22 de febrero de 2008

Sarajevo. Diario de un Éxodo (Dzevad Karahasan)



Europa contempló con asombro en los años noventa los sucesivos conflictos que surgieron tras la desintegración de Yugoslavia. En el seno de una Europa que se preciaba de sus ideales de civilización, prosperidad, derechos humanos, etc, surge un conflicto que pone de manifiesto una realidad discordante. La caída del comunismo fue saludada como la oportunidad para la reconciliación de los europeos, divididos hasta la fecha por el telón de acero, pero cuando aún no se habían podido calibrar las consecuencias de estos cambios, apareció un nuevo foco de confrontación que amenazaba por extenderse a los estados vecinos.

La Europa que gustaba de presentarse como fruto de una tradición cultural, intelectual y religiosa común, se sorprendía al contemplar guerras de carácter étnico y religioso, a pocos kilómetros de sus modernas capitales. Más aún, toda Europa descubrió que expresiones como limpieza étnica, fosas comunes o franco tiradores, saltaban a la realidad desde los documentales y los libros de historia volviendo a reclamar su espacio.

Ese pasado, las guerras balcánicas de principios del siglo XX, el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, se aglutina con precisión milimétrica para destruir una imagen confortable de nosotros mismos. ¿Y qué hace Europa? Entre dudas, vacilaciones, decisiones equivocadas, reconocimientos unilaterales, interesados y precipitados de nuevos estados, el caos y la división vuelven a ponerse de manifiesto.
Los ciudadanos europeos, quizá ajenos a las complicadas leyes geopolíticas, contemplan las noticias de la televisión con asombro y horror. Las explosiones, las muertes en la cola de una panadería o la gente corriente por las calles no vienen de países del Tercer Mundo, de Jerusalén o de Líbano: vienen de Europa. 

Los muertos viven, vivían, en casas prácticamente iguales a las nuestras. Casas con calefacción, televisión y video, antena parabólica. Sus habitantes no son de piel oscura, ni llevan extraños atuendos. Visten como nosotros, con americana y corbata, con faldas ceñidas y tacones. Y como nosotros, parecían vivir ajenos a las miserias del mundo, pero ahora deben correr por sus calles huyendo de balas perdidas, granadas, cascotes. Incomprensible.

Y mientras algunos reflexionaban sobre el fin de la historia, el renacimiento del nacionalismo o la pujanza del Islam, los ciudadanos de la antigua Yugoslavia trataban de continuar con sus vidas, de superar sus problemas diarios, sus inmensas dificultades. De esta experiencia extrae Dzevad Karahasan el principal aporte a su obra, Sarajevo. Diario de un éxodo.

En este libro, Karahasan reflexiona sobre las consecuencias del conflicto en la vida de los habitantes de Sarajevo, desde un punto de vista filosófico; esto es, discurre sobre los efectos morales de la guerra, sobre el papel del intelectual ante la misma, sobre los efectos de los bombardeos como factor de cohesión de la comunidad asediada, etc. De todas sus reflexiones escojo al azar las siguientes:

- El papel del trabajo (y el Arte) como reserva de la dignidad humana: Durante el asedio de Sarajevo Karahasan fue nombrado decano de la facultad de Artes Escénicas. Tras uno de los primeros grandes bombardeos sobre la ciudad se reunió con sus alumnos y decidieron continuar con el curso en la medida de sus posibilidades, preparando la representación de las obras de fin de carrera.

El profesor Karahasan arenga así a sus alumnos: “Les ruego que trabajen tanto y tan bien como les sea posible. Su trabajo es lo único que, de momento, puede liberarlos del miedo y ayudarlos a conservar la dignidad, la sensibilidad y el juicio. Los hombres se han desentendido de nosotros, la fortuna nos ha dejado atrás, el mundo se aparta y la realidad material en la que nos han enseñado a creer nos abandona. Lo único que todavía no nos ha dejado es nuestro trabajo; lo que aprendemos y el oficio al que servimos aún nos protegen. Una de las funciones básicas del arte es la de proteger a la gente de la indiferencia, y el hombre está vivo mientras no permanezca indiferente”.

