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16 de julio de 2024

Odisea (Homero)



La Odisea puede resultar un título intimidante por su antigüedad y resonancia, lo que hace creer a muchos que es una lectura ajena a nuestros gustos y valores. Un clásico es, en suma, un libro que se debe evitar para no quedar atrapado en el sopor de unas letras excelentes pero que a casi nadie importan, al menos esto es lo que muchos creerán.


Sin embargo, este pensamiento nos aleja de lecturas que, de un lado, nos entretendrán como pocas narraciones actuales podrán hacer y, de otro, servirán para hacernos comprender que tal vez no somos tan diferentes de un griego de hace casi tres mil años, que podemos tener un entendimiento del mundo bastante similar, emocionarnos e indignarnos con las mismas aventuras e injusticias que quienes se sentaban en el ágora de una ciudad del Peloponeso o de cualquiera de esas islas que pueblan esta increíble aventura.    


Tenemos la ventaja adicional, como ya señalara Javier Marías respecto de otras obras foráneas, de no poder leerla más que en nuestro idioma y en versiones actualizadas gracias a nuestra incapacidad para conservar el estudio de las lenguas clásicas, por lo que siempre podremos recurrir a traducciones actualizadas, salvando arcaísmos nos alejan de las obras escritas en castellano más reciente. Por otro lado, obviaremos la versificación que puede ser otro aspecto que nos aleje del texto original. Armados así, nos enfrentaremos a una narración en la que apenas encontraremos grandes diferencias respecto de otras obras, incluso saldrá más moderna en la comparación frente a novelas decimonónicas.


En mi caso, he recurrido a la edición de Austral, con traducción de Luis Segalá y Estalella y una Guía de Lectura a cuenta de Alfonso Cuatrecasas.

 

El argumento es de sobra conocido. Odiseo (Ulises para quienes prefieran la versión latina), tras causar la destrucción de Troya gracias al engaño del caballo en cuyo interior se esconden los más valerosos guerreros aqueos, parte de vuelta a su isla, Ítaca. Sin embargo, su retorno se alargará por veinte años, tal es la animadversión que ha levantado en algunos dioses como el poderoso Poseidón o el deseo que despierta en la bella Calipso. En este viaje, Odiseo sufrirá diversas aventuras, algunas tan conocidas como las de las sirenas y su canto embelesador o la del Cíclope cegado por una estaca gigante que siguen formando parte de nuestra peculiar mitología occidental como si el tiempo no hubiera transcurrido por ellas.


Finalmente, regresará a Ítaca merced a la mediación de Palas Atenea, diosa que siempre le es favorable, y allí se reencontrará con su hijo, Telémaco, a quien dejó apenas nacido y ahora convertido en su digno reflejo, y a su esposa, Penélope, quien debe sufrir la afrenta de quienes la pretenden en matrimonio creyendo o confiando que Odiseo ha perecido entre las olas.


Aquí no pararemos a discernir sobre la figura de Homero o la importancia de la tradición oral, ya que la Odisea era un poema para ser recitado por aedos en ceremonias y festividades. Tampoco entraremos a valorar su trascendencia e influencia, no solo en la Grecia Antigua sino en el resto de la Literatura Occidental. Nos centraremos tan solo, y por coherencia con la actualidad y vigencia de la que hemos hablado anteriormente, en aquellos aspectos que la hacen moderna, que nos pueden resultar tan actuales como si Homero no la hubiera escrito o compuesto hace más de tres mil años o como si nosotros no viviéramos en la era de internet, sino en una suave colina repleta de olivos y a la que llega levemente el sonido de las olas de un mar azulado, el tan temido Ponto del que habla nuestra historia.


