9 de septiembre de 2024

Gozo (Azahara Alonso)


Gozo, una pequeña isla en el corazón del Mediterráneo, se convierte en el escenario de una exploración íntima y filosófica sobre el significado de un año sabático. Azahara Alonso nos invita a sumergirnos en un viaje donde las preguntas son más importantes que las respuestas, y donde el ritmo pausado de la vida insular revela la esencia de una pausa vital. ¿Qué significa realmente detenerse en un mundo que nunca deja de girar?


Gozo es una isla, la segunda más grande del archipiélago que forma la República de Malta, incluida en la Unión Europea desde 2004. Tras un complejo pasado asociado a ocupaciones normandas y a diversas órdenes militares, fue colonia británica entre 1814 y 1964. Malta ha sabido ganarse un lugar precisamente por esa herencia inglesa que le ha permitido convertirse en un destino para estudiantes de idiomas temerosos de la niebla y la gastronomía británica y que aquí pueden dedicarse a estudiar por las mañanas y tirarse sobre la arena por las tardes.

 

Gozo tiene una extensión de 67 kilómetros cuadrados y una población de 30.000 habitantes, su lado más largo es de unos 14 kilómetros y el más estrecho de unos 5 kilómetros. Esto arroja una densidad poblacional de 470 habitantes por kilómetro cuadrado, casi pareja a la densidad de iglesias, puesto que la isla se precia de tener un templo, entendido en sentido amplio, por cada día del año.

 

Pese a la herencia católica, las costumbres toman prestada ciertas rutinas de su vecino mayor, Italia, como la pasta y los postres, o la defensa a ultranza de un catolicismo propio de otros tiempos donde solo a regañadientes se ha admitido el divorcio, no hablemos de otras desviaciones de la doctrina de la Iglesia.

 

Y a esta remota y breve isla llega Azahara Alonso para vivir durante un año aproximadamente junto a su pareja ante el desconcierto de familiares, amigos y, aún más, de sus nuevos vecinos que solo entienden la vida de los extranjeros en las islas como retiro vacacional, no como retiro del mundo, como destino ideal para un año sabático.

 

¿Pero, qué es un año sabático? ¿A qué nos referimos cuando empleamos una expresión tan manida? Debe durar realmente un año o sirve que se trate de un periodo de tiempo prolongado, ¿seis meses? Y si es más de un año, ¿ya estamos hablando de otra cosa? Y el término sabático, ¿hace referencia al descanso hebreo? ¿A esa obligación religiosa de no hacer nada o se puede considerar que solo implica abandonar la actividad profesional habitual?

 

Y sobre todo esto se interroga la autora, dejando claro que uno puede dedicarse a escribir durante este periodo, pero si se toma el año para escribir un libro, llevar adelante un proyecto, solo estaríamos hablando de un año de descanso del trabajo habitual para llevar a cabo otro diferente.

 

En suma, la esencia de un año sabático es que se trate de un periodo prolongado de tiempo sin una dedicación especial a nada en concreto. Normalmente se asocia con un punto de inflexión, una forma de decir que se pare el mundo, que yo me bajo y me subo cuando vuelva a pasar, y entre tanto reflexiono sobre qué quiero hacer, qué giro quiero que adopte mi vida, mi profesión, mi destino vital.

 

Pero también tenemos la versión supuestamente frecuente en otros países por la que un joven, al concluir sus estudios, se dedica a recorrer el mundo antes de lanzarse a la vida laboral que se supone que le consumirá plenamente en una pira de eficiencia y propósitos renovados. Esta es una extraña figura que no entiendo mucho puesto que, si después de más de veinte años de preparación y formación uno necesita un año para pensar qué hacer con su vida, mal vamos, pero de todo ha de haber.

 

Volvamos a nuestra autora, que decidió residir en este pequeño enclave sin un objetivo muy claro ni definido, tal vez solo para ver lo que pasaba, con una única premisa en mientes, la de tratar de maximizar una exigua cantidad de dinero para hacerla durar en ese remoto paraje el mayor tiempo posible. Esto fue poco después de concluir sus estudios, tal vez después de unos trabajos algo precarios y de una cierta desorientación.

 

Gozo (publicado por Siruela) es, por tanto, el resultado de ese periodo sabático y de las reflexiones nacidas en torno a él. Poco más se puede contar. El texto se forma de conjuntos de párrafos asociados por cierta unidad temática, separados por asteriscos en los que la autora va reflexionando en torno a cualquier asunto que se le ocurra, y aquí cabe todo.