Nada parece más contradictorio que un conflicto y el Arte. Pero precisamente el conflicto nace cuando los hombres pierden esa sensibilidad, esa capacidad de empatía y ese respeto, no sólo por los demás sino por uno mismo. Trabajo, dignidad, sensibilidad y Arte surgen de entre las cenizas humeantes de Sarajevo como verdades inmutables, verdadera esencia de esa cultura que Europa no supo defender en aquellos días.

- Fundación del PEN Club de Bosnia y Herzegovina: un colega de Karahasan le invita a la fundación del PEN Club como acto de rebelión y resistencia frente a los horrores de la guerra. Pese a sus iniciales resistencias a participar en este tipo de actos formales, y ante los argumentos de su amigo, decide participar en el acto (aunque finalmente un bombardeo le impedirá llegar al lugar donde se ha convocado la reunión): “Mientras pensáramos en la literatura, mientras nos saludáramos tal como exige la buena educación y utilizáramos los cubiertos para comer, mientras deseáramos escribir o pintar algo, mientras nos esforzáramos por articular nuestra situación y sentimientos a través del teatro, tendríamos la posibilidad de persistir como seres de cultura, de defender nuestra ciudad y la tolerancia que en ella reinaba, de salvaguardar nuestro derecho a la convivencia entre pueblos, religiones y convicciones diferentes. Por eso era importante que en la reunión en la que se fundara el PEN Club de Bosnia y Herzegovina estuviéramos todos los que teníamos que estar”.

- La Verdad en una obra de Arte: el asedio de Sarajevo y las duras condiciones de vida que debían afrontar sus habitantes, provocaron una pequeña escena, apenas perceptible, apenas de dos o tres segundos de duración, en una de las representaciones de los alumnos de Karahasan. El actor debe tomar la mano de la actriz y besarla con apasionado amor. Esa mano simboliza en la obra lo hermoso, refinado e inalcanzable. 

Sin embargo, la realidad se cuela de manera indiscreta en el escenario. La mano de la actriz está ajada, falta de cuidado y de higiene (el agua se había convertido en un recurso precioso) y el actor no puede disimular la distancia que hay entre el objeto de deseo que se supone ha de besar y la realidad que sus ojos contemplan. 

Sólo un gesto, un breve instante y sus labios se posan ardorosamente sobre esa mano y, desde ese momento, la compenetración entre ambos intérpretes alcanza un nivel excepcional. Sin embargo, la mirada analítica del profesor se ha detenido en ese leve momento en el que el actor ha sido incapaz de abstraerse la realidad e interpretar su papel, recrear la ficción.

De esta escena surge la siguiente reflexión: “En la escuela se aprende que la verdad interior de la obra de arte consiste en la realización consecuente de los principios básicos de la estructuración; pero ahora sé, gracias a ese instante, que existe una forma más profunda y muy diferente de verdad interior de la obra de arte, esa que se alcanza sólo cuando mediante el arte se defiende y demuestra la realidad de las personas vivas y su necesidad de vivir como seres de cultura, y de modo tal que esa necesidad de cultura es al mismo tiempo una necesidad existencial”.

- Las dos traiciones de la Literatura: Karahasan acusa a la literatura de su país de dos graves culpas. De una parte, considera que la literatura de la forma, la estética, la que abandera el arte por el arte, la que se recrea en ella misma como principio y fin, al margen de todo lo ajeno a ella, es culpable de favorecer un distanciamiento ético de la realidad. La ausencia de valores y principios se traduce en una sociedad insensible, egoísta, centrada sólo en el placer más inmediato. De ahí que el sufrimiento ajeno sea visto como una mera cuestión estética; puede ser bello o no, pero no se enjuicia moralmente. Acusa, por tanto, a estos escritores de inmorales y a sus escritos de evitar un posicionamiento entre el bien y el mal.