Porque el Odiseo de la Odisea, a diferencia del de la belicosa Ilíada, es un hombre que podría quejarse con la voz amarga de Otelo, preguntando si él no sangra cuando se le pincha. Odiseo está hecho a la medida del hombre, no de los dioses o héroes. Su pecho se enciende cuando añora a Penélope, su alma se nubla cuando recuerda a todos los caídos en su largo viaje, su corazón se estremece cuando ve a sus compañeros devorados por el Cíclope. Es tan humano en sus sentimientos, que la venganza que siembra entre los pretendientes que buscan el amor de su esposa, y los sirvientes de su palacio que se han entregado a aquéllos, es casi una escena tan sangrienta como las que pueblan la Ilíada, pero esta vez con un impulso muy distinto, con una pulsión tan terrenal que todos podemos entender.   


Odiseo se define igualmente por su astucia, no la fuerza sobrehumana, sino aquello que nos diferencia de los animales y nos hace campar sobre ellos. Odiseo es inteligencia y maña por encima de la fuerza, es "fecundo en ardides" como le definen muchos de los personajes de esta historia. Odiseo se convierte así en una referencia accesible para cualquier hombre libre de aquella Grecia naciente, la que debería enfrentarse a naciones gobernadas por tiránicos y poderosos semidioses como los persas. Es una declaración de principios. No hay dioses que no puedan ser confundidos por esa astucia que los griegos reclaman para sí. Porque, pese al abultado número de deidades que pueblan este libro, juegan un papel casi de tramoya. Es la voluntad férrea del protagonista la que le impulsa, más allá de leves ayudas, de golpes de fortuna si hablásemos desde una visión más laica.



En esta obra se muestran también los diversos aspectos del comportamiento humano. La rectitud de Penélope y Telémaco, fieles al recuerdo del rey ausente. También la bajeza de quienes tratan de aprovecharse de su extravío en el inmenso mar. La de quienes honraron su recuerdo, la de quienes se aprovechan del débil y el mendigo, cobardes con los poderosos, valientes con los inferiores. Los oscuros juegos del Poder son dibujados con una viveza y vigencia que sorprenden a quien pase por estas páginas con ojos abiertos.


Pero Odiseo es tan humano que también cede a impulsos que le desvían de la rectitud. Así, cuando se hace al mar tras cegar al Cíclope, su soberbia le hace desafiarle a gritos, desvelando así su presencia, ocasión que el gigante aprovecha para lanzar un peñasco sobre las embarcaciones, a punto de zozobrar. También ese orgullo le lleva a querer escuchar el canto de las sirenas sin ser por ello arrojado a las profundidades del Hades. No es de extrañar que Kafka, en su breve narración, El silencio de las sirenas, hiciera burla del ingenioso itacense con un mutismo que le hiciera creer, entre otras posibilidades, que las sirenas eran aún más ingeniosas que él.


La técnica narrativa empleada usa flashbacks, algunas historias secundarias, nos lleva desde el Olimpo sagrado hasta el inframundo donde Odiseo conversa con su madre muerta, crea suspense e intriga, y otros muchos recursos que se harán habituales con el correr de los tiempos. Porque aunque aceptemos que el Quijote sea el auténtico nacimiento de la novela, lo cierto es que el viaje y lo que en él nos encontramos, tal y como señaló Kavafis, es tan relevante como su final mismo. Porque ese camino, que físicamente puede ser el mismo para cada uno de nosotros, para don Quijote, para Sancho, para Odiseo, lo cierto es que cada uno lo hace suyo, le da forma según su naturaleza y ser, conforme el albedrío que cada uno despliega.


Por ello, la Odisea merece la oportunidad de ser rescatada de las lecturas olvidadas, las que demoramos ante cualquier novedad inverosímil, porque nos puede ofrecer más y mejor que todas ellas, porque contiene casi todas las historias que podamos leer, las series que podamos ver adormilados, mientras dejamos que la vida se nos escape, al modo en que Penélope destejía cada noche lo que había tejido por el día, aguardando que algo ocurriera, que Odiseo apareciera de nuevo en su palacio.

