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8 de septiembre de 2021

Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari)



Sapiens. De animales a dioses (Yuval Noah Harari, editorial Debate) es un libro provocador que ha merecido innumerables reconocimientos y halagos. Es difícil no haber leído previamente algún artículo o reseña que no nos haya puesto en contacto con las principales tesis defendidas por el autor pero, no por ello, se debe obviar la lectura directa del texto. No hay resumen que pueda suplir la riqueza del contenido del volumen, sus pequeñas anécdotas o su tono ligeramente irónico.


Entremos por tanto en materia. Partamos del nacimiento de la primera especie de homínido, mucho tiempo antes de que surgiera el primer Sapiens. Hablamos de un homo cuya principal diferencia respecto del resto de fauna sería su mayor cerebro, pero cuyas facultades físicas le ponían a merced de mamíferos mayores, más fuertes, hábiles y con sentidos más desarrollados para adaptarse a su entorno.


Pese a esa precaria posición, la familia homo se extiende en diversas especies (Neardental, Erectus, Floresiensis) para adaptarse a los diferentes entornos físicos en que vivían. Un millón y medio de años después, hace unos 350.000 años, surge una nueva especie de homo, al que llamamos inmodestamente Sapiens, en un rincón de África Oriental, que terminará tiempo después extendiéndose por todo el planeta e imponiéndose al resto de especies de su familia, llevándolas a su extinción, bien por superación biológica o por directo enfrentamiento.


Por tanto, frente a la falsa y extendida opinión de que los diferentes tipos de homínidos forman parte de una sucesión cronológica en la que cada especie es fruto de la anterior y mejora aquella, lo cierto es que las especies convivieron en el tiempo y bien podrían haber sobrevivido hasta la fecha, al igual que lo hacen los cocodrilos y los caimanes, las lombrices y los gusanos.


Pero en la familia de los homínidos tan solo el Sapiens sobrevivió y hay que dar una explicación de por qué esta especie, no mejor dotada físicamente que otras, pudo imponerse hasta el punto de superar su lugar dentro del reino animal y colocarse en la cúspide del mismo, llegando a tener la capacidad para influir en la vida del resto de formas de vida.


La explicación de Harari es lo que denomina la revolución cognitiva, o proceso por el que los Sapiens son capaces de elaborar ideas abstractas que comparten entre ellos convirtiéndolas en algo tan creíble y real como el mundo objetivo que les rodea y que les permite colaborar y superarse de un modo que ninguna otra especie es capaz.


Pongamos el ejemplo más sencillo para entender cómo este concepto ha impregnado hasta nuestros días la vida de los Sapiens y nos ha permitido ir mucho más allá que al resto de especies o de lo que nuestras capacidades naturales nos habrían permitido: el dinero.


El dinero es un concepto que no existe en la vida real, se trata de un mecanismo de intercambio de bienes y servicios basado en la confianza de que todo el mundo lo aceptará como método de valoración y medida. Si no hay confianza, el dinero no vale nada, que es lo que ocurre en los grandes procesos inflacionarios. Pero la creencia común en el valor del dinero permite el desarrollo de unas redes de comercio que potencian la riqueza de las naciones, favorecen el progreso material, científico, o artístico. Sin la creencia en el dinero viviríamos de lo que fuéramos capaces de producir o intercambiar con el fruto de nuestro trabajo en un pequeño y estrecho mercado local. La creencia común en el dinero nos hace más flexibles, nos permite acometer empresas mayores, nos aleja definitivamente del resto de la creación.


Sapiens es experto en crear estos conceptos, en desarrollar historias que sirven de cohesión para el grupo, que les lleva a imponerse frente a otros sapiens o a esmerarse para merecer una vida futura mejor. Todo lo que nos define hoy en día como humanos tiene su origen en esta idea. La religión, el derecho, las clases sociales, las ideologías, los nacionalismos, el imperialismo, el progreso científico como método y concepto, las grandes corporaciones mercantiles y tantas y tantas ideas que forman nuestro mundo y que son totalmente ajenas al resto de animales y que también lo habrían sido para nuestros hermanos homínidos hoy extinguidos.


Solo una especie en la que algunos de sus miembros sean capaces de creerse mejores que los demás en función del lugar en el que vivan, del tono de su piel o de la creencia en un determinado dios, podrá colaborar para lograr metas comunes que ni un chimpancé ni un Homo Erectus serían capaces de imaginar. Esos mitos y la capacidad para hacerlos tan creíbles como el suelo que pisamos son el principal motor de nuestra especie. No en vano, hoy la lucha por el relato es la principal actividad a la que se dedican nuestros políticos en la esperanza de que así se logrará una adhesión más fiel que la que resultaría de unas políticas que respondieran a las realidades verdaderas de los votantes.