Pero Karahasan también acusa a la literatura de alejarse del modelo en el que los personajes tienen un carácter, una psicología, un modo de pensar y sentir en función del cuál actúan. Se admiten cambios de personalidad, flexibilidad en sus actos y emociones, pero, en definitiva, cada personaje es un individuo que se representa a sí mismo. Por contra, Karahasan señala acusadoramente a la literatura en la que las personas actúan de un modo u otro en función, no de su individualidad, sino de su pertenencia a una religión, a un partido político, a una nación. Así, el serbio tiene una personalidad y un modo de pensar y actuar diferente al de un bosnio, un conservador o un musulmán; es su pertenencia a una etnia lo que le convierte en estandarte de la misma. El individuo queda desposeído de sí mismo para ser reducido a un arquetipo sobre el que construir el odio y el rechazo, los tópicos que luego repetirán los generales y los políticos en sus discursos.

Si bien es cierto que ambas visiones de la literatura parecen contradictorias (una es claramente desideologizadora, la otra es profundamente ideológica) y que es probable que ambas tendencias sean consecuencia (y no causa) de la realidad metaliteraria, no es menos cierto que Karahasan opta por una visión del individuo libre y responsable de sus actos, con capacidad y autonomía para decidir; opta por un ciudadano, no por un serbio o croata y, al menos en esto, no podemos por menos que estar de acuerdo con él.

El libro se cierra con una despedida melancólica: los primeros judíos arribaron a Sarajevo a finales del siglo XV, llegaban tras la expulsión de España por los Reyes Católicos. En Sarajevo se asentaron y compartieron la fortuna y la desgracia de la ciudad al igual que el resto de sus habitantes. Durante el cerco a Sarajevo se celebró el Quinto Centenario de su llegada y, pocos días después, la práctica totalidad de la comunidad judía de Sarajevo abandonó la ciudad rumbo a un nuevo exilio. Los judíos se ponían de nuevo en marcha después de quinientos años, después de haber sobrevivido a diferentes dominaciones de la ciudad (el Imperio Otomano, el régimen nazi, la dictadura comunista, ...).

Y Karahasan se pregunta si la propia idea de Sarajevo como centro de convivencia de tres religiones, tres culturas, ha sucumbido a la fuerza bruta y si, como han hecho los judíos durante dos mil años tras sus celebraciones despidiéndose con un “el año que viene en Jerusalén” siendo dicha ciudad más una referencia mítica que un centro físico, no harán lo propio los sarajevos repitiendo acongojadamente “el año que viene en Sarajevo”. Y es que, en definitiva, el éxodo al que hace referencia el título del libro no es sino la constatación de la orfandad del autor al que sólo el mito de una ciudad, a la que ya no puede reconocer en la realidad que le rodea, sostiene.

10 de febrero de 2008

Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (Jaroslav Hašek)


El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona imperial austríaca fue asesinado en Sarajevo por un nacionalista serbio dando comienzo en la práctica, la Primera Guerra Mundial. Ese mismo día comienza igualmente Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, libro que narra las aventuras (y desventuras) del soldado Schwejk en esta contienda.

La Primera Guerra Mundial supuso el comienzo real del siglo XX, que hasta 1914 había continuado con la dinámica del siglo anterior. Los horrores de una guerra deshumanizada que afectó tanto a civiles como a militares, el nacimiento de la Unión Soviética y las revoluciones consiguientes. los fascismos, la tecnificación de la sociedad son sólo algunos de los nuevos rasgos que definirán este siglo. Pero también, la Gran Guerra supuso el fin de una época, de un modo de entender las relaciones internacionales, la estructura de los estados, etc. Nada como el final del Imperio Austrohúngaro ejemplifica mejor este derrumbe. La monarquía austriaca agrupaba diferentes nacionalidades (checos, bohemios, húngaros, austriacos, ..) que ya desde finales del siglo XIX trataban de abrirse paso y consolidarse como realidades jurídicas independientes y soberanas a todos los niveles, tanto cultural como político.