 

18 de junio de 2023

Las armas y las letras (Andrés Trapiello)

 


 

Armas y letras son términos que se nos antojan opuestos. La razón y la fuerza, el debate y la confrontación, donde terminan las palabras comienza la violencia. Sin embargo, esto no es siempre así, aguerridos batalladores han sido conspicuos artistas del pensamiento y las letras. Basta rememorar nuestro pasado más clásico para reconocer esta doble cara en Cervantes, Garcilaso de la Vega o Calderón de la Barca. Pero también tenemos otros autores que, alejados de los campos de batalla, urdieron sus tramas y pretendieron influir con sus escritos en el curso de los acontecimientos, o en todo caso, dejar constancia de la gloria de los gobernantes o de su ignominia para, de algún modo, ganarse el afecto del poderosos o del arribista.

 

Estas dos vertientes son tan eternas como la idea de conflicto porque, aunque hoy en día creemos vivir en la época del relato, lo cierto es que en todo tiempo y lugar, los poderosos y quienes aspiran a ocupar su posición, han tratado de amalgamar un discurso coherente con sus objetivos, sabiendo que en muchas ocasiones, las batallas más importantes se libran en la conciencia de las personas, que las guerras comienzan a ganarse con la propaganda.

 

Por ello, todo bando en conflicto gusta de rodearse de una pequeña corte de artistas y literatos, pensadores y filósofos que atenúen su imagen de carniceros, que les dote de respetabilidad. Así, hay regímenes más hábiles o afortunados en esta empresa. Capa o Picasso dejaron imágenes de un conflicto que han trascendido a su circunstancia local. Menos suerte les cupo a los vencedores, que no lograron éxito tal pese a sus innumerables esfuerzos.   

 

Es precisamente en ese momento histórico, nuestra guerra civil, en el que detiene su atención Andrés Trapiello. La primera edición de Las armas y las letras (Ed. Austral) es de 1984, momento en el que la información sobre este tema era prácticamente inexistente. Desde entonces, las sucesivas ediciones han podido dar cuenta de numerosos avances, descubrimientos, nuevas publicaciones y, por encima de todo, un gran debate.

 

Desde el propio prólogo, Trapiello se separa del maniqueísmo que contamina a quienquiera que se acerque a este conflicto. Para ello, pone en valor algo que resultó muy novedoso en su momento. Es la existencia de una tercera vía, de una alternativa republicana y democrática, opuesta por igual a nacionalsocialismo y a dictadura del proletariado. Una opción que cayó entremedias de dos movimientos que ya entonces peleaban a muerte pero sin desencadenar un conflicto que solo estallaría pocos años después. Ésta es la España de Chaves Nogales, y de tantos otros que tuvieron que exiliarse, no al final de la guerra, con el hundimiento de la República, sino a lo largo de todo el conflicto, perseguidos y suprimidos por ambos bandos.

 

La memoria de todos ellos se honra en este libro y el interés que las obras de estos autores e intelectuales está recibiendo en épocas recientes es un verdadero hito en nuestra historia literaria, tan cainita como le habría gustado decir a Antonio Machado.

 

 

 

Pero, pasado ese reconocimiento que este libro, junto a otras muchas iniciativas similares ha logrado, se deben poner de manifiesto otras virtudes que no son menos relevantes.

 

Como todo conflicto civil, nuestra guerra tuvo la terrible circunstancia de dejar la suerte de cada persona en manos del azar y el capricho. Autores de tendencia derechista fueron sorprendidos en la zona equivocada, lo que les llevó a la muerte, como el caso de Ledesma Ramos o de Maeztu. Por el otro lado, baste citar a Lorca como representación de tantos otros que murieron en cunetas y contra muros de cementerios. Solo unos pocos pudieron refugiarse y huir a su propia zona.