 

Desde la función de la fotografía en esa misión de apropiar al fotografiado, especialmente en la época del selfie, del mundo entero, a las tradiciones perdidas largo tiempo, a las reflexiones de pensadores y filósofos sobre el trabajo, el ocio y el salario. Juicios críticos sobre el turismo, las conversaciones casuales, especialmente con isleños que desconfían de todo y todos, que cuentan las cucharillas cuando devuelves las llaves del piso alquilado o cuando ves la profusión de comida basura que parece adueñarse de cada centímetro de la isla.

 

 


 

Se sorprende por la aparente contradicción de la dependencia del agua, de su transporte para el abastecimiento, cuando una isla es precisamente un espacio de tierra rodeado de agua y cuando, en Gozo, desde cualquier rincón se divisa el mar, presencia imposible de obviar. También nos habla de la ausencia de árboles, más allá de los ornamentales, de la quietud que se respira en unos templos repartidos por todas partes, de las carreteras enloquecidas y de la afición a combinar la conducción y el alcohol, peligrosa mixtura, como da prueba con algunos hechos luctuosos.

 

Dado que Alonso es filósofa, hace gala de ello con abundantes citas a autores franceses, lo que da siempre un toque intelectual sofisticado, al menos para dar conversación en la mesa camilla. Sus ideas sobre el trabajo, el reparto entre ocio y labor, la posibilidad de vivir sin hacer nada más allá de llegar a ser, realizarse, todas ideas estupendas desde el puesto de profesor universitario de prestigio, con un buen sueldo a cambio de unas cuantas horas de clase a la semana.

 

Pero de todo ello saca brillo nuestra isleña, de todo saca fruto porque tal vez la esencia de ese sabatismo es precisamente poder extraer el jugo que haya en cada idea, no depender de encontrar el tiempo suficiente para reflexionar sobre ello, el poder observar la vida de los otros, el modo en que se conducen y sorprenderse, como ella hace, de las extensísimas y agotadoras jornadas de las cajeras del supermercado local, de sus propias experiencias cuando trata de buscar un trabajo de unas pocas horas para alargar en algo su exilio en medio del Mediterráneo.

 

Y poco más se puede contar de este libro sin entrar a enumerar cada uno de los infinitos puntos sobre los que se detiene, en ocasiones de manera reiterada a lo largo de las páginas, en otras para sopesar la cuestión y no retomarla nunca más.

 

No hay tampoco una descripción cronológica del año, antes bien, se pretende todo lo contrario, saltar del año sabático a momentos previos, momentos posteriores, de hecho el libro se escribe ya regresada a España, sin duda tal vez el libro resulta más bien una idea que nace una vez ya reincorporada a la vida civil, al compromiso con la sociedad y con uno mismo, a la vida ordinaria de la que el año sabático fue tan solo un breve paréntesis al que ahora se aferra como oasis imaginario, como punto de escape intelectual.

 

Lo cierto es que es un libro que en un principio no se sabe a dónde se dirige, pero termina por gustar precisamente por ello, porque nos lleva a muchos lugares, algunos que nos interesan, otros que no tanto, pero siempre resulta estimulante. Azahara Alonso no ofrece recetas ni respuestas, ya se sabe que la filosofía comienza por hacerse preguntas, y en este libro las hay a cientos. Para quien se deje cautivar por la hermosa portada, sepa que es una promesa de un interior tan fresco y jugoso como el del melocotón que se nos ofrece.

 

1 de septiembre de 2024

Filosofía de la canción moderna (Bob Dylan)

 

 

Bob Dylan no es un autor cualquiera, y su último libro, Filosofía de la canción moderna, no es un libro cualquiera. ¿Qué pasa cuando el polémico Nobel de Literatura decide desentrañar los secretos de la música popular? El resultado es una obra tan intrigante como provocadora. En esta reseña, nos sumergimos en un viaje literario donde las canciones son más que melodías: son las llaves que abren las puertas de la mente de un genio. ¿Está Dylan a la altura de su propio mito o suena más como un eco perdido en la fama? Vamos a descubrirlo.

 

La publicación de un libro por parte de un premiado con el Nobel de Literatura siempre parece un acontecimiento. En especial, se espera que se cumpla la supuesta maldición que asegura que este premio trae la sequía creativa a su receptor. Tal vez esto se deba a la promoción incesante, giras internacionales reediciones, homenajes, etc.


