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28 de marzo de 2025

El pan que como (Paloma Díaz-Mas)


 

Comemos sin pensar en todo lo que hay detrás de cada bocado. Pero Paloma Díaz-Mas sí lo hace por nosotros en El pan que como (Anagrama), un viaje que nos lleva desde la historia de los alimentos hasta el menaje de nuestras mesas, pasando por la biografía sentimental que se teje alrededor de la comida. Entre cucharas olvidadas y copas mal usadas, entre cocidos comprados y recetas heredadas, este libro nos muestra que comer es mucho más que alimentarse: es memoria, cultura y evolución.

 

Sentarnos a la mesa y prepararnos para una comida es un acto de cuyas implicaciones no somos plenamente conscientes. Pero

Paloma Díaz-Mas hace esta labor por nosotros en El pan que como (Anagrama), un recorrido mezcla de historia, cultura popular, saberes olvidados y biografía personal que se lee con la misma facilidad con la que se degusta el cocido madrileño que la autora toma como punto de partida.


Pero, si de puntos de partida hablamos, hemos de remontarnos al origen de esa comida que ahora tenemos en el plato, a cómo se siembra, recolecta o compone, del complejo proceso y por la infinidad de manos que colaboran en el empeño por traernos a la mesa elementos tan sencillos como unos garbanzos, un trozo de chorizo o unos fideos. Las manos que los cultivan o alimentan, las de quienes matan a los animales, las de aquellos que transportan, pesan, envasan, reparten y así hasta nuestra mesa, una complicada red que implica a una infinidad de participantes invisibles que dotan de un sentido laico a la bendición de agradecimiento por los alimentos que vamos a tomar.  


Pero el viaje continúa porque la comida es solo uno de los aspectos que se abordan en este libro, no el más extenso. Porque, ¿alguna vez nos hemos preguntado por la vajilla o el menaje? Ese complejo juego de recipientes, platos, cubiertos, vasos, copas, un enjambre sobre el que se diserta y se dan clases, ya no solo para el uso correcto, sino para su mero conocimiento. Porque tenemos los cuchillos de carne, de pescado, de postre, los jamoneros o los que se emplean para el corte de verduras y hortalizas, los apropiados para el corte del pan, los que se utilizan para el corte de materias blandas como la mantequilla o los que sirven para crear las porciones de una pizza.


Aunque en nuestro día a día apenas usamos unos pocos de todos ellos, lo cierto es que esos juegos de vajillas y menaje que eran tan comunes antiguamente cuando uno se casaba, descansaban en un cajón o armario a la espera de una gran ocasión que no solía darse o que, cuando llegaba, parecía pretencioso usarla, tan plateada y reluciente nos parecía. De alguno de ellos hemos cambiado su uso original, así la espumadera, empleada originalmente para espumar, separar la espuma del caldo y reducir así su gelatinosidad facilitando la digestión, que ahora se emplea indistintamente para servir productos liberando el exceso de líquido. Y, ¡cómo son los tiempos!, unos utensilios caen en el desuso y otros llegan a nuestras vidas aunque nunca hubiéramos imaginado que los necesitáramos. Ahora no distinguimos muy bien los tipos de copas y servimos el agua en la del vino o viceversa, pero tenemos un cajón lleno de trastos para caramelizar el azúcar o de termómetros para bizcochos, tenemos batidoras con múltiples componentes para todo tipo de batidos, cortes y combinados o robots de cocina que hacen de todo por nosotros. También acumulamos infinidad de tablas de plástico diferenciadas por colores para poder cortar en unas la carne, en otras el pollo, el pescado, las verduras y aún habrá quien separe las crucíferas del resto porque alguna sustancia dañina para las mitocondrias de nuestras células podría pasar de una a otra y nada hay que nos preocupe más que nuestra salud, o al menos en eso pensamos mientras esperamos a que el microondas recaliente una porción de lasaña precocinada.


Pero limpiemos nuestra mente y también nuestras manos en ese agua de la que la autora nos cuenta el largo camino recorrido hasta que se llega a ese símbolo del progreso que consiste en girar una manecilla y ver brotar el líquido sin más, limpio, depurado. Que se lo pregunten a todas las mujeres que cargan (y cargaban) con baldes para cocinar, fregar, lavar, limpiar baños y cocinas.


