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24 de noviembre de 2025

Hamnet (Maggie O'Farrell)

 


¿Qué se puede decir de una novela que toma como inspiración un hecho tan silencioso como la muerte de un hijo y lo convierte en un retrato deslumbrante del amor, el dolor y la resiliencia? Con Hamnet, Maggie O’Farrell nos ofrece una visión profundamente humana de los vacíos que deja la pérdida, mientras reimagina con maestría la vida familiar de Shakespeare. Es una historia que late, tan vívida y apasionante como los textos que dieron forma al mito del dramaturgo.


El mercado está saturado de obras en las que se toma a un personaje histórico y, con apenas tres apuntes biográficos, se construye una historia de ficción, normalmente pobremente documentada, malamente escrita, en torno a cualquier misterio que ronde lo conspiranoico a ser posible, y ya tenemos la receta de la mayoría de las novelas que actualmente pueblan las secciones de la llamada novela histórica de nuestras librerías. 

 

No se trata de reivindicar una fidelidad histórica a prueba de catedráticos de abolengo, un rigorismo que sepulte la ficción, pero cuando se lee una novela que sabe combinar a la perfección el equilibrio entre la reconstrucción histórica rigurosa con una escritura virtuosa, uno puede reconciliarse con el género.

 

Y éste es el caso de Hamnet, la novela escrita por Maggie O'Farrell y publicada en España por Libros del Asteroide, con traducción de Concha Cardeñoso.

 

Este libro toma como punto de partida la vida familiar de Shakespeare, mejor dicho, la vida de la familia que dejó atrás el escritor, en Stratford-upon-Avon. Si poco se sabe del autor teatral, menos aún se puede certificar sobre su familia. Es conocido que su esposa era ocho años mayor que él, que tenía una buena dote pues su padre era un granjero rico que falleció cuando aún ella era una niña y que debieron casarse como consecuencia del embarazo de Anne Hathaway, éste era su nombre, puesto que la primera hija del matrimonio, Susanna, nació apenas a los seis meses de la boda.

 

Otros dos hijos llegarían poco después, Hamnet y Judith, gemelos, que nacieron cuando ya el padre había viajado a Londres para labrarse un porvenir. Las visitas al hogar familiar eran escasas, bien porque las obligaciones cada vez mayores del autor y empresario retenían cerca de la Corte, bien porque la relación entre ambos cónyuges no era el mejor reclamo para un hombre que comenzaba a gozar de gran reconocimiento y prestigio.

 

Pero Hamnet moriría pronto, con apenas once años y por razones desconocidas. Poco podemos aventurar sobre el sufrimiento que esta pérdida pudo traer a la familia. En aquella época la mortalidad infantil podría hacer que la muerte de un hijo se asumiera como una desgracia altamente probable, pero este dato frío nada nos dice sobre el dolor de los padres.

 

Sin embargo, en el caso de Hamnet podemos tener un cierto atisbo del impacto que su muerte tuvo en el padre ya que, apenas unos años después, escribió su tragedia Hamlet, variación del nombre de su hijo, basada precisamente en la idea de un muerto, un fantasma que  atormenta al protagonista, una variación invertida sobre lo que pudo sufrir William en su condición de padre.

 

Se ha discutido mucho sobre el tipo de relación del matrimonio. Hay quien sostiene que el no haber seguido al pater familias a Londres cuando su fortuna parecía permitirle acoger a su parentela es una señal inequívoca de que no había afecto real, que el exitoso escritor prefería tener las manos libres en un ambiente que hemos de suponer libertino y licencioso. Pero si hay quien discute incluso la autoría de sus obras, qué no ocurrirá con cada uno de los pocos datos que de su biografía se tienen.

 

Y aquí es donde aparece Maggie O'Farrell, para elaborar una ficción sobre esos mimbres, un relato totalmente plausible, perfectamente coherente y estructurado, combinando unos pocos hechos reales y aportando otros muchos para conformar un todo hermoso y sorprendente.

