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21 de septiembre de 2024

Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (Hannah Arendt)

 


 

En "Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal", Hannah Arendt no solo narra uno de los juicios más impactantes del siglo XX, sino que nos obliga a enfrentar la incómoda verdad de cómo la maldad puede adoptar la forma de una rutina burocrática. Este libro no trata solo de un criminal nazi, sino de un sistema que convirtió la obediencia en un acto mortal, y a un hombre común en un engranaje letal. ¿Cómo es posible que alguien tan "normal" sea capaz de cometer actos tan atroces? Arendt nos invita a reflexionar sobre esta cuestión. 


Adolf Eichmann fue el encargado, entre otras diversas tareas relacionadas con la solución final de la logística de todas las deportaciones de judíos y gitanos a las cámaras de gas. Por sus manos pasaban las órdenes de requisa de material ferroviario, la perfecta sincronización de los transportes, la priorización incluso por encima de los convoyes militares.


Al concluir la guerra, Eichmann pudo huir de un campo de internamiento americano en que, en todo caso, no había sido identificado correctamente valiéndole una falsa identidad que había conseguido a través de la organización de las SS encargada de facilitar la huida de los altos jerarcas y mandos inferiores.

 

Eichmann vivió un tiempo en Alemania como leñador huyendo así al destino de los condenados en Núremberg. Sin embargo, con el correr de los años su nombre terminó por aflorar a la luz pública al haber ido cayendo otros criminales nazis más famosos. En todas las declaraciones de estos parecía aparecer el enigmático Eichmann como nudo gordiano de la logística precisa para los masivos desplazamientos y las deportaciones.

 

Eichmann creyó llegada la hora de huir y lo hizo a Argentina, gracias a una nueva falsa identidad y la ayuda de antiguos nazis y de un misterioso franciscano.

 

Ya en Argentina se empleó en diversas ocupaciones hasta que finalmente alcanzó ‘un puesto intermedio en la Mercedes, una empresa que sirvió para acoger a otros exiliados nazis. Allí casi perdió el miedo a su detención, tal vez confiando en la política comprensiva del gobierno argentino, tal vez creyendo que el tiempo había borrado parte de su culpa o simplemente por un deseo de dejarse llevar por los acontecimientos. Esto último quedaría corroborado cuando, en 1960, se enteró que unos desconocidos rondaban su barrio haciendo preguntas con disculpas inverosímiles. Sin duda, debía saber que su hora llegaba, pero dejó que los acontecimientos siguieran su curso sin tratar de huir.

 

Y los acontecimientos fueron que los desconocidos eran miembros del Mosad que una mañana le secuestraron, escondieron en una casa y, finalmente, le llevaron a Israel detenido para ser juzgado.

 

El juicio fue un acontecimiento mundial. Primero por las circunstancias de la detención en un estado extranjero, el secuestro, que finalmente fue aceptado como un hecho consumado por Argentina. También por el hecho de que se trataba del primer juicio relevante que el reciente estado israelí llevaba a cabo contra un criminal nazi, recordemos que Israel no existía como tal cuando los delitos juzgados fueron cometidos.

 

También se planteaban cuestiones tales como si los jueces judíos podrían ser imparciales o si los derechos de la defensa de Eichmann serían convenientemente respetados. Si Alemania debería reclamar la extradición del detenido. Si el objeto del juicio alcanzaría también a los crímenes cometidos contra otros pueblos no judíos.

 

Toda una serie de cuestiones relevantes que atrajeron la atención de numerosos periodistas, polemistas, juristas e incluso de filósofos, como Hannah Arendt quien recibió el encargo de seguir el proceso penal y escribir varios artículos para The New Yorker. Estos artículos serían la base del futuro libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (publicado en 1963, editorial Lumen). En este libro la pensadora se plantea todas las cuestiones arriba mencionadas y otras tantas. Conserva en todo momento un juicio severo sobre los aspectos más polémicos y discute sobre las irregularidades que observó en el procedimiento. Se plantea la virtual imposibilidad de que el defensor de Eichmann obrase en igualdad de condiciones que el fiscal, apoyado por toda la maquinaria del estado judío.

 

Se cuestiona la procedencia de gran parte de los testigos llamados a declarar puesto que, en su inmensa mayoría, ni tan siquiera conocieron al acusado y su única finalidad era dar cuenta del contexto, del ambiente de una época, relatar los horrores sufridos con el único fin de tener ocasión de llevar a cabo un ejercicio de exorcización para el propio pueblo judío que había visto cómo los crímenes sufridos apenas representaron un papel relevante en los procesos de Núremberg.

 

Hannah Arendt también hace un acertado relato de la personalidad de Eichmann, de sus propias confesiones, sus afirmaciones y contradicciones. Tratándose de un libro escrito poco más de quince años tras el fin de la guerra, avanza algunos temas que aún hoy no son excesivamente discutidos. Así, la cuestión de porqué los judíos no se rebelaron, no ofrecieron resistencia teniendo en cuenta el escaso número de soldados y carceleros, argumento desmentido por las pocas veces en que esto ocurrió con lamentables consecuencias.

 

Trata el papel oscuro de los Sonder Kommando judíos, pero más interesante aún, explica cómo funcionaba la aproximación nazi, tanto en Alemania como en los sucesivos países según eran ocupados. Se trataba de formar un pequeño núcleo de judíos influyentes, selectos, que colaborasen, fuera para retener a judíos relevantes que pudieran servir para eventuales canjes de prisioneros, fuera para favorecer la deportación por cuotas, procurando que los mismos consejos judíos hicieran la selección, se encargasen de la gestión de los bienes de los deportados, bajo la convicción de que era un mal menor. Siempre se podía aprovechar para hacer limpieza de los judíos refugiados de otros países para salvaguardar a los nacionales, a los más afectos al consejo, ….

 

También analiza el comportamiento de los gentiles en diversos países. Nos explica cómo las deportaciones de judíos en Francia no encontraron obstáculo en tanto se llevaron a cabo con judíos refugiados de otras naciones. El problema era cuando comenzaron a llevar a “nuestros judíos”. Con otra estrategia Italia asumió la política de discriminación y deportación posteriormente, con ánimo ligeramente fingido. En una actitud propiamente latina se decía una cosa y se hacia la contraria. Se excepcionaba a los judíos que fueran militantes del partido fascista, luego a cualquier familiar judío de un afiliado, hasta crear un enorme ámbito de exclusión de las leyes raciales.

 

Por el contrario, destaca el papel de Dinamarca cuyo gobierno se rebeló directamente contra las instrucciones de deportación, llegando a salvar a gran parte de sus judíos, procurando escondites, papeles falsos o directamente la huida a la neutral Suecia. También señala de manera perspicaz que el ambiente antisemita condicionaba la rudeza de los funcionarios nazis encargados de las deportaciones. En Dinamarca incluso los alemanes se mostraron contrariados por las órdenes de deportación y en ocasiones las sabotearon en la medida de sus posibilidades.

 

Es decir, la culpa de los pueblos también tiene su lugar y no todos se comportaron igual. Pero incluso los nazis no siempre y en todo lugar fueron las máquinas malvadas de matar, en ocasiones, pudieron tomar sus propias decisiones con un cierto margen.

 

 

¿Pero obró así Eichmann?. Gran parte de su defensa se apoyaba en que su actuación salvó la vida de numerosos judíos. Algunas deportaciones a países no tan antisemitas, las supuestas y benévolas condiciones del campo de Terezin  o las negociaciones con diversos consejos judíos para salvar a miles de ellos a cambio de camiones, fueron alegaciones continuas. Otra base de la defensa fue también, cómo no, la cuestión de la obediencia debida, si realmente Eichmann tan solo fue un eficiente funcionario que cumplió las órdenes recibidas con la diligencia y eficiencia que, para desgracia de sus víctimas, le era propia, o si en él yacía una plena identificación con los fines de su criminal gobierno.

