23 de octubre de 2022

SPQR: Una historia de la antigua Roma (Mary Beard)



 

Mary Beard es una popular divulgadora histórica, especializada en la Roma antigua y que ha merecido muy variados galardones y reconocimientos entre los que, en la parte que más nos atañe, se encuentra el Príncipe de Asturias. Sus documentales han tenido cuotas de audiencia dignas de otros formatos más a la moda gracias a su mezcla de desenfado y rigor, curiosidades y grandes conceptos. Sin embargo, este formato visual, pese a la ventaja de las imágenes, no permite la misma condensación de conocimientos y rigor que un libro extenso.

Éste es el caso de SPQR: una historia de la antigua Roma (Crítica, 2016) que, en sus casi setecientas páginas ofrece un panorama bastante completo del periodo que va desde la fundación mítica de Roma por Rómulo y Remo, hasta la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio por parte de Caracalla en el año 212 d.C.

La elección de este paréntesis de 1.000 años no es casual, ya que Mary Beard hace pivotar el libro entre otras cuestiones, en la visión y relación que los romanos tenían de sí mismos, de su misión en el mundo, de cómo se relacionaban con el resto de pueblos o de cómo organizaban sus instituciones para poder garantizar el gobierno y explotación de los territorios conquistados.

Mary Beard toma como punto de partida la mítica fundación de Roma en el 753 a.C. y se pregunta cómo veían y entendían los escritores romanos este mito. Aunque algunos sí sostenían la literalidad de la historia, amamantamiento de la loba incluido, lo cierto es que la mayoría de los autores creían más plausible que los niños hubieran sido recogidos en las lindes de la actual Roma, en la orilla del Tíber, por alguna mujer de mal vivir (lupa también significaba prostituta o mujer de mala reputación). Menos discrepancias levanta la lucha fratricida y la posterior muerte o asesinato de Remo por parte de Rómulo, ahora sí, convertido en el primer rey romano. La mítica continúa explicando cómo creció el pequeño asentamiento gracias al engaño y bajeza que mostraron esos pobladores de baja ralea en el conocido como rapto de las Sabinas y en la declaración de ciudad abierta a todo tipo de farfulleros, tumultuarios y demás desheredados que quisieran encontrar un cobijo e indiferencia a sus fechorías.  

Este origen tan poco glamuroso marcará una referencia a través de la que los romanos se verán a sí mismos como un pueblo de aluvión, diferente de los refinados griegos que ocupaban el sur de Italia o, incluso, de los pueblos latinos del centro peninsular. Este carácter de hombres de frontera les llevará a venerar siempre virtudes como la austeridad, el dominio sobre otros pueblos, pero también el rechazo a quien trate de acumular exceso de poder o de imponerlo al resto de ciudadanos.

La monarquía dejará un poso de instituciones que se extenderán a la República sin heredar el rechazo que los romanos siempre mostrarán por los monarcas. En los desfiles de la victoria, nada será más abucheado y vilipendiado que un rey enemigo cautivo, pero también, la insinuación de que un determinado cargo público pretendía convertirse en rey bastaba para desencadenar su caída en desgracia. Así, de aquel tiempo llegarán las Doce Tablas como germen del derecho romano, o las iniciales conquistas de los pueblos limítrofes en campañas que, más bien, pueden considerarse como meras partidas de lucha y rapiña.

Pero si los habitantes de Roma no eran puros ni venerables, tampoco lo era su monarquía que se entremezclaba con ramas de otros pueblos, como los Tarquinos, de posible origen etrusco, lo que puede dar a entender que el poder creciente de Roma no era sino fruto de su política de alianzas o, incluso, que resultó de una reelaboración posterior y que, durante mucho tiempo, Roma fue conquistada por otros pueblos, hecho que quedó sepultado bajo diversas leyendas y mitos difíciles de discernir.

