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2 de julio de 2025

El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Mariana Mazzucato y Rosie Collington)


Muchos habrán pasado por una experiencia similar en sus lugares de trabajo. Un día se anuncia la llegada de una consultora, una empresa —normalmente de gran renombre y altos costes— que viene para ayudar a "mejorar el trabajo", el modo en que se hace. Que nadie se preocupe: solo vienen a ayudar, a cambiar desde fuera, con otros ojos, con ideas frescas, sin los vicios que arrastramos en nuestro día a día.


Y llegan. Se sientan con todas las personas. Entrevistan, tomando infinidad de notas, mostrando un interés genuino y sincero. Se nota que no tienen mucha idea: sus preguntas denotan un sesgo muy claro y evidencian una falta absoluta de interés por el propósito del trabajo que uno desempeña, por el impacto en el cliente o en el resto de áreas con las que te relacionas.


Y así, un día aparece el informe de la consultora. En ese informe uno confirma sus intuiciones: falta de conocimiento sobre el contenido del trabajo, sobre las complejidades en determinados puntos o las ineficiencias en otros. Todo ello ha sido normalmente obviado por una mezcla de desconocimiento e interés por cumplir con la finalidad por la que fueron llamados por el equipo de dirección.


Porque no es cuestión de culparles. A fin de cuentas, tú puedes trabajar en el sector de la distribución de mercancías peligrosas y ellos vienen de eficientar una empresa de congelación de esperma. Y tampoco es para molestarse si en la mayoría de las preciosas diapositivas que han utilizado han sustituido sin más los iconos de condones por los de camiones.


Y resulta que luego se quedan también para implantar, porque tal vez sus brillantes ideas necesiten de alguien que las impulse, que no las sabotee. Y se quedan para asegurar que todo sale como ellos lo han dibujado. Y, entre tanto, terminan por convertirse en unos compañeros más, empleados que suplen a los que ya no se pueden contratar por restricciones presupuestarias. Y aunque vayan identificados con una tarjeta para que quede claro que no son empleados sino “externos” y así evitar los riesgos de demanda por cesión ilegal de trabajadores, a todos los efectos son uno más.


Entre tanto, siguen generando ideas, en ocasiones hasta alterando sus propuestas iniciales, siempre con la promesa, como la zanahoria de la fábula de Esopo, de que el paso definitivo hacia la suprema eficiencia está a la vuelta de la esquina, a la vuelta del último PowerPoint, tal vez el que han empleado hace poco para otro cliente, pongamos que de una cadena de restaurantes de comida rápida, porque ya se sabe que los secretos de la eficiencia valen en todo lugar y circunstancia.


Y un día proponen, como si nada, que todos los procedimientos, los protocolos, las dailys, weeklys, monthlys, las BR y los entregables, que todos los puntos de control y situación, los pains y dashboards, no son más que una prueba de que el trabajo se ha vuelto muy complejo, de que no hay foco en el cliente y de que corremos el riesgo de volvernos unos funcionarios. Y, en una última pirueta, se propone la vuelta a un modelo más sencillo, más ágil, que suele parecerse bastante al que regía el día en que ellos llegaron.


Y eso, solo si entre medias el directivo de turno no ha cambiado y se ha llevado consigo a su consultora de confianza, y el nuevo se ha traído la suya. Porque, para gustos, consultoras.


En El gran engaño: Cómo la industria de la consultoría debilita las empresas, infantiliza a los gobiernos y pervierte la economía (Taurus, 2023), Mariana Mazzucato  y Rosie Collington desmontan esa gran obra de teatro contemporáneo que es el negocio de la consultoría global. Lo hacen con una mezcla brillante de rigor académico y narración escandalizada, rozando la conspiranoia del Código Da Vinci.


Desde la profesionalización del management en el siglo XX hasta el auge actual de las grandes firmas como McKinsey, BCG, Bain o Deloitte, el libro traza una genealogía crítica del papel que las consultoras han jugado en la transformación del mundo del trabajo. Lo que empieza como un proceso de racionalización termina convirtiéndose en una forma de dominación simbólica en la que los saberes se externalizan, las decisiones se despolitizan y el poder se esconde detrás de informes de cien páginas con iconografía de colores.


