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25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.

 

 

 

13 de marzo de 2025

Hôzuki, la librería de Mitsuko (Aki Shimazaki)

 



¿Qué nos atrae de la literatura japonesa? ¿Su minimalismo? ¿Su enigmática contención? ¿O quizás la promesa de asomarnos a un mundo de sutilezas que nos fascina por lo exótico? Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki, juega con estos elementos y nos sumerge en una historia de silencios y emociones contenidas. Pero, ¿qué queda cuando despojamos la novela de sus tópicos más reconocibles?


Tenemos cierta tendencia al prejuicio cuando se trata de literaturas remotas, con las que no estamos especialmente familiarizados. En el caso de la literatura japonesa, tal vez el efecto sea menor debido a la fascinación que este país suscita en el nuestro. Buena prueba de ello es la cantidad de libros escritos por españoles que se encomiendan a relatarnos la historia novelada del shogunato, los samuráis, las geishas y otras tantas figuras tradicionales.


Pero en lo que se refiere a la propia literatura autóctona, aunque no sea tan frecuente, también contamos con bastante conocimiento. No en vano, por estas mismas páginas han pasado autores como Natsume Söseki (Soy un gato), Masuji Ibuse (Lluvia negra), Kazuo Ishiguro (Nunca me abandones) sin olvidar al aclamado pero nunca premiado hasta ahora con el Nobel Hareki Murakami (Kafka en la orilla). Notables editoriales independientes han desplegado un gran esfuerzo por traer a nuestro idioma obras capitales de aquel mercado o, incluso, obras menos reconocidas pero que podían contribuir a ese interés.


También el cine ha traído a nuestros ojos un mundo reposado y prototípico en películas como Una pastelería en Tokio o Cuentos de Tokio. De esta manera, se ha ido construyendo un modo de entender cómo debe ser el arte japonés en cualquiera de sus vertientes, tan mesurado y rígido que sólo los más expertos o los afines a otros mundos como el manga pueden desmentir con conocimiento de causa.


Para el resto nos queda ese mundo enigmático y exótico, plagado de imágenes consabidas que damos por válidas del mismo modo en el que un extranjero creerá que en España todo el mundo sabe bailar sevillanas o torear, que la bebida habitual es la sangría o que nuestras calles huelen a incienso.  


Es así como llegamos a Hôzuki, la librería de Mitsuko (editado por Nórdica Libros y traducida por Íñigo Jáuregui Eguía) que viene a condensar todo lo que de previsible puede hallarse en este tipo de literatura. Tenemos a damas elegantes vestidas con kimonos ceremoniales, la presencia del té y la conversación a la que siempre parece invitar. También la larga enumeración de platos típicos japoneses que ya no nos resultan tan desconocidos. Pero también tenemos otros aspectos como las ciudades modernas, el distanciamiento social que unas rígidas costumbres dificulta o el clasismo que tan consustancial creemos a dicha cultura.


Lo primero con que asocio este libro, a las pocas páginas de abrirlo, es a la obra de animación de Hayao Miyazaki. Por una parte, tenemos el tono de cuento, no llega a ser apto para público infantil, pero el modo de narrar se asemeja, con pequeños detalles, que anticipan parte de la trama o con la sencillez que, si fuéramos más tópicos aún, identificaríamos con el arte del haiku. Tal vez la excelente portada parece invitar a esa caracterización o quizá se deba a que dos de los cinco personajes sean niños dotados de una madurez impropia de su edad.


La historia es sencilla y lineal. Una joven, madre soltera, debe llevar adelante su pequeño negocio, una librería de viejo, especializada en temas filosóficos, con la sola ayuda de su anciana madre, al tiempo que cría a su hijo pequeño, de apenas siete años, que es sordomudo, pero con una tremenda sensibilidad e interés por todo lo que le rodea.


La visita inesperada de una dama y su hija traen algo de novedad a la librería. La hija de la cliente congenia con el niño durante el breve tiempo en que ambas permanecerán en la ciudad puesto que deben partir pronto hacia Europa siguiendo los pasos de su marido, diplomático de carrera que ya se ha adelantado a su nuevo destino.



Esas breves semanas y la compleja relación que se establece entre las dos mujeres y los niños hará aflorar en la protagonista, gran parte de su pasado. Sus fracasos amorosos o sus renuncias, según como se vea, cómo llegó a su vida el pequeño Taro, cómo logra compaginar su trabajo con la familia y cómo siente una mezcla de envidia y odio por la elegante dama, la cliente que todo lo tiene en la vida.