 

De todo esto nos habla Hannah Arendt por extenso. En ocasiones con detalles algo alejados de los hechos objeto del juicio, pero como ya se ha dicho, tampoco de esto se libró el propio procedimiento. También nos hace un retrato psicológico de Eichmann, de su supuesta eficiencia y su probable torpeza intelectual, de sus afirmaciones sobre su aprecio por los judíos y la incapacidad para regir su vida por sus propias normas y criterios, siempre necesitado de una autoridad superior que le dictara lo que había de decir o hacer, siempre con una frase hecha, tomada de un discurso, de un libro, para zanjar cuestiones complejas para las que no se encontraba muy capacitado.

 

Y éste es el meollo de la cuestión aquí tratada. El hecho de que los estados puedan desarrollar el aparato legal y burocrático para conseguir la adhesión ciega de seres anodinos y sin voluntad como Eichmann, que hasta el último momento de su muerte no creyó haber obrado realmente mal, tan solo quizá creyó encontrarse en el lugar y momento equivocado. Esta burocratización del mal, lo mismo que la industrialización de la muerte, fueron los instrumentos que sirvieron para extender el mal más allá de los fanáticos, para servir de exculpación para muchos que sobrevivieron a la guerra y volvieron a sus casas y sus familias sin sombra de culpa.

 

Y estos mecanismos siguen en pie a día de hoy. Esta banalización del mal, la capacidad para hacerlo llevadero, para separar las cuestiones dolorosas de las ideológicas, para resultar implacable con una cierta indiferencia, incluso con cierta lástima. Todo ello sigue siendo un riesgo posible frente al que solo el conocimiento y la firmeza moral puede levantar un muro de contención. Para esto sirve este libro, con todas sus virtudes y numerosos defectos.

 

 

23 de agosto de 2015

Número Cero (Umberto Eco)


Número Cero (Ed. Lumen 2015, traducida del italiano por Helena Lozano) es la última novela publicada por Umberto Eco. Aunque no está llamada a copar el interés del público del modo en que lo hizo su primera incursión en el género, la célebre El nombre de la rosa, sin duda puede tener más interés para el lector actual por la temática que trata.

Partamos de un breve resumen del argumento de la novela. Colonna, un perdedor según él mismo se define, es contratado como adjunto del director de un periódico no nato, financiado por un importante empresario italiano, interesado no tanto en que el diario se publique, como en que se tema la posibilidad de que eso suceda.

La plantilla reclutada para este descabellado proyecto está repleta de personajes a la altura de su empleo. Antiguos periodistas deportivos, cronistas del corazón, escritores frustrados, en suma, una panoplia de marginados marginales que servirán para justificar una empresa de dudosa ética.

El trabajo al que Colonna se dedicará con ahínco las primeras semanas es preparar lo que se denomina un “número cero”, esto es, un ejemplar no destinado al público, pero que se presente como prueba de lo que quiere que el periódico llegue a ser.

Aquí tenemos planteado el primer tema que aborda Umberto Eco sin demasiados tapujos ni sutilidades: el modo en que la prensa deja de rendir tributo a la verdad para servir a los intereses de quien la financia. Porque el interés por lograr una noticia relevante siempre topa con la negativa del Director.

Sea la mafia, la corrupción policial o los negocios turbios de algún sector de la economía, el financiero oculto siempre puede tener algún interés secreto que se vería perjudicado o, en todo caso, podría enemistarse con otros poderes ocasionándole problemas.


Otra cosa es trabajar en noticias que sirvan para desacreditar a competidores o enemigos. Para esto sí que se espolea a los periodistas. Eso sí, con el fin de que la sacrosanta independencia de la prensa no quede en entredicho, claramente se exponen las normas a seguir:  por cada testimonio se presentará una declaración opuesta. En la mano del periodista experto queda el saber cómo desacreditar indirectamente una y favorecer otra.

Dado que el fin último de un periódico ya no es informar y sacudir al público de sus sillones con impactantes revelaciones, lo que se tratará será de adocenar, tranquilizar y ratificar a cada conciencia con su propio credo. Mucho deporte, grandes dosis de vida social, y lugares comunes. En eso debe consistir la prensa, o en eso se ha convertido en la realidad.