Por ello no es de extrañar que el comienzo de la guerra fuera acogido con tremendo desentendimiento por parte del pueblo checo, que se vio inmerso en un conflicto con el que nada ganaba y mucho perdía. El reclutamiento obligatorio llevó a muchos checos a los campos de batalla en defensa de un Imperio con el que no se identificaban y que usaba como lengua oficial el alemán con claro desprecio del resto de lenguas nacionales. El propio Hašek participó en la guerra, primero como soldado del ejército austriaco para desertar posteriormente y pasarse a las filas rusas donde se integró en una unidad militar formada por desertores checos. El fin de la guerra trajo consigo la caída del Imperio Austrohúngaro y la proclamación de la República Checa.

Y es en este momento, cuando el nuevo Estado comienza a dar sus pasos y la nación checa aprende a ser libre y dueña de su destino, cuando Hašek comienza a inicia la escritura de este libro. Los lectores contemporáneos del soldado Schwejk pudieron disfrutar de la enorme carga política que rezuma la obra. Los mandos del ejército austriaco son mostrados como maniáticos, borrachos, indolentes, incapaces o, simplemente, locos; su organización militar es caótica y nada consigue resultar como se planea: los transportes militares se extravían, la intendencia es corrupta, la formación de los oficiales es nula, el sistema de claves es risible y las altas instancias son incapaces de situar la línea del frente en un mapa. Todo ello es descrito por Hašek bañado por una ironía tal que, en lugar de rebosar crueldad y ánimo de revancha, destila comicidad.

La novela se iba publicando por fascículos según iba siendo escrita. Hašek se instalaba en cervecerías y tugurios sin parar de beber y escribir. Cuando completaba unas páginas las leía a sus amigos quienes se morían de la risa según oían las locuras extravagantes del buen Schwejk. Muchos personajes populares de la Praga de entonces aparecen retratados en la novela (con cariño o saña, según la estima que les tuviera el autor). Tenderos, panaderos, empleados públicos, policías, etc, desfilan por sus páginas haciendo que la lectura actual pierda gran parte del encanto que pudo tener en su día pero dejando una idea de los tipos populares checos.

En este ambiente tabernario fue creciendo la historia del soldado Schwejk hasta comenzar a ser publicada y distribuida de puerta en puerta por el propio Hašek y ver la luz como libro una vez muerto el autor. De hecho, la obra quedó incompleta al fallecer éste en 1923 en la población de Lipnice a donde se había trasladado precisamente para conseguir (sin éxito) alejarse del alcohol.

Muchas de las anécdotas y gamberradas que se cuentan en el libro fueron hechos reales de la vida de Hašek. Así, se cuenta la anécdota de un redactor de la conocida revista Mundo Animal que comenzó a inventar extraños animales como una ballena del tamaño del bacalao, a cambiar el nombre de los ya existentes o a imaginar extravagantes descubrimientos del reino animal. Por increíble que parezca, Hašek fue ese redactor calavera. También Hašek se inspira en sí mismo cuando describe la actividad de Schwejk traficando con perros que secuestra con engaños arrebatándoselos a damas descuidadas, falsificando razas o engordando el pedigrí de perros vagabundos.

Pero la novela es mucho más que un conjunto de chascarrillos populares y de una crítica a la vencida armada austriaca. Para los lectores no checos, y para los que no conocieron los sufrimientos de la Primera Guerra Mundial, el soldado Schwejk tiene aún mucho que enseñar. Tradicionalmente, esta novela se ha presentado como una inolvidable sátira antimilitarista. Los lectores ven lo absurdo de la maquinaria militar, sus métodos alienantes en los que la violencia de los oficiales con sus soldados es proverbial o cómo los abusos con la población civil son vistos como normales por la jerarquía militar. Y este discurso antimilitarista es tanto más meritorio cuanto que, en todo el libro, sus protagonistas no se enfrentan con ningún soldado enemigo, la violencia siempre se ejerce dentro de la propia fuerza austriaca, sea en luchas y disputas entre soldados de distintas nacionalidades, por parte de los oficiales, etc.

Sin embargo, el auténtico valor que hace que esta novela sea perdurable y que su lectura resulte provechosa, al margen de las concretas circunstancias históricas que la engendraron, es la fuerza de su protagonista. El libro carece de argumento como tal: Schwejk, bondadoso praguense, aquejado de tontura como él mismo reconoce y algo mayor para verse llamado a filas, acaba (fruto de su propia estupidez) enrolado en el ejército austriaco donde pasará a servir a diversos oficiales y acabará siendo ordenanza de su batallón, ocasionando el caos allá por donde pase pese a su buena voluntad y a su fidelidad al emperador. 

Acepta todas las tareas y castigos que le son impuestos, con franqueza (e incluso con alegría), tratando de consolar a quienes le rodean con anécdotas de su Praga natal encadenando historias hasta que se le ordena callar.

Fiel a una tradición literaria que se remonta a Cervantes y a Rabelais, Hašek hace avanzar toda la obra por la mera fuerza de su protagonista que va saltando de desastre en desastre sobre un fondo rico en detalles, personajes secundarios, reflexiones, etc. La obra carece de un plan predeterminado, es pura invención. Al igual que en las obras de los autores clásicos citados y sus coetáneos, el humor es la piedra fundamental, un humor ácido que muchas veces se asienta en el surrealismo. Las borracheras son pantagruélicas, las bofetadas dignas de gigantes, la locura de algunos oficiales, propia de un caballero andante. Hašek no busca describir la realidad, pero quiere que el lector la descubra sutilmente a través de sus palabras. Discernir las grandes verdades que esconde el discurso del estúpido Schwejk es una tarea que se impone del mismo modo en que un lector del Quijote se pregunta a menudo quién es el loco.

Schwejk nos recuerda a Sancho Panza por su figura rechoncha, su zafiedad y su gusto por la comida y la bebida, pero también por su locuacidad indominable. Donde Sancho Panza hilvana refranes con la habilidad y rapidez de un chamarilero, Schwejk recita atropelladamente divertidísimas historias de personajes de su Praga natal; no hay afirmación que escuche o pregunta que se le formule que no le remita de manera inmediata a lo que le aconteció a Zarka, empleado de la estación de gas, o a Tynezkej que había bebido agua de pantano y creía reconocer a todo aquél con quien se cruzara, o al decano que en su vejez estudiaba a san Agustín y dedujo que Australia no existía y que era una invención del diablo.

Pero, de entre tanta palabrería, uno no puede dejar de admitir que sus juicios son, a menudo, certeros y dotados de mayor cordura que los de quienes le rodean. Sancho casi nunca cede a las locuras de su señor, permaneciendo anclado en el terreno de la cordura. Por el contrario, Schwejk aúna la figura sensata y prosaica de Sancho con el romanticismo idealista de don Quijote, de ahí que su personalidad sea tan atrayente y que, en todo momento, debamos preguntarnos ante qué Schwejk nos encontramos.

El paisaje de fondo de la novela es muy rico, no sólo gracias a estas anécdotas, sino en gran medida por los numerosos personajes que siempre rodean a Schwejk. Muchos de ellos son meras caricaturas, como el teniente Dub, preocupado por el modo de imponer disciplina a sus soldados pero que siempre termina por quedar en evidencia, o el gigante Baloun, que pese a su fuerza y tamaño llora desconsolado si no logra saciar su infatigable apetito. Peculiar resulta también el voluntario de un año Marek, a quien se le encomienda escribir la crónica del batallón y que, en sus ratos libres, se dedica a redactar los gloriosos hechos de guerra del batallón que aún no han tenido lugar. También lee a sus compañeros cómo morirán heroicamente ante la indiferencia de estos más preocupados por el tamaño de sus ranchos.