Pero el tiempo histórico avanza y Sapiens, ​convertido ya en el único homo sobre la Tierra, crea el segundo gran cambio que le permitirá proyectarse hacia el futuro que hoy conocemos: la revolución agrícola. Es bien sabido cómo el hombre subsistía a base de la caza y recolección, desplazándose continuamente en busca de un entorno favorable para ambas actividades. Sin embargo, en algún momento, aproximadamente hace unos 10.000 años, los hombres de una zona concreta del Medio Oriente logran controlar el crecimiento de las primeras plantas sembradas por el propio hombre y no por el capricho del viento o la diseminación de los animales. En un proceso similar y de alguna manera interconectado, a la agricultura se le unirá la ganadería gracias a la domesticación de determinadas especies.


Como es bien sabido, la agricultura permite el asentamiento estable de poblaciones que ya no dependen de la abundancia de caza local sino que son capaces de generar excedentes suficientes para sus habitantes. Pero esto no trae necesariamente la felicidad para Sapiens. Los excedentes permiten la creación de oficios, castas y clases sociales para cubrir unas necesidades antes inexistentes y que no podían ser cubiertas. Igualmente, la mayor disponibilidad de alimentos permite un incremento del número de hijos por lo que el resultado global es que el agricultor neolítico trabaja denodadamente para apenas llegar a cubrir las necesidades de su familia, atenazado siempre por el miedo a las malas cosechas y las plagas.


Es interesante la perspectiva que adopta Harari. Por un lado, la fortaleza de Sapiens es su capacidad de interconexión, sus creencias comunes, su flexibilidad para organizar asociaciones que logren frutos espectaculares imposibles de otro modo. Pero esta fortaleza colectiva debe ser enfrentada con la realidad subjetiva del individuo. Según Harari, y esto es uno de los puntos más polémicos de la obra, el cazador recolector trabajaba menos horas para lograr su alimento que el agricultor mesopotámico, podía dedicar más tiempo a su familia o sus aficiones. Su vida era más variada, menos monótona que la del campesino, siempre sometido al mismo paisaje, atado a sus propias necesidades en un círculo infernal en el que se cuelan por primera vez en la historia los impuestos como forma de alimentar a las clases que surgen para organizar mejor la sociedad, sean soldados, sacerdotes, jueces o recaudadores.


Como especie, Sapiens garantiza su supervivencia. A nivel individual debemos fijarnos en si esto supone una ventaja para cada uno de los miembros de la especie. Igualmente, el autor nos interpela para preguntarnos si nuestro éxito como especie no merece también contemplar su cara oculta en forma de la extinción del resto de homínidos, la persecución a los grandes mamíferos con los que compartimos hábitat o la extinción de miles de otras especies animales y vegetales. Harari cree llegado el momento de establecer estudios históricos que no se centren en los hechos sino en las subjetividades, en la vida real de los hombres, en su felicidad y sentimiento.


¿Eran más felices los hombres sometidos a unas reglas claras de vida, aunque fueran difíciles, por el consuelo de alcanzar una vida en el más allá? ¿Es más feliz un hombre no sometido a las falacias y trampas de una religión? Solemos creer que las grandes religiones monoteístas son un avance para la civilización. No obstante, es un hecho histórico que una religión que admita varios dioses será más tolerante con los dioses de otra puesto que la proliferación de deidades forma parte de su fe. Sin embargo, una religión monoteísta, que solo admite un dios verdadero tenderá a rechazar cualquier otra creencia por falsa. Las guerras de religión que han sacudido el mundo, y aún hoy en día lo hacen, ponen de manifiesto esto. ¿Seríamos más felices viviendo en un mundo politeísta? ¿Acaso el progreso y la expansión del agnosticismo nos ha hecho vivir más satisfechos con nuestra realidad?


La interpelación de Harari es pertinente y permite cuestionarse muchos temas que solemos dar por ciertos. Acaso el nacionalismo lucha por defender los derechos de los individuos a utilizar su propia lengua, su cultura o sus costumbres. Pero, ¿son más felices los hombres que viven bajo un Estado-Nación que aquellos que han vivido bajo otras estructuras políticas?


Paradójicamente, Harari nos plantea que los Imperios, con toda su mala prensa, resultaban menos violentos que muchos de los regímenes a los que sojuzgaron y que sin olvidar todas sus sombras, llevaron hospitales, escuelas y alimentos a individuos que antes apenas podían aspirar a morir después de cumplir los treinta años.


