en una fábrica de betún, ganando su sustento en ausencia de un padre en prisión por deudas contraídas por cierta displicencia y descuido, pero que ha logrado convertirse en una figura pública de renombre, en un autor conocido, reclamado en los Estados Unidos donde sus giras representando fragmentos de sus obras le harán ganar una fortuna. Este camino, desde lo más bajo, hasta lo más alto, casi un milagro, es un camino parejo al seguido por Pip.

Pero, al igual que éste, Dickens descubre problemas y conflictos, decepciones y añoranzas que probablemente no imaginó cuando bregaba con extenuantes jornadas  laborales de sol a sol o cuando luchaba por abrirse camino en una sociedad tan clasista y cerrada como la inglesa de la época.

 

Así, la fortuna del joven Pip, un muchacho huérfano, cuidado por su hermana mayor y el marido de ésta con escasos medios y nulo cariño y amor, parece mejorar cuando recibe una especie de premio de lotería. Una asignación de un alma misteriosa que no quiere revelarse y que le financia una educación y formación, una vida en Londres, una vida de auténtico caballero. Nada más habría deseado Pip que alejarse del lodazal de los Marsh de Kent donde vive rodeado de humedad y niebla y del desprecio de Stella, una muchacha de su edad, adoptada por una extraña señora quien parece ejercer una tutela sobre la joven para convertirla en el instrumento de su venganza por un desastre amoroso que sufrió en su juventud.

Y en este viaje iniciático de Pip, desde Kent hasta Londres, el pobre niño desconoce de quién y porqué recibe ese don económico, pero tampoco parece perturbarle en exceso. Lo importante, al fin, es que logra su sueño, salir de su mísera condición y alcanzar un nivel que puede hacerle merecedor del amor y aprecio de Stella.

En el transcurso de la novela veremos cómo Pip maldice su suerte en algunos momentos, o se regodea en su destino afortunado, según el caso, pero sabremos que no todo éxito lo es por completo, que la vieja maldición, tengas pleitos y los ganes, refleja esa parte de la verdad que ignoraba cuando vivía sometido al yugo de su hermana.

También Dickens, admirado y envidiado, tuvo sus padecimientos, su particular decepción tras conseguir lo que tanto anhelaba y quizá por ello, esta novela, igual que tantas otras suyas, cuestiona y critica ambos mundos, la brutalidad de los que apenas pueden aspirar a otra cosa que no sea sobrevivir un día más, y la de quienes explotan a otros, urden y deshacen a su antojo las vidas ajenas al tiempo que sufren esos mismos embates en las suyas propias.

 

Llegamos aquí al segundo aspecto que me ha atraído en esta novela. La alta sociedad a la que accede Pip está formada por seres obtusos, en muchas ocasiones ridículos y despreciables. Todos figurando, desempeñando tristes papeles, sujetos a una pantomima que nadie parece reconocer. El contraste entre el sincero amor  que el marido de su hermana expresa por Pip, o la admiración que Biddy, una amiga de la familia le muestra en sus escasos y erráticos viajes de vuelta al hogar, no ayudan a Pip a comprender la realidad del mundo en que vive.

Dickens es un maestro a la hora de describir ambos mundos, el más bajo y el más ruin de las clases altas en un momento en el que la grandeza del Imperio estaba cambiando la metrópoli, creando capas privilegiadas y emergentes, revolviendo la estabilidad social. De la mano de Pip visitamos a abogados, juicios (otra referencia a la propia vida de Dickens, caricaturista de estos procesos), asistimos al papel de la prensa, la corrupción reinante y una falta de honor generalizada.

Pero, sin duda, ese mosaico de pequeños timadores, de rufianes con peluca y chorreras, jueces disolutos y veniales, ese paisaje de medradores y apariencias, muertos de hambre y festines inacabables, rememora la mejor tradición de la novela picaresca española. Esas obras en las que, entre tanta gloria y riqueza proveniente de un Imperio que llenaba la metrópoli de oro pero del que nada o casi nada veían sus habitantes, abundaban los personajes de escasa moralidad, los fanfarrones de la nada y los oportunistas y arribistas de todo pelaje.