Quizá el personaje más complejo de todos ellos sea el teniente Lukasch quien soporta todas las locuras de Schwejk sin apartarle de su lado, sospechamos que siente por él cierto cariño pese a los insultos que le regala a menudo. A pesar de ser un militar fiel al régimen imperial, no puede disimular su desprecio por el resto de oficiales y su incompetencia. También tiene su lado humano cuando intenta seducir a una hermosa joven casada con un hombre de avanzada edad al que claramente no ama. Sin embargo, el atolondrado Schwejk se interpondrá involuntariamente para frustrar el éxito de esta aventura amorosa.

Al igual que ocurre con otras obras de escritores checos (Yo que he servido al Rey de Inglaterra), los personajes son tratados de manera humorística y cariñosa al mismo tiempo, de manera que, pese a su crueldad, parecen completamente inofensivos. Y es en esta tradición, heredera de la corriente clásica citada anteriormente, en la que debemos enmarcar esta obra. Su lectura puede resultar tremendamente entretenida pero, entre sus páginas, de manera casual, nos asaltarán preguntas que alentarán reflexiones varias sobre muy diversas cuestiones que, sin duda, harán enriquecedor el esfuerzo de seguir a este esforzado buen soldado Schwejk.



1 de febrero de 2008

La pulga de acero (Nikolai Leskov)

Asociamos la Literatura rusa del siglo XIX a sus más grandes autores (Dostoievski, Gogol, Tolstoi) y a sus obras más conocidas (Crimen y Castigo, Guerra y Paz, etc). También nos resulta fácil asociarla con la obra de Chejov o Turgeniev. Pero es cierto que estos nombres acaban por extender una pesada sombra sobre el resto de sus contemporáneos menos conocidos, privándonos de un inmenso legado apenas conocido y de difícil acceso para el lector medio.

Éste es el caso de Nikolái Leskov, considerado por muchos de sus compatriotas como el más ruso de todos los escritores rusos. Aunque nació en una familia acomodada, la muerte de su padre le privó a una temprana edad de todo aquello a lo que estaba acostumbrado. Leskov comenzó a trabajar como oficinista en los tribunales de su región, continuando su carrera en Kiev. Posteriormente fue contratado por una empresa inglesa como representante de sus negocios en Rusia lo que le llevó a viajar por todo el país permitiéndole conocer su riqueza y acercarse al padecimiento del pueblo ruso (el servilismo aún no había sido abolido).

Gracias a esos viajes y a un golpe de suerte, la vida de Leskov tomaría un giro inesperado. Gran observador, volcaba en las cartas que enviaba a su jefe todo aquello que veía. Su estilo ágil, fresco e irónico le valieron la posibilidad de comenzar a trabajar como periodista y, al poco, de publicar sus primeros relatos.

Llegados a este punto no se puede decir que la vida de este autor se tornara tranquila y sosegada. Su estilo irónico y burlesco atrajo hacia él odios de los más diversos orígenes: la jerarquía ortodoxa le consideraba impío (una de sus obras llevaba por título Pequeños detalles de la vida episcopal, si bien en otro libro – Gentes de la Iglesia- ofrecía un discurso apasionado a su favor). Por los mismos motivos perdió el cargo público que ostentaba en el Ministerio de Hacienda.

Tras su muerte su figura y su obra no dejaron de ser controvertidas. El régimen soviético le vio como símbolo de la Rusia decadente del pasado; los escritores modernos como una rémora del pasado con un lenguaje y un estilo excesivamente populares e incluso vulgares.
La pulga de acero es considerada su obra maestra y narra la historia del regalo que los ingleses hicieron al zar Alejandro I, con motivo de su visita a Inglaterra tras el Congreso de Viena. El regalo consiste en una minúscula pulga de acero que, gracias a una pequeña llave con la que se hace girar un resorte, ejecuta una hermosa danza. El zar ve en esta pulga la prueba de la habilidad y destreza de los artesanos extranjeros frente a la de los de su patria, incultos e incapaces de hacer nada parecido. El acompañante real, Platov –un noble cosaco- se ve incapaz de convencer al soberano de la capacidad de sus leales súbditos y de su superioridad frente a los remilgados extranjeros.