Toda esta herencia llevará a los romanos a crear su República, un régimen peculiar en el que no se puede hablar de democracia en un sentido similar al de algunas ciudades griegas de siglos anteriores, pero en el que había un notable juego de pesos y contrapoderes que garantizaban un equilibrio que sirvió para fundamentar la importancia de Roma en toda Italia y sentó las bases de su configuración como poder que aspiraba al dominio universal.

El sistema de elecciones no estaba exento de violencia, engaños y presiones. La distribución en tribus permitía que los ciudadanos de mayor peso económico o con mayor relevancia y prestigio gozaran de una sobrerrepresentación. Sin embargo, como en las campañas electorales actuales, pese a que los más pudientes podían bastarse a sí mismos para lograr el control de los principales cargos, siempre se trataba de lograr el voto popular. Se hacían gestos que terminarían por dar forma a la política del  pan y circo y que legará a Roma un espléndido patrimonio de teatros, baños, mercados, circos, anfiteatros, templos y otra infinidad de construcciones públicas que no pretendían otra cosa que ganar el aplauso de unos votantes dispuestos a dejarse engañar.

Una sociedad expansiva como la romana, con una larga tradición de violencia, rapto y robo, y unas necesidades financieras que su sistema de gobierno exacerbaba como hemos visto, vivía entre dos fuerzas que la impulsaban y dividían. De una parte, quienes querían preservar los privilegios de los ciudadanos, la reserva de los cargos públicos y las riquezas que las conquistas traían. De otra, quienes comprendían que la expansión no podía hacerse sobre la base de multitud de pueblos sometidos, superiores en número y capaces de volver a llevar a Roma a la ocupación y destrucción del año 390 a.C., otra fecha clave en el imaginario colectivo romano.    

La conocida como guerra social, representa el enfrentamiento entre las ciudades itálicas que, pese a haber contribuido a la expansión de Roma con sus tropas y suministros, no gozaban de los beneficios de la ciudadanía romana. El conflicto fue ganado por la República pero desangró la península y también las entrañas de Roma y concluyó concediéndose la ciudadanía a los derrotados. Desde ese momento, infinidad de ciudadanos adquirían el derecho de voto que, sin embargo, al poder realizarse tan solo presencialmente en la capital, quedaba reducido a un mero formalismo solo al alcance de los más ricos. Por contra, el sometimiento a los impuestos y a las leyes romanas se extendieron como un símbolo más del poder de la República.

Las victorias en Hispania, Cartago, Grecia, África, Asia Menor, la Galia, garantizaban riqueza, infinidad de puestos públicos para una clase funcionarial creciente, un ejército poderoso que contaba con innumerables ventajas y frecuentes repartos de tierras de las zonas conquistadas. Pero el brillo no ocultaba las continuas tensiones internas de Roma, sus conflictos sempiternos entre los acaudalados y quienes aspiraban a cierta movilidad social, quienes recurrían a la violencia civil al no lograr por otras vías sus objetivos o quienes se apoyaban en sus cargos para ganar poder y riqueza cayendo en el soborno o el asesinato político.

Y en todos estos conflictos, como un eco del pasado, cada parte vindicaba para sí los valores de una República, una austeridad y un virtuosismo que formaba parte de ese imaginario colectivo en torno al cual se pueden unir las más diversas clases sociales al margen de sus propios intereses. Pero lo que, en gran medida, determinaba estos conflictos era la contradicción entre unas instituciones pensadas para gobernar poco más que una gran ciudad, aplicadas al gobierno de gran parte de lo que era el mundo conocido. A esta crisis política trató de dar respuesta sin éxito Julio César, pero sería su hijo, Augusto, el llamado a abrir un nuevo periodo en la historia de Roma.

