En 1978, Edward W. Said sacudió los cimientos de la academia y la cultura occidental con su obra Orientalismo. Lo que parecía ser una mera exploración del pensamiento oriental se reveló como una crítica profunda y provocadora de cómo Occidente ha construido, manipulado y distorsionado la imagen de Oriente durante siglos. Este libro no solo invita a repensar nuestra percepción del "otro", sino que nos obliga a enfrentarnos a nuestras propias ideas preconcebidas y a cuestionar las raíces de muchas de nuestras creencias más arraigadas.
En 1978, Edward W. Said (palestino de nacimiento y profesor en la Universidad de Columbia) publicó Orientalismo (Editorial Debate) generando una enorme polémica y un debate que años después, con la reedición de la obra, en 1995, aún no había cesado.
Sin embargo, Said no hizo otra cosa que poner nombre a una corriente de pensamiento que venía desarrollándose desde siglos atrás, desplegando sus efectos en todo tipo de cuestiones y que parecía haber pasado inadvertida en cuanto a sus implicaciones y consecuencias. Al definir, nombrar y dibujar sus orígenes y evolución terminó por agraviar a unos y otros.
Pero, ¿qué es el orientalismo? Para Said es el proceso de construcción de la imagen e idea que de Oriente se tiene en Occidente. Una imagen que evoluciona con el tiempo pero que va dejando un poso de tópicos e ideas apenas sometidas a crítica y que no solo influye en el modo en que percibimos Oriente, sino que determina también la manera en que Oriente se percibe a sí mismo y, muy especialmente, su relación con Occidente.
La contraposición entre Este y Oeste, pese a lo etérea que resulta desde un punto de vista geográfico, histórico o conceptual, puede remontarse a los tiempos griegos. Una mitología que nos habla de los hoplitas heroicos alzándose en armas para defender sus libertades civiles frente a la homogeneidad de un imperio persa brutal, ciego, oscuro y asesino. Casi una preparación para la victoria final de Alejandro Magno sobre todos aquellos pueblos o para la instalación del Imperio Romano, sentando su capitalidad compartida en el mismísimo Bizancio, es decir, en el pie de Oriente. Pero poco o nada de esto quedará puesto que en la dinámica histórica surgirá la pujanza de una nueva religión, el Islam, que rodeará a Europa por el Sur del Mediterráneo ocupando casi por completo la Península Ibérica y, por el lado opuesto, derribará el rescoldo oriental de Roma y dominará a los pueblos de los Balcanes llegando al corazón de la vieja Europa con el asedio de Viena.
Las cruzadas, la resistencia de Constantinopla, Lepanto, la independencia de Grecia, todo ello son hitos en esa confrontación que pasa a convertirse en una lucha entre ellos y nosotros, entre nuestras ideas y las suyas. Unas ideas nuestras que van abandonando poco a poco la oscuridad y el clericalismo para abrirse a la investigación y a la Ciencia, a los progresos técnicos, al futuro, frente a un mundo anclado en un pasado confuso, monolítico, tosco y turbulento, arracimado e informe. Un sentimiento de superioridad que terminará por extenderse más allá de la Ciencia a aspectos como la moral, lo racial, lo que hoy venimos a llamar de forma muy ligera como supremacismo.
Como el propio autor señala, son conocidos los viajes de europeos por el Oriente, desde el hipotético periplo de Marco Polo a las más fiables historias de Alí Bey, Ruy González de Clavijo o Pedro Páez. Por contra, Battuta, el más famoso viajero árabe, redujo su peregrinar a las tierras de su credo. Este centrarse en uno mismo, el ensimismamiento, llevó a la dificultad para elaborar un pensamiento que definiera para todo Oriente una concepción propia, más aún, una visión de qué representaba para ellos Occidente, a diferencia de lo que comenzaban a hacer los occidentales, que siempre tomarían como vara de medir su propia civilización.
Porque, con el tiempo, los europeos elegirían Oriente como destino favorito para sus viajes. Desde Chateaubriand a Flaubert, Disraeli o Burton, estos viajeros traían a Europa de vuelta una visión que ya nacía repleta de tópicos y prejuicios, racismo y desdén. Es el mismo tiempo en que se hacía el Grand Tour, se recorría Italia admirando la gloria de su pasado y desmereciendo a sus actuales habitantes como latinos inferiores, un escalón siempre por debajo de los rectos protestantes del Norte. Otro tanto podría decirse de los viajeros que visitaban España a la caza de toreros y gitanos y, aún hoy, de guitarras y siestas; qué se le va a hacer, es ese encanto que nosotros negamos el que ven reflejado en nuestras costumbres, tal vez porque les afirman en su sentimiento de estar ante los restos de la cultura islámica que una vez nos dominó.
En esa visión juega un importante papel la supuesta sensualidad oriental, el juego de la seducción y la ligereza de costumbres que todos estos autores pudieron disfrutar rozando o cruzando las líneas de la moralidad de sus propios países, cayendo no solo en la prostitución flagrante sino en la pedofilia en alguna ocasión. Todo muy edificante cuando se pretende al tiempo sermonear sobre las víctimas de sus vicios.
Volvamos por un momento atrás en el tiempo, al inicio formal de ese orientalismo, al momento en que toma auténtica carta de naturaleza, esto es, a la campaña egipcia de Napoleón. Esa campaña tan mal planificada y peor resuelta, que solo logró disimular el fracaso más absoluto gracias a la huida de Napoleón y su coronación como Emperador años después. Fue acompañada de una pléyade de historiadores, estudiosos y filólogos que tomaron el país y sus misterios al asalto. Todas las especulaciones teóricas sobre el pasado remoto podían ser puestas a prueba sobre el terreno y bien que se hizo. Al igual que las expediciones científicas habían surcado los mares durante el siglo anterior (Cook, Malaspina), ahora los científicos recorrían las arenas ardientes de los desiertos para maravillarse ante un pasado magnificente y una ensoñación en la que el origen del Cristianismo en Palestina no era ajeno y jugaba un importante papel.