Esa manipulación de que somos objeto es el segundo gran tema abordado por Umberto Eco. El lector, el público en general o el votante en particular, no merecen conocer la verdad, ésta les haría daño. Es preferible inducir sus pensamientos como se induce un sueño, de manera tranquila pero eficaz, controlada y dirigida. Fabricar un mundo irreal en el que las malas noticias siempre ocurran lejos (o cerca, según interese), en el que la corrupción lo cope todo (o no exista, según el color del partido de quien hable), y en el que no se pueda conocer a ciencia cierta quién miente y quién no, en el tácito convencimiento de que todos lo hacen y de que, por hartazgo, la realidad nos ha sido hurtada y no debemos molestarnos en buscarla.

Y esta situación, este convencimiento de que todos actúan por mero interés engendra sus propios fantasmas. En el caso de Número Cero, se trata de  Braggadocio , compañero de Colonna, que vive convencido de que la versión oficial sobre la muerte del Duce es falsa, que quien fue fusilado era realmente un doble y que Mussolini realmente escapó a la muerte.

Para Braggadocio todos mienten y a nadie le interesa que la verdad se conozca. Ni las potencias aliadas, ni los comunistas italianos, ni los soviéticos, ni los propios fascistas tenían verdaderos motivos para desvelar  la realidad y a todos convenía la espera de acontecimientos. Pero él está empeñado en indagar más allá de los documentos oficiales. Y hurgando encontrará otra pista que, ésta sí, parece conectar con una realidad más actual pero también más peligrosa para él.

Milán, ciudad donde transcurre la novela
Pero no todo en Número Cero  resulta tan sombrío. Por primera vez en su vida, Colonna, que se creyó nacido para vivir entregado al placer de las letras pero que ha pasado sus largos años vagando entre trabajos como traductor, articulista para diarios locales, reseñista de encargo, negro literario o revisor de enciclopedias, ve llegada la hora del amor.

 Su relación con una de las periodistas de la redacción le sacudirá de la tristeza que le causa su trabajo. Él, que no es capaz de engañarse respecto de los verdaderos fines del periódico, se aferra a Maia como última vía de escape. Y es gracias a ella, tan perdedora pero aún más inestable emocionalmente que él, dotada de una sensibilidad tan frágil que la coloca al margen de cualquier relación personal estable.

Es en este punto cuando la novela alcanza verdadera altura literaria, en la que la ficción gana el pulso al discurso de Eco, en la que el lector puede al fin sentir que está leyendo una novela como tal. Y es también en este punto cuando, ya planteada la temática central, Eco se relaja y deja que una trama de misterio y enredo envuelva a sus personajes y permite que su libro vuele con más libertad, sin que la reflexión se pierda de vista pero sin que ahogue el texto. Porque, si algo cabe reprochar a Umberto Eco respecto de Número Cero, es precisamente ese peso desigual entre discurso  y literatura, cierta falta de engarzamiento entre ambas.

 Pero todo ello no quita para que en el libro haya numerosos puntos de interés para todo amante de la literatura. Si bien los personajes se esbozan de un modo sencillo, el protagonista y narrador, Colonna, es tratado con mimo y perfilado a la perfección como un perdedor, un ser vulgar en el que todas las promesas de un futuro han quedado defraudadas. Como él mismo dice, “cuando vives cultivando esperanzas imposibles, ya eres un perdedor. Y cuando te das cuenta, te hundes”.  Nunca hay nada escrito hasta que se pone el punto y final. Ésta es la última gran idea del libro de Eco. Quién esperaría que el gris Colonna renaciera cuando la muerte le ronde, quién creería reconocerlo en su nueva vida, no necesariamente la que había soñado pero sí aquella en la que puede creer y respetarse a sí mismo. Ése es, sin duda, el mensaje de esperanza de Umberto Eco en esta obra en la que la sordidez de algunos no puede asfixiar la vida de los muchos. Y así ha de ser.
 