Esta doble perspectiva, la colectiva (Sapiens como especie exitosa) y la subjetiva (cada uno de nosotros) sea tal vez la más relevante y útil de todo el libro puesto que podemos aplicarla sin límites a infinidad de ideas preconcebidas que manejamos. ¿Una sociedad feminista hará más felices a las mujeres?¿Los avances de la Ciencia nos convertirán en seres más completos, más felices?


El problema de este salto al vacío es que no nos ofrece herramientas para poder aventurar respuestas. El terreno de la subjetividad no es otra cosa que el terreno de lo opinable. Pero no tener respuestas no siempre implica que las preguntas no resulten pertinentes o certeras.


El camino de Sapiens avanza con desarrollos tecnológicos como la navegación, la escritura, la matemática y otros tantos permitiendo el desarrollo de organizaciones cada vez mayores. Así, el Imperio se convierte en un modo de dominación empujado por el éxito mercantil y económico de los países que los encabezan. Y así también se forma una tríada que se retroalimenta y refuerza. A mayor desarrollo económico, más fondos que pueden dedicarse a la innovación, a crear mejores armas, barcos mayores, arados más eficaces, todo lo que lleva a que el Estado sea más poderoso y logre expandirse más fácilmente y, por tanto, enriquecerse y seguir dando vueltas a la rueda. Así tenemos el imperio romano, pero también el español, e francés, el holandés o el británico.


Si bien nuestra visión de la Historia es muy europeísta, lo cierto es que hasta el siglo XV, Europa era una zona de escaso éxito, tanto a nivel económico, como humano. Por el contrario, Oriente puede ser considerado como más rico, más sofisticado, más desarrollado en muchos aspectos. Sin embargo, a partir de dicho siglo hay un hecho que determina el gran salto que está a punto de producirse: la revolución científica. Por alguna razón, el desarrollo científico arraiga de mejor manera en Europa que en otras partes del mundo y esto ofrece temporalmente una ventaja que los nacientes estados europeos van a saber tomar. Europa había desarrollado un carácter más racionalista y una vocación centrada en el hombre a partir del Renacimiento, con unas estructuras políticas más estables y flexibles para aprovechar el cambio.








Las sociedades que basan su conocimiento en la Ciencia tienen como punto de partida el hecho de que desconocemos gran parte de lo que nos rodea y, por tanto, tenemos que indagar y cuestionarnos todo para ir completando nuestro conocimiento. Pero si nuestro conocimiento deriva de una verdad revelada, poco más puede hacer el hombre. No existe laguna en nuestro conocimiento que merezca el esfuerzo de ser investigada.


La Ciencia permite ir sustituyendo los mitos y creencias, las supersticiones por certezas. No solo es que los europeos puedan crear máquinas para la guerra superiores o mejorar los telares. Es que su ansia de conocimiento de todo tipo lleva a los europeos a recorrer el mundo, a querer medirlo, catalogarlo, lo que favorece que luego pueda ser explotado. Los conocimientos cada vez mayores logran ese efecto multiplicador que dispara la innovación y, aún más importante, la confianza de estos occidentales no solo en Sapiens, sino en su propia raza. Somos mejores, más inteligentes, más ricos y esto tiene una causa que fundamos en una superioridad que se impone como una ley natural. Por consiguiente, estamos destinados a dominar a quienes no lo son tanto. Si la especie Sapiens nos hace a todos igual, el hombre occidental se cree parte de una subespecie superior, merecedora de administrar al resto.


Enfilando ya los últimos capítulos de la obra, Harari ve llegado el punto en el que la revolución científica nos ha permitido abrir ligeramente una puerta que supondrá una nueva revolución cuyo carácter y consecuencias no somos capaces aún de intuir. Los avances en genética, biomedicina o robótica permitirán elegir rasgos genéticos en nuestros descendientes, superar la muerte por enfermedades o el mero envejecimiento y también llevar a nuestro cuerpo más allá de sus capacidades naturales a través de implantes iónicos. ¿Estaremos ya ante Sapiens o ante otra especie que comenzará lentamente a evolucionar?¿Estaremos sembrando las semillas de nuestra propia extinción a manos de otros homínidos, tal y como nosotros hicimos con nuestros hermanos?


De ser unos animales similares al resto, a convertirnos en arquitectos de la vida, este es el fascinante viaje por el que nos ha llevado Harari. Con sus tesis cuestionables en algunos casos, sus contradicciones internas o sus fobias y creencias demasiado evidentes en ocasiones, pero con una lucidez y una capacidad para incomodarnos en nuestros prejuicios que ya hacen de por sí imprescindible su lectura. Tal vez al concluir la última página el lector habrá avanzado en el largo camino que nos lleva a merecer el nombre pretencioso que nos dimos.