Como bien apuntan Mazzucato y Collington, las consultoras no tienen toda la culpa. En muchas ocasiones, las decisiones complejas y arriesgadas, las que impliquen inversiones millonarias, necesitan de un tercero al que poder echar la culpa si algo sale mal, o de alguien que justifique con su caro sello las decisiones que previamente ya ha tomado la dirección. Así, estas consultoras, cuyas finanzas son siempre más opacas que las de las empresas a las que asesoran, se convierten en portavoces de los deseos que los directivos sin ideas y sin valor no se atreven a expresar.


Estas empresas se afanan por vender imagen, gestionar sus logros más allá de cualquier duda. Los socios, tan interesados en establecer métricas para cuantificar cualquier aspecto de la empresa asesorada, serán muy reacios a la hora de establecer el mismo rigor para medir sus propios éxitos. Mazzucato señala con descaro que la aportación de valor para sus clientes de estas empresas debería ser, como mínimo, igual o inferior al coste que les facturan. Y sin embargo, nada hace creer que esto sea así.


Entonces, ¿son imbéciles los directivos? Ya se ha dicho que en muchas ocasiones se trata de cobardía a la hora de adoptar decisiones, falta de ideas o carencia de liderazgo para imponerlas. Pero en otras ocasiones estamos ante las puertas giratorias del negocio. Los directivos muchas veces provienen de estas mismas consultoras, son ellos quienes les generan negocio; en suma, creen realmente que aportan un valor considerable ya que, a fin de cuentas, nadie en su sano juicio creería que su trabajo no vale nada y ellos crecieron profesionalmente en estas firmas. No nos gusta mirarnos al espejo y que éste se rompa.


Las consultoras crean apariencia de ciencia. Sus escuelas de formación interna se abren al exterior y se rebautizan como "universidades" para dotarlas de un prestigio que no merecen. Sus publicaciones, bajo nombres que las equiparan a revistas de rigor científico, no son sino publicidad continua, con artículos que no son revisados por pares, con autobombo y autocomplacencia.

 



 

Las consultoras, en suma, no ayudan a pensar: ayudan a evitar pensar. Y en esa evasión, gobiernos y empresas se deslizan por la pendiente de la irresponsabilidad. Cuando un cambio no funciona, se culpa a la ejecución. Cuando el impacto es negativo, se culpa a la resistencia cultural. Cuando hay un escándalo, se niega que la consultora tuviera poder real. Pero El gran engaño demuestra que ese poder existe, y se ejerce de forma opaca, extractiva y peligrosamente desregulada.


Uno de los capítulos más demoledores del libro es el que relata el caso de Puerto Rico. Tras el huracán María, McKinsey participó en el diseño de las medidas de ajuste presupuestario que afectaron dramáticamente a los servicios públicos. Lo inquietante no es solo que se aplicaran recetas propias del mundo empresarial a un país devastado, sino que la propia consultora tenía intereses financieros en los bonos de deuda puertorriqueños. Es decir, ayudaba a definir políticas que afectaban el valor de unos activos de los que, en secreto, era beneficiaria. Más que conflicto de interés, se trata de una captura corporativa sin máscaras.


Y este no es un caso aislado. Como advierte el libro, buena parte del modelo de negocio de las consultoras se basa en esa zona gris donde se mezclan “recomendaciones estratégicas” y “valor compartido”. Como bien explica el libro, muchas de estas firmas viven de replicar soluciones prefabricadas y maquillarlas con un nuevo logo y un par de anécdotas personalizadas.


Estas empresas han logrado entrar incluso en mercados en vías de desarrollo donde aparentemente poco tendrían que aportar. Sin embargo, lo hacen de la mano de las multinacionales que se instalan en esos países, pero también para implementar los planes de ahorro que las organizaciones como el Banco Mundial o el FMI imponen a los Estados en vías de desarrollo para concederles ayudas, moratorias.


Otras técnicas que emplean estas empresas son las de asesorar a gobiernos a muy bajo coste, ofrecer incluso materiales y guías gratuitas para lograr un conocimiento de la estructura de sus clientes que les terminará por colocar en una buena posición cuando se abra un concurso público o cuando otro cliente requiera de sus servicios. Publicitarse como colaborador en proyectos altruistas es una buena inversión publicitaria. Igualmente, Mazzucato se recrea en cómo los apartados de las páginas de estas grandes consultoras ponen un énfasis desmedido en el medio ambiente, el cambio climático, con sorna asegura que a veces duda de si está en la página de Greenpeace o en la de Deloitte. Y es que el negocio de la sostenibilidad es demasiado jugoso como para andarse con tonterías y, a fin de cuentas, uno tiene que vender las recetas que curen los males que ayudamos a provocar.


