9 de marzo de 2024

El turno de los perdedores (Serrgio Lozano)

 


 

Por diversos vericuetos ha llegado a mis manos El turno de los perdedores, obra de Sergio Lozano y finalista del Premio "Bellvei Negro". Sergio Lozano tiene publicadas otras novelas así como una obra teatral, lo que demuestra una gran versatilidad y diversidad de intereses.


En este caso, y como el propio nombre del premio delata, estamos ante una obra del género negro, un campo que no conozco en profundidad más allá de los grandes clásicos de Hammett y Chandler, pero que siempre ha gozado de gran prestigio y un numeroso grupo de admiradores y compradores compulsivos. No se puede pasar por alto la conexión que hay entre estas novelas y su correlato cinematográfico. Apenas hay una gran obra del género que no tenga versión en la pantalla, normalmente con muy buenos resultados.


Podemos sostener que la agilidad de los textos, los diálogos cortantes y efectistas,  una visión descarnada de la realidad y tramas complejas, con giros inesperados, facilitan la conversión en guiones cinematográficos eficaces. Pero también podría sostenerse que el lenguaje del cine forjó la adaptación de las novelas negras en un proceso de influencia recíproca del que ambos mundos obtuvieron notables beneficios.  


Sea como fuere, lo cierto es que ya hemos enunciado algunos de los elementos cruciales de este tipo de novelas. La rapidez en el planteamiento de la esencia del relato, el peso de la acción, que impulsa toda la obra, sin que por ello los aspectos psicológicos de los personajes queden necesariamente en un segundo plano. Este peso de la trama se ve reforzado por los frecuentes giros imprevistos, el juego de las apariencias y falsas pistas que ayudan a mantener al lector en vilo durante toda la lectura. También es tributario del género el escaso espacio dejado para las descripciones pausadas, incluso en el caso de los protagonistas, que suelen ser dibujados mediante grandes trazos, perfilados posteriormente, más por los hechos que por la voz omnisciente del narrador.  


A diferencia de lo que ocurre con otros palos literarios, estas novelas pueden permitirse un tono agrio y de rudeza descriptiva al amparo de un verismo que de real testimonio de los bajos fondos. También puede frecuentar la política y el dinero como fuentes corruptas, y todo ello sin levantar excesivas ampollas. Así, estas novelas permiten recrear los aspectos más turbios del submundo del crimen y del delito, las drogas y la prostitución, la inmigración ilegal o, simplemente, el hambre que no aparece en otras obras. De hecho, podría establecerse una correlación entre el auge del género y las épocas de crisis, económica o moral, una vía de escape a través de la que dar forma a la sospecha que aún no han certificado los tribunales. Se puede hablar de corrupción cuando es un secreto a voces, se puede denunciar el tráfico mafioso antes de que la evasión de impuestos dicte su sentencia, y así sucesivamente.

 


Pero volvamos a El turno de los perdedores, una novela de moderada extensión que encaja a la perfección en estos clichés del género, no como mero ejercicio de recreación, sino de manera consciente y voluntaria, tratando de actualizar a nuestro país, nuestro tiempo, esa vitalidad del género. Dadas las características de la novela, es fácil sobrepasar la línea del mero resumen argumental por la del destripe del argumento, error fatal en un estilo en el que la complicidad del lector expectante lo es todo. Así que iremos con cuidado.


La historia podría resumirse como el proceso por el que salta por los aires toda una trama delictiva en la que se mezclan, como suele ocurrir en la realidad, el tráfico de drogas, la corrupción política y la violencia delictiva de los bajos fondos, como brazo ejecutor de los anteriores.


La obra es rica en personajes y, aunque el ritmo ágil impide una profundidad real en muchos de ellos, lo cierto es que cumplen suficientemente su papel de comparsas en mayor o menor medida porque, realmente, el argumento se organiza en tres vértices principales representados cada uno de ellos por su correspondiente protagonista. Eduardo es un policía cuya misión es desarticular la trama delictiva en la que ha logrado infiltrarse, al tiempo que lucha por conservar su vida en terreno tan hostil. Cristina es la inspectora policial encargada de la investigación. Entre ambos existe una ambivalencia afectiva, por así decirlo. Cristina no solo teme por la suerte de Eduardo sino que, gran profesional como es, tratará de que la operación termine con un éxito completo, desarticulando todas las ramificaciones, incluyendo las políticas, pese a quien pese. Esto le colocará en una difícil posición ante sus superiores, más cerca del poder real, más próximos a sufrir las consecuencias de que caiga quien no debería caer, de que salgan a la luz determinadas cuestiones que a casi nadie interesa airear.


Para cerrar el triángulo citado, llegamos a Ale, el eslabón débil de la banda, el punto a través del que Eduardo tratará de descubrir y arrestar a todos los participantes. Ale es, sin duda, el personaje más trabajado y mejor conseguido de toda la novela. En sus vacilaciones y temores, en su infancia poco prometedora, en su iniciación en el crimen, Lozano crea ese vínculo que ganará la simpatía del lector y que le convertirá en el personaje más complejo de la obra, el más vívido y realista, pleno de contradicciones y deseos contrapuestos.

 

Pero no pasemos por alto que los tres son perdedores, esos a los que se cita en el propio título. Eduardo en un escalón funcionarial bajo, Cristina limitada por las presiones políticas a las que se pliegan sus responsables, en un cálculo que media entre el efecto mediático de las actuaciones policiales y el no tocar las narices a los poderosos. Alejandro porque no deja de ser el matón, el que sufre el desprecio de su jefe, un mafioso local, quien le cree una mera máquina ejecutora, un medio para lograr sus fines, pero del que se puede prescindir en cualquier momento si así fuera necesario.


Son los perdedores, los que ocupan un lugar más bajo, no necesariamente en la escala social, sino en la escala moral de sus propios mundos, los que nunca parece que podrán optar a mejores puestos, a otra dimensión. Y es en torno a ellos donde habita el núcleo argumental de la novela y el vínculo emocional con los lectores. 


Desde un punto de vista formal, ya hemos comentado que la novela se construye sobre los estereotipos del género, si bien, aporta una viveza en los diálogos sobre los que se apoya en gran medida toda la acción confiriéndole una agilidad y viveza que te empuja a avanzar sobre sus breves, casi esquemáticas escenas. Y es que Lozano ahorra en gran medida las descripciones sustituyéndolas por unos diálogos ágiles y bien construidos, casi propios de un guión cinematográfico, característica que igualmente aplica a los saltos continuos entre un escenario y otro, logrando mantener al tiempo la atención del lector en varias escenas que se van superponiendo a modo coral.   


Pese a que la trama es lo principal y todo está encaminado al final, ese clímax con sorpresa que da un giro inesperado al argumento, podemos encontrar pequeñas reflexiones, algunas tópicas, propias del género, pero otras que denotan una gran originalidad y audacia al insertarlas en un contexto poco propicio. Así, pasamos del humor negro ("LLevo veinte años rodeado de ratas, ¿crees que no distingo el olor a queso? ") a la ironía paradójica ("Cuando la muerte te persigue solo tienes dos opciones, huir o enfrentarte a ella. La segunda opción es la que siempre eligen los tontos y los valientes. Lo difícil es saber a cuál de esos dos grupos perteneces"), sin olvidar la inesperada aparición de pasajes líricos, en especial los que describen las pocas relaciones sinceras y honestas que aparecen en la novela.


Poco más podemos adelantar, no sabremos si el final es feliz o no, si los perdedores aprovecharán su turno o si el silencio caerá sobre sus actos, si Cristina borrará el recuerdo doloroso que guarda Eduardo o si Ale logra deshacer su propio laberinto interior. Esto queda como labor para cada lector. Por nuestra parte queda solo recomendar la lectura de El turno de los perdedores y desear que la leve puerta abierta al final del libro de paso a una secuela a la altura.




 



23 de febrero de 2024

Oro parece ... (Generación Bibliocafé)

 

 


 

Como es sabido por cuantos por aquí pasan, la Generación Bibliocafé no es otra cosa que un grupