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21 de septiembre de 2025

Frankenstein en Bagdad (Ahmed Saadawi)

 

¿Puede un monstruo hecho de cadáveres ser más humano que quienes lo rodean? Frankenstein en Bagdad de Ahmed Saadawi no revive solo el mito de Shelley: lo injerta en una ciudad destrozada por bombas, venganzas y ausencias. El resultado es una criatura literaria tan perturbadora como necesaria, espejo de un Irak donde lo fantástico se confunde con lo cotidiano y donde la verdadera pesadilla no es el monstruo, sino la realidad.

Frankenstein de Mary Shelley es un monstruo que surge del temor a los avances científicos, una chispa eléctrica que pone en pie todos los temores de un tiempo que se asoma al milagro de crear vida al margen del Creador y que, por tanto, ha de expiar esos pecados.

Pero nuestros días ya han conocido esos milagros biológicos o, al menos, conviven con la certeza de que están al alcance de la mano, y las cuestiones éticas quedan muy lejos de la opinión de la mayoría. En franco contraste con este futuro de promisión, muchos países viven entregados a otros miedos, más clásicos y conocidos: los miedos de siempre.

Un coche bomba arranca la vida de los niños (siempre hay niños en las calles de estos países), y sus madres gritan y se golpean el rostro porque está en nuestros genes enterrar a nuestros padres, pero nada nos prepara para enterrar el cuerpo de nuestros hijos. Y los padres, que siempre parecen llegar más tarde al lugar de los hechos, vociferan exaltados contra el culpable, directo o no, de la matanza, clamando venganza porque, en nuestra base tribal, todo daño recibido se paga con daño infligido: una justa equidad con milenios de tradición.

Y si no es un coche, será un registro armado de la vivienda que la destroza, expone las miserias a ojos extraños, avergüenza a los ancianos y a las mujeres. Y si no fuera esto, sería un ataque mal medido, un daño colateral, una bala perdida o una persona que desaparece sin más; no se sabe si por voluntad propia, para cumplir el mandamiento de la venganza, o privada de voluntad por haber estado, sin más culpa, en el lugar equivocado.

Y si todo esto no bastara, sería la falta de electricidad o su suministro intermitente, la falta de alimentos, la basura en las calles, la destrucción de hospitales y escuelas o la más absoluta pérdida de valor de la vida humana.

Porque todo esto sufren los personajes de Frankenstein en Bagdad (Libros del Asteroide, traducción de Ana G. Bardají), sin duda una de las mejores novelas que he leído recientemente, y que recrea de un modo original y hermoso el mito de Prometeo.

Se puede definir este libro como una obra coral en la que diversas tramas argumentales se cruzan como el dédalo de las calles de un bazar persa. La arteria principal la forma Hadi, buhonero en los lindes de la sociedad que, llevado por una misión que no alcanza a comprender, recoge restos humanos de los infinitos atentados que destrozan Bagdad para ir construyendo un cuerpo formado por todos esos desechos que los equipos de limpieza han olvidado, tal vez bajo un coche o más allá de la verja de un parque. Su idea es entregar el resultado final a las autoridades médicas como representación de todos los cuerpos insepultos que el conflicto deja a diario.


Sin embargo, por medios increíbles, la vida encuentra acomodo en el cuerpo parcheado de restos humanos. E insuflado de vida, el Sin Nombre, que es como Hadi lo llama, comenzará otro siniestro periplo para cumplir un destino no previsto por su creador.

Decidido a vengar la muerte de cada uno de los que han aportado alguna parte de su cuerpo al conjunto, el Como-se-llame emprende una cruzada que sólo concluirá cuando el último pedazo de carne que porta haya encontrado su justa compensación. Y para ello, amparado en una fuerza ciclópea, impropia de lo abigarrado de su cuerpo y de su naturaleza inmortal, inicia su tránsito terrenal en el que arrastrará a muchos otros.