Muchos son los temas que se agolpan en apenas cien páginas y una narración algo esquemática. Los posibles celos entre ambas mujeres, la culpa del pasado que no termina por disolverse, los temores que nos impiden tomar decisiones valientes y que terminan por condicionar la vida de quienes nos rodean, el juicio moral sobre conductas no aceptadas socialmente, el amor maternal y el sentimiento de pérdida, ...


En suma, muchos temas en una narración en la que lo sugerido y lo silenciado ocupa un lugar preeminente y en la que los hechos  se suceden con rapidez y agilidad.

 

La autora, Aki Shimazaki, es de origen japonés pero residente en Canadá, por tanto, parte de que su principal público lector será occidental, no nativo, y por ello desliza todas esas imágenes que sabe que tan naturales nos resultarán.


Una vez despojada la historia de todos esos tópicos, nos queda una lectura algo fría y distante de una compleja relación en la que el pasado ocupa un lugar primordial pero en la que tal vez los hilos trenzados no terminan de resultar claros ni se comprende el sentido final de todos ellos.


Un regusto amargo puesto que la escritura es limpia y diáfana, los personajes tienen un trazado interesante, esbozado de manera muy esquemática pero efectiva. Al fin, se tiene la impresión de que la historia podría haber sido mejor desarrollada en un texto más extenso o con una planificación más adecuada.




14 de febrero de 2025

Cuentos completoss del Padre Brown (G. K. Chesterton)

 


 

Los cuentos detectivescos describen, por norma general, a seis hombres discutiendo sobre cómo es que un hombre ha muerto. Las historias filosóficas modernas describen a seis hombres muertos que discuten sobre cómo es posible que un hombre viva.




Uno de los géneros literarios más fecundos y con mayor número de seguidores es el detectivesco, historias en las que se trata de plantear una especie de acertijo que el protagonista deberá desentrañar, normalmente para desenmascarar a un malhechor. En estas pesquisas, es clave que el autor logre enrolar al lector para lo que ofrecerá pistas falsas, giros inesperados de guión o complicadísimas tramas que se desvanecerán repentinamente en las últimas páginas gracias a la inteligencia del investigador que, normalmente, habrá ido valorando todos los elementos de juicio a su disposición sin haber dejado traslucir estas intuiciones con nadie, especialmente con el lector, que se sentirá sorprendido y fascinado por el desentrañamiento del misterio. Tal vez incluso quedará tentado de volver a leer el libro con el fin de poder ir reconstruyendo por sí mismo todo el proceso deductivo.


Obviando los antecedentes de Poe y otros autores, se viene a considerar como padre fundador del género a Arthur Conan Doyle y su Sherrlock Holmes, una figura que apareció en Estudio en escarlata y que su autor se vio obligado a recuperar en otras tantas novelas y numerosos relatos más breves recopilados en colecciones devoradas por los lectores ingleses de la época.


Es sabido que, harto de que el atractivo de este personaje ensombreciera el resto de su obra, Conan Doyle recurrió al truco ya empleado por Cervantes, matar a su héroe a fin de que así la demanda de nuevos títulos decayera. Pero, a diferencia de a nuestro autor clásico, la estratagema no le funcionó. Incluso recibió presiones por parte de su madre, no quedándole más remedio que volver a sacar del inframundo a Holmes y traerlo de nuevo al escenario del crimen y el castigo.


Pero, para lo que aquí nos interesa, la relevancia de la figura de Sherlock Holmes es que define de alguna manera el arquetipo del investigador que se replicará hasta la saciedad en todas las secuelas del género. Estamos ante una persona de extraordinaria inteligencia y que, con su mero intelecto y unas prodigiosas dotes de observación, es capaz de alcanzar el conocimiento.


Estamos a finales del siglo XIX y el método deductivo muestra toda su capacidad para impulsar la ciencia y tecnología. Sherlock Holmes es el trasunto de ese éxito. No importa que el personaje sea un excéntrico sociópata, que necesite de un mediador con el resto de mortales a través del mundano Watson, que sus aficiones viajen del violín a las drogas.


