13 de junio de 2024

New York, New York (Javier Reverte)


 

La Literatura viajera no forma parte de nuestra tradición canónica, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones donde el género tiene gran prestigio, lo que implica que grandes autores hayan hecho importantes aportaciones al género.

 

Y es sorprendente ya que España ha sido objeto de numerosos libros de viajeros y visitantes que nos han retratado como bárbaros, gitanos con guitarra, toreros y bandoleros, pobres, corruptos e incultos, salvo contadas excepciones que han evitado el exotismo y caer en el tópico. Desde el Manual para viajeros por España, de Richard Ford, una versión decimonónica de las Guías Lonely Planet, al Viaje por España de Théophile Gautier o La Biblia en España de George Borrow, muchos han dejado su visión de estas tierras sin que por ello hayamos sentido idéntico impulso, ni por visitar las propias de una manera similar, ni por andar por otras y dar cuenta de nuestras impresiones.

 

Pero esta relativa sequía concluye de manera deslumbrante con El sueño de África (1996) de Javier Reverte y sus dos secuelas (Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África). En el estilo de otros afamados autores contemporáneos, Reverte encontró una fórmula maestra que atrapó a innumerables lectores. El relato se vertebra sobre la idea del viaje del propio autor, sus anécdotas, miedos y peripecias, debidamente salteadas con notas de color local, conversaciones con quienes se cruza, abundantes referencias históricas al pasado del país visitado y bastantes guiños a las obras de otros viajeros, obras musicales y literarias relacionadas de un modo u otro con ese entorno. También hay un importante peso del contraste y comparación, de cuánto nos parecemos en el fondo pese a las aparentes diferencias, y de cuánto nos separa y podemos aprender de lo ajeno.

 

El éxito de esta fórmula depende en gran medida de la pericia en combinar todos esos elementos, de la manera en que se enhebre un relato coherente, que no ofrezca la impresión de una mera colección de retales tomados de aquí o allá sin más sentido que el de completar el número de páginas requerido por el editor. Desde luego, también pesa el talento para la narración del autor, y el interés del lector en los parajes visitados. Lo primero puede hacer que un lugar sin apenas interés resulte tan apasionante como la India de Kipling, lo segundo puede convertir en digerible una obra que de otro modo habríamos dejado de lado en el estante de la librería.

 

Y dicho todo esto, hay que concluir que Javier Reverte logró en títulos como la ya citada Trilogía de África, u otros como Corazón de Ulises sobre la Grecia clásica o Canta Irlanda, un éxito más que merecido por la calidad e interés de lo escrito.

 

En el caso del libro que aquí nos ocupa, New York, New York (Ed. Plaza & Janés), el sentimiento es ambiguo. De una parte, el talento de Reverte es innegable, su prosa limpia, con pasajes rápidos e ingeniosos, sabe dejar hueco para cierto lirismo, sin cansar por ello, recurriendo siempre a lo literario, dando protagonismo a las grandes figuras en casi la misma medida que a quienes no figuran en los relatos oficiales pero que contribuyeron tanto o más a la Historia.

 

Pero, por otra parte, uno siente que la fórmula se agota y que la esencia de la localización se escapa entre los dedos del autor, que lo que trata de expresar no llega a formularse de manera convincente.

 

Veamos. El planteamiento de New York, New York es el de describir los tres meses que el autor pasó en la ciudad, instalado gracias a los ingresos de un premio literario y con el fin de iniciar la escritura de una novela. Así, el tiempo de Reverte en Nueva York se distribuye como él mismo señala, en paseos errabundos por la urbe y tiempo de escritura. Para ello, toma la forma de diario, en un sentido exclusivamente formal, ya que lo escrito no va dirigido al propio Reverte, sino al lector del libro que sabe que va a publicar, pero sí toma el formalismo de las entradas diarias.