 

En las páginas de Hamnet no se menciona ni una sola vez el apellido del dramaturgo, e incluso se cambian algunos nombres, como el de la propia esposa, Anne por Agnes, que es el nombre por el que el padre de ésta la designó en su voluntad testamentaria, tal vez como signo de que este libro no pretende ser una reconstrucción histórica como tal, sino que los hechos se toman como mero apoyo, soportes en los que atar una historia mayor, la de un matrimonio con sus alegrías y dificultades, desde la ilusión inicial del enamoramiento, al dolor por la separación y la posterior muerte del pequeño, un foso que tal vez separaría para siempre a los progenitores, atados a unas sensibilidades muy diferentes y que encontraron vías de expresarse diversas.

 

Para lograrlo, Maggie O'Farrell hace posar el peso de la trama en la esposa, Agnes, dotándolo de un perfil algo misterioso, venida del bosque casi como un ser mitológico. Sin duda, debió ser una mujer con fuerte personalidad para sacar adelante a su familia en ausencia del padre, pero aquí la autora va un paso más allá y la convierte en una especie de augur, capaz de sentir acontecimientos futuros con tan solo tocar la mano de una persona. Así, sabrá que la cabeza de su marido tiene un mundo completo en su interior, aunque no sea capaz de expresar en qué puede traducirse tamaña excentricidad. Agnes se convierte en una protagonista portentosa, con una personalidad muy definida y atractiva. Con apenas algunos rasgos introductorios, el personaje se nos va revelando con todos sus matices, desde la sensibilidad, el amor por sus hijos, su compasión por el resto de familiares, pero también una profunda cabezonería, un cierto carácter montaraz y rebelde, una combinación de difícil manejo para los miembros de la familia política. También veremos cómo se retuerce de dolor y se recoge interiormente a la muerte de su hijo, convencida de no haber sabido leer adecuadamente las señales.

 

 

Pero más aún, podemos compartir su angustia al no comprender el modo en que su marido asume la muerte de Hamnet, que vuelva a abandonar a la familia apenas el niño yace bajo tierra. Qué será necesario para que Shakespeare vuelva a ellos, qué calamidad habrá de caer sobre la familia. Esta pequeña mujer de su tiempo, con una formación limitada pero una intuición inmensa se debate interiormente entre el dolor y el odio según las cartas del marido se van espaciando hasta que alguien le muestra un papel con el anuncio de la nueva obra de su marido, Hamlet. Cómo habrá podido usar el nombre de su hijo, ese sagrado y bendito nombre, para sus negocios, para exhibirlo ante quienes no llegaron nunca a conocerlo.

 

El texto está repleto de olores y sabores, de descripciones sutiles que nos ayudan a dar forma a los personajes. En ocasiones, el punto de vista narrativo pasa de la madre a los hijos, al marido, definiendo cada voz con una personalidad definida y completa. Los momentos más duros, los referidos a la muerte de Hamnet, resultan angustiosos por el dramatismo que sabe trasladar Maggie O'Farrell  sin caer en el patetismo del que huye con firmeza.

 

Sin duda, el éxito comercial y de crítica de la novela es más que merecido, y empuja a leer otros títulos de la ya más que respetable colección de libros publicados por la autora. Su habilidad y talento parecen casi naturales, una garantía que habrá que confirmar en futuras lecturas.



14 de febrero de 2025

Cuentos completoss del Padre Brown (G. K. Chesterton)

 


 

Los cuentos detectivescos describen, por norma general, a seis hombres discutiendo sobre cómo es que un hombre ha muerto. Las historias filosóficas modernas describen a seis hombres muertos que discuten sobre cómo es posible que un hombre viva.




Uno de los géneros literarios más fecundos y con mayor número de seguidores es el detectivesco, historias en las que se trata de plantear una especie de acertijo que el protagonista deberá desentrañar, normalmente para desenmascarar a un malhechor. En estas pesquisas, es clave que el autor logre enrolar al lector para lo que ofrecerá pistas falsas, giros inesperados de guión o complicadísimas tramas que se desvanecerán repentinamente en las últimas páginas gracias a la inteligencia del investigador que, normalmente, habrá ido valorando todos los elementos de juicio a su disposición sin haber dejado traslucir estas intuiciones con nadie, especialmente con el lector, que se sentirá sorprendido y fascinado por el desentrañamiento del misterio. Tal vez incluso quedará tentado de volver a leer el libro con el fin de poder ir reconstruyendo por sí mismo todo el proceso deductivo.


