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16 de julio de 2024

Odisea (Homero)



La Odisea puede resultar un título intimidante por su antigüedad y resonancia, lo que hace creer a muchos que es una lectura ajena a nuestros gustos y valores. Un clásico es, en suma, un libro que se debe evitar para no quedar atrapado en el sopor de unas letras excelentes pero que a casi nadie importan, al menos esto es lo que muchos creerán.


Sin embargo, este pensamiento nos aleja de lecturas que, de un lado, nos entretendrán como pocas narraciones actuales podrán hacer y, de otro, servirán para hacernos comprender que tal vez no somos tan diferentes de un griego de hace casi tres mil años, que podemos tener un entendimiento del mundo bastante similar, emocionarnos e indignarnos con las mismas aventuras e injusticias que quienes se sentaban en el ágora de una ciudad del Peloponeso o de cualquiera de esas islas que pueblan esta increíble aventura.    


Tenemos la ventaja adicional, como ya señalara Javier Marías respecto de otras obras foráneas, de no poder leerla más que en nuestro idioma y en versiones actualizadas gracias a nuestra incapacidad para conservar el estudio de las lenguas clásicas, por lo que siempre podremos recurrir a traducciones actualizadas, salvando arcaísmos nos alejan de las obras escritas en castellano más reciente. Por otro lado, obviaremos la versificación que puede ser otro aspecto que nos aleje del texto original. Armados así, nos enfrentaremos a una narración en la que apenas encontraremos grandes diferencias respecto de otras obras, incluso saldrá más moderna en la comparación frente a novelas decimonónicas.


En mi caso, he recurrido a la edición de Austral, con traducción de Luis Segalá y Estalella y una Guía de Lectura a cuenta de Alfonso Cuatrecasas.

 

El argumento es de sobra conocido. Odiseo (Ulises para quienes prefieran la versión latina), tras causar la destrucción de Troya gracias al engaño del caballo en cuyo interior se esconden los más valerosos guerreros aqueos, parte de vuelta a su isla, Ítaca. Sin embargo, su retorno se alargará por veinte años, tal es la animadversión que ha levantado en algunos dioses como el poderoso Poseidón o el deseo que despierta en la bella Calipso. En este viaje, Odiseo sufrirá diversas aventuras, algunas tan conocidas como las de las sirenas y su canto embelesador o la del Cíclope cegado por una estaca gigante que siguen formando parte de nuestra peculiar mitología occidental como si el tiempo no hubiera transcurrido por ellas.


Finalmente, regresará a Ítaca merced a la mediación de Palas Atenea, diosa que siempre le es favorable, y allí se reencontrará con su hijo, Telémaco, a quien dejó apenas nacido y ahora convertido en su digno reflejo, y a su esposa, Penélope, quien debe sufrir la afrenta de quienes la pretenden en matrimonio creyendo o confiando que Odiseo ha perecido entre las olas.


Aquí no pararemos a discernir sobre la figura de Homero o la importancia de la tradición oral, ya que la Odisea era un poema para ser recitado por aedos en ceremonias y festividades. Tampoco entraremos a valorar su trascendencia e influencia, no solo en la Grecia Antigua sino en el resto de la Literatura Occidental. Nos centraremos tan solo, y por coherencia con la actualidad y vigencia de la que hemos hablado anteriormente, en aquellos aspectos que la hacen moderna, que nos pueden resultar tan actuales como si Homero no la hubiera escrito o compuesto hace más de tres mil años o como si nosotros no viviéramos en la era de internet, sino en una suave colina repleta de olivos y a la que llega levemente el sonido de las olas de un mar azulado, el tan temido Ponto del que habla nuestra historia.


Porque el Odiseo de la Odisea, a diferencia del de la belicosa Ilíada, es un hombre que podría quejarse con la voz amarga de Otelo, preguntando si él no sangra cuando se le pincha. Odiseo está hecho a la medida del hombre, no de los dioses o héroes. Su pecho se enciende cuando añora a Penélope, su alma se nubla cuando recuerda a todos los caídos en su largo viaje, su corazón se estremece cuando ve a sus compañeros devorados por el Cíclope. Es tan humano en sus sentimientos, que la venganza que siembra entre los pretendientes que buscan el amor de su esposa, y los sirvientes de su palacio que se han entregado a aquéllos, es casi una escena tan sangrienta como las que pueblan la Ilíada, pero esta vez con un impulso muy distinto, con una pulsión tan terrenal que todos podemos entender.   


Odiseo se define igualmente por su astucia, no la fuerza sobrehumana, sino aquello que nos diferencia de los animales y nos hace campar sobre ellos. Odiseo es inteligencia y maña por encima de la fuerza, es "fecundo en ardides" como le definen muchos de los personajes de esta historia. Odiseo se convierte así en una referencia accesible para cualquier hombre libre de aquella Grecia naciente, la que debería enfrentarse a naciones gobernadas por tiránicos y poderosos semidioses como los persas. Es una declaración de principios. No hay dioses que no puedan ser confundidos por esa astucia que los griegos reclaman para sí. Porque, pese al abultado número de deidades que pueblan este libro, juegan un papel casi de tramoya. Es la voluntad férrea del protagonista la que le impulsa, más allá de leves ayudas, de golpes de fortuna si hablásemos desde una visión más laica.