Es éste el escenario prototípico de las novelas de Dickens, al que consideramos el mejor retratista de la sociedad de su época, con sus luces y sus abundantes sombras. Porque en todo país rico afloran sus miserias, se ponen más de manifiesto si cabe. Y así, Dickens continúa la línea de Quevedo y anuncia la de autores como Steinbeck para el caso de los Estados Unidos y, seguramente con el tiempo, la de algún autor chino que levante testimonio de las tensiones de una sociedad que vive bajo el dominio de una dictadura que permite el enriquecimiento personal a cambio de un sometimiento de la voluntad y en la que las diferencias sociales crean ese fresco maravilloso para un novelista talentoso.

 

No obstante, a diferencia de la picaresca española, donde apenas ningún personaje mostraba rasgos de respetabilidad, en las obras de Dickens parece sobrevivir un poso puritano que le impulsa a sembrar en sus protagonistas un aliento moral irreprochable, una rectitud y juicio, una noble capacidad para juzgarse a sí mismos y, por tanto, para actuar en consecuencia y cambiar de comportamiento. También este rasgo es el que dota a sus obras de ese halo moralista que a algunos desagrada, prefiriendo un mayor cinismo.

 

 

 

   

 

Un tercer aspecto a destacar es el de los enredos. Una obra tan extensa como ésta no se sostiene con la trama principal. Necesita de múltiples personajes, de engaños al lector con giros sorpresivos, todos ellos lanzados como ganchos al final de las entregas semanales, garantizando así el deseo de seguir leyendo, de seguir sabiendo, en definitiva, de seguir comprando el próximo número de la revista.

Sin duda, este aspecto conecta con muchos de los libros que llenan los escaparates de las librerías, en una metáfora más apropiada, los banners de los principales sitios web de venta de libros. Estas novelas, de las que se dice que no podrás dejar de leer, que devorarás cada página, como principal reclamo, parejo al de cualquier cadena de hamburgueserías que se precie, son las que copan los primeros puestos en las listas de ventas, tal y como hizo Dickens en su día. Pero si es así, si las obras de Dickens son equiparables a las que encontramos en cualquier supermercado, ¿qué convierte a unas en clásicos y otras en material a la espera de su descatalogación? ¿Por qué volver a Grandes esperanzas y hacer el esfuerzo de leer un libro cuyos referentes históricos y estéticos nos resultan lejanos?    

Creo que la crucial diferencia de la pervivencia de los valores literarios de Grandes esperanzas frente a otro tipo de literatura, está en que aunque ambos libros satisfacen el anhelo de entretenimiento, la necesidad de una trama que nos interrogue sobre lo que está a punto de suceder para ser sorprendidos inevitablemente por la habilidad del escritor, Grandes esperanzas tiene un esqueleto, un tema al que se aferra cada personaje, cada escenario, un sentido y finalidad, un por qué y un cómo, no solo un qué.  

Dickens pretende hacernos comprender su punto de vista, sin aburrirnos ni sermonearnos, a fin de cuentas, si no compartimos su tesis, siempre podremos disfrutar de la lectura. Pero, ¿qué decìr de estos otros libros? Tal vez que carecen de tema, solo argumento. Éste puede ser ameno, trepidante, adictivo, pero suprimido el mismo, ¿qué nos queda? ¿De qué nos hablan? ¿Sobre qué se sostienen? Sobre nada.

Ésta es, por tanto, la tercera y última reflexión a compartir después de concluir Grandes esperanzas. El estilo puede resultarnos más o menos familiar, incluso cómodo o incómodo de leer en sus arcaísmos y descripciones, en la forma en que hablan sus personajes. Pero, entrados en el círculo, admitido el juego, podemos aferrarnos a ese tema central, a esa idea para aplicarla a cada aspecto de la trama, a cada personaje, a nuestra vida o nuestra visión de la época, a confrontarla con otras historias, con otros libros. Porque la vida que fluye en estas páginas no es palabra muerta, sino palpitante, no porque no podamos dejar de pasar páginas alocadamente, sino porque nos acompañará más allá de la última frase.