Obviando los antecedentes de Poe y otros autores, se viene a considerar como padre fundador del género a Arthur Conan Doyle y su Sherrlock Holmes, una figura que apareció en Estudio en escarlata y que su autor se vio obligado a recuperar en otras tantas novelas y numerosos relatos más breves recopilados en colecciones devoradas por los lectores ingleses de la época.


Es sabido que, harto de que el atractivo de este personaje ensombreciera el resto de su obra, Conan Doyle recurrió al truco ya empleado por Cervantes, matar a su héroe a fin de que así la demanda de nuevos títulos decayera. Pero, a diferencia de a nuestro autor clásico, la estratagema no le funcionó. Incluso recibió presiones por parte de su madre, no quedándole más remedio que volver a sacar del inframundo a Holmes y traerlo de nuevo al escenario del crimen y el castigo.


Pero, para lo que aquí nos interesa, la relevancia de la figura de Sherlock Holmes es que define de alguna manera el arquetipo del investigador que se replicará hasta la saciedad en todas las secuelas del género. Estamos ante una persona de extraordinaria inteligencia y que, con su mero intelecto y unas prodigiosas dotes de observación, es capaz de alcanzar el conocimiento.


Estamos a finales del siglo XIX y el método deductivo muestra toda su capacidad para impulsar la ciencia y tecnología. Sherlock Holmes es el trasunto de ese éxito. No importa que el personaje sea un excéntrico sociópata, que necesite de un mediador con el resto de mortales a través del mundano Watson, que sus aficiones viajen del violín a las drogas.


Sobre este modelo muchos repitieron la fórmula, otros trataron de innovar de un modo u otro. Así, otra figura icónica en el género es la de Poirot, el detective francés creación de la misteriosa Agatha Christie. En este caso, las novedades que trae la autora y que, al menos en cuestión de ventas y seguidores, puede considerarse que ha superado a su antecesor, son las de llevar sus tramas a diversos escenarios (un tren, un crucero, una isla) en un entorno social normalmente sofisticado y de clase alta y en el que las intenciones de los criminales suelen ser más complejas que en el caso de Sherlock Holmes. También Poirot se erige como único investigador, siempre solo, abandonado el báculo de Watson, el individualismo toma forma definitiva.


Y llegamos, con todas las simplificaciones que esto conlleva, a nuestro autor, G. K. Chesterton y su personaje más célebre, el padre Brown. Partamos de que Chesterton era un conocido polemista, apenas dejaba causa en la que volcar sus opiniones, la más de las veces, heterodoxas. Y nada más heterodoxo que convertirse al catolicismo en el Reino Unido y hacer bandera de ello, publicar obras como Ortodoxia o Por qué soy católico y entrar en debate con cualquiera que se prestara a ello. Considerar la religión anglicana como una forma de paganismo, una pantomima al servicio del poder y someterse, por contra al poder de los denominados papistas, no le debía parecer suficiente a Chesterton. Por ello, decidió embarcarse en la producción de una serie de relatos detectivescos protagonizados por un sacerdote católico.


Más aún, este extraño detective rechaza el frío cálculo y la deducción científica de sus predecesores. Para Chesterton, para el padre Brown, el método para desentrañar los misterios y crímenes es indagar en las oscuras motivaciones del alma humana. De hecho, muchos de estos criminales no son sino víctimas de todos los males que este mundo moderno trae a nuestras calles. Unas presiones y desviaciones de lo esencial que conllevan un apartamiento de nuestra verdadera naturaleza, empujándonos a adorar a falsos dioses, a utilizar ritos y creencias ajenas en el convencimiento de que éstas pueden dar satisfacción a nuestras necesidades en lugar de ayudarnos a dominarlas.


De este modo, el padre Brown se convierte en un personaje tremendamente moderno, un fustigador de las nuevas sectas, de la Nueva Era, un defensor de una forma de espiritualidad como vehículo de comprensión del mundo y de nuestros actos, una perspectiva, por tanto, totalmente opuesta a la del frío y distante Holmes. Más aún, en la mayoría de sus relatos, el padre Brown desenmascara al delincuente pero no acostumbra a entregarle a la Justicia, sabedor de que el peso de la culpa es la mayor de las condenas.   



También resulta curioso cómo dibuja Chesterton a este padre Brown, totalmente falto de atractivo físico, algo pasado de kilos, desastrado en el vestir incluso cuando tan solo parece tener que preocuparse por lucir limpia la negra sotana y siempre pegado a un viejo paraguas, llueva o no, y tan aficionado a hablar con las señoras de la alta sociedad como con los carboneros y sirvientes. La inspiración para este extraño detective la tomó de un sacerdote irlandés, John O`Connor, de quien era amigo, pero sobre esta base real supo construir un personaje realmente peculiar.


El padre Brown: Relatos completos (Ediciones Encuentro) recoge el total de estos relatos en un único volumen. Aquí se encontrarán los libros que recopilaron en vida del autor estos relatos: El candor del padre Brown (1910), La sabiduría del padre Brown (1914), La incredulidad del padre Brown (1926), El secreto del padre Brown (1927) y El escándalo del padre Brown (1936).  Además, y para hacer honor al título de relatos completos, se incluyen dos relatos adicionales publicados en revistas y un relato que se convertiría en el último escrito por el autor poco antes de su fallecimiento.


Si bien, la aventura de leer la colección completa puede resultar algo agotadora, lo cierto es que leer unos cuantos, dejar pasar un tiempo y retomar la lectura es un auténtico placer. y permite observar la evolución del estilo de Chesterton, cada vez más preocupado por los temas espirituales y menos por los crímenes clásicos. Así, resultan cada vez más frecuentes los temas relacionados con sectas, faquires, quiromantes, hindúes falsarios y otros tantos que tratan de esconder sus delictivas intenciones bajo un espeso velo de espiritualidad.  La credulidad de la pacata Inglaterra de comienzos de siglo se convierte en el caballo de batalla del padre Brown que deberá enfrentar las verdades inmutables de su fe a las nuevas corrientes, mejor publicitadas, promisorias de soluciones mágicas.


Acompañar a Chesterton en este viaje es una experiencia peculiar, una forma diferente de contraponer los textos más clásicos del género con una forma totalmente opuesta en la que la reflexión sobre las acciones del padre Brown resulta más relevante que el proceso deductivo, en muchas ocasiones totalmente ajeno al lector. Y durante esta lectura  uno queda tentado de creer, como el padre Brown, que el mayor robo no es tanto el de los diamantes de una corona oriental, sino el de nuestra verdadera naturaleza espiritual, o que la peor de las suplantaciones no es la de quien toma posesión de la vida ajena para adueñarse de sus bienes, sino la de quien nos roba el ansia de vivir. Y tal vez esto también lo intuyó Sherlock Holmes y de ahí su recurso a la música o a la cocaína. Lástima que el padre Brown no pudiera investigar este caso.

 

 

 

 


16 de enero de 2025

Los juicios de Rumpole (John Mortimer)





Horace Rumpole no es solo un abogado; es un personaje inolvidable, un hombre de toga y peluca que en los tribunales del Reino Unido encuentra la verdadera esencia de la vida. En Los juicios de Rumpole, John Mortimer despliega un mundo de ironía, humor y humanidad, donde cada caso es un reflejo de nuestras pasiones, miserias y convicciones más profundas. Acompañar a Rumpole en su andadura por los tribunales es mucho más que leer sobre leyes: es una lección de vida vestida de fino humor inglés.


 

Los juicios de Rumpole es el segundo volumen de la colección de relatos publicados por John Mortimer tomando como referencia la figura de su padre, un portentoso abogado, y sus propias experiencias en los Tribunales del Reino Unido.


John Mortimer (1923-2009) fue un notable jurista consagrado a la defensa de la libertad de expresión, labor en la que tuvo que emplearse a fondo como abogado de clientes como los Sex Pistols o de la revista satírica británica Oz, en cuya campaña de defensa también participó John Lennon, publicando su canción Do the Oz y God Save Oz.


Pero la vida de Mortimer, por fortuna para los amantes de la buena literatura, no quedó limitada a su faceta jurídica. Ya durante la Segunda Guerra Mundial fue excluido del servicio en primera línea por sus problemas de visión y pulmonares, lo que le llevó de manera indirecta al programa militar dedicado a la producción de documentales que trataban de enardecer y fomentar la resistencia de los británicos. Su labor como guionista le familiarizó con un medio al que volvería en el futuro.