Por otro lado, las conexiones entre el mundo de la auditoría y el de la consultoría han traído escándalos y dudas más que razonables sobre la honestidad del modelo de negocio en sí de estas grandes empresas. El resultado es paradójico: más consultoría, menos inteligencia institucional.


Lo que Mazzucato y Collington denuncian no es solo una práctica empresarial dudosa, sino una transformación profunda de cómo se gobiernan nuestras instituciones. Las consultoras han colonizado no sólo la empresa privada, sino también el Estado. Bajo la lógica de “modernización”, se han vaciado ministerios, se han debilitado servicios públicos y se ha infantilizado al poder político. Se les convence de que no saben, de que no pueden, de que alguien de fuera, más joven, más caro, más “data driven”, lo hará mejor.


Pero como tantas veces ocurre, el resultado es el contrario: menos capacidad técnica, menos memoria institucional, más dependencia. El libro sugiere que este proceso tiene consecuencias incluso sobre la calidad de nuestras democracias. La externalización sistemática de la toma de decisiones diluye la responsabilidad pública. ¿Quién votó a Accenture? ¿Quién eligió a McKinsey? ¿A quién se le exige cuentas cuando fallan?


Los errores en las decisiones públicas, como demuestran varios de los ejemplos citados en el libro, no son pagados por los responsables públicos que eligieron a las consultoras; tampoco lo pagan estas, ya hemos hablado de que no es fácil medir su grado de éxito o fracaso; lo terminan pagando los ciudadanos que no han intervenido en este proceso, en forma de sobrecarga de impuestos o peores servicios públicos.


Mariana Mazzucato ya ha venido demostrando su interés por la economía pública y los falsos mitos que la rodean como ya hizo en El Estado emprendedor, y aquí continúa exponiendo su reivindicación del papel del Estado, papel que se ve socavado por la injerencia de estas consultoras. 


El gran engaño no es solo un ensayo sobre el mundo de la consultoría, es una advertencia sobre un modelo económico que ha sustituido la reflexión por el protocolo, la política por la presentación, el compromiso por la palabrería hueca. Un libro como este incomoda, y esa es una de sus grandes virtudes. Porque incomoda a los tecnócratas, a los directivos acomodados, a los gobiernos débiles. Pero, sobre todo, incomoda a quienes aún creen que el conocimiento importa, que la decisión democrática vale más que la receta genérica, y que no todo lo que brilla en un PowerPoint debe regir nuestras vidas.


Lo que Mazzucato y Collington ponen sobre la mesa es una llamada a recuperar el control, a defender la inteligencia colectiva frente a la subcontratación del pensamiento. Y así,  quizá, solo quizá, la próxima vez que una consultora cruce la puerta, alguien tenga el valor de preguntar: ¿y si no los necesitamos?

 

 

3 de octubre de 2021

El Estado emprendedor (Mariana Mazzucato)