Y si de líquidos se trata, la autora también nos lleva al vino, al aceite, esos tesoros de nuestra cocina tan caros hoy en día pero que son el asiento perfecto del resto de alimentos, más aún si hablamos del cocido que la autora come a medida que escribe. Y no importa que algo de líquido se nos derrame en la mesa puesto que acostumbramos a cubrirla con manteles, más bastos y simples en los días de diario, más elaborados, con una larga tradición de tejido y confección en el caso de los reservados para las celebraciones especiales, los que formaban parte del ajuar de toda novia, futura esposa y que, en ocasiones, pasaba de generación a generación.


Esos manteles que se desplegaban en las mesas del llamado comedor, esa estancia reservada para visitas, para celebraciones, un espacio completo de nuestra casa para homenajear a los amigos, como buenos anfitriones, dejando para las comidas más rutinarias la cocina, unas cocinas que, como la misma autora recuerda de su infancia, eran el verdadero centro del hogar, el cuartel general, cocinas espaciosas que, por los cambios en nuestros estilos de vida han ido menguando hasta el punto de no contar más que con una pequeña barra a modo de mesa para una comida rápida, casi un refrigerio puesto que ahora lo que se estila es comer fuera, o no poder volver a casa a comer en la pausa del mediodía, especialmente en las grandes ciudades. Porque las cocinas son ese fiel reflejo de nuestro modo de vida, de aquello a lo que damos importancia o de lo que ha comenzado a perderla.



Volvamos a posar los ojos en esa comida y en todo lo que la rodea que forma una especie de biografía sentimental de cada uno, teñida de recuerdos, de escenas alegres y distendidas, tal vez otras menos memorables. Porque la comida es una cápsula cultural, no solo porque ahora lo llamemos gastronomía y se venda cara como símbolo de modernidad sino porque refleja un saber decantado por el tiempo, un tránsito que nos une al pasado y en el que también nosotros aportaremos nuestra pequeña parte.


Especial capítulo merecen los recetarios, esas moles repletas de recetas de las que apenas sobrevivirán las que se pueden contar con los dedos de la mano, una idea cogida aquí, un plato original allá, pero otras tantas serán desdeñadas, bien por su complejidad, porque desconocemos algunos de los ingredientes o porque, en el fondo, solemos recurrir a lo ya sabido, a la receta aprendida de nuestras madres o a la que nos cuenta un amigo después de probarla en su casa.


El estilo de la autora es sencillo y pausado, repleto de reflexiones personales, de anécdotas y guiños. Una cierta nostalgia lo tiñe a menudo, si bien, recordar no siempre es aprobar y las críticas al papel de las mujeres relegadas siempre a esas cocinas con lumbre permanente es una denuncia y otra prueba de que los tiempos cambian. Con ella aprendemos que platos como ese cocido que ahora ya está terminando, tiene su origen en la adafina judía, plato al que los cristianos, según algunos sostienen, añadieron embutidos de cerdo para ofender a aquellos hebreos que acostumbraban a prepararlo con un fuego lento desde la tarde del viernes para así no tener que violar el sabbath com el trabajo deshonroso.


Y en esta lectura, acompañamos a la autora en su propia vivencia y recreamos la nuestra. Porque en torno a la mesa podemos dibujar cada uno esa biografía sentimental o ese recorrido vital, el nuestro y el de toda una generación. Sin duda una lectura que sorprenderá a más de uno por su familiaridad y, al tiempo, por la enorme cantidad de información que recoge y sobre la que apenas reparamos.


Cerramos el libro mientras Díaz-Más concluye el postre y se prepara para recoger la mesa. Y ahora afrontamos la breve siesta reparadora, momento en el que nuestro subconsciente asentará todo lo leído. Tal vez soñaremos con nuestros propios recuerdos, evocaremos algunos pasajes y olvidaremos otros tantos. Y, como ocurre con toda buena lectura, ésta nos dejará un buen sabor de boca, al menos equiparable al del cocido que ha servido de excusa para este hermoso y completo viaje y que la autora, en un arranque desarmante de sinceridad, reconoce no haber cocinado sino que lo ha comprado en un establecimiento de comida preparada porque, no lo olvidemos, con el pan que como también damos de comer a otros.