A su regreso a Rusia, la pulga se almacena con el resto de regalos reales y sólo vuelve a ver la luz tras la muerte del zar cuando se presenta a su sucesor. Nicolás I, extrañado por el artilugio, interroga a Platov quien le informa de la impresión que se llevó Alejandro I de los artesanos ingleses. El soberano, que confia en su pueblo, encarga a Platov que acuerde con los artesanos de Tula (ciudad metalúrgica famosa por sus especialistas) la forma de superar la invención extranjera.

Platov encarga a los artesanos de Tula que venzan al ingenio inglés cosa que estos logran (no diremos cómo) gracias a su talento, esfuerzo y a las oraciones ante sus sagrados iconos.

Exultante, el zar ordena que uno de los artesanos viaje a Inglaterra para demostrar la superioridad de los trabajadores rusos. Ya en Inglaterra, el Zurdo (apodo del artesano de Tula elegido como embajador) causa el asombro inglés, no sólo porque explica que él y el resto de trabajadores del metal ruso no conocen las matemáticas ni la química, y apenas saben leer, sino por su llaneza y sentido común respecto a cuestiones tan diversas como el cortejo, los bailes o el té.

Pese a ser excelentemente tratado, el Zurdo siente nostalgia de su patria y decide regresar a Rusia donde fallece al poco de llegar, no sin antes transmitir un importante secreto militar inglés (ha descubierto que estos no limpian los cañones con ladrillos para no estropearlos). 

Su sacrificio es en vano puesto que el destinatario del mensaje, mezquinamente no lo transmite, siendo una de las causas de la derrota rusa en Crimea.

La polémica en torno a la figura de Leskov se extiende a esta obra y hay quien la interpreta como un panfleto a favor de los valores de la Rusia tradicional y hay quien piensa que es una denuncia y ridiculización de la pobreza e incultura de una Rusia que se alejaba de los países modernos, anclada al pasado por sus mediocres clases dirigentes. No entraremos en polémica puesto que creo que hay argumentos para defender ambas hipótesis. Quizá por ello ambas opiniones sean correctas. Al igual que tiempo después ocurriría en España, a finales del siglo XIX, la sensación de esta cerrando una época servía como aglutinante de ideas encontradas. Por una parte se deseaba el progreso, la modernidad, pero por otra se reivindicaba lo propio y diferenciador. Quizá sea éste uno de los mayores méritos del pequeño relato, obligarnos a reflexionar sobre ese filo de navaja por el que discurre la Historia de los pueblos.

Reflexiones aparte, la contribución de Leskov al enriquecimiento del lenguaje ruso hace de este cuento un auténtico suplicio (o delicia) para cualquier traductor. El autor emplea libremente vocablos de su invención mediante diversos métodos que van desde la unión de dos palabras preexistentes ( calamata es la casamata convertida en calabozo), hasta la asociación de sonidos o ideas (bufía par indicar el paso de la admiración al alivio). La traductora, Sara Gutiérrez, lleva a cabo un esfuerzo meritorio (y exitoso) por volcar esta riqueza léxica al castellano de una manera natural e integrada en el texto. Asimismo hace una breve introducción explicativa de estas peculiaridades del lenguaje de Leskov.

En definitiva, La pulga de acero, es un breve libro de fácil lectura pero larga digestión. Permite alumbrar ciertos aspectos de la historia de nuestros propios países (todos han pasado antes o después por situaciones similares), pugnando por encontrar su propio camino hacia la modernidad (o su modo de atarse al pasado). También nos permite leer de primera mano una historia bien escrita y que trata de llevar el lenguaje a un terreno infrecuente, el de la pura invención.