En esta obra se muestran también los diversos aspectos del comportamiento humano. La rectitud de Penélope y Telémaco, fieles al recuerdo del rey ausente. También la bajeza de quienes tratan de aprovecharse de su extravío en el inmenso mar. La de quienes honraron su recuerdo, la de quienes se aprovechan del débil y el mendigo, cobardes con los poderosos, valientes con los inferiores. Los oscuros juegos del Poder son dibujados con una viveza y vigencia que sorprenden a quien pase por estas páginas con ojos abiertos.


Pero Odiseo es tan humano que también cede a impulsos que le desvían de la rectitud. Así, cuando se hace al mar tras cegar al Cíclope, su soberbia le hace desafiarle a gritos, desvelando así su presencia, ocasión que el gigante aprovecha para lanzar un peñasco sobre las embarcaciones, a punto de zozobrar. También ese orgullo le lleva a querer escuchar el canto de las sirenas sin ser por ello arrojado a las profundidades del Hades. No es de extrañar que Kafka, en su breve narración, El silencio de las sirenas, hiciera burla del ingenioso itacense con un mutismo que le hiciera creer, entre otras posibilidades, que las sirenas eran aún más ingeniosas que él.


La técnica narrativa empleada usa flashbacks, algunas historias secundarias, nos lleva desde el Olimpo sagrado hasta el inframundo donde Odiseo conversa con su madre muerta, crea suspense e intriga, y otros muchos recursos que se harán habituales con el correr de los tiempos. Porque aunque aceptemos que el Quijote sea el auténtico nacimiento de la novela, lo cierto es que el viaje y lo que en él nos encontramos, tal y como señaló Kavafis, es tan relevante como su final mismo. Porque ese camino, que físicamente puede ser el mismo para cada uno de nosotros, para don Quijote, para Sancho, para Odiseo, lo cierto es que cada uno lo hace suyo, le da forma según su naturaleza y ser, conforme el albedrío que cada uno despliega.


Por ello, la Odisea merece la oportunidad de ser rescatada de las lecturas olvidadas, las que demoramos ante cualquier novedad inverosímil, porque nos puede ofrecer más y mejor que todas ellas, porque contiene casi todas las historias que podamos leer, las series que podamos ver adormilados, mientras dejamos que la vida se nos escape, al modo en que Penélope destejía cada noche lo que había tejido por el día, aguardando que algo ocurriera, que Odiseo apareciera de nuevo en su palacio.

 

1 de diciembre de 2023

Grandes esperanzas (Charles Dickens)


El destino de las obras que gustamos de llamar “clásicos” es el de guardar el polvo de las estanterías. Se trata de libros que nos imponen respeto por las más diversas razones, no es la menor precisamente la de esa etiqueta que pretende reconocer su relevancia dentro del canon literario. Pero también ayuda que muchos de ellos sean libros extensos, no siempre repletos de acción. Libros escritos hace cientos de años, por autores que no despiertan un entusiasmo desde sus severas caras en los retratos de contraportada. Libros tan solemnizados que nos resultan abrumadores.

 

Pero también tenemos otra categoría. La de esos libros que, por alguna razón que no siempre acertamos a conocer, han sido considerados idóneos para primeros lectores, para jóvenes. Que encierran historias livianas, o que pueden contribuir a la correcta formación del muchacho, al menos, a su diversión. Y para estos libros abundan las versiones en cómic, en dibujos o, actualmente ya no tanto, las conocidas versiones abreviadas, repletas de viñetas con las que se creía aficionar al joven a los grandes clásicos, acercándoles a esas historias memorables pero privándoles del esfuerzo que toda lectura presupone. Quitándoles el peso de las descripciones copiosas que tanto creemos que les aburren, en suma, privándoles de su esencia.

 

También, por extraños designios, hay autores que suelen caer en este último segmento, con su catálogo de obras casi al completo. Dumas, Verne, Scott o Twain, pero por encima de todos, muy por encima, Charles Dickens. Y no veo ninguna razón que lo explique más allá de que los protagonistas de muchas de sus grandes obras son niños, desgraciados niños habría que decir, que aunque luego crecen, en nuestra memoria quedan como desvalidos niños toda su vida.

 

Así que, cuando perdemos esa edad en la que ya no nos podemos identificar con niños o jóvenes, tan lejos nos quedan esos años, concluimos también viendo muy de lejos estas obras, restándolas mérito al considerarse apropiadas para lectores infantiles o infantilizados. Historias que, más o menos, nos suenan, podemos conocer el principio y el final, ahora que tan aficionados somos a que nadie nos haga spoiler, quién quiere leer un libro de 600 hojas cuando ya lo conocemos en una versión de 30 o en cualquiera de sus, normalmente, pésimas adaptaciones televisivas.

 

Pero con ánimo de enmienda, retomamos algunas de estas obras y descubrimos un tesoro que no supimos apreciar en lo que valía, en la mayor parte de las ocasiones, vemos que lo que hoy nos importa de aquellas obras no coincide con lo que más disfrutamos en su día. Que estos libros son clásicos porque resisten el paso del tiempo, pero también el paso del tiempo en la vida de sus lectores, que se adaptan a nuestros años y situación como no lo hacen otros.