Y en ese camino, mezcla de insensatez y locura, el Como-se-llame recorre el barrio de Karrada, en el que sus habitantes forman una comunidad heterogénea. Elisheva, una anciana cristiana que habla con el San Jorge de un cuadro colgado en su salón, implora el regreso de su hijo, desaparecido en la guerra con Irán. Una vecina envidiosa pero caritativa odia por encima de todo al arribista que se está haciendo con la mayoría de las casas del barrio, amenazando a sus ocupantes o engañándolos, aprovechándose del clima de violencia y terror en que viven todos ellos.

La brutal actualidad no es ajena a la novela, sacudida por los atentados y por la presencia de facciones que luchan por el control de barrios o incluso de una simple manzana, aún a costa de la vida de los pacíficos habitantes que no pueden confiarse a las fuerzas de un Estado que no solo es débil y está intervenido por las autoridades ocupantes, sino que refleja en su interior todas las contradicciones que Irak arrastra desde su independencia, tal y como da cuenta el coronel Surur.

Los soldados estadounidenses aparecen y desaparecen de manera casi caprichosa por los escenarios de la desgracia. Siempre sin rostro, siempre sin nombre: una fuerza mecánica, como rambos de atrezo, meros figurantes que carecen de personalidad y vestigio humano frente al Como-se-llame, no Ahmed Saadawi, sino el narrador de la novela, es un narrador caprichoso que, de un modo similar al de Cide Hamete Benengeli, nos desvela lo que le ha sido revelado por otras fuentes y entremezcla su narración con las mil y una historias que inventa Hadi, ese Homero que trata de buscar cordura en un mundo tan lleno de brutalidad y falto de sentido como pudo ser el de los aqueos.

Pero no hablamos de un tiempo pasado hace casi tres milenios, sino de nuestros días extraños, en los que se mezcla una ciudad atenazada por el miedo y la violencia, apenas sin suministro de agua potable, pero en la que muchos de sus habitantes disfrutan de un smartphone con el que consultar internet.

Y es en este tiempo extraño, pero a la vez tan parejo al de la Antigüedad, en el que se puede atribuir al Como-se-llame todos los sueños y esperanzas, o los temores y remordimientos que cada uno quiera atribuirle, porque lo inalcanzable e inexplicable tiene ese poder: el de un mito compartido en el que cada uno encuentra la explicación que le quiera atribuir.

El relato de Saadawi se mueve en esa fina línea en la que la crudeza y violencia que describe se suaviza por un genio narrativo deslumbrante. Su sabiduría para combinar los personajes más humanos y creíbles con un tono que se acerca al realismo mágico de autores como Rushdie hace de Frankenstein en Bagdad un libro memorable que nos hace recuperar el gusto por una lectura que ansía devorar capítulo tras capítulo, al tiempo que lamenta acercarse al final de la historia.

La triste realidad iraquí y las penurias de sus habitantes son un desaliñado decorado para esta obra maestra que, sin duda, el autor habría preferido no escribir. Pero su brillo literario nos permite acercarnos a una realidad desde una perspectiva más cierta y humana que la de cualquier titular del telediario, apenas quince segundos de sangre y terror. Aquí, por el contrario, la rabia y el dolor, la esperanza y la crueldad encuentran un mejor reflejo, puesto que la literatura es, a muchos efectos, el mejor espejo de una realidad cuando esta nos es negada por otras vías.

Y quizá por eso este Frankenstein moderno no provoque miedo, sino comprensión. Porque el verdadero horror no está en lo fantástico, sino en lo cotidiano: en una ciudad que sangra, en unos cuerpos mutilados, en una justicia imposible. Frankenstein en Bagdad no es solo una novela poderosa, es también una elegía política, una meditación moral, una advertencia universal.

 

 

7 de septiembre de 2025

La clase de griego (Han Kang)

 


La clase de griego de Han Kang nos transporta a un mundo donde el lenguaje se convierte en una trinchera frente a las pérdidas irreparables de la vida. Dos personajes, un profesor al borde de la ceguera y una alumna que ha perdido el habla, trazan un relato de lucha y redención, en el que las palabras, aun las más antiguas y olvidadas, como el griego clásico, se erigen como puentes hacia la conexión humana y consigo mismos. Una obra que combina la crudeza de lo cotidiano con la poesía de lo trascendental.


En La clase de griego (Editorial Random House, con traducción de Sunme Yoon), Han Kang narra una historia a dos voces. Por un lado, una profesora que ha perdido el habla, no se conoce bien el motivo, tampoco ella es capaz de ofrecer una explicación, ni su terapeuta acierta a descifrar las causas del impedimento, que claramente no tiene origen físico.  


Es cierto que ha pasado por una mala racha. Su madre ha fallecido recientemente, se ha divorciado y un juez ha concedido la custodia de su hijo al padre, más estable y con mejores posibilidades económicas. También es cierto que ya en la adolescencia pasó por un episodio semejante durante varios años, pero el habla se le escurre sin motivo aparente. Las palabras siempre han tenido un papel fundamental para ella, representan una especial conexión con la realidad. Pero, tal vez por ello, una conexión que tiende a quebrarse con gran facilidad a cada embate de la vida que rompe esa fina hilazón.  


Ella comienza a ser consciente del tremendo esfuerzo que le supone el habla, que nos supone a todos. La cantidad de órganos y funciones que implica. La respiración, el movimiento del pecho, la boca, tragar saliva, el esfuerzo mental, la imaginación, todo lo que se esconde detrás de una palabra, un concepto que surgió en algún momento de nuestra evolución hasta convertirnos en una especie social, en una comunidad de objetivos expresados a través de figuraciones imaginarias alumbradas por el lenguaje. Por ello, renunciar al mismo, o perderlo, supone una forma de exilio de la tribu, arrojarse a una vida solitaria y apartada, no importa cuán acompañado esté uno físicamente por millones de personas en una urbe asiática.  


Y es que ella se retira conscientemente de todo ello. No es una renuncia voluntaria como tal, porque No se rinde ante el mundo ni se resigna a su situación. La mujer lucha, planta cara e, igual que recuperó el habla durante una clase de francés en el instituto, cree que puede volver a ocurrir lo mismo. Y opta, no ya por una lengua viva, una que presente un sentido y una utilidad. Todo lo contrario, sorprendentemente, elige el griego clásico, una lengua muerta, una lengua que alcanzó un esplendor hace dos mil quinientos años y que pronto derivó en una vulgarización que la alejó de la pureza conceptual pero que la abrió para un uso cotidiano y diario, apto para todos.


Y es en la belleza de esa lengua pura y abstracta, restringida a la lectura de textos clásicos como los Diálogos de Platón, en la que busca a tientas recuperar el habla o, al menos, una conexión con ella misma. Y en este escenario, el profesor de griego juega un rol importante puesto que se convierte en el contrapunto de la silente alumna.


El profesor ha sufrido varias pérdidas. En primer lugar, su vida se trunca en dos cuando su familia se muda desde Corea a Europa, siguiendo al padre que ha sido trasladado a la sede alemana de un banco de su país. La mitad de su vida la pasa en Corea, la otra mitad en Alemania, obteniendo una licenciatura en Filosofía clásica, algo muy útil tal vez en Occidente pero que de algún modo carece de relevancia en su país natal. Así que, cuando decide regresar a Corea, entrado en los cuarenta, dejar a su familia, sorprende con su decisión. Y sobre todo, sorprende y atemoriza a su madre y su hermana por otra pérdida que acecha al joven profesor, la pérdida de la visión por una enfermedad degenerativa heredada de su abuelo y su padre.


La neblina va cercando su vida y, aunque él trata de aferrarse a los restos de visión, de luz, lo cierto es que conoce el final inexorable y cree que ha de tomar el rumbo de su existencia, sobreponerse de algún modo a esa pérdida. De ahí que decida regresar a Corea, a la fuente primigenia. Ya allí logra un trabajo dando clases en una academia. Clases de latín y griego, lenguas muertas, un poco como él, cansado de una vida que se le va alejando, preparándose para un futuro incierto en el que los recuerdos atesorados serán todo lo que tenga para alimentarse.

Y es en la conjunción de estas dos almas perdidas donde hallamos el núcleo central de La clase de griego. Un profesor camino de la ceguera, de la pérdida de conexión con la realidad, y una alumna que ha perdido el habla y se comunica mediante papelitos en los que escribe sus pocas conversaciones con otros, una relación llamada a desaparecer porque él ya no la verá ni podrá leer sus textos, porque ella no podrá expresarse ni llegar a él, una relación triste, desesperada pero, por lo mismo heroica y salvífica.


Porque aunque estamos ante un relato de gran tristeza, lo cierto es que la lucha desesperada de ambos protagonistas parece tener un papel redentor. No sé si el libro aborda el tema de la incomunicación en tiempos de hiperconectividad, no sé si habla de la soledad y nuestros pensamientos o el modo en que tratamos de protegernos de los mismos y de cómo hay que ser muy valiente para sentarse y dejarse rodear por ellos. Nada de eso sé porque el libro te embarga con una extraña y dura belleza que no deriva de pasajes líricos como sí ocurría en las dos obras anteriores de la autora coreana aquí reseñados anteriormente.


Fiel a su estilo, el lenguaje de Kang es directo y simple, desnudo, crudo y puramente descriptivo. Muchos pasajes son tan solo la descripción de lo que el protagonista ve, lo que se encuentra, lo que hace, pero de manera discursiva, estableciendo un relato, sino describiendo el mero movimiento manual, físico, mecánico, desnudando a sus protagonistas en ocasiones de una poética que, sin embargo, pronto recuperan al mostrar su fragilidad dolorosa.


En el caso del profesor, el relato se expande a través de varias cartas que escribe a su hermana que ha quedado en Alemania o a los relatos imaginarios que querría haber podido escribir para un amigo que quedó en aquella extraña y fría tierra, o a su primer amor, la hija sordomuda (otra vez) de su primer oftalmólogo. Pero la autora no abusa de este recurso ni lo emplea de manera tan amplia como en el caso de Actos humanos, que se aproximaba más a una novela coral.


La clase de griego es un paso más en la construcción de un mundo literario particular. Fiel a sí misma, tal y como contaba en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, para Kang, la escritura es un proceso físico, de experiencia sensitiva. Esto se refleja en su modo de narrar, pero también en el de entender el mundo. De ahí el impacto duradero que tienen sus obras, alejadas de la rutina repetitiva de muchos de los autores contemporáneos, separados del mundo, ajenos a cuanto nos rodea, indiferentes a cuanto se halle en el centro de todo. Por contra, Kang no renuncia a esa búsqueda y por el momento nos permite acompañarla en ese viaje. Afortunados somos.  


17 de junio de 2025

Caja de juegos reunidos (Antonio F. Rodríguez)

 


 

Antonio F. Rodríguez es el responsable del longevo y vibrante blog La antigua Biblos, una página en la que diariamente se reseña un libro y que se ha convertido en una referencia imprescindible en este mundo de los blogs. Aunque este formato tuvo su auge hace ya años, se resiste a desaparecer frente a opciones más modernas.

La explicación de este esfuerzo persistente por mantener vivos estos espacios de reseñas es sencilla. Publicar en un blog permite combinar dos pasiones diferentes pero complementarias. Por un lado está la lectura, ese principio indispensable. Cuando uno lee con voracidad y disfruta de cada página, compartir lo leído se convierte en una extensión natural de esa experiencia. Hacerlo a través de un blog implica un compromiso no tanto con quienes lo visitan, sino con uno mismo. Supone detenerse a reflexionar mientras se lee sobre lo que resulta relevante, lo que resuena, lo que puede aprenderse o, sencillamente, cómo se está disfrutando de la experiencia.

De otra parte, la reseña permite también cultivar otra dimensión importante para quienes vivimos este vicio con pasión: escribir. Aunque sea sobre lo que han escrito otros, se trata de poder expresarse de manera estética o, al menos, estructurada y cuidada, en la medida en que nuestras posibilidades lo permitan.

Además, este ejercicio cuenta con un aliciente especial. A diferencia del crítico profesional, el reseñista independiente que no cobra por su labor puede elegir libremente qué lee. No está sometido a plazos ni a presiones editoriales. Puede gozar de una libertad mayor que le permite reseñar sin miedo y con entusiasmo, sobre todo porque al elegir uno mismo las lecturas, la decepción suele ser escasa o al menos no estás obligado a completar la lectura ni a reseñar lo que no te agrada.

Y, bajo estas premisas, dar un paso más allá implica que esa combinación de lectura y escritura nos lleve casi inevitablemente al deseo de crear una obra propia. No porque creamos que podemos hacerlo mejor que los autores que leemos y admiramos. Tampoco por esa declaración algo fatuamente repetida en entrevistas según la cual alguien escribe porque no encontraba lo que quería leer, como si la infinita biblioteca de Babel no hubiera ofrecido ya todo lo posible. Lo que se siente, más bien, es un anhelo de participar y formar parte del juego creativo. De experimentar ese vértigo que aparece cuando una idea se nos impone y decidimos sentarnos a desarrollarla, a dejarla crecer, a moldearla, a cambiar el tono, el ritmo, el enfoque, hasta hacerla nuestra y después soltarla al mundo. Ese vértigo nos acerca a lo que más amamos: la Literatura.

Así lo hice yo con Noticia de este mundo y así lo ha hecho Antonio F. Rodríguez con Caja de juegos reunidos, publicado por Círculo Rojo. Se trata de una colección de relatos en la que el autor ha querido entretenerse y entretener a partes iguales, tal como lo declara en la introducción del libro.

Podemos comenzar por el título, tan acertado en sus diferentes matices. Muchos recordarán aquellas cajas de Juegos Reunidos que ofrecían una variedad de pasatiempos como barajas, tableros, piezas de ajedrez, damas, dominó, bingo y otros que hoy agrupamos bajo la categoría de juegos de mesa. Esa variedad aseguraba que cada niño encontrara sus preferidos, aunque otros quedaran olvidados, según el gusto o la habilidad del jugador.

De forma análoga, este volumen ofrece una colección de relatos con una generosa diversidad de temas y estilos. Desde los más clásicos hasta los más experimentales, de modo que cada lector podrá encontrar fácilmente aquellos textos con los que más se identifique. Y, sin embargo, esta variedad no deja el regusto de estar ante una mezcolanza caótica. Al contrario, el autor ha logrado un equilibrio tanto en la composición como en el orden en que están presentados.

Aquí entra también una segunda referencia que brota del propio título. Esta caja de cuentos apela abiertamente al juego, al divertimento. El autor ha querido que disfrutemos de la lectura como él disfrutó de la escritura. Y ese es el tono que predomina en la mayoría de los relatos. Entre lo lúdico y lo paradójico, entre lo sorpresivo y lo absurdo, entre lo evocador y lo experimental. En todos se percibe un claro deseo de entretener sin renunciar a cierta profundidad, pero sin olvidar que leemos porque nos gusta hacerlo. Hay quien se entrega con pasión a los Diálogos de Platón, y obtiene de ellos una ganancia real, pero si sufre durante la lectura hará bien en abandonarla.

Abramos esta caja de relatos y echemos un vistazo a su contenido. Invitamos así a los lectores a encargar su ejemplar, ya sea como regalo navideño, detalle de cumpleaños o simplemente como obsequio personal, que a veces es el más necesario, el que nace del deseo sin justificación.

Por estas páginas desfilan personajes tan insólitos como unos zapatos conversadores o un abrigo enamoradizo, en una vuelta de tuerca a las fábulas clásicas en las que los animales encarnaban las virtudes o defectos humanos. Aquí es la materia la que cobra vida. Un ejemplo hermoso lo ofrece el relato que narra la breve existencia de un charco en una ciudad cualquiera durante los años cincuenta.