La llegada del Imperio no fue un tránsito sencillo como podría creerse. El rechazo a la acumulación de poder de los reyes dificultaba la posibilidad de aceptación del poder del emperador. Por ello, Augusto se envolvió en las formas de la República conservando el poder del Senado, si bien, favoreciendo a sus partidarios. Mantuvo los antiguos cargos y se convirtió en cónsul casi perpetuo haciendo creer que su gobierno era el de la vieja tradición romana. Al tiempo, mezcló religión y Estado asumiendo diversas funciones sacerdotales y supo hacer un uso intensivo de la publicidad para adornar sus logros y ocultar sus desaciertos.   

Consolidó la política de obras públicas como medio de granjearse el apoyo del pueblo y garantizó pensiones para los soldados de las legiones, únicos ciudadanos que podían aspirar a algo semejante a nuestro retiro actual. Supo crear un relato de su propio ascenso al poder adecuado a la imagen que quería trasladar y alejado de la realidad, que no era otra que la de haber salido vencedor de una cruenta guerra civil tras la que se desató una importante represión. Pero la publicidad sabía hacer su juego: las columnas conmemorativas atribuían a Augusto todas las conquistas y méritos de Roma como si fueran fruto único de su mano, la presencia de su faz en todas las monedas acuñadas en Roma o su afán porque cada pequeño rincón del Imperio gozara de una estatua suya que ofreciera un cierto parecido con el original, no como hasta la fecha, gracias a la distribución de copias para su reproducción a nivel local, todo ello, en un claro intento de consagrar una imagen omnipresente como el padre de la patria de las dictaduras modernas.

Estos cambios alejaban a Roma de su tradición política, si bien, se conservó la imaginería republicana y sus instituciones, ya vacías de contenido, en un delicado equilibrio en el que sus sucesores no siempre se supieron manejar con idéntica habilidad. Porque los pensadores romanos no se dejaban engañar fácilmente, se atrevieran o no a manifestarlo de manera expresa. Así, en ocasiones se recurría a reescribir el pasado adulterando levemente algunos pasajes de la historia que permitían criticar el presente mediante hechos interpuestos.

Pero este gran imperio contaba con dos graves problemas, en el fondo similares a los de la República. En primer lugar, sus instituciones políticas no parecían capaces de dar respuesta a las exigencias de un territorio tan colosal. La fuerza de las legiones fue creciendo como un factor político determinante, al tiempo que las distancias hacían de los jefes locales autoridades casi independientes, presas en ocasiones de la tentación de una emancipación. Si bien, Mary Beard señala la fortaleza de la administración romana que pudo gestionar al margen del caos político todas las cuestiones fundamentales, lo cierto es que la inestabilidad política, las intrigas en que pronto degeneró la sucesión de los césares, todo ello lastró de manera decisiva la evolución del Imperio.

 

 


En segundo lugar, el tema de la conveniencia de aunar esfuerzos de todos los habitantes del Imperio a la hora de contribuir a la causa común. Por ello, ¿no era mas sensato poder elegir un digno emperador de entre todos los ciudadanos del Imperio que tan solo entre los miembros destacados de una familia?. Igual que ocurría en tiempos de la República, la tensión entre los privilegios de los ciudadanos romanos y el resto de los habitantes del Imperio traería consigo una importante lucha y notables controversias. Los emperadores originarios de regiones remotas del Imperio trajeron nuevos aires y modos a la capital, también nuevos desafíos en un contexto en el que toda la riqueza estaba precisamente en los territorios ocupados, quedando Roma reducida a un sumidero de ociosos, hambrientos y oportunistas que consumían gran parte de los ingresos fiscales sin mayor aportación de valor.