 

Precisamente, su experiencia en la Crown Film Unit le sirvió de inspiración para su primera novela y, posteriormente, debutó en la BBC con un serial en el que dramatizaba otra de sus novelas. El siguiente paso fue su colaboración como guionista en diversos guiones para la radio o televisión, lo que le apartó de su carrera novelística. En 1975, su guión para un capítulo de una conocida serie británica, vió nacer a Horace Rumpole, el personaje que terminaría por tener su propia serie, una de las más longevas y reconocidas de la televisión pública británica.


Precisamente, Mortimer tomó estos guiones como base para la posterior elaboración de relatos que fue publicando sucesivamente, tras cada una de las temporadas de la serie televisiva. Se trata, por tanto, de un caso excepcional, en el que la obra literaria es resultado de un éxito televisivo previo.


Aquí nos centraremos exclusivamente en los relatos dejando al margen los correspondientes capítulos televisivos, disponibles para quien lo desee en Youtube. Y lo primero que se debe destacar es el tono ligero que adopta el autor, en línea con la larga tradición británica en lo que ha venido a denominarse de una manera algo vaga y genérica como humor inglés, pero que no consiste en otra cosa que aceptar como naturales hechos que, para otros ojos, podrían resultar inquietantes. Así, este estilo permite desgranar una profunda crítica social sin derribar los cimientos en que aquélla se basa, pero ayudando al lector a cuestionarse cuanto acontece y extrapolarlo más allá del libro y su argumento.


Rumpole es un letrado obeso, entrado en la madurez, tan preocupado por las leyes como por las tinajas de vino que consume con generosidad junto a otros compañeros de su prestigioso despacho, para disgusto de su esposa, Hilda, "ella, a la que se debe obedecer" tal y como el temeroso Rumpole la nombra. Hilda era la hija del fundador del bufete y Rumpole un prometedor abogado con una carrera brillante que parecía asegurarle el papel de próximo director del despacho, aupado además por el matrimonio con la hija del jefe. No obstante, la desidia para los asuntos de la vida cotidiana, una pereza endémica para algo que no se a rugir bajo una peluca bien bañada en polvos de talco y una falta absoluta de ambición, truncan los planes de la esposa laboriosa.


Porque la vida para Rumpole es aquello que se ve y aprecia en la sala de un tribunal, es lo que resulta de los interrogatorios que todos sus oponentes temen, Rumpole interrogando es como una apisonadora a noventa kilómetros por hora tal y como aseguran sus rivales. Lo que ocurre en la sala de juicios y lo que queda reflejado en autos es lo único que importa. Y las lecciones que extrae desde el estrado son las que aplica para comprender la vida que se extiende más allá de la puerta del Old Bailey, el viejo Tribunal Penal del Reino Unido.  


Rumpole se enfrenta a sus casos con una mezcla de la pericia deductiva de Holmes y una intuición y conocimiento del alma humana propias del padre Brown. Y así, es capaz de olisquear cualquier duda de su interrogado, cualquier aleteo apenas perceptible de sus fosas nasales delatando el punto exacto al que Rumpole se lanzará a degüello.


Entre sus firmes e inquebrantables convicciones se encuentra la de la presunción de inocencia, esa creencia que exige que no solo se condene al culpable, sino tan solo a quien puede ser acreditado como tal mediante un proceso que garantice los derechos del acusado. Y es en esta figura algo anticuada, en este cándido ideario, en el que vemos asomar al Mortimer letrado, al que tanto preocupa esa tendencia por la que los fines parecen justificar los medios, en la que se ve el proceso como el medio formal para dictar una resolución cuyo contenido se conoce de antemano, por la que cada garantía ganada a los señores medievales, a los monarcas y a los dictadores, es cuestionada en cualquier procedimiento por bajo y ruin que sea el acusado.

 

 

Pero no debemos temer que estos relatos sólo interesen a quienes tengan cierta predilección por las películas de abogados y todas sus variantes. Antes bien, esta parte del argumento solo sirve para reflejar los pensamientos de un Rumpole que en su vida civil asume otros retos, más domésticos, pero siempre igual de desafiantes.


