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7 de septiembre de 2025

La clase de griego (Han Kang)

 


La clase de griego de Han Kang nos transporta a un mundo donde el lenguaje se convierte en una trinchera frente a las pérdidas irreparables de la vida. Dos personajes, un profesor al borde de la ceguera y una alumna que ha perdido el habla, trazan un relato de lucha y redención, en el que las palabras, aun las más antiguas y olvidadas, como el griego clásico, se erigen como puentes hacia la conexión humana y consigo mismos. Una obra que combina la crudeza de lo cotidiano con la poesía de lo trascendental.


En La clase de griego (Editorial Random House, con traducción de Sunme Yoon), Han Kang narra una historia a dos voces. Por un lado, una profesora que ha perdido el habla, no se conoce bien el motivo, tampoco ella es capaz de ofrecer una explicación, ni su terapeuta acierta a descifrar las causas del impedimento, que claramente no tiene origen físico.  


Es cierto que ha pasado por una mala racha. Su madre ha fallecido recientemente, se ha divorciado y un juez ha concedido la custodia de su hijo al padre, más estable y con mejores posibilidades económicas. También es cierto que ya en la adolescencia pasó por un episodio semejante durante varios años, pero el habla se le escurre sin motivo aparente. Las palabras siempre han tenido un papel fundamental para ella, representan una especial conexión con la realidad. Pero, tal vez por ello, una conexión que tiende a quebrarse con gran facilidad a cada embate de la vida que rompe esa fina hilazón.  


Ella comienza a ser consciente del tremendo esfuerzo que le supone el habla, que nos supone a todos. La cantidad de órganos y funciones que implica. La respiración, el movimiento del pecho, la boca, tragar saliva, el esfuerzo mental, la imaginación, todo lo que se esconde detrás de una palabra, un concepto que surgió en algún momento de nuestra evolución hasta convertirnos en una especie social, en una comunidad de objetivos expresados a través de figuraciones imaginarias alumbradas por el lenguaje. Por ello, renunciar al mismo, o perderlo, supone una forma de exilio de la tribu, arrojarse a una vida solitaria y apartada, no importa cuán acompañado esté uno físicamente por millones de personas en una urbe asiática.  


Y es que ella se retira conscientemente de todo ello. No es una renuncia voluntaria como tal, porque No se rinde ante el mundo ni se resigna a su situación. La mujer lucha, planta cara e, igual que recuperó el habla durante una clase de francés en el instituto, cree que puede volver a ocurrir lo mismo. Y opta, no ya por una lengua viva, una que presente un sentido y una utilidad. Todo lo contrario, sorprendentemente, elige el griego clásico, una lengua muerta, una lengua que alcanzó un esplendor hace dos mil quinientos años y que pronto derivó en una vulgarización que la alejó de la pureza conceptual pero que la abrió para un uso cotidiano y diario, apto para todos.


Y es en la belleza de esa lengua pura y abstracta, restringida a la lectura de textos clásicos como los Diálogos de Platón, en la que busca a tientas recuperar el habla o, al menos, una conexión con ella misma. Y en este escenario, el profesor de griego juega un rol importante puesto que se convierte en el contrapunto de la silente alumna.


El profesor ha sufrido varias pérdidas. En primer lugar, su vida se trunca en dos cuando su familia se muda desde Corea a Europa, siguiendo al padre que ha sido trasladado a la sede alemana de un banco de su país. La mitad de su vida la pasa en Corea, la otra mitad en Alemania, obteniendo una licenciatura en Filosofía clásica, algo muy útil tal vez en Occidente pero que de algún modo carece de relevancia en su país natal. Así que, cuando decide regresar a Corea, entrado en los cuarenta, dejar a su familia, sorprende con su decisión. Y sobre todo, sorprende y atemoriza a su madre y su hermana por otra pérdida que acecha al joven profesor, la pérdida de la visión por una enfermedad degenerativa heredada de su abuelo y su padre.


La neblina va cercando su vida y, aunque él trata de aferrarse a los restos de visión, de luz, lo cierto es que conoce el final inexorable y cree que ha de tomar el rumbo de su existencia, sobreponerse de algún modo a esa pérdida. De ahí que decida regresar a Corea, a la fuente primigenia. Ya allí logra un trabajo dando clases en una academia. Clases de latín y griego, lenguas muertas, un poco como él, cansado de una vida que se le va alejando, preparándose para un futuro incierto en el que los recuerdos atesorados serán todo lo que tenga para alimentarse.

Y es en la conjunción de estas dos almas perdidas donde hallamos el núcleo central de La clase de griego. Un profesor camino de la ceguera, de la pérdida de conexión con la realidad, y una alumna que ha perdido el habla y se comunica mediante papelitos en los que escribe sus pocas conversaciones con otros, una relación llamada a desaparecer porque él ya no la verá ni podrá leer sus textos, porque ella no podrá expresarse ni llegar a él, una relación triste, desesperada pero, por lo mismo heroica y salvífica.