 

Y es por ello tan recomendable volver a estos clásicos. A veces por primera vez, antes solo conocidos en sus versiones amputadas, mutiladas sin piedad. Y así me ha ocurrido con Grandes Esperanzas (Ed. Alba, traducida por R. Berenguer), un libro del que tenía una ligera noción, ni siquiera recuerdo su origen, pero que he tenido la fortuna de leer recientemente. Grandes esperanzas fue publicada por Charles Dickens entre diciembre de 1860 y agosto del año siguiente en una revista creada por el mismo Dickens, All The Year Round, a razón de dos capítulos por semana, esa larga tradición, casi folletinesca, que explica algunas de las características de tantas obras del pasado siglo. El éxito comercial fue notable, hasta el punto de que llegó a planteársele a Dickens la conveniencia de modificar el final que tenía previsto para que los lectores que había cosechado el serial no quedasen defraudados o desolados a partes iguales.

 

En cualquier lugar de la web se pueden encontrar estupendos y muy completos resúmenes del libro, relación de personajes con sus principales rasgos de carácter, información adicional importante. Pero aquí vamos a centrarnos en tan solo algunos aspectos de la lectura y de los problemas que el autor plantea.

 

Comenzamos por el título. Grandes esperanzas parece evocar una historia optimista y alegre, pero nada más lejos de la realidad. En esta novela, las esperanzas, las ilusiones suelen cumplirse, al menos así es respecto de Pip, su protagonista. Pero estas esperanzas revelan una cara amarga, un cariz en el que el protagonista no había reparado. No estamos, por tanto, ante el cuento de la lechera y su moraleja que nos recomienda no construir castillos en el aire porque nunca se harán realidad y, entre tanto, encontraremos la desgracia. No es esa moraleja de aceptación y superación, es justo lo contrario, los más ambiciosos deseos, el afán por borrar un pasado de huérfano desheredado, perdido en un paisaje del sur de Inglaterra, los Marsh de Romney y alrededores, del que no es difícil ver surgir a prófugos de la Justicia, huidos de los barcos prisión que bordean la costa.  

Es Dickens clamando su verdad, reflejando su ascensión por la escalera social, desde su posición de niño explotado en una fábrica de betún, ganando su sustento en ausencia de un padre en prisión por deudas contraídas por cierta displicencia y descuido, pero que ha logrado convertirse en una figura pública de renombre, en un autor conocido, reclamado en los Estados Unidos donde sus giras representando fragmentos de sus obras le harán ganar una fortuna. Este camino, desde lo más bajo, hasta lo más alto, casi un milagro, es un camino parejo al seguido por Pip.

Pero, al igual que éste, Dickens descubre problemas y conflictos, decepciones y añoranzas que probablemente no imaginó cuando bregaba con extenuantes jornadas  laborales de sol a sol o cuando luchaba por abrirse camino en una sociedad tan clasista y cerrada como la inglesa de la época.

 

Así, la fortuna del joven Pip, un muchacho huérfano, cuidado por su hermana mayor y el marido de ésta con escasos medios y nulo cariño y amor, parece mejorar cuando recibe una especie de premio de lotería. Una asignación de un alma misteriosa que no quiere revelarse y que le financia una educación y formación, una vida en Londres, una vida de auténtico caballero. Nada más habría deseado Pip que alejarse del lodazal de los Marsh de Kent donde vive rodeado de humedad y niebla y del desprecio de Stella, una muchacha de su edad, adoptada por una extraña señora quien parece ejercer una tutela sobre la joven para convertirla en el instrumento de su venganza por un desastre amoroso que sufrió en su juventud.

Y en este viaje iniciático de Pip, desde Kent hasta Londres, el pobre niño desconoce de quién y porqué recibe ese don económico, pero tampoco parece perturbarle en exceso. Lo importante, al fin, es que logra su sueño, salir de su mísera condición y alcanzar un nivel que puede hacerle merecedor del amor y aprecio de Stella.

En el transcurso de la novela veremos cómo Pip maldice su suerte en algunos momentos, o se regodea en su destino afortunado, según el caso, pero sabremos que no todo éxito lo es por completo, que la vieja maldición, tengas pleitos y los ganes, refleja esa parte de la verdad que ignoraba cuando vivía sometido al yugo de su hermana.

También Dickens, admirado y envidiado, tuvo sus padecimientos, su particular decepción tras conseguir lo que tanto anhelaba y quizá por ello, esta novela, igual que tantas otras suyas, cuestiona y critica ambos mundos, la brutalidad de los que apenas pueden aspirar a otra cosa que no sea sobrevivir un día más, y la de quienes explotan a otros, urden y deshacen a su antojo las vidas ajenas al tiempo que sufren esos mismos embates en las suyas propias.

 

Llegamos aquí al segundo aspecto que me ha atraído en esta novela. La alta sociedad a la que accede Pip está formada por seres obtusos, en muchas ocasiones ridículos y despreciables. Todos figurando, desempeñando tristes papeles, sujetos a una pantomima que nadie parece reconocer. El contraste entre el sincero amor  que el marido de su hermana expresa por Pip, o la admiración que Biddy, una amiga de la familia le muestra en sus escasos y erráticos viajes de vuelta al hogar, no ayudan a Pip a comprender la realidad del mundo en que vive.

Dickens es un maestro a la hora de describir ambos mundos, el más bajo y el más ruin de las clases altas en un momento en el que la grandeza del Imperio estaba cambiando la metrópoli, creando capas privilegiadas y emergentes, revolviendo la estabilidad social. De la mano de Pip visitamos a abogados, juicios (otra referencia a la propia vida de Dickens, caricaturista de estos procesos), asistimos al papel de la prensa, la corrupción reinante y una falta de honor generalizada.

Pero, sin duda, ese mosaico de pequeños timadores, de rufianes con peluca y chorreras, jueces disolutos y veniales, ese paisaje de medradores y apariencias, muertos de hambre y festines inacabables, rememora la mejor tradición de la novela picaresca española. Esas obras en las que, entre tanta gloria y riqueza proveniente de un Imperio que llenaba la metrópoli de oro pero del que nada o casi nada veían sus habitantes, abundaban los personajes de escasa moralidad, los fanfarrones de la nada y los oportunistas y arribistas de todo pelaje.

Es éste el escenario prototípico de las novelas de Dickens, al que consideramos el mejor retratista de la sociedad de su época, con sus luces y sus abundantes sombras. Porque en todo país rico afloran sus miserias, se ponen más de manifiesto si cabe. Y así, Dickens continúa la línea de Quevedo y anuncia la de autores como Steinbeck para el caso de los Estados Unidos y, seguramente con el tiempo, la de algún autor chino que levante testimonio de las tensiones de una sociedad que vive bajo el dominio de una dictadura que permite el enriquecimiento personal a cambio de un sometimiento de la voluntad y en la que las diferencias sociales crean ese fresco maravilloso para un novelista talentoso.

 

No obstante, a diferencia de la picaresca española, donde apenas ningún personaje mostraba rasgos de respetabilidad, en las obras de Dickens parece sobrevivir un poso puritano que le impulsa a sembrar en sus protagonistas un aliento moral irreprochable, una rectitud y juicio, una noble capacidad para juzgarse a sí mismos y, por tanto, para actuar en consecuencia y cambiar de comportamiento. También este rasgo es el que dota a sus obras de ese halo moralista que a algunos desagrada, prefiriendo un mayor cinismo.

 

 

 

   

 

Un tercer aspecto a destacar es el de los enredos. Una obra tan extensa como ésta no se sostiene con la trama principal. Necesita de múltiples personajes, de engaños al lector con giros sorpresivos, todos ellos lanzados como ganchos al final de las entregas semanales, garantizando así el deseo de seguir leyendo, de seguir sabiendo, en definitiva, de seguir comprando el próximo número de la revista.

Sin duda, este aspecto conecta con muchos de los libros que llenan los escaparates de las librerías, en una metáfora más apropiada, los banners de los principales sitios web de venta de libros. Estas novelas, de las que se dice que no podrás dejar de leer, que devorarás cada página, como principal reclamo, parejo al de cualquier cadena de hamburgueserías que se precie, son las que copan los primeros puestos en las listas de ventas, tal y como hizo Dickens en su día. Pero si es así, si las obras de Dickens son equiparables a las que encontramos en cualquier supermercado, ¿qué convierte a unas en clásicos y otras en material a la espera de su descatalogación? ¿Por qué volver a Grandes esperanzas y hacer el esfuerzo de leer un libro cuyos referentes históricos y estéticos nos resultan lejanos?    

Creo que la crucial diferencia de la pervivencia de los valores literarios de Grandes esperanzas frente a otro tipo de literatura, está en que aunque ambos libros satisfacen el anhelo de entretenimiento, la necesidad de una trama que nos interrogue sobre lo que está a punto de suceder para ser sorprendidos inevitablemente por la habilidad del escritor, Grandes esperanzas tiene un esqueleto, un tema al que se aferra cada personaje, cada escenario, un sentido y finalidad, un por qué y un cómo, no solo un qué.  

Dickens pretende hacernos comprender su punto de vista, sin aburrirnos ni sermonearnos, a fin de cuentas, si no compartimos su tesis, siempre podremos disfrutar de la lectura. Pero, ¿qué decìr de estos otros libros? Tal vez que carecen de tema, solo argumento. Éste puede ser ameno, trepidante, adictivo, pero suprimido el mismo, ¿qué nos queda? ¿De qué nos hablan? ¿Sobre qué se sostienen? Sobre nada.

Ésta es, por tanto, la tercera y última reflexión a compartir después de concluir Grandes esperanzas. El estilo puede resultarnos más o menos familiar, incluso cómodo o incómodo de leer en sus arcaísmos y descripciones, en la forma en que hablan sus personajes. Pero, entrados en el círculo, admitido el juego, podemos aferrarnos a ese tema central, a esa idea para aplicarla a cada aspecto de la trama, a cada personaje, a nuestra vida o nuestra visión de la época, a confrontarla con otras historias, con otros libros. Porque la vida que fluye en estas páginas no es palabra muerta, sino palpitante, no porque no podamos dejar de pasar páginas alocadamente, sino porque nos acompañará más allá de la última frase.