19 de agosto de 2012

Obra Selecta (Cyril Connolly)



Afirman los psicólogos que en el pódium, son el oro y el bronce quienes más satisfechos se sienten. Frente a ellos, el medallista que obtiene la plata rumia su frustración por haber perdido el primer puesto. Si esto es cierto, bien nos puede servir como símil para definir la vida del célebre -no en nuestro país- Cyril Connolly (1903 – 1974).

Educado en Eton y Oxford con cierta brillantez y mucha presunción, todo parecía favorecer la promesa de una brillante carrera, probablemente en el mundo de las letras. Nada de eso ocurrió. Su única novela (The Rock Pool - 1936) fue un pobre intento de ironizar sobre los miembros de la bohemia inglesa que otros supieron hacer mejor, en fondo y forma. Nunca volvería a intentarlo recluyéndose en la crítica literaria, la bibliofilia y el esnobismo intelectual para proteger su endeble autoestima.

En 1939 publicó Enemigos de la promesa (título en cierto modo autoparódico), una obra que resumía sus opiniones sobre la literatura de su tiempo, tratando de hacer balance y anticipar las características que serían necesarias en los siguientes diez años para escribir libros perdurables, al menos otros diez años. Expone su teoría sobre la contraposición entre lo que denomina el estilo mandarín (cierta afectación manierista propia de grandes figuras como Joyce o Proust que dominaron la literatura de los años veinte) y un estilo más directo caracterizado por una naturalidad y limpieza que busca comunicar hechos antes que sensaciones. En este grupo incluye a autores como Hemingway que dominaban la escena literaria de lo años treinta. Connolly creía que la ley pendular ejercería su dictado volviendo a preponderar el estilo mandarín durante un tiempo. Lo que no pudo prever fue el impacto que la Segunda Guerra Mundial tendría en la democratización de la cultura (algunos preferirían llamarlo vulgarización), su masificación, la influencia de la prensa y el cine, ... demasiadas cosas.

Pero Enemigos de la promesa es mucho más que un libro sobre crítica literaria. Su segunda parte recoge los peligros que, según Connolly, acechan la vida del literato que desee crear una obra perdurable. No sorprende la extensión y precisión con que los describe (el ejercicio de la crítica literaria, el periodismo, la bebida y otros vicios, los éxitos tempranos, la política, ...) dado que él ya había caído en varios de ellos. La tercera parte de este volumen es, sin duda, la que mejor pone de manifiesto lo que pudo haber sido Connolly de no haber caído en sus propios demonios y haberse dejado llevar por cierta indolencia (de la que siempre hacía gala con gran sentido del humor) y su gusto por la buena vida. Sus recuerdos de los años de formación en las prestigiosas escuelas de St. Cyprian’s y de Eton son relatos memorables de un sistema congelado en el tiempo, capaz de crear grandes hombres o monstruos temibles. Nos describe el modo de enseñar a los clásicos de la Antigüedad (según Connolly, la versión que de ellos se ofrecía en Eton era tan ajena a la realidad que finalmente quedó sorprendido cuando pudo traducir directamente los textos en cuestión sin pasar por las traducciones “oficiales” y las interpretaciones de sus maestros).

Eton
En 1939 Connolly fundó la revista Horizon que dirigió hasta su desaparición en 1949  convirtiéndola en la referencia del movimiento moderno en la que escribirían genios como Ezra Pound, Yeats o T.S. Eliot.

En 1943 la ruptura de su matrimonio con la americana Jean Bakewell le sumió en una crisis profunda que plasmó en un diario en el que dejó constancia de sus reflexiones sobre el amor, la muerte, la literatura y otras mil cuestiones. Estos textos vieron la luz en 1944 bajo el título de La tumba inquieta siendo uno de los libros más inclasificables de su tiempo.


 A partir de ese momento y superada la crisis personal (otros dos matrimonios –incluso el ultimo de ellos, feliz- lo acredita) Connolly limitaría su actividad a las columnas periodísticas y a raros artículos y opúsculos como el dedicado a ofrecer su personal explicación sobre la fuga a Rusia de dos agentes dobles del Servicio Secreto Británico a los que conocía personalmente (Los diplomáticos desaparecidos – 1952).

Su labor periodística es la que, a la postre, le concedería el reconocimiento y aplauso que no pudo encontrar como poeta, su verdadero sueño. La variedad de estos textos es tan amplia que no se explica tan solo por lo amplio del periodo que abarca (1929 - 1974) sino por su soberbia erudición y su talento para un género en el que siempre evitó la rutina y el convencionalismo.

Escritos que abarcan todos los registros imaginables. Comencemos por la crónica viajera (El arte de viajar –1931), sus recuerdos de la Francia de la Costa Azul en su juventud (La hormiga león – 1936) o la Grecia de la posguerra bañada por su ironía sobre la creciente masificación del turismo que tanto difería de su aristocrático modo de entender el viaje (Volver a Grecia – 1954).

Sus propias aficiones no escapan a la crítica de este irreverente escéptico. La bibliofilia (y las manías obsesivas de estos peligrosos amigos de nuestros más preciados libros) tuvieron buena presencia en títulos como La fiebre de las primeras ediciones (1963) o El año del bibliófilo (1967). Impagable también su relato de las desdichas en la búsqueda de mansión por todos los alrededores de Londres, siempre atado a las dudas sobre los vicios ocultos de cada inmueble y la sombra de sus actuales propietarios (Confesiones de un cazador de casas - 1967).


Memorables sus piezas sobre la crítica literaria a la que describe como una actividad de a tiempo completo y salario de media jornada en la que, a su juicio, no se precisa ni tan siquiera leer completo un libro para poder hacer una buena reseña. ¿Acaso un catador de vinos precisa consumir toda la botella? (Nuevas novelas – 1935)

De estilo más serio resulta el interesante Barcelona (1936) en el que el autor hace una descripción a los lectores del New Statesman de lo que allí vio al ser enviado como corresponsal durante los primeros meses de nuestra guerra civil.  

Connolly tampoco abandonó para siempre la ficción dando prueba de su estilo humorístico en títulos como Bond cambia de chaqueta (1962) mofándose de un James Bond travestido para una misión secreta que resulta de lo más sorprendente. O La caída de Jonathan Edax (1961) en el que se burla de los coleccionistas (un poco de él mismo).
 
Volviendo a la crítica literaria, sus artículos sobre los más célebres autores del movimiento moderno al que consagró su vida (Ezra Pound, Cummings, Yeats, Auden, Eliot, Dylan Thomas, ...) son un buen ejemplo de su modo de entender la crítica literaria. 


Su estilo irónico y subjetivo puede no resultar muy ortodoxo. Nunca pretendió ser objetivo. Sus pasiones y sus fobias aparecen claramente en estas páginas por lo que nadie deberá recurrir a él para tener una visión completa de la literatura del pasado siglo, pero sí para conocer la obra de aquellos autores por los que profesaba una auténtica admiración. Su encendida pasión es contagiosa y alegre. Su continuo uso de versos como ejemplo de sus afirmaciones son una guía perfecta y una muestra de su aquilatado buen gusto.

Lumen ha recopilado en un volumen los dos libros principales de Connolly (Enemigos de la Promesa y La tumba inquieta) así como el resto de artículos aquí citados y muchos otros hasta completar más de mil páginas en la versión de bolsillo. La edición a cargo de Andreu Jaume (con traducciones de Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla) ofrece algún aditivo respecto a la versión inglesa, lo que es de agradecer.

La extensión de estas "obras selectas" no debe desalentar su lectura dado que su estilo ameno pronto nos atraerá. Su fragilidad emocional expuesta tan de manifiesto nos permitirá acogerlo pasando por alto su elitismo (algo forzado en ocasiones) o sus peculiares gustos. Tras la última página culparemos a la editorial por no haber publicado un segundo volumen con más material y apenados, nos quedaremos ante la inmensa tarea de digerir la obra de un hombre que siempre se consideró un fracasado por no satisfacer las expectativas que otros depositaron en él. Las mías se cumplieron sobradamente.