Precisamente, este tránsito de riqueza generó importantes oportunidades para el tráfico de influencias y la corrupción. El poder del soberano podía quedar aplastado por una mera revuelta de su guardia pretoriana, dispuesta a nombrar a su propio candidato. En el año 212 d.C. Caracalla concedió a todos los habitantes libres del Imperio la ciudadanía romana más por una necesidad de aumentar la base impositiva que por otros motivos más éticos o de justicia. Pero como muy bien señala Mary Beard, concedida aquélla, perdía todo su valor. Si todos eran ciudadanos romanos y todos eran juzgados por unas mismas leyes y gozaban de los mismos privilegios y cargas, ¿qué sentido tenía la idea de Imperio? ¿Qué papel quedaba para ese imaginario colectivo que había sido hasta entonces la ciudadanía, la propia idea de Roma? Es aquí donde la autora pone fin a su relato, advirtiendo de que lo que transcurre hasta la caída definitiva del Imperio de Occidente será otra nueva fase marcada por una nueva dicotomía, ya no los ciudadanos del Imperio frente a los ciudadanos romanos, sino la de estos frente a los pueblos que venían a establecerse en los márgenes del Imperio y que terminarían por integrarse en sus propias estructuras en algunos casos, o a desmoronarlo en otros.

La autora reflexiona sobre la conveniencia del estudio de la antigua Roma, asegurando que no es cierto que se deba estudiar porque nuestros tiempos puedan extraer provechosas enseñanzas de aquel pasado. Poco o nada podemos aprender de la crueldad de César en la conquista de la Galia o de los esfuerzos por mantener al pueblo unido en torno a unos ideales de virtud desacompasados de la realidad. Sin embargo, Mary Beard sostiene que sí se puede establecer un diálogo profundo con los romanos, su literatura y su pensamiento que nos permita entendernos mejor. Nuestra esencia es en gran medida romana gracias a su influjo directo, al peso que desde el Renacimiento ha tenido todo el tiempo clásico y al modo en que hemos incorporado su esencia a nuestro quehacer diario.

Si bien sus soluciones no pueden ser las nuestras, lo cierto es que seguimos dando vueltas a cuestiones muy similares. Como ellos, creemos en mitos fundacionales tal vez no menos fantasiosos que la loba capitolina o el rapto de las Sabinas. También como los romanos, nos acogemos a costumbres que sabemos que rememoran hechos falsos pero que dan sentido a nuestra sociedad. El día de Acción de Gracias, la propia Navidad, la idea de progreso, los eslóganes sobre nadie quedándose atrás, la falsa igualdad ante la Ley, tantas y tantas ideas que no resisten la prueba de la realidad pero que abrazamos como ciertas. Y para muchas de ellas seguimos empleando las mismas argumentaciones que los romanos. Alegamos supuestas virtudes cívicas, exigimos apariencia de moralidad a nuestros políticos, también a sus esposas o esposos. Nos planteamos la ciudadanía o la residencia legal de aquellos que llegan a nuestras costas de promisión y debatimos contra quienes no opinan como nosotros, quienes sostienen que esa extensión de nuestros privilegios no son sino una forma de decadencia y descomposición.

Como los romanos, compartimos muchas ideas con nuestros conciudadanos pero no tenemos una única forma de ver el mundo y por ello entramos en conflictos en una dialéctica que reproduce la de Catilina y Cicerón, la de Virgilio y Juvenal, la de todos los que nos precedieron.

Mary Beard consigue que un libro extenso se haga breve. Que apene llegar a su fin. Que se puedan extraer tantas enseñanzas, ideas y reflexiones que no se alcance a dar cuenta de ellas en estas líneas. Porque no solo aporta un relato histórico al uso, sabiendo dar peso a las anécdotas individuales sin perder el rigor o la visión general del periodo, sino que sabe aportar paralelismos con nuestro tiempo. Y por encima de todo, sabe presentarnos a unos romanos muy reales. Unos hombres tan alejados en el tiempo y en nuestra concepción del mundo, de los dioses, de la trascendencia pero tan cercanos en otras cuestiones tan terrenales como el poder, la desigualdad de clase, admitiendo lo anacrónico de este concepto aplicado en este contexto o la adecuación de las estructuras políticas a los tiempos. Este libro es toda una sorpresa y una primera lectura de otras que, sin duda, le seguirán.

 

 

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