Sobre este modelo muchos repitieron la fórmula, otros trataron de innovar de un modo u otro. Así, otra figura icónica en el género es la de Poirot, el detective francés creación de la misteriosa Agatha Christie. En este caso, las novedades que trae la autora y que, al menos en cuestión de ventas y seguidores, puede considerarse que ha superado a su antecesor, son las de llevar sus tramas a diversos escenarios (un tren, un crucero, una isla) en un entorno social normalmente sofisticado y de clase alta y en el que las intenciones de los criminales suelen ser más complejas que en el caso de Sherlock Holmes. También Poirot se erige como único investigador, siempre solo, abandonado el báculo de Watson, el individualismo toma forma definitiva.


Y llegamos, con todas las simplificaciones que esto conlleva, a nuestro autor, G. K. Chesterton y su personaje más célebre, el padre Brown. Partamos de que Chesterton era un conocido polemista, apenas dejaba causa en la que volcar sus opiniones, la más de las veces, heterodoxas. Y nada más heterodoxo que convertirse al catolicismo en el Reino Unido y hacer bandera de ello, publicar obras como Ortodoxia o Por qué soy católico y entrar en debate con cualquiera que se prestara a ello. Considerar la religión anglicana como una forma de paganismo, una pantomima al servicio del poder y someterse, por contra al poder de los denominados papistas, no le debía parecer suficiente a Chesterton. Por ello, decidió embarcarse en la producción de una serie de relatos detectivescos protagonizados por un sacerdote católico.


Más aún, este extraño detective rechaza el frío cálculo y la deducción científica de sus predecesores. Para Chesterton, para el padre Brown, el método para desentrañar los misterios y crímenes es indagar en las oscuras motivaciones del alma humana. De hecho, muchos de estos criminales no son sino víctimas de todos los males que este mundo moderno trae a nuestras calles. Unas presiones y desviaciones de lo esencial que conllevan un apartamiento de nuestra verdadera naturaleza, empujándonos a adorar a falsos dioses, a utilizar ritos y creencias ajenas en el convencimiento de que éstas pueden dar satisfacción a nuestras necesidades en lugar de ayudarnos a dominarlas.


De este modo, el padre Brown se convierte en un personaje tremendamente moderno, un fustigador de las nuevas sectas, de la Nueva Era, un defensor de una forma de espiritualidad como vehículo de comprensión del mundo y de nuestros actos, una perspectiva, por tanto, totalmente opuesta a la del frío y distante Holmes. Más aún, en la mayoría de sus relatos, el padre Brown desenmascara al delincuente pero no acostumbra a entregarle a la Justicia, sabedor de que el peso de la culpa es la mayor de las condenas.   



También resulta curioso cómo dibuja Chesterton a este padre Brown, totalmente falto de atractivo físico, algo pasado de kilos, desastrado en el vestir incluso cuando tan solo parece tener que preocuparse por lucir limpia la negra sotana y siempre pegado a un viejo paraguas, llueva o no, y tan aficionado a hablar con las señoras de la alta sociedad como con los carboneros y sirvientes. La inspiración para este extraño detective la tomó de un sacerdote irlandés, John O`Connor, de quien era amigo, pero sobre esta base real supo construir un personaje realmente peculiar.


El padre Brown: Relatos completos (Ediciones Encuentro) recoge el total de estos relatos en un único volumen. Aquí se encontrarán los libros que recopilaron en vida del autor estos relatos: El candor del padre Brown (1910), La sabiduría del padre Brown (1914), La incredulidad del padre Brown (1926), El secreto del padre Brown (1927) y El escándalo del padre Brown (1936).  Además, y para hacer honor al título de relatos completos, se incluyen dos relatos adicionales publicados en revistas y un relato que se convertiría en el último escrito por el autor poco antes de su fallecimiento.


Si bien, la aventura de leer la colección completa puede resultar algo agotadora, lo cierto es que leer unos cuantos, dejar pasar un tiempo y retomar la lectura es un auténtico placer. y permite observar la evolución del estilo de Chesterton, cada vez más preocupado por los temas espirituales y menos por los crímenes clásicos. Así, resultan cada vez más frecuentes los temas relacionados con sectas, faquires, quiromantes, hindúes falsarios y otros tantos que tratan de esconder sus delictivas intenciones bajo un espeso velo de espiritualidad.  La credulidad de la pacata Inglaterra de comienzos de siglo se convierte en el caballo de batalla del padre Brown que deberá enfrentar las verdades inmutables de su fe a las nuevas corrientes, mejor publicitadas, promisorias de soluciones mágicas.