Porque aunque estamos ante un relato de gran tristeza, lo cierto es que la lucha desesperada de ambos protagonistas parece tener un papel redentor. No sé si el libro aborda el tema de la incomunicación en tiempos de hiperconectividad, no sé si habla de la soledad y nuestros pensamientos o el modo en que tratamos de protegernos de los mismos y de cómo hay que ser muy valiente para sentarse y dejarse rodear por ellos. Nada de eso sé porque el libro te embarga con una extraña y dura belleza que no deriva de pasajes líricos como sí ocurría en las dos obras anteriores de la autora coreana aquí reseñados anteriormente.


Fiel a su estilo, el lenguaje de Kang es directo y simple, desnudo, crudo y puramente descriptivo. Muchos pasajes son tan solo la descripción de lo que el protagonista ve, lo que se encuentra, lo que hace, pero de manera discursiva, estableciendo un relato, sino describiendo el mero movimiento manual, físico, mecánico, desnudando a sus protagonistas en ocasiones de una poética que, sin embargo, pronto recuperan al mostrar su fragilidad dolorosa.


En el caso del profesor, el relato se expande a través de varias cartas que escribe a su hermana que ha quedado en Alemania o a los relatos imaginarios que querría haber podido escribir para un amigo que quedó en aquella extraña y fría tierra, o a su primer amor, la hija sordomuda (otra vez) de su primer oftalmólogo. Pero la autora no abusa de este recurso ni lo emplea de manera tan amplia como en el caso de Actos humanos, que se aproximaba más a una novela coral.


La clase de griego es un paso más en la construcción de un mundo literario particular. Fiel a sí misma, tal y como contaba en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, para Kang, la escritura es un proceso físico, de experiencia sensitiva. Esto se refleja en su modo de narrar, pero también en el de entender el mundo. De ahí el impacto duradero que tienen sus obras, alejadas de la rutina repetitiva de muchos de los autores contemporáneos, separados del mundo, ajenos a cuanto nos rodea, indiferentes a cuanto se halle en el centro de todo. Por contra, Kang no renuncia a esa búsqueda y por el momento nos permite acompañarla en ese viaje. Afortunados somos.  


25 de abril de 2025

Actos humanos (Han Kamg)


En Actos humanos, Han Kang no solo narra, sino que revive, un oscuro capítulo de la historia de Corea del Sur: la masacre de Gwangju. La novela entreteje siete voces distintas, cada una marcada por el dolor y la resistencia, logrando un retrato íntimo y desgarrador del sacrificio colectivo. Kang no nos ofrece consuelo, solo una cruda verdad: el dolor de las víctimas es la única fuerza capaz de confrontar la barbarie. Al leer esta obra, el lector no es un mero espectador; se convierte en testigo y, quizás, en víctima.


Actos humanos es la continuación temática de La vegetariana. Siete años separan la publicación de ambas obras y tal vez una ambición literaria y estética diferente, más madura y concienciada, fruto de una evolución personal de la autora o, simplemente, creada en un momento en el que podía comenzar a hablarse sobre unos hechos que habían querido ser enterrados, olvidados por los criminales que los perpetraron y por las nuevas autoridades democráticas coreanas, más interesadas en ofrecer una imagen ante el mundo de modernidad y progreso que de remover el pasado inmediato del país.  


Porque donde La vegetariana nos habla de la presión social sobre el individuo, la violencia invisible o manifiesta, la opresión que mata, Actos humanos abre paso a la violencia militar explícita, a la imposición del poder del Estado sobre la sociedad y cómo ésta se resiste y organiza hasta sucumbir, y las heridas que todo ello traen consigo, cómo se sobrelleva ese dolor, esa rabia.


Los hechos a que se refiere Actos humanos tuvieron lugar en la llamada masacre de Gwangju, ocurrida en mayo de 1980 en dicha ciudad, cuando los ciudadanos se levantaron en protesta contra el régimen militar. El 18 de mayo, estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju comenzaron a protestar por la imposición de la ley marcial en todo el país reclamando el fin del régimen militar y la instauración de la democracia.


El gobierno desplegó tropas de élite para acabar con la revuelta pero la población logró expulsar a los militares de la ciudad instaurándose un gobierno popular que resistió hasta la definitiva entrada del ejército el 27 de mayo, con la consiguiente masacre, detenciones, ejecuciones sumarias, encarcelamientos y torturas. Doscientas víctimas según las fuentes oficiales, varios miles según observadores internacionales.  


La tragedia fue ocultada por la prensa del régimen militar y las familias apenas se atrevían a hablar de ello más allá de susurros en las cocinas, lejos de oídos extraños, casi como si hubiera que avergonzarse o disculparse por lo ocurrido. La familia de Han Kang residió en Gwangju hasta pocos meses antes de la revuelta y precisamente marcharon a Seúl tratando de huir de una situación que se anticipaba explosiva y peligrosa. Pero parte de la familia quedó allí, y Han Kang escuchaba a hurtadillas historias de muertos, mutilados, torturados, hasta que con el tiempo pudo tener una idea cabal de lo sucedido, estableciendo una conexión emocional que germina en Actos humanos.