 

Esta separación también llevó a que intelectuales, poetas o escritores tibios o no demasiado significados, se volcaran de inmediato hacia el bando que dominaba su pueblo, su ciudad, su región, tratando así de borrar el recuerdo en sus vecinos del día en que se acudió a la plaza del Ayuntamiento para celebrar la proclamación de la República o los tiempos en los que se paseaba con modales aristocráticos y zapatos relucientes o se publicaban versos insípidos y poco comprometidos.   

 

También asistimos, guiados por la mano de Trapiello, a las arrastradas vidas de quienes mendigar con el reconocimiento de los nuevos gobernantes, con vergonzosa inmoralidad, traicionando a quien fuera menester, ofreciéndose como informador o publicando versos infames sobre la sonrisa de Franco o sobre la lucha del pueblo mientras se vivía en un Madrid semi rodeado y hambriento con privilegios aristocráticos.

 

Pero poco ejemplifica mejor esta geografía de las desgracias personales, como el caso de los hermanos Machado, Antonio y Manuel. Si bien el primero se significó más políticamente a favor de la República, no podría decirse que Manuel fuera un reaccionario favorable al fascismo. No podemos sostener esa idea sin olvidar que ambos hermanos escribían a cuatro manos obras de teatro, mantenían una relación afectuosa y podían sintonizar también en lo ideológico. Sin embargo, a Antonio la guerra le sorprende en el lado republicano. Pero a Manuel, el 18 de julio le coge en Burgos por una desgraciada circunstancia, la víspera tenía pasaje en tren para regresar a Madrid, pero se retrasa y lo pierde. Al día siguiente estalla el conflicto y los hermanos no volverán a verse. Podemos conjeturar que ambos miraban de reojo la evolución del otro. Cada uno tendiendo a acercarse al gobierno de su lado, tal vez más por prevención o sentimiento del deber que por convicción. Y ninguna imagen mejor del criminal peso de esta guerra, que la de Manuel conducido en un coche oficial del gobierno de Franco a Collioure tras conocer por la prensa republicana, que su hermano ha fallecido en esa ciudad francesa. Y llegar allí y descubrir que también su madre, que acompañaba a su hijo, ha fallecido. Y velar en el cementerio a ambos, tal vez también en compañía del tercer hermano, quién sabe qué se dijeron o si se dijeron algo o si llegaron a verse.

 

Si hay algo que sorprende a nuestros ojos, es la enorme profusión de revistas, ensayos, poemas, dietarios, periódicos y todo tipo de vehículos para la expresión escrita que circularon por ambas zonas. Es fácil creer que ese tiempo estuvo volcado en la guerra, en el conflicto militar, que no se desviaban recursos a otros fines, pero esto viene a poner de manifiesto la importancia que se atribuía a las letras, la fe en su contribución a la victoria final.

 

Y a ellas se aplicaron todo tipo de arribistas o autores consagrados porque difícil era no tomar partido. Y es en estos caminos en los que se entrecruzan Gonzalo Torrente Ballester con Álvaro Cunqueiro, Rafael Alberti con Miguel Hernández. Esta riqueza era sin duda superior en el bando republicano en el que la ideología seguía teniendo un amplio espectro representado por los restos de un republicanismo burgués, los comunistas, en sus facciones infinitas, los anarquistas, .... cada uno con sus órganos, sus periódicos, sus mitineros y poetas, sus revistas. Porque, pese al estado de guerra y el riesgo de que cualquier adjetivo mal medido pudiera llevarte a un paseo del que no se volvía, lo cierto es que en la zona republicana se sigue apreciando una cierta diversidad en los enfoques, en los estilos, una mínima capacidad, no exenta de riesgos, de disidencia con la opinión mayoritaria. Nada de esto era posible en la zona nacional, donde cada publicación era un calco de las estrictas instrucciones (expresadas o asumidas) de la ideología que emanaba del gobierno de Burgos.