Pero cuando realmente no hay un mérito relevante previo, poco o nada se debe esperar. Tampoco el autor debe tener una especial presión por tratar de estar a la altura del reconocimiento. Más aún cuando uno no se ha tomado la molestia de rechazar el premio y ni tan siquiera la de recogerlo ni ofrecer el discurso de cortesía. Y qué decir si los dos únicos libros previos publicados por él son el inclasificable Tarántula, un galimatías que probablemente tenga la misma incoherencia que una noche de alcohol y póker, o Crónicas, una especie de personal autobiografía tan solo interesante para los seguidores del artista, pero no relevante a efectos literarios.



En años recientes, este premio ha estado salpicado por continuas controversias, bien por preterir a autores con inconmensurables méritos, bien por cederse a cuestiones tan extraliterarias como el género del autor, su ideología, religión o su procedencia religiosa. Y, pese a ello, el reconocimiento a favor de Bob Dylan llevó a una casi sospechosa unanimidad en cuanto a su rechazo.



En este punto se ha de tomar partido, y el mío es claro. Dylan ha hecho mucho por la poesía, por el lenguaje poético al menos, por su difusión entre personas que, de otro modo, tan solo habrían tenido como referencia literaria los guiones de series de televisión o las rimas de una canción de Shakira. Mucho más que cualquier rapsoda albanés que cante desde lo alto de una montaña para que le oigan las nubes y las piedras, más que un pastor de cabras somalí que haya escrito las más hermosas palabras en la corteza de un baobab antes de que las borrara el orín de un ñu.


Dicho esto, ya podemos comenzar por comentar el último libro publicado por Dylan, Filosofía de la canción moderna.


Dar cuenta de la idea y pretensión del libro es sencillo. Se trata de seleccionar 66 canciones que, de algún modo, representen aspectos relevantes de la vida moderna y reflexionar así sobre ellos. Subyace esa idea de que la canción popular ofrece una visión más real y fidedigna de nuestra vida que cualquier texto filosófico, que ese saber popular que se recoge por parte de los compositores y cantantes tiene mayor valor que cualquier otro modo de analizar la sociedad en que vivimos. Que estas personalidades, muchas veces en los márgenes de la vida social, son como zahoríes dotados de un don para apreciar las trampas y engaños de nuestra vida que al resto de comunes mortales nos son vedados debido a nuestra insustancialidad.



Y ésta es la explicación de esa supuesta filosofía que se desprende de la canción

moderna tal y como aquí la concibe Dylan. Porque la música siempre refleja los sueños, los anhelos de una sociedad, más aún cuando el negocio siempre ha tenido un pie dentro de la ley y otro algo fuera y cuando sus principales próceres no han sido en la mayoría de los casos ejemplos de vida, desde el bien vestido Sinatra al desastrado Howlin` Wolf.


Es decir, la canción moderna ha venido a inclinarse por algunas anomalías de la vida en contra de otras circunstancias más habituales. Si pudiéramos hacer recuento de las canciones sobre rupturas y desengaños, infidelidades, asesinatos, robos y demás, tendríamos un escenario que, de ser verídico en su totalidad, haría dar la vuelta a cualquiera que viniera de otra galaxia. También es cierto que si las canciones tratasen sobre estar sentado viendo la televisión mientras tu pareja ronca o que hay que acordarse de cambiar el abrillantador del lavavajillas, la industria musical nunca habría existido.


El esquema del libro es sencillo. Se enuncia la canción, sus datos de publicación y autoría y seguidamente entramos en un primer apartado en el que Dylan se dirige, según el caso, al protagonista de la canción o al destinatario de la misma, siempre empleando la segunda persona del singular, generando un efecto de cuestionamiento al lector que termina por verse interpelado por el autor. Es en estos apartados en los que Dylan da rienda suelta a su palabrería, asociaciones libres, acumulación de imágenes y demás recursos estilísticos con

el fin de imprimir un cierto tono y carácter a la escritura.


Seguidamente, pasa a detallar cuestiones varias sobre la grabación, el artista, el sello, el contexto de la época o lo que proceda según la materia de la canción. Podemos hablar de la fuerza del cine tomando como disculpas Saturday Night At The Movies por The Drifters, la vida en la frontera mexicana a comienzos de siglo con El Paso o los problemas de la guerra de Vietnam a través de Waist Deep in The Big Muddy de Pete Seeger.