 

 

 

14 de septiembre de 2023

Rojo y Negro (Stendhal)

 


 

Cuando uno lee un libro y trata de reflexionar sobre la obra, lo hace inevitablemente desde esa perspectiva pasiva, como receptor del mensaje, intérprete de lo leído y siempre en función de lo que ha sentido y elucubrado durante la lectura. Sin embargo, en demasiadas ocasiones olvidamos lo que realmente es el origen último del libro, su autor y el proceso de escritura del texto que nosotros leemos pero que antes alguien ha tenido que escribir.

Y es desde este punto de vista como podemos percibir en autores como Stendhal y libros como Rojo y Negro (Editorial Alba, traducido y anotado por María Teresa Gallego Urrutia) el inmenso goce de la escritura, el placer por demorar las tramas, reflexionar y agotar las exposiciones, reproducir las conversaciones incluso en sus repeticiones y circunloquios más prescindibles; los paisajes pintados con la misma minuciosidad que los rasgos de carácter del protagonista o las tensiones entre los personajes.

Así, como es el caso, podemos adivinar el goce del autor al escribir y su enérgica voluntad para no perder ese entusiasmo hasta la última página, y cuando todo ello va unido a una pasmosa facilidad por narrar de manera sencilla pero efectiva, directa pero elegante, fluida pero íntima, nos encontramos ante una obra maestra.

Y todo ello sin que necesariamente el asunto tratado realmente nos atraiga de una manera especial o que los personajes susciten en nosotros una simpatía que nos lleve a empatizar con sus desvelos. Incluso cuando desconocemos gran parte de los acontecimientos históricos que subyacen a la trama y que tan importantes resultaban para el autor pero que en su día, no precisaban ser explicitados por resultar de común conocimiento a la fecha de la publicación de la obra.

Comencemos por este punto. Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, se produjo la restauración en el trono de los Borrones, en la figura de Luis XVIII, sobrino del decapitado Luis XIV. A Luis, le sucedió Carlos X. El extremismo de gran parte de sus partidarios, que lucharon por reducir aún más la participación de las clases burguesas en el gobierno, en un tiempo en el que el desarrollo industrial estaba comenzando a despegar, trajo una serie de tensiones entre los partidarios de una apertura, bien al modo de la monarquía británica, bien al de un nuevo Napoleón, y quienes querían el regreso al Antiguo Régimen.

Una serie de revueltas en París durante tres días de 1830, fuerzan el derrocamiento de Carlos X y se entrona a Luis Feñipede Orleans como nuevo monarca, un rey burgués de efímero reinado.

Julien Sorel, el protagonista de Rojo y Negro, es hijo de un acaudalado carpintero de una población inventada, Verrières, en el Franco Condado. Sus escasas dotes para el trabajo físico y su despierta inteligencia le acercarán a los estudios bíblicos y a una más que probable ordenación, gracias al interés que se toma un sacerdote local. Así, merced a sus estudios de latín y teología, pronto consigue el puesto de preceptor de los hijos del alcalde de la población y comienza así una carrera en la que se verá de continuo catapultado a las más altas posiciones hasta formar parte del servicio del marqués de La Mole, a cuyas órdenes realizará diversas labores políticas en favor del partido de la reacción.

Pero, pese a lo que podamos creer, Sorel realmente no parece en su fuero interno un ferviente seguidor de dicho bando. Antes bien, admira a Napoleón y lamenta no haber nacido unos años antes para haber formado parte de su ejército y obtener así la gloria. Con su elevada inteligencia y su desmesurada autoestima, no renuncia a esa fama y reconocimiento, si bien, en estos tiempos, deberá buscarla entre unas clases a las que desprecia en secreto, pero de las que tratará de aprovecharse para medrar.

 

 

 

Sin embargo, no las desprecia hasta el punto de renunciar a sus ventajas ni, muy especialmente, a enamorarse y enamorar a las esposas fieles y devotas de sus señores.  Se nos presenta así el amor romántico, casi un preludio de la literatura que estará por llegar pocas décadas después. Stendhal anticipa esa mezcla entre deber y deseo, hipocresía y sinceridad, freno y pasión, que tantas obras repitieron a lo largo del siglo XIX.

Pero todo esto no deja de ser una sencilla suposición porque nada queda claro en el texto. En ocasiones podemos inclinarnos a pensar así, en otras podemos creer que Sorel solo busca el amor en las mujeres que en su infancia le fue negado o que su ambición sin freno puede más que las razones del corazón, que sus conquistas son tan solo una herramienta más en su egoísta vida y que, como el protagonista de la canción de los burgueses de Jacques Brel, él es partidario, por encima de todo, de sí mismo.

Porque, si algún mérito tiene este libro, ése es el de cerrar la última página y no tener una respuesta definitiva. Este Sorel nos sigue resultando tan inaprehensible como lo es nuestro vecino de arriba, al que vemos todos los días, del que conocemos gran parte de su vida pero del que no podemos decir con seguridad en qué cree realmente. Algunos lo llaman novela sicológica pero, en realidad, es realismo simple y puro ya que todos deducimos la psique del prójimo tomando torpemente como referencia lo que afirman y sus actos, un acertijo que no suele tener forma de contraste.

Éste es el nudo gordiano de la novela sicológica, de Rojo y Negro, ése ir y venir entre un extremo y otro sin saber cuál es la verdadera intención, y todo ello pese a los alardes de diálogos interiores que, cuanto más extensos, más a confusión nos llevan. Y si alguien, llegado el final del libro, con el giro de acontecimientos de los últimos capítulos, cree aclarado el misterio, deberá antes bien meditar sobre las largas y apasionadas páginas que preceden y en cuál de todas ellas se recoge el alma de Sorel, igual que ninguno de nuestros actos da testimonio completo de la nuestra.