 Vivimos tiempos propios para la lectura de El Estado Emprendedor (Mariana Mazzucato, Ed. RBA, 2012). En efecto, cuando se plantea el reparto de una ingente cantidad de fondos europeos para afrontar la recuperación de la recesión provocada por la pandemia, es preciso plantearse hasta qué punto una crisis sanitaria ha forzado el cambio de paradigma económico, en el que el impulso público no es solo el medio por el que se distribuye el flujo financiero sino que es el selector y priorizador de los destinos de los mismos.
Este reparto de fondos públicos viene acompañado por una retórica que nos habla de que toda crisis lleva implícita su oportunidad y, que en este caso, la misma viene en forma de ocasión para transformar nuestro modelo productivo y afrontar así las reformas tantas veces postergadas. Así, se habla de un modelo productivo tecnológico, digital, sostenible, igualitario, inclusivo y demás.
Pero, al margen de toda esta propaganda, existe una corriente de pensamiento económico que ha sobrevivido a la predominancia neoliberal de las décadas recientes y que se ha venido rearmando en los últimos tiempos. Éste es el momento en el que estas nuevas teorías tienen la ocasión de ser llevadas a la práctica puesto que la opinión pública parece favorable a cualquier medida que pueda sacarnos del embrollo económico que nos ha traído el Covid.
Las resonancias históricas del New Deal se hacen evidentes, pero ha llovido mucho desde que todas aquellas políticas se pusieran en marcha y las propuestas se han afinado. Uno de los nombres más citados en cuanto a la inspiración de esta lluvia de fondos y las oportunidades que nos ofrecen es la economista italiana, afincada en Londres, Mariana Mazzucato.
Si bien tiene obras más recientes, lo cierto es que, la situación económica actual invita a elegir este libro, publicado en 2012, para adentrarse en el pensamiento de su autora.
Mazzucato comienza dibujando el relato comúnmente aceptado sobre un Estado hipertrofiado, incapaz de adecuarse a las exigencias de la innovación y el desarrollo, un agente entorpecedor de la actividad privada, tan solo preocupado por tratar de expoliar el beneficio que los arriesgados emprendedores privados logran sacar en contadas ocasiones dada su perseverancia y el juego del libre mercado por el que se benefician grandemente en las ocasiones en que logran el éxito, compensando así el resto de ocasiones en que sus inversiones resultan desastrosas.
Mazzucato propone una visión alternativa. Hasta el comienzo de la liberalización en torno a los años ochenta, el Estado era el principal inversor de riesgo. De hecho, señala cómo todas las tecnologías que han alimentado el crecimiento económico en los últimos cuarenta años han sido fruto del esfuerzo inversor previo del Estado. Internet, la biotecnología, las energías renovables, todo ello tiene su origen en fondos estatales, empresas públicas, oficinas gubernamentales o subvenciones de las que se beneficiaron empresas que hoy pretenden ser las creadoras e innovadoras cuando realmente deberían ser consideradas como las beneficiarias de un esfuerzo público y del sacrificio impositivo de quienes ahora no están recibiendo de vuelta la parte correspondiente.  
Son los Estados que más y mejor invirtieron en sectores que, en su momento, no ofrecían posibilidades de retorno económico, pero que supieron apostar por tecnologías que podían dar frutos a largo plazo los que han logrado consolidar una industria privada fuerte. Es ese esfuerzo previo del Estado el que discrimina qué tecnologías serán viables y cuáles no, permitiendo así que el capital-riesgo privado pudiera arriesgar sus inversiones con una cierta seguridad.
Es la crisis de los años setenta la que genera dudas sobre la actuación estatal y la que empuja los procesos de desregulación y desinversión pública, las privatizaciones, y enaltece al sector privado como único agente capaz de arriesgar sus recursos para mejorar la economía, cambiando el relato comúnmente aceptado sobre el papel del Estado.
La autora dedica sucesivos capítulos a estudiar concretos sectores en los que justificar su teoría. La industria farmacéutica o las grandes tecnológicas como Apple son puestas en un comprometido lugar puesto que se viene a evidenciar que sus aportaciones al crecimiento o a la innovación son más bien escasas. Como mera ejemplificación, citaré que Mazzucato viene a reducir a Steve Jobs a un mero papel de organizador de las oportunidades creadas por el Estado y a la facturación de esas tecnologías de las que se apropia bajo un diseño atractivo. Poco riesgo asumido, poca aportación de base al mundo de la innovación tecnológica, poca apuesta por el futuro. Ni el logaritmo de Google, ni Siri, ni las pantallas táctiles existirían de no ser por la inversión estatal previa.
 
