9 de mayo de 2009

Como una novela (Daniel Pennac)


Nacemos ávidos de historias. Desde que somos capaces de entender un vocabulario mínimo nos convertimos en tiranos de nuestros padres, reclamando esa dosis diaria de cuentos para irnos a dormir, para comer o para atarnos los zapatos. En un principio puede ser el gusto de escuchar una voz conocida y tranquilizadora, pero pronto ésta pasa a ser un elemento que cede su lugar a las historias que salen de su boca. Hechizados, pasamos (o podemos pasar) horas enteras escuchando cuentos, incluso el mismo, una y otra vez, agotando la paciencia paterna, materna o filial.

Y sabemos que todos esos mundos se esconden detrás de signos tipográficos para cuya comprensión parece ser necesario el concurso de todos los esfuerzos y conocimientos del mundo. Pero también a ellos llegamos y, tras ingresar en la escuela, comenzamos a casar las palabras escritas con los sonidos que las dan vida. Nuestros ojos se adaptan para detectar meras líneas sin sentido alguno que, sin embargo, ahora parecen dotadas de una coherencia evidente.

Y con descanso, nuestros padres se alejan de nuestros cuartos dejándonos con un gran libro infantil en el regazo para que seamos nosotros quienes, autónomos, nos adentremos en la Literatura. Y, años después, confiarán en que sea la escuela la que continúe caldeando los rescoldos de ese amor infantil por aquellas hermosas historias. Y la escuela, con su racionalismo, sus programas y sus objetivos, trazará el destino de nuestra tarea lectora bajo la forma de textos obligatorios, comentarios, que copiaremos a compañeros de años anteriores, ¡afortunadamente esas lecturas obligatorias gozan de mayor estabilidad que las leyes educativas!.

Llegados a la compleja edad de la adolescencia, acosados por múltiples estímulos -unos biológicos y, por tanto, atemporales y naturales; otros alentados por quienes nos despreciarán por caer en los tentáculos que fabrican y con los que se enriquecen- nos alejaremos del libro. No en vano, el libro parece resultar ajeno a ese hermoso ideal de nuestra sociedad que ve con malos ojos cualquier actividad solitaria, que ensalza los placeres inmediatos y accesibles, sin previo esfuerzo. Y sólo años después, con las decepciones (o alegrías, quién sabe) de la vida, algunos volverán al libro, recuperarán el gusto por un esfuerzo cuya recompensa no está en el horizonte del "ahora" sino más allá de trescientas o cuatrocientas páginas. Pero otros muchos, lectores en potencia, mentes claras, con imaginación, con gusto por aquello que no está manido, perderán sin saberlo un goce que dificilmente sacia. Y tampoco tendría la mayor importancia, nadie es mejor por leer, simplemente les privaron del derecho de elegir, de equivocarse por sí mismos. Eso perdieron. Eso les robamos creyendo que todo les era dado en esta tierra de promisión.

Pennac ha dedicado parte de su obra a la reflexión sobre la escuela y la lectura. Este segundo aspecto lo aborda en Como una novela, libro en el que trata de enumerar y analizar las causas por las que un lector en ciernes se convierte en un renegado de la lectura que huye de las páginas escritas como si éstas representaran el peor de los castigos.

Sin afán de analizar todas las ideas que Pennac aborda en su libro (intenso y fecundo, en contraste con su brevedad) y sin intención jerárquica, podemos empezar por los propios padres que, acosados por un horror vacui legendario, tratarán de completar el tiempo de su hijo en una lucha contra el reloj y a favor de la ansiedad, con todas las actividades extraescolares que impidan el pecaminoso aburrimiento o que acredite la buena salud económica familiar y la preocupación por nuestros hijos (o por alejarlos de nosotros cuanto sea posible, según se mire). El tiempo para madurar lentamente una novela, para saborearla, queda eternamente aplazado. Los padres tampoco son una referencia válida en muchos casos; el lamento de que mi hijo no lee suele provenir de quienes tampoco lo hacen.

La escuela es otra gran destructora de lectores en potencia. Convirtiendo la lectura, ese placer ameno, en una obligación monótona y repetitiva, cumpliendo unos programas que suelen comenzar puntualmente en autores medievales y rara vez culmina en una Literatura más próxima (¿es necesaria esa enseñanza cronológica?¿es pedagógica?).

Otra reflexión de Pennac: "¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!"