 

7 de mayo de 2023

Novelas Ejemplares (Miguel de Cervantes)

 


Tras la lectura del Coloquio de los perros, he decidido dar el paso siguiente y completar el resto de las Novelas Ejemplares. Para ello, he empleado la edición en formato digital de la Biblioteca Nacional que retoma la versión de 1864, que a su vez reproduce la segunda impresión de 1614, salida de la misma imprenta que la edición príncipe del año anterior y las dos partes del Quijote y que viene acompañada de algún artículo interesante sobre la datación de cada novela, las diferencias entre las varias versiones de estos textos e incluye como capítulo separado el Viaje al Parnaso.

Comencemos por explicar que estas obras fueron escritas por Cervantes entre los años 1590 y 1612. Algunas de ellas fueron recopiladas en el conocido como manuscrito de Porras de la Cámara, por lo que presentan diferencias con las versiones finalmente impresas por Juan de la Cuesta. Otras novelas fueron empleadas como interludios en la primera parte del Quijote, siendo precisamente uno de los escasos motivos de crítica que esta obra suscita.

Lo cierto es que, al calor del éxito de esa primera parte, Cervantes, que ya casi había perdido la esperanza de ganar fama literaria, aprovecha para rescatar estos textos, adaptarlos, o incluso redactar alguno nuevo, y así mantener su prestigio a la espera de la publicación de la segunda parte del Quijote en la que ya estaba trabajando.

Así, la primera edición presenta doce novelas a las que la tradición añade una más, La tía fingida, aparecida en el citado manuscrito de Porras y que se atribuye, no sin discusión, a Cervantes.

El prólogo a las novelas nos ofrece varios aspectos de interés. El primero de ellos, pone de manifiesto el relativo aislamiento o la falta de reconocimiento de que era objeto el autor en su época, al menos frente a nombres más afamados. Así, Cervantes señala cómo en las introducciones a las obras, suele escribir algún literato sobre las glorias y méritos del texto en cuestión, pero faltando quien lo haga, se pone él mismo a la tarea. Seguidamente, nos ofrece un autorretrato mordaz: barbas ya canosas, dientes desparejados y en número de tan solo seis, nariz curvada, torpes andares, cargado de hombros, …todo un galán.  

Pero tal vez, a los efectos que aquí nos importan, Cervantes nos habla orgulloso y sin mesura sobre la originalidad de este tipo de obras, de las cuáles existen tan solo traducciones de lenguas extranjeras, pero ninguna en castellano, siendo por tanto el primer autor que en nuestro idioma visita este género. Por otro lado, también se explaya en la justificación del término “ejemplares”, que atribuye a su intencionalidad moral, y a que de todas ellas puede sacarse su enseñanza y consejo. Claro nos queda que en aquellos tiempos el divertimento por sí mismo no estaba bien visto y que la gravedad o, cuando menos, la enseñanza moral, debían disfrazarlo convenientemente.

Podemos sostener que, al menos algunas de estas novelas tienen su origen primitivo en proyectos de comedias o entremeses, puesto que siguen normas de engaños, enredos, vueltas de tuerca, fingimientos y disfraces que tan comunes eran en el teatro de aquel tiempo. Pero también destaca en todas ellas la presencia de una idea del honor, entendido más como apariencia que como fundamento y sustancia, de modo que éste podía ser perdido mientras no fuera en público, y que podía recuperarse mediante la venganza o el escarnio notorio del ofendedor.

 

Y así, avanzamos por cada una de estas novelas, pudiendo encontrar numerosas similitudes e incluso repetición de argumentos manidos hasta la saciedad en la literatura universal, como en el caso de La Gitanilla, una obra en la que una hermosa gitana enamora a un noble que decide abandonar su alto estado y seguir a la grey vagabunda para probar su amor y ser aceptado por los gitanos, alcanzando así el amor de Preciosa. Oportunamente, se descubre finalmente y de modo casual que la niña no es gitana, sino hija de alta cuna, lo que permite recomponer la historia y facilitar un casamiento entre iguales.

Parecido es el final de La ilustre fregona, que también pasa por bella y discreta, pero que finalmente se rebela como hija de un caballero con abolengo. Porque en la España de este tiempo, la nobleza era un título que no se ganaba sino que se recibía en el nacimiento y todos los dones y atributos derivaban de él, sin que un humilde pudiera mejorar de estado.

Por ello, todas estas jóvenes nobles que no conocen serlo, muestran sin embargo tan altos atributos y tan grandes virtudes que terminan por enamorar a sus iguales, dando pie a que se descubra la verdad de su origen. Este juego de cambio de roles parece propio de nuestro Siglo de Oro ya que, por ejemplo, también es empleado como treta en El perro del hortelano de Lope de Vega, al simularse que Teodoro es hijo de un noble para así poder mejorar de status y ser aceptado finalmente como igual por parte de Diana, condesa de Belflor, dama principal que le ama pero cuyas dudas no logran ser vencidas de otra manera.