También encontramos estampas costumbristas que reflejan un tiempo pasado con sus luces y sombras, como la historia de dos amigos que recorren un peculiar calvario para cobrar un boleto de quinielas, o los recuerdos de una becada en un colegio de monjas durante el franquismo. O la vivencia de un niño que sufre los rigores de su iniciación en el seminario.

Los relatos cruzan el océano para llegar a México, combinándose con otra historia sobre formación universitaria que, pese a lo dispar, combinan de un modo sorprendente en la cabeza del lector. También acompañamos a una pareja de amantes en una mesa de café para mostrarnos la intimidad de su desdicha. También conmueven con la historia de un hombre que decide observar a su esposa desde la distancia, una pieza que destaca por su sensibilidad y que ha resultado una de mis favoritas.

Acompañamos a un desdichado que vive una jornada infernal bajo el signo de la Ley de Murphy, esa condena que asegura que todo lo que puede salir mal acabará saliendo mal.

El autor maneja con destreza las narraciones en primera y tercera persona. Alterna registros cómicos con otros más serenos. Domina el recurso del giro final tan característico del relato breve pero también sabe cerrar con clasicismo cuando la historia lo requiere.

 


 

En textos como Capricho rumano seguimos la mirada de un niño que pasea por la ciudad absorbiendo con delicadeza poética todo lo que observa, huele y toca. Sin duda, uno de los mejores relatos del conjunto.

Se abordan también cuestiones de plena actualidad como la soledad creciente de nuestros mayores. Así ocurre en la historia de un jubilado que, tras enviudar, aprende a desenvolverse con dignidad pero siente que necesita una emoción nueva. La encontrará en una actividad inesperada para alguien de su fama y formalidad.

En Autobús 9 se juega con la noción del punto ciego, ese lugar que nuestro cerebro rellena cuando la realidad se nos presenta fragmentada e incompleta. Se trata de un ejercicio psicológico que coquetea con lo neurológico.
También hay espacio para el insomnio que deriva en neurosis y para la vida política, con sus intrigas, sus favores cruzados, sus alianzas con la prensa y sus estrategias de poder.

Otra historia narra el encuentro casual entre dos personas que se enamoran en una exposición y no logran reencontrarse hasta semanas después, también por casualidad.

Como se ve, no falta variedad ni en los temas ni en el estilo y esto, sin duda, se debe a que el autor habrá recopilado estos textos tras un largo periodo de redacción (y de corrección, tal y como señala en su propia página), asumiendo unos riesgos que una narracción más larga no permitiría. El cuento o relato breve sí se abren a esta heterogeneidad y a ciertos experimentalismos, sin duda, pero a uno le gustaría saber qué derroteros elegiría Antonio F. Rodríguez en caso de tener que dejar a un lado esta caja de juegos reunidos y decantarse por un juego concreto de mesa, cómo definiría sus reglas y mecanismos, qué estilo escogería entre todos los aquí reunidos, cómo combinaría las varias ideas brillantes que he podido encontrar en estos relatos, cómo definiría su voz y estilo propio.

Sé que no es fácil, pero este es el reto que, como lector, lanzo a su autor, un desafío para continuar narrando, construyendo literatura, compartiendo sus logros, haciéndonos partícipes de ellos. Ojalá Caja de juegos reunidos no sea una excepción sino un primer paso. Porque la imaginación, la sensibilidad y el talento narrativo que Antonio F. Rodríguez despliega aquí merecen seguir creciendo en nuevos tableros, nuevas reglas, nuevos desafíos. Nosotros, sus lectores, estaremos al otro lado del tablero, esperando la próxima jugada.


  •  Otras reseñas


  • 25 de abril de 2025

    Actos humanos (Han Kamg)


    En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


    Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


    Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


    Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


    El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


    La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


    Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



    La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


    Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


    Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

     


    Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


    Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


    Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


    Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


    En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


    Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.