En pocas ocasiones se permite el lujo de hablar de los aspectos musicales, dejando claro que de lo que aquí se trata es de reflexionar sobre ese mensaje de la canción moderna y los valores que representa. Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash o las ligaduras y modulación de Perry Como. Los conflictos raciales (Tutti Frutti), la vida acelerada con los autos (I Got A Woman), las infidelidades y los amores difíciles (Money Honey, Long Tall Sally), el alcohol y la perseverancia en los valores propios (Big River), la frustración juvenil (My Generation), la moda como representación de rebeldía (Blue Suede Shoes), todo ello tiene aquí su lugar.


Tan solo ocasionalmente dedica algunas palabras a la instrumentación, la importancia del ritmo de guitarra acústica de Johnny Cash en Big River o las ligaduras y modulación de Perry Como.


En el momento de la publicación de este libro resultó muy criticada la selección de los artistas y canciones. En efecto, prácticamente todas ellas son de origen norteamericano, apenas si aparecen The Clash, The Who o Elvis Costello, y aún en estos casos la selección parece casi algo forzada, una forma de dar la cuota correspondiente a la música extranjera o de autohomenajearse como en el caso de Pump It Up, una clara versión de su Subterranean Homesick Blues. No olvidemos que en los Estados Unidos no siempre es fácil escuchar música foránea y por ello la British Invasion fue un acontecimiento por su excepcionalidad.


También hay selecciones sospechosas por desentonar en el contexto de la obra, como The Fugees o la canción elegida de Cher, cuando parecería que I Got You, Babe habría sido la elección preferida al destacarse en la época su parecido sospechoso con el estribillo de Like A Rolling Stone.


Pero es que no estamos ante una lista de las mejores canciones de la historia, sino ante una selección personal. No aparecen los Beatles ni los Stones, tampoco el propio Dylan un rasgo de modestia de agradecer, pero en cambio, sí todos los héroes que Dylan admiraba en los años cincuenta como Roy Orbison, Little Richard, Elvis Presley, Johnny Cash, Vince Taylor o Carl Perkins.



También da buena cuenta de toda la música negra con la que creció como Ray Charles, Jimmy Reed o Sonny Burgess. No echamos en falta tampoco a los ídolos de juventud como Ricky Nelson o a los crooners a los que recientemente, y de manera bastante Incomprendida e incomprensible, le ha dado por versionar, comenzando por Sinatra y siguiendo por Perry Como, Dean Martin o incluso Domenico Modugno.


Como es de esperar, hay una presencia generosa del country y el bluegrass, en sus

versiones más antiguas, ofreciendo un abanico que abarca desde los años veinte hasta la actualidad, pero con un peso especial para los años cuarenta y cincuenta.


Pero vayamos acabando. ¿A quién puede interesar este libro? En su intento original de tratar de desvelar la filosofía de nuestros tiempos a través de sus canciones, creo que no hay un logro reseñable. Ni el libro tiene la sistemática debida, ni los temas parecen elegidos por su representatividad. Como esfuerzo literario no parece tampoco muy logrado. Como selección musical para aprender diversas cuestiones sobre música, hacer descubrimientos de joyas perdidas, tampoco parece cumplir con unas expectativas básicas. Ni siquiera acompañando la lectura de las innumerables listas de reproducción que existen en Spotify o YouTube se logra el fin pretendido.


Y, sin embargo, he disfrutado de la lectura. Me he sorprendido por alguna canción, por determinadas historias que desconocía tras títulos que escuchaba por primera vez o que tenía más que sabidos. He tenido que revisitar muchas de estas canciones al ofrecerse una interpretación original que nunca creí posible de temas tan conocidos como Blue Moon o Don`t Let Me Be Misunderstood, y aunque no me ha convencido la propuesta de Dylan, es cierto que fuerzan a reconsiderar tu opinión sobre dichos temas.


Y dicho esto, tan solo para fans acérrimos puede recomendarse este libro sin riesgo de que te lo devuelvan arrojado a la cabeza. Pero así es Dylan, capaz de escribir Visions Of Johanna y Country Pie, de cantar a Sinatra con una voz propia de un tío borracho en la cena de Navidad y de susurrar mágicamente la letra de I Threw It All Away.