Acompañar a Chesterton en este viaje es una experiencia peculiar, una forma diferente de contraponer los textos más clásicos del género con una forma totalmente opuesta en la que la reflexión sobre las acciones del padre Brown resulta más relevante que el proceso deductivo, en muchas ocasiones totalmente ajeno al lector. Y durante esta lectura  uno queda tentado de creer, como el padre Brown, que el mayor robo no es tanto el de los diamantes de una corona oriental, sino el de nuestra verdadera naturaleza espiritual, o que la peor de las suplantaciones no es la de quien toma posesión de la vida ajena para adueñarse de sus bienes, sino la de quien nos roba el ansia de vivir. Y tal vez esto también lo intuyó Sherlock Holmes y de ahí su recurso a la música o a la cocaína. Lástima que el padre Brown no pudiera investigar este caso.

 

 

 

 


16 de enero de 2025

Los juicios de Rumpole (John Mortimer)





Horace Rumpole no es solo un abogado; es un personaje inolvidable, un hombre de toga y peluca que en los tribunales del Reino Unido encuentra la verdadera esencia de la vida. En Los juicios de Rumpole, John Mortimer despliega un mundo de ironía, humor y humanidad, donde cada caso es un reflejo de nuestras pasiones, miserias y convicciones más profundas. Acompañar a Rumpole en su andadura por los tribunales es mucho más que leer sobre leyes: es una lección de vida vestida de fino humor inglés.


 

Los juicios de Rumpole es el segundo volumen de la colección de relatos publicados por John Mortimer tomando como referencia la figura de su padre, un portentoso abogado, y sus propias experiencias en los Tribunales del Reino Unido.


John Mortimer (1923-2009) fue un notable jurista consagrado a la defensa de la libertad de expresión, labor en la que tuvo que emplearse a fondo como abogado de clientes como los Sex Pistols o de la revista satírica británica Oz, en cuya campaña de defensa también participó John Lennon, publicando su canción Do the Oz y God Save Oz.


Pero la vida de Mortimer, por fortuna para los amantes de la buena literatura, no quedó limitada a su faceta jurídica. Ya durante la Segunda Guerra Mundial fue excluido del servicio en primera línea por sus problemas de visión y pulmonares, lo que le llevó de manera indirecta al programa militar dedicado a la producción de documentales que trataban de enardecer y fomentar la resistencia de los británicos. Su labor como guionista le familiarizó con un medio al que volvería en el futuro.

 

Precisamente, su experiencia en la Crown Film Unit le sirvió de inspiración para su primera novela y, posteriormente, debutó en la BBC con un serial en el que dramatizaba otra de sus novelas. El siguiente paso fue su colaboración como guionista en diversos guiones para la radio o televisión, lo que le apartó de su carrera novelística. En 1975, su guión para un capítulo de una conocida serie británica, vió nacer a Horace Rumpole, el personaje que terminaría por tener su propia serie, una de las más longevas y reconocidas de la televisión pública británica.


Precisamente, Mortimer tomó estos guiones como base para la posterior elaboración de relatos que fue publicando sucesivamente, tras cada una de las temporadas de la serie televisiva. Se trata, por tanto, de un caso excepcional, en el que la obra literaria es resultado de un éxito televisivo previo.


Aquí nos centraremos exclusivamente en los relatos dejando al margen los correspondientes capítulos televisivos, disponibles para quien lo desee en Youtube. Y lo primero que se debe destacar es el tono ligero que adopta el autor, en línea con la larga tradición británica en lo que ha venido a denominarse de una manera algo vaga y genérica como humor inglés, pero que no consiste en otra cosa que aceptar como naturales hechos que, para otros ojos, podrían resultar inquietantes. Así, este estilo permite desgranar una profunda crítica social sin derribar los cimientos en que aquélla se basa, pero ayudando al lector a cuestionarse cuanto acontece y extrapolarlo más allá del libro y su argumento.


Rumpole es un letrado obeso, entrado en la madurez, tan preocupado por las leyes como por las tinajas de vino que consume con generosidad junto a otros compañeros de su prestigioso despacho, para disgusto de su esposa, Hilda, "ella, a la que se debe obedecer" tal y como el temeroso Rumpole la nombra. Hilda era la hija del fundador del bufete y Rumpole un prometedor abogado con una carrera brillante que parecía asegurarle el papel de próximo director del despacho, aupado además por el matrimonio con la hija del jefe. No obstante, la desidia para los asuntos de la vida cotidiana, una pereza endémica para algo que no se a rugir bajo una peluca bien bañada en polvos de talco y una falta absoluta de ambición, truncan los planes de la esposa laboriosa.