 

Esto le permite dejar un tono de cotidianeidad y rutina, de dar cuenta de como amanece cada día, si llueve o hace calor, de lo que come y dónde, de lo que hacer en cada momento sin mayor rango o discriminación entre lo irrelevante y lo mollar, entre visitas más o menos previsibles y estereotipadas o hechos más interesantes. Y no hay mayor modo de romper la magia del viaje, que verse sometido a una interminable ristra de hechos triviales y que poco aportan, que no responden a una selección del escritor, una debida priorización que permita una narración coherente de la visita. Más bien, nos desliza en ocasiones la sensación de un diario de un personaje de una película de Woody Allen, un ocioso burgués sin mucho que hacer más allá de pasear, visitar exposiciones y hablar con cuantos se cruce pero que, en ningún caso, aporta un valor adicional, una pizca de ese deseo de visitar lo descrito.


En ocasiones resultan más sugerentes las citas y reflexiones de otros autores sobre la ciudad que las que él mismo formula, invitando casi a abandonar el libro por ese otro que parece más inspirado. Y, sin embargo, pese a ello, hay algo que te aferra a estas páginas. Tal vez sea la simpatía por el autor, por esa impresión que deja en ocasiones de que, a diferencia de la odisea africana, cualquiera podría pisar estas calles y hacer lo mismo que él, que no tiene nada especial que mostrarnos, que tal vez, cualquiera puede perderse en esta urbe sin necesidad de que él nos ilumine con mejores artes. Porque, y en esto hay que dar la razón a Reverte, poco podrá hacer para describir el skyline de Manhattan o el esplendor del puente de Brooklyn o la impresión de la Estatua de la Libertad. Poco puede hacer para dibujar ese enjambrado y bullicioso ambiente de las calles neoyorkinas que no tengamos ya en nuestra retina gracias al cine. Nada podrá decirnos que no sepamos sobre esta ciudad, tal vez algún pequeño dato, algún vislumbre inédito, pero Reverte se rinde a la posibilidad de la sorpresa.



Y, visto así, el libro se convierte a mis ojos en el pequeño y culto relato de unas largas vacaciones de un hombre en la capital del mundo. Una persona capaz de comer tartar de salmón en un restaurante francés o de asistir recurrentementea varios conciertos de jazz sin entender nada de esta música. De ir a un concierto de Joan Baez y llorar escuchando The Night They Drove Old Dixie Down, qué no habría hecho si hubiera escuchado a The Band.  Es así como, poco a poco, dejando ver algunas costuras imperfectas, me reconcilio con la lectura y concluyo el libro.


Y gracias a Reverte siempre creeré que las calles de Nueva York saben guardar un silencio tan pasmoso en algunos momentos que equivale a la soledad ruidosa de un bosque o que existen pequeños rincones en Central Park donde uno puede respirar y sentir la presencia de los espíritus de aquellos indios que habitaron la isla antes de la llegada de los holandeses. También será ese lugar donde te puedas encontrar paseando por la calle con un antiguo amigo largamente perdido de visita por la ciudad, y que acude para correr la famosa maratón pero de espaldas, ahí es nada. Un lugar en el que, pese a ser la ciudad que nunca duerme, cada mañana amanecemos para mirar por la ventana qué día nos espera hoy y decidir si asaltamos el bar de la Estación Central y sus ostras o si visitamos la tumba de Federico García, el padre de otro Federico García más famoso, que vino a morir donde su hijo encontró la inspiración para uno de los mejores libros de poesía de nuestro siglo pasado.


Y también, como un poso prejuicioso, tal vez de mera envidia, creeré que ante la grandeza de los paisajes africanos o el inmenso peso de la historia de Occidente condensada en un puñado de islas y una península, el fresco que nos ofrece Nueva York es hueco y superficial. Que la altura de sus rascacielos no es sino un intento inútil y egocéntrico por rivalizar con Babel y que un olivo anciano, azotado por el viento del Egeo guarda más verdad y asienta mejor sus raíces que todo el bajo Manhattan. Y todo esto ahora también lo sé gracias a Reverte.



 

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