Como en los entremeses y comedias, los disfraces y equívocos son buena fuente de situaciones cómicas o paradójicas. En Las dos doncellas, dos jóvenes despechadas por la supuesta traición de su enamorado, toman ropas de varón para lanzarse en busca de ese hombre. Como no puede ser de otra manera, coinciden en el camino y terminan por conocer las desventuras de la otra. Pero, en general, en todas las novelas, nadie es quien dice ser y la mayoría actúan con engaño.

Tampoco Rinconete y Cortadillo escapa parcialmente de este esquema puesto que ambos son jóvenes que han dejado a sus familias acomodadas para recorrer el mundo y vivir sus propias aventuras en una Sevilla plagada de pícaros, ladrones y falsarios, en la misma medida que de funcionarios y mercaderes. Otro tanto sucede con los dos jóvenes que huyen de Burgos a la costa gaditana topándose en medio el camino con Costanza, la ilustre fregona.

Pero esos finales felices y ejemplares no terminan de borrar el paisaje descrito por un Cervantes que trata de disimular bajo su capa de moralista, la bellaquería de un tiempo que sabe reflejar con mano diestra en La tía fingida, una anciana que vive de vender la virginidad de sus pupilas repetidas veces, reconstruyéndola con sus falsas artes cuantas veces sea necesario. O en el caso de El casamiento engañoso, donde el alférez Capuzano se casa con quien cree ser dama distinguida y de posibles, cuando no es sino una criada putera y de la peor estofa, que termina por contagiarle sus enfermedades venéreas. Claro es que, aquí, no se termina de tener claro quién pretendía engañar a quién.   

Y otro tanto podría decirse del escenario dibujado en El celoso extremeño, un indiano adinerado que regresa a España para casarse con una joven a la que aventaja en infinitos años y a la que, por celos, mantiene encerrada con una corte de servidoras en una especie de fortaleza de castidad en la que impide todo goce quien ya no tiene fuerzas para disfrutarlo. La verbosidad de Cervantes a la hora de describir las tretas de Loyola para forzar la entrada de ese santuario vestal o los calores sobrevenidos de esas vírgenes de un harén cristiano, dicen mucho sobre su conocimiento de la naturaleza humana, si bien haya de concluir con un final alegórico y moralizante.

Pero vayamos ya a las dos novelas más innovadoras o que de mayor interés me han resultado.

Rinconete y Cortadillo, única novela que conocía previamente gracias a la obligatoriedad de su lectura en mis tiempos escolares, representa, por contra, un mundo de pillos y holgazanes, una cofradía de bandidos y hampones bajo el mando de Monipodio, una especie de Padrino del Siglo de Oro, un jefe de cofrades del delito y la violencia, que tiene un libro de cuentas con todos los encargos recibidos para ajustar, marcar, golpear o lo que proceda a honrados ciudadanos a cambio de un precio.

Esta novela ofrece un fresco magnífico de un tiempo y una ciudad, Sevilla, en la que la gloria del Imperio y las riquezas de las Indias se desbordaban por sus muelles alcanzando a las clases más bajas tan solo mediante el latrocinio, ya que, de otro modo, quedaban excluidas del reparto. Se puede considerar como un personaje más de la novela a esta ciudad, un fondo sobre el que habitan nobles transidos de apariencias, de hermandades y pillos, pícaros y santos. Cervantes conocía bien todos esos ambientes, no en vano allí se encontraba la sede del Consejo de Indias, al que recurrió reiteradamente para tratar de alcanzar sin éxito un nombramiento, un cargo, para pasar a las Indias, si bien, afortunadamente para nuestras letras, nada consiguió obligándole, ya mayor, a volver a tratar de lograr fortuna con su pluma.

Rinconete y Cortadillo toma referencias del género picaresco y, en especial, del Guzmán de Alfarache. En sus páginas vemos el retrato de una sociedad que no acostumbra a aparecer en los relatos más ortodoxos de aquel tiempo pero que, sin duda existió. Cervantes describe a la sociedad de un país que dominaba el mundo cuando apenas podía gobernarse a sí mismo. Los rotos de esta sociedad caen a raudales por entre estas líneas y, sin duda, no había muchos más autores que pudieran tener el olfato para seguir esta pista y ser fieles a una realidad que otros se empeñaban en ocultar.

Pero más meritoria aún resulta El licenciado Vidriera. La historia es de fácil resumen. Un joven parece despertar de un sueño en una tierra que desconoce. Descubierto por dos mozos camino de Salamanca para cursar estudios, pasa a ser su ayuda de cámara, pero tan grande parece su inteligencia, que finalmente es admitido en la propia Universidad y alcanza preclaros conocimientos. Su fama crece, y la admiración que causa es grande, tanto en hombres como en mujeres. Y de aquí le llega la perdición. Una dama cae rendida de su sabiduría pero, debido a su carácter de medio bruja y encantadora, termina por hacerle un conjuro a través de un membrillo que le da a comer. Tras esto, nuestro licenciado enferma y apenas logra salvarse de la muerte. Sin embargo, escapa de ella pero con cierta perturbación mental que le hace creerse hecho de vidrio, temiendo por consiguiente, ser quebrado por cualquier golpe o roce fortuito. Se aleja de la gente, les ruega que no se acerquen, los chiquillos le persiguen y arrojan piedras sobre él sin la menor piedad por su mente, debido a que sus juicios resultan del agrado de todos por su buen tino, alcanza reconocimiento y respeto. Se trata de sanarle pero con escaso éxito, por lo que el ahora conocido como licenciado Vidriera vagará por las calles de Salamanca y recorrerá otras tantas ciudades exhibiendo su lamentable juicio que, sin embargo, tan solo parece nublado en lo que se refiere a su propia corporeidad, ya que comienza a expresar sentencias tan certeras, pensamientos tan profundos y sinceros, tan alejados de los que la prudencia debiera dictarle y por tanto, tan maravillosos y útiles a consideración de quienes le escuchan, que termina por convertirse en una especie de oráculo, de consejero para quien con él se cruce y desee lanzarle preguntas, consultarle futuros actos.  