 

No tiene sentido desgranar algunas de las innumerables anécdotas, curiosidades o hechos deleznables, traiciones y mendacidades que pueblan estas páginas. Tampoco dar nombre a quienes tan encumbrado lo tuvieron en aquellas fechas. El libro concluye con un interesantísimo índice de autores acompañado por una pequeña nota biográfica y referencia a sus obras, que puede hacer de manual de consulta una vez concluida la lectura del libro.

 

Y aquí llegados, es preferible callar y recomendar tan solo la lectura, dejar irse por estas largas páginas que, sin embargo, se hacen cortas, y recuperar el recuerdo de un tiempo que se nos antojaba algo más gris que lo que Trapiello nos desvela. De poder revivir aquellos años duros en los que aún quedaba tiempo para cuestionarse si el dadaísmo o el futurismo eran reaccionarios o progresistas, afanes tan inútiles y estériles como cualquiera de nuestros actuales debates a golpe de tweet, y poder así comprender que cualquiera tiempo pasado no siempre fue mejor porque ahora las letras hablan mientras las armas callan.




 

 

7 de marzo de 2009

Luces de Bohemia (Ramón del Valle-Inclán)



Valle-Inclán escribió con Luces de Bohemia la crítica de la España de su tiempo, sumida en una profunda crisis política que llevaría al fin de la Restauración y a la dictadura de Primo de Rivera. Pero la crisis política es sólo una más de las que cruzaban el día a día de los personajes de esta obra.

La crisis económica, originada tras el fin del empuje que supuso la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, ocasionó en las regiones más industrializadas, aquéllas que en mayor medida se habían beneficiado de la bonanza anterior, una conflictividad laboral que desembocó en huelgas generales, cierres patronales, asesinatos de líderes sindicales y empresariales. Como es inevitable, la crisis económica pronto derivó en crisis social espoleada por la reciente Revolución Soviética que planteaba una alternativa concreta al modelo decadente burgués y que, en aquella época, parecía un modelo practicable.

Por último, el ambiente cultural de los años veinte parecía caer por la misma torrentera que el resto de aspectos de la vida española. Faltaba aún un tiempo para la renovación que supusieron los jóvenes de la Generación del 27 y los ecos del Modernismo y otras corrientes vanguardistas no parecían haber topado con tierra fértil en esta España más favorable a las diversiones convencionales del folletín y la comedia costumbrista.

Por ello sorprende que Valle-Inclán, ya maduro, hijo de un tiempo que tocaba a su fin, feo, católico y sentimental, fuera el encargado de renovar la escena teatral española, nada menos que con un nuevo género que unió el aplauso de los críticos literarios con la aprobación (relativa) del público: el esperpento.

Según las manifestaciones del propio autor, el esperpento pretende mostrar una mueca, una realidad distorsionada, con el fin de hacernos ver aquello que ocultamos, aquello que somos pero no queremos admitir; la famosa imagen de los espejos del callejón del Gato, que nos devuelven una realidad que nos espanta. Y para dar forma y centrar este esperpento, Valle-Inclán crea uno de los personajes literarios más relevantes de toda la Literatura española del siglo XX, Max Estrella.

Este poeta, invidente y pobre de solemnidad, que malvive con diversas picarescas pero que es al tiempo engañado por otros pícaros, representa esa contradicción que Valle-Inclán denuncia. Se clama contra los políticos, la Iglesia, la falta de ética, las prebendas y favoritismos, pero la denuncia suena en ocasiones a mera provocación, a vacío hueco; los vociferantes, los jóvenes modernistas, don Latino, y el propio Max no parecen mejores que aquellos a quienes denuncian. ¿De qué sirve en sus bocas la palabra Justicia? Sólo algunos personajes, en especial el obrero catalán al que se aplicará la ley de fugas (escena sexta), la madre del niño muerto (escena undécima), parecen expresar los sentimientos más reales y nobles de toda la obra.