Pero, ¿cómo abordar un tema tan duro y complejo? Han Kang que demostró una extraordinaria sensibilidad en su anterior novela se rebela aquí como una narradora portentosa al abordar esta temática de un modo realmente original y profundo, recurriendo nuevamente a un juego coral de voces que surgen desde casi todos los ángulos desde los que puede ser tratada la tragedia.



La novela, porque no podemos obviar que estamos ante una novela ficcionada sobre unos hechos reales y tomando gran parte de los mismos como base del relato, se articula en torno a siete historias, contadas cada una por diferentes partícipes, víctimas podríamos decir, de la tragedia, ofreciendo una visión parcial y reducida del colosal sacrificio sufrido pero cuya suma ofrece un fresco completo del sufrimiento humano ejemplificado en este concreto lugar y momento histórico.


Siete perspectivas que van completando el cuadro global, de los días previos, del desarrollo del conflicto, de las esperanzas ciudadanas, de la solidaridad y valentía de los resistentes civiles y de las consecuencias sufridas por todos ellos, los supervivientes y quienes terminaron convirtiéndose en mártires, un relato que compone un todo, llegando hasta los años en que la autora comienza a escribir la novela, cuando aún se pueden percibir en sus personajes el impacto de las torturas, de las ausencias.


Entre estas voces tenemos la de Dong-ho, un adolescente que decide, conmovido por el dolor que presencia a su alrededor, presentarse voluntario en el centro municipal en el que se custodia a los cadáveres de los resistentes a la espera de que sus familiares los reconozcan y se pueda ir haciendo el correspondiente entierro y homenaje. Un muchacho cuya determinación apenas sabemos de dónde nace pero que afronta con valor una situación que no ha buscado pero que acepta con todas las consecuencias que pueda traer consigo.

 


Otra voz narrativa es la de su madre, una reflexión sobre el dolor que perdura mucho más allá del fin de los hechos, que le acompañara hasta la tumba, el dolor de las víctimas trasplantado a sus deudos. Otra perspectiva la tendremos en los torturados que arrastrarán las terribles consecuencias físicas y psicológicas hasta sus muertes, trágicas o anodinas según el caso. Y en las personas que arriesgan sus vidas tratando de dar voz a todo este sufrimiento en libros, obras de teatro, cualquier manifestación en recuerdo y homenaje a cuanto sucedió.  


Y, nuevamente, la realidad asalta la ficción puesto que Han Kang resultó atacada en el momento de la publicación de Actos humanos, aumentando su prestigio internacional con un aura de resistencia pasiva que ya había sido puesta de manifiesto con su obra anterior y que desmiente su débil y tímida apariencia.


Otra originalísima y bella voz es la representada por las almas de los muertos, que aún se aferran a la carne mientras conserven el calor, el último rescoldo. Y así sucesivamente, hasta llegar a la séptima y última voz narrativa, la de la propia autora, narrando ficcionalmente cómo tuvo conocimiento de la tragedia, el modo en que fue haciéndose cargo de lo sucedido, del dolor ajeno haciéndolo propio. De cómo visitó los lugares que describe en la novela, cerrando así un círculo y dejando sembradas las reflexiones en el lector.


Y estas ideas giran en torno a la violencia organizada y su contrapeso en la sociedad resistente, esa obligación de reclamar lo que es propio, la reivindicación de la memoria de la crueldad, no solo por justicia con las víctimas, sino por justicia con nosotros mismos, porque merezcamos un futuro mejor.  


En Actos humanos la presencia de la Naturaleza vuelve a tener un importante papel. Los árboles, el color de la vegetación, la lluvia, las avecillas, juegan como contraste, como símbolo de un mundo no corrompido, como contrapeso estético del horror. El lenguaje resulta en gran parte frío y puramente descriptivo, sin pretensiones de suavizar la realidad. Sin embargo, hay pasajes donde la forma gana al fondo, en especial cuando se habla de las almas de los muertos. Es de agradecer la labor traductora de Sunme Yoon, en la edición de Rata.  


Como se indica en la solapa del libro, éste sólo ha de leerse si el lector está dispuesto a convertirse en víctima, porque aquí no hay espacio para los asesinos y torturadores, no hay oportunidad para el perdón, éste no se niega, pero tampoco se explicita. Uno debe adentrarse primero en el sufrimiento, luego ya veremos. Y también porque queremos creer en un mundo en el que la bondad de las víctimas se alza como parapeto contra la barbarie, un mensaje inocente y candoroso sin duda, pero que en manos de personas fuertes se torna en una verdad tangible, capaz de ser llevada a la práctica. Para Han Kang, el acto de escribir es una toma de postura, un modo de resistencia valiente, leer esta novela es la forma en que los lectores damos vida a su impulso.