  
Mazzucato plantea que resultaría adecuado que el Estado recuperara parte de los fondos invertidos en el desarrollo de estas innovaciones mediante un sistema fiscal equitativo que gravase los beneficios obtenidos por el sector privado en la explotación de los sectores impulsados por las agencias gubernamentales.
Sin embargo, pronto abandona este enfoque para centrarse de una manera decidida en su visión del Estado como un agente empresarial privilegiado, no un mero recaudador, capaz de reorientar la actividad económica con sus decisiones.
Para ello, es necesario en primer lugar, modificar el relato y admitir el papel emprendedor del Estado adecuando los criterios con los que se mide la eficacia de éste. Se habrá de admitir, que la inversión en sectores estratégicos tiene efectos a largo plazo y no siempre las tecnologías desarrolladas tienen aplicación para la industria o fines pensados inicialmente. También hay que asumir que este papel innovador conlleva, de manera inevitable, la certeza de que muchas inversiones resultarán infructuosas sin que este hecho deba comprometer la visión que tenemos del Estado. Ni los criterios contables actuales, ni las teorías sobre inversión pública que se vienen manejando resultan aplicables a este nuevo escenario.
Aunque es algo simple reducir una teoría económica al contenido de un libro y, más aún, pretender que los párrafos anteriores recojan de una manera clara y completa lo que El Estado Emprendedor nos ofrece, lo cierto es que Mazzucato tiene una visión de la inversión pública que va más allá de las antiguas teorías keynesianas. Ella misma relata de manera expresa la distancia con ese legado. Según la teoría clásica de Keynes, podría invertirse dinero público en el mero vaciado de un inmenso agujero lleno de arena y esto, sin ofrecer utilidad práctica alguna, ya reportaría un importante beneficio económico al pagarse a los trabajadores y poner así en circulación recursos económicos que se expandirán por todo el sistema con los correspondientes efectos multiplicadores que cualquier estudiante de Economía bien conoce.
Muy al contrario, el Estado en el que confía Mazzucato es un ente capaz de tomar decisiones arriesgadas, de mantenerlas en el tiempo, con independencia de los vaivenes políticos. Es un Estado que puede asumir pérdidas considerables en inversiones que no llegan a buen puerto con la esperanza de que otras sí lo harán generando un relevante crecimiento económico cuyos efectos beneficiarán a todos, ciudadanos y empresas privadas y de los que también el Estado deberá tomar su parte, precisamente, para continuar con su labor emprendedora. En esta visión el Estado asume el papel de empresario que describía Schumpeter como fuerza de creación y destrucción de modelo económico.
La autora ocupa un posicionamiento que, aunque puede estar muy de actualidad y tener todo el sentido en nuestro contexto actual, no resultará del agrado de muchos.
De una parte, quienes defiendan la idea de un sector privado capaz de generar todo el progreso, la innovación y la inversión arriesgada que necesitan nuestras economías de una manera más eficiente y económica para el contribuyente que lo que pueda hacer el sector público, mantendrán sus posiciones firmes frente a cualquier modo de intervención estatal, siempre sospechosa de estar guiada por decisiones políticas, ideológicas o de interés electoral más que por mera eficacia económica.
Pero, por otro lado, este Estado de Mazzucato no parece contemplar las funciones que otros muchos le reclaman como redistribuidor de riqueza, protector de los consumidores, impulsor de las medidas de género, proveedor de servicios educativos, sanitarios, de protección al desempleado, al trabajador, al pensionista, etc . Este Estado parece aceptar el papel del capitalismo y reivindicarlo para sí, implica una visión del sector público centrada en lo macroeconómico más allá de ideologías.
De hecho, este último punto resulta trascendente. Aunque, por orgullo, cada generación gusta de creer que vive en un punto de inflexión de la historia, lo cierto es que solo el paso del tiempo permite vislumbrar la trascendencia de acontecimientos que hoy nos parecen cruciales y que fuerzan un cambio de tendencia. Y es precisamente en los últimos tiempos cuando emerge para muchos países, especialmente aquellos que están en vías de desarrollo, una expresión tan anticuada como desafortunada, la referencia de modelos económicos centralizados que se muestran como más exitosos que los del primer mundo.
De ahí que una tesis tan vacía de ideología, al menos, aparentemente, como la presentada por este libro, pueda ser abrazada por un gobierno democrático o uno autoritario sin mayor problema. Y es precisamente este punto el que más reparos me ha despertado, más allá de algunas exageraciones en la preponderancia del papel del Estado y la minusvaloración de la labor realizada por el sector privado que funciona como detonante del debate y del replanteamiento que exige la autora.
Pero lo que Mazzucato no aclara, al menos no en esta obra, es qué persigue el crecimiento económico de este Estado emprendedor. ¿Tan solo generar oportunidades que permitan a las economías continuar despuntando frente a las industrias de otras naciones?, ¿generar beneficios que puedan repartirse mediante un esfuerzo impositivo?. Quizá en este punto podamos volver al interrogante que planteaba J. K. Galbraith en The Affluent Society y preguntarnos precisamente para qué queremos crecer, qué queremos hacer con ese crecimiento. Y para esta pregunta, tendremos que seguir buceando en otras obras de esta nueva economía que Mazzucato, entre otros muchos, abandera.