Max Estrella, inspirado parcialmente en la figura de Alejandro Sawa, pero en el que se pueden identificar otras fuentes de inspiración, recorre las calles de Madrid en una ronda nocturna trágica que nos permite atisbar la realidad social de la España de la época, desde una cárcel, al despacho de un ministro, la redacción de un diario o las más infectas tascas.

En todas ellas Max encontrará las pruebas de la decadencia que él mismo encarna, aunque con una mayor dignidad dado que él es uno de los pocos personajes que es capaz de ver la falsedad en que se mueve el resto. De su boca salen bravuconadas junto a profundas reflexiones que encuentran eco en quienes le rodean y jalean peri que, finalmente, le abandonan a su suerte.

Sin duda, la presencia y eco de Max Estrella van más allá de Luces de Bohemia y alcanza a significar cierta idea de nobleza en la caída, de fracaso utópico, de lucha imposible en un entorno pacato y ruin, la víctima de una sociedad irrespirable. Así, cada 26 de marzo, se celebra en Madrid la Noche de Max Estrella que recorre los lugares más emblemáticos por los que procesionó el poeta ciego en su última noche, con las correspondientes paradas y homenajes. Mérito es de Valle-Inclán haber logrado construir en pocas líneas una imagen tan sólida y perdurable.

Esta obra de teatro, paradójica desde su propio título (la bohemia que muestra está muy alejada de las luces que promete el encabezamiento, más aún, gran parte de su curso discurre en las horas nocturnas), conserva la frescura de las mejores páginas de Valle-Inclán, esas que han abandonado un cierto acartonamiento modernista y que se adentran en una concepción estética renovada. En este aspecto, merece destacar el lenguaje empleado en la obra ya que recoge modismos propios de los personajes populares que representa. Apócopes y vulgarismos se entremezclan con latinismos, referencias mitológicas y literarias de manera natural y aún conveniente.

Valle-Inclán logra definir a sus personajes con apenas varias palabras. Las busconas, sus chulos, Dorio de Gadex y otros muchos personajes quedan retratados desde las primeras frases que pronuncian. Las respuesta ágiles, los juegos de palabras, los silencios, todo contribuye a definir con claridad sus rasgos imprescindibles y a individualizarlos, lo que resulta admirable en una obra breve que cuenta, sin embargo, con un generoso reparto.

Pero, ¿cuál es el sentido de la lectura de Luces de Bohemia en nuestros días? Creo que debemos alejarnos de dos tentaciones paralelas. De un lado, la de quienes consideren que es un retrato de una época ya pasada, sustituida por una meritocracia adulta, quienes sonreirán condescendientes con las miserias al aire de aquellos conciudadanos tan ajenos a nuestros días. De otro lado, la de aquellos que se regodearán en la idea de que nada ha cambiado, de que todo queda por hacer, incluso de que su suerte es pareja a la de estos desdichados marcados por su tiempo. ¿Qué queda, digo, por tanto? Quizá la idea de que no basta nuestro talento (real o imaginario), de que nada nos es debido, que dejar en manos ajenas nuestro destino y lamentarnos de nuestra suerte sólo lleva al abandono en un viejo portal abandonado. Que las palabras por sí solas no hacen el camino, aunque lo alumbren.

Eso, y mucho más, nos enseña hoy Luces de Bohemia, con su ironía y sentido del humor, reflejado perfectamente en las tres últimas entradas de la obra:

Pica Lagartos -¡El mundo en una controversia!
Don Latino -¡Un esperpento!
El Borracho-¡Cráneo previlegiado!

Cabe destacar la edición (Austral) en la que el texto es precedido por un breve prólogo de Alonso Zamora Vicente y complementado con una guía de lectura y un glosario de Joaquín del Valle-Inclán orientado a la lectura escolar si bien, su riqueza permite una mejor asimilación de esta obra con numerosos apuntes sobre el léxico empleado, las referencias históricas, personajes reales retratados, ...