Los relatos recogidos en este volumen se corresponden con los episodios de la segunda temporada de la serie (1979) y tratan cuestiones tan diversas como la fe, el amor verdadero, las apariencias y el juego de la identidad o incluso el ocaso profesional. En todas ellas la trama jurídica se acompaña de una historia relativa a familiares o compañeros profesionales de Rumpole, complementándose de manera perfecta, abordando cada tema desde una perspectiva doble. Podemos asistir al proceso por el que Rumpole alcanza las conclusiones para su vida de lo que aprende en el tribunal, y cómo éste no hace sino actuar como remedo de la vida, como escenario de pasiones amortiguadas por las alfombras y togas que, en otro contexto, rompen las vidas de cuantos amamos.


El estilo de Mortimer es ágil y plagado de ironías y contrasentidos que hacen de su lectura un auténtico placer. Las seis historias aquí recogidas terminan sabiendo a poco, en el convencimiento de que los tribunales y la complicada vida de los colegas de Rumpole tienen aún mucho más por ofrecer. Para satisfacer este ansia, tenemos la primera colección de relatos (Los casos de Horace Rumpole, abogado), publicados también por Impedimenta en el mismo año, 2018, y la esperanza de que la editorial aborde la publicación sucesiva del resto de títulos. Esta edición cuenta con una traducción hermosa de Sara Lekanda Teijeiro y una edición impecable como es marca de la casa en Impedimenta.


Resta solo preguntarse qué es lo que explica que este tipo de literatura, de la que tanto se disfruta fuera de las Islas Británicas, no tenga reflejo en ninguna otra geografía. Cuál es la razón por la que obras literarias o incluso películas y series con ese sello inconfundible no hayan creado un género universal, al menos occidental, más allá de su nación de origen. El único motivo que puedo encontrar es la falta de interés por conservar ritos y formas del pasado, una querencia no muy bien entendida por la modernidad que es confundida en ocasiones con el mero derribo de símbolos en lugar de por la sustitución del valor que atribuimos a estos para su continua actualización y vigencia. Así, las pelucas de los letrados ingleses nos inspiran sonrisas y burlas, sin perjuicio de que sintamos una punzada de envidia por nuestra disociación con un pasado que, aunque no compartamos, debemos aprender a cuestionar y valorar, no a esconder para simular que nunca existió. Rumpole, el epígono de una larga tradición es la prueba de que ambos aspectos no tienen por qué estar en contradicción.

 

 

 




22 de marzo de 2024

En otro país (David Constantine)

 

 


 

David Constantine es traductor, poeta y narrador, y todo ello queda perfectamente reflejado en los relatos que componen En otro país (Libros del Asteroide), una selección de sus mejores obras breves, publicadas por primera vez en España.


Partamos de la premisa de que un libro de relatos no ha de guardar necesariamente una coherencia interna, menos aún si no se trata de un volumen concebido por el propio autor como un conjunto, sino que responde a una recopilación de su obra breve para ser presentada en otros países. Y, sin embargo, los títulos aquí recogidos, tienen una unidad tal, tanto en lo temático como en lo estético, que ha de responder necesariamente a un talento natural del autor para este género, con unas cualidades soberbias para dibujar los rasgos de sus personajes a través de breves palabras, a veces solo sugeridas, y en los que la complicidad con el lector es un requisito inquebrantable y que se ha de renovar página a página.


Porque no de otro modo se debe afrontar la lectura de En otro país. Cada narración requiere de una confianza ciega del lector, que éste se deje llevar, ignorando al principio todo cuanto sucede, disfrutando de ese sentimiento de incomodidad por creerse retratado que en ocasiones le invadirá al transitar por estas páginas, pero rindiéndose finalmente a la intención de Constantine y a su hermosa prosa.


En cierto sentido, todos estos relatos siguen una serie de pautas que pueden explicar su unidad. En todos ellos, el peso de la acción y el argumento recae en dos personajes principales y, en casi todos ellos, una cierta incomprensión, incluso extrañeza, levanta su parapeto invisible entre ambos. También en cada uno de ellos nos asomamos a una soledad que nadie parece romper pese a la compañía mutua, sea por oscuros secretos del pasado, por la pérdida de la naturaleza humana, por la muerte o por el hartazgo.


En todos ellos el final viene a ser un cierre en forma de interrogante, una proposición al lector, una sugerencia apenas esbozada, nunca impuesta. Y para todos ellos viene a ser importante una relectura tras ese final.


Veamos como paradigma el primer relato, del que no desvelamos más de lo que ya se menciona en la solapa del volumen. Un anciano recibe una carta en la que se le comunica la aparición del cuerpo de una joven caída desde lo alto de una montaña en un glaciar hace unos sesenta años y que el calentamiento global ha dejado al descubierto, en su tumba de hielo transparente, tal y como era en su portentosa juventud.


Y esta noticia cae como una bomba en la vida del anciano que ha de revivir aquellos días y que, de algún modo, se siente en la obligación de hacer partícipe a su mujer, que ha vivido con una versión de la historia algo azucarada y rebajada pero que ahora intuye la magnitud del engaño del que ha sido objeto. Y no es que el matrimonio se venga abajo, éste se funda en una relación de mera compañía, sin afecto especial, sin apego propio. Y, sin embargo, cómo puede una octogenaria luchar contra el fantasma de una joven que, plenamente conservada, congelada para el futuro, se hace presente en su matrimonio roto, un fantasma que ocupa toda la casa y contra el que no puede luchar, ya no. Y es un fantasma que también dice mucho de su marido, incluso de los motivos que le llevaron a casarse con ella, mismo color de pelo, mismo signo zodiacal, muchas coincidencias pero que, tantos años después de su casamiento, poco importan ya.


O avancemos tan solo ligeramente el argumento del siguiente relato, La fuerza necesaria, en el que se nos describe cómo una persona pierde su alma, no como en el mito de Fausto o en la leyenda de Robert Johnson, simplemente la pierde. Y es entonces cuando la echa en falta, cuando comprende lo diferente que es, y cuando comienza a reconocer a otros como él y a sentirse extraño, alejado, a entender la importancia de lo perdido y la imposibilidad de comunicación con su mujer, sus hijos.


Y así hasta catorce relatos, todos ellos hermosos, todos tristes, sin excesivas concesiones, con mucha poética entre sus líneas, como puede esperarse de un autor que ha sido profesor de Literatura y que también publica libros de poesía, por lo que sabe trasladar de un género a otro sus mejores virtudes.

 


El peso de la espiritualidad en los personajes de estos relatos es notable. Afloran monjas, meras beatas, clérigos, pero también profesores solitarios que supieron marcar impronta en sus alumnos, que recuerdan sus experiencias en la tapia del cementerio en su último día. Y es que la muerte es una presencia tangible en muchas de estas narraciones. Ejemplar es el relato en el que un hombre recién enviudado, queda atrapado en el atasco de una autopista por un supuesto accidente ferroviario y que, desde el arcén, contempla absorto la vida imperturbable de una pareja de ancianos que viven su vida a la vista de todos los conductores. Y no sabemos si siente frustración, envidia secreta o una reconciliación absoluta con la vida, una comunión con el espíritu humano, ni si esta contemplación le sirve de viático salvífico o de expurgación de dolores profundos, porque todo queda tan solo enunciado, y es el lector quien ha de reconstruir los pedazos restantes.


Hablar de En otro país supone no poder pasar por alto la importancia de la traducción a cargo de Celia Filipetto, que ha logrado un texto sugerente, armonioso, sutil y delicado, como entiendo debe ser el original.


Son obras como ésta las que permiten sostener que, en gran medida, desde el siglo pasado, el peso de la mejor tradición literaria ha ido migrando progresivamente de la novela al relato, con una infinidad de autores magistrales, que han sabido suplir las limitaciones de espacio propias de este medio narrativo, poniendo de manifiesto que no siempre los giros impredecibles al final del texto son la esencia misma del texto, la idea de que son obras menores, de mero entreno, que carecen de la profundidad propia de textos más extensos. En suma, autores como David Constantine renuevan su compromiso con un género que aún tiene un gran recorrido por delante y que termina por resultar más versátil y personal que muchas novelas. Acercarse a este libro es una forma de compromiso también por parte del lector, una forma de aprendizaje, un ejercicio de conciencia y de admiración.