Y lo que allí vieron les convenció de que los actuales habitantes no estaban a la altura de su legado histórico, y se fue forjando la idea de que el Oriente no era sino un lugar llamado a ser ocupado por los occidentales, en especial por las grandes potencias, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, si bien pronto Rusia y Alemania reclamarían su parte del botín. Creían que esos pueblos no estaban sino para dar fe de su pasado y para servir a los intereses económicos y geopolíticos de las potencias coloniales. Y este convencimiento de superioridad se extiende incluso al siglo XX cuando otra nación aporte a esta tradición del Orientalismo su propia visión los Estados Unidos, creyéndose llamados a traer la libertad al mundo, sea con sus doce puntos (Harold Wilson), sea con las simplistas ideas de traer la democracia a Irak o Pakistán con los resultados que ya todos conocemos.
Porque lo que más revela el Orientalismo, como muy bien señala Said, no es tanto la realidad de Oriente, todo lo contrario, lo que refleja es la imagen que de sí tiene Occidente, una imagen que se vislumbra con el reflejo acristalado de un Oriente frente al que se cree superior.
Y así, por estas páginas Said va desvelando las semillas de este pensamiento, rastreando en los escritos de literatos, de geógrafos, de lingüistas, de religiosos, todas estas ideas. Ve esa evolución y cómo el Orientalismo muta desde una mera curiosidad intelectual hasta el verdadero interés por una clase dominante que aspira a colonizar este espacio. El Orientalismo se convierte en una parte importante de las enseñanzas académicas, los trabajos publicados se multiplican y el interés del público crece puesto que muchos aspiran a ser funcionarios en las colonias, a comerciar con ellas, a dominar en suma ese Oriente sobre el que aún se piensa como si hubiera salido de Las mil y una noches cuya versión traducida por Burton se convirtió en todo un éxito y referente.
De esta visión nadie escapaba. Said reflexiona sobre el modo en que la filología fue el germen de gran parte de estas ideas, con su selección arbitraria de textos originales orientales, sacados de contexto, incluso mal traducidos y reproducidos hasta la saciedad como justificación de sus propias conclusiones preconcebidas. También pone de manifiesto el contradictorio discurso de la izquierda haciendo foco en Marx quien cree que la sociedad oriental es inferior, hay que elevarla, desarrollarla, cree que su pensamiento político, tan occidental por otro lado, puede jugar ese papel, lo mismo que los jerarcas del Imperio Británico al que desprecia. Tampoco muestra una especial preocupación por el individuo oriental, solo le preocupa la masa inerte y narcotizada que el orientalismo dibuja para obviar que tras este retrato hay individuos concretos, con aspiraciones legítimas y tan dignas como las de un londinense o las de un vecino de Tréveris.
Y Occidente alcanza físicamente el dominio de este Oriente. La India forma parte del Imperio Británico, se despliega el gran juego con Rusia, Francia e Inglaterra se disputan Egipto, Palestina, Siria, Jordania, y este impulso colonizador nace, en parte, de ese Orientalismo previo, de la conciencia de que somos capaces de definir en pocos rasgos el carácter propio de medio globo con una simpleza y arrogancia vergonzantes. La apatía, el escaso interés por la vida pública, el histrionismo en los comportamientos sociales, la afectación y la indolencia, todo ello opuesto al rigorismo, a la ciencia y la técnica, al orden colonial.
Porque los políticos de estas naciones ahora omnipotentes, sus militares, sus gobernadores sobre el terreno, los funcionarios y los comerciantes que allí se instalan viajan con todas estas concepciones bien formadas en un todo coherente, una cosmovisión que nadie se ha preocupado de cuestionar.
No es difícil trazar la evolución fatídica del siglo XX, el desastre de gran parte de los procesos de descolonización, la ruina dejada tras la tormenta, el radicalismo y odio a Occidente que se ve en los telediarios, el modo en que aún interpretamos cómo estos pueblos deben salvarse a sí mismos, la ilusión generada por la llamada Primavera árabe, tal vez interpretada aún en esa clave orientalista.
El epílogo de la edición actual de Orientalismo recoge las reflexiones de Said acerca del modo en que fue recibida su obra. Se lamenta de que pocos pudieron juzgarla de manera ecuánime. Los árabes, los orientales en general, le reprocharon su visión occidentalizada, los países occidentales le acusaron de manipulación de los hechos, de reducir su crítica a lo ridículo. También pone de manifiesto que su visión es parcial en el sentido de que estudia el Orientalismo centrándolo en una visión exclusiva de la producción intelectual de Inglaterra y Francia, más levemente Estados Unidos y Alemania, obviando que en Occidente existen otras sensibilidades que tal vez hayan sabido interpretar mejor la realidad oriental, por condiciones geográficas o históricas, como es el caso de España o los Balcanes y Grecia.
Sea como fuere, este libro se presenta como una excelente oportunidad de replantearse gran parte de los conceptos que damos por sentados, de reflexionar sobre las construcciones intelectuales y sus motivos, las circunstancias que las hicieron nacer. Y, sea como fuere, lo cierto es que evidencia el inmenso abismo que aún hoy separa a dos grandes bloques geográficos y humanos que, pese a estar llamados a entenderse, caminan por mundos paralelos, ajenos el uno al otro.
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