Pero la escuela no puede competir, aunque quisiera, con esa bestia negra de todo intelectual al uso, o de quien se vanaglorie de serlo aún no siéndolo: la televisión y, más recientemente, los videojuegos e internet. Sabiamente Pennac recoge la escena de un joven obligado a terminar un libro, "mientras no lo acabes, no hay televisión" y expresa claramente nuestras terribles contradicciones: elevamos la televisión a premio y reducimos el libro (cualquier otra actividad) a un castigo, un peaje previo para el paraiso televisivo.

Y toda la mítica que rodea al libro se asocia inevitablemente a aspectos tales como el silencio y el aislamiento. ¿Nadie recuerda que el libro nace para fijar aquello que previamente deriva de una profunda tradición oral? ¿Nadie concibe ya una sesión de lectura en público? ¿Qué pensaría Dickens que recorrió toda Inglaterra y parte de los Estados Unidos haciendo de sus lecturas acontecimientos sociales y culturales imborrables para quienes los presenciaban? ¿Qué Kafka quien leía en voz alta sus relatos a Max Brod, a su hermana favorita o incluso en público (él, el gran tímido)? ¿Cómo lloraría Whitman si viera sus Hojas de Hierba como briznas muertas en una biblioteca en manos de un lector contraído y temeroso? ¿Dónde dejamos espacio para esa otra mítica, la del lector arriesgado, la del que vive para leer con la misma fuerza que vive para amar y para gozar? ¿A alguien le extraña que la lectura no parezca demasiado atractiva?

Pennac, haciendo honor al título de la obra, no quiere terminar con un mal sabor de boca. En las últimas páginas nos regala sus Diez Derechos del lector que, a modo de piedra mosaica, nos permitirán hacer llegar el goce de la lectura a quienes les resulta ajeno, derribando barreras, tópicos, imposiciones carentes de sentido, desacralizando la figura del libro, del autor y del propio lector, acercándolo a ese goce caprichoso que nos conquistó en la infancia.

El derecho a no leer, a no ser presionados para ello, a que nadie ponga en duda nuestra inteligencia porque no leamos. ¿Quién, a fin de cuentas, no tiene rachas en las que, simplemente, no siente apetito lector? Pero también, el derecho a no terminar un libro, a levantarnos del sofá y devolver el libro a su estantería. Quizá años después, retomemos el libro y nos preguntemos vagamente, ¿por qué no nos gustó hace años? Y también, por supuesto, el derecho a no leer todas las palabras, de principio a fin, el poder saltarnos pasajes, centrarnos en lo que más nos gusta (yo añadiría el gusto por volver atrás e, incluso, por saltar adelante libremente sin sentirnos contrabandistas de la peor calaña). El derecho a releer lo que más nos gusta (¿de verdad hay que leer todo lo que se publica sin echar la vista atrás sobre lo que más nos ha enriquecido? ¿tanto perderemos si volvemos a leer lo que nos impresionó o marcó? ¿no serán acaso las editoriales las menos interesadas en la relectura?). Y, por encima de todos, el derecho a leer lo que me de la gana. Que nadie me mire con soberbia o condescendencia si leo determinados libros, si disfruto con Harry Potter aunque tenga cincuenta o setenta años. Que nadie me juzgue por ello y que yo no juzgue a quien lea a Sartre o a Sófocles.

Y así, hasta diez derechos fundamentales para orear nuestra conciencia lectora, despejarla de mitos que la enturbian y degradan. Derechos que vuelvan a hacer del lector el protagonista de los libros.

Otra nota de optimismo; pese a las estadísticas con índices de lectura bajísimos, pese a los periódicos informes sobre la escasa habilidad en lectura comprensiva y los vaticinios de los pedagogos mediáticos que, desde sus ventanas televisivas, denuncian que precisamente la televisión acabará con la lectura, los signos evidencian lo contrario. Que nadie nos engañe, no me imagino a los españoles de los años cincuenta como ávidos lectores impenitentes, siempre con un libro a cuestas; me temo que sus preocupaciones eran otras. Pasear por la Feria del Libro revela colas de adolescentes que han hecho enrojecer de envidia a Antonio Gala; viajar en Metro permite asombrarse de ver a jóvenes leer libros que yo, algo mayor, pero tampoco tanto, he demorado para cuando tenga tiempo que es lo mismo que decir, para nunca. Y también he leído bitácoras escritas por alumnos de Instituto compartiendo sus gustos sobre Literatura, entre opiniones sobre un concierto, un estreno de cine o una serie de dudoso gusto, todo ello con la naturalidad de quien habla de lo que le gusta, lee lo que quiere, sin necesidad de buscar aprobación de nadie. Ese espíritu es el que lleva a los libros, por tanto, los libros (sea cual sea su formato futuro) seguirán vivos, o al menos tan vivos como lo han estado siempre.