Porque la vida para Rumpole es aquello que se ve y aprecia en la sala de un tribunal, es lo que resulta de los interrogatorios que todos sus oponentes temen, Rumpole interrogando es como una apisonadora a noventa kilómetros por hora tal y como aseguran sus rivales. Lo que ocurre en la sala de juicios y lo que queda reflejado en autos es lo único que importa. Y las lecciones que extrae desde el estrado son las que aplica para comprender la vida que se extiende más allá de la puerta del Old Bailey, el viejo Tribunal Penal del Reino Unido.  


Rumpole se enfrenta a sus casos con una mezcla de la pericia deductiva de Holmes y una intuición y conocimiento del alma humana propias del padre Brown. Y así, es capaz de olisquear cualquier duda de su interrogado, cualquier aleteo apenas perceptible de sus fosas nasales delatando el punto exacto al que Rumpole se lanzará a degüello.


Entre sus firmes e inquebrantables convicciones se encuentra la de la presunción de inocencia, esa creencia que exige que no solo se condene al culpable, sino tan solo a quien puede ser acreditado como tal mediante un proceso que garantice los derechos del acusado. Y es en esta figura algo anticuada, en este cándido ideario, en el que vemos asomar al Mortimer letrado, al que tanto preocupa esa tendencia por la que los fines parecen justificar los medios, en la que se ve el proceso como el medio formal para dictar una resolución cuyo contenido se conoce de antemano, por la que cada garantía ganada a los señores medievales, a los monarcas y a los dictadores, es cuestionada en cualquier procedimiento por bajo y ruin que sea el acusado.

 

 

Pero no debemos temer que estos relatos sólo interesen a quienes tengan cierta predilección por las películas de abogados y todas sus variantes. Antes bien, esta parte del argumento solo sirve para reflejar los pensamientos de un Rumpole que en su vida civil asume otros retos, más domésticos, pero siempre igual de desafiantes.


Los relatos recogidos en este volumen se corresponden con los episodios de la segunda temporada de la serie (1979) y tratan cuestiones tan diversas como la fe, el amor verdadero, las apariencias y el juego de la identidad o incluso el ocaso profesional. En todas ellas la trama jurídica se acompaña de una historia relativa a familiares o compañeros profesionales de Rumpole, complementándose de manera perfecta, abordando cada tema desde una perspectiva doble. Podemos asistir al proceso por el que Rumpole alcanza las conclusiones para su vida de lo que aprende en el tribunal, y cómo éste no hace sino actuar como remedo de la vida, como escenario de pasiones amortiguadas por las alfombras y togas que, en otro contexto, rompen las vidas de cuantos amamos.


El estilo de Mortimer es ágil y plagado de ironías y contrasentidos que hacen de su lectura un auténtico placer. Las seis historias aquí recogidas terminan sabiendo a poco, en el convencimiento de que los tribunales y la complicada vida de los colegas de Rumpole tienen aún mucho más por ofrecer. Para satisfacer este ansia, tenemos la primera colección de relatos (Los casos de Horace Rumpole, abogado), publicados también por Impedimenta en el mismo año, 2018, y la esperanza de que la editorial aborde la publicación sucesiva del resto de títulos. Esta edición cuenta con una traducción hermosa de Sara Lekanda Teijeiro y una edición impecable como es marca de la casa en Impedimenta.


Resta solo preguntarse qué es lo que explica que este tipo de literatura, de la que tanto se disfruta fuera de las Islas Británicas, no tenga reflejo en ninguna otra geografía. Cuál es la razón por la que obras literarias o incluso películas y series con ese sello inconfundible no hayan creado un género universal, al menos occidental, más allá de su nación de origen. El único motivo que puedo encontrar es la falta de interés por conservar ritos y formas del pasado, una querencia no muy bien entendida por la modernidad que es confundida en ocasiones con el mero derribo de símbolos en lugar de por la sustitución del valor que atribuimos a estos para su continua actualización y vigencia. Así, las pelucas de los letrados ingleses nos inspiran sonrisas y burlas, sin perjuicio de que sintamos una punzada de envidia por nuestra disociación con un pasado que, aunque no compartamos, debemos aprender a cuestionar y valorar, no a esconder para simular que nunca existió. Rumpole, el epígono de una larga tradición es la prueba de que ambos aspectos no tienen por qué estar en contradicción.