Allá donde acude es tenido por sabio y su fama se acrecienta hasta llegar a conocimiento de nobles patronos que le acogen y cuidan con esmero, no se sabe si por sus brillantes sentencias y prudencia o su por mera bufonería, que la intención de las clases altas nunca se sabe a qué fin para.

 


 

La elección del apodo con el que se conocerá a Tomás Rodaja no es casual y muestra una gran inteligencia por parte de Cervantes. El vidrio no solo destaca la fragilidad mental del protagonista, de cualquiera de nosotros, tan fácil de alterar mediante la adulación o el desprecio. Representa, por encima de todo, la transparencia del alma del Licenciado, quien revela cuanto piensa y cree, desnudándose ante los otros, ante los interrogadores, quienes le buscan como para oir lo que ellos no se atreven a expresar en voz alta.  

Así, al igual que lo que ya vimos en El coloquio de los perros, en el que la condición animal, semi novelesca de los protagonistas, permitía la crítica social con garantías de impunidad, aquí la locura del licenciado abre una puerta similar por la que disparar contra la hipocresía de la sociedad, la tiranía de los poderosos, los vicios del clero o de los preocupados por el honor y la fama cuando tienen repleto de vergüenzas el trastero de su conciencia.

No deja de ser paradigmático que, una vez recuperado el seso, perdida la transparencia, pero conservado el buen tino de los comentarios, la fama del licenciado decaiga y no encuentre sino en las armas su destino. Como los vociferantes de nuestros días, parecemos más fácilmente impresionables por la extravagancia de los personajes que por su mensaje, más por lo fútil que por lo esencial y no es extraño que, como el licenciado Vidriera, también sintamos el impulso de abandono cuando nos comprendemos meros juguetes en manos de otros.

Vamos concluyendo ya estas breves ideas sobre estas novelas. La más breve de todas ellas es El casamiento engañoso, casi un prólogo o justificación de El coloquio de los perros. Ya hemos dicho que el alférez Campuzano cura las fiebres producidas por la sífilis en el Hospital de la Resurrección de Valladolid. Y allí, en la última noche de su penitencia, poseído por esas fiebres y casi nublada la conciencia, escucha el coloquio de ambos perros, Cipión y Berganza. Cuando sale del hospital, se encuentra con una antiguo compañero de armas al que narra su desventurado casamiento pero le asegura que aún más increíble es la historia que, de seguido, le va a contar, dando así comienzo al coloquio como obra autónoma. Sin embargo, al final de ésta, los canes se refieren al soldado enfebrecido, completando así una referencia circular, de increíble modernidad y, seguramente poco apreciada en su época, técnica narrativa.

La mayoría de las escenas de estas novelas tienen lugar en tabernas, posadas y ventas, en polvorientos caminos, seguramente los mismos por lo que penó Cervantes cuando sirvió al Rey como comisario de abastos. Y los personajes, sin duda, salieron de lo que iba conociendo en sus paradas, en aquellos cruces de caminos, incluso en los calabozos que pisó con más frecuencia de la que le gustaría. Porque podemos creer que, en las partes más verídicas y realistas de estas novelas, Cervantes poco imaginaba, tan solo vertía en papel y palabras lo que había visto y oído. Y es ésta la fuerza que aún conservan sus obras, el no ser paridas de la imaginación sino de una vida que conoció muchas de las miserias y tristezas que narraba.

Es conocida la anécdota que cuenta cómo una embajada de unos franceses, en visita por la capital de España cuando la fama del Quijote ya había cruzado fronteras, solicitó visitar al afamado escritor. A la vista de la condición humilde de éste, se mostraron inicialmente extrañados de que el Estado no le sufragara gastos y estipendios, pero pronto dijeron que si la pobreza le había hecho escribir obras como el Quijote, mejor sería que en pobreza siguiera.

Y es así como llegamos al final. Las Novelas Ejemplares son un disfrute para quien quiera tomarse el esfuerzo de parar de vez en cuando y repasar una frase, un párrafo entero. Para comprender cómo con pocas ideas puede hacerse una referencia a varios conceptos, para ver cómo nacieron expresiones que hoy usamos de continuo o para conocer otras que ya desaparecieron. Para ponderar que la España de aquellos años no se aleja mucho de los nuestros en más aspectos de los que querríamos admitir, para comprender que los mejores autores son quienes saben reflejar su tiempo pero tomando de él lo que de esencial tienen, de modo que el futuro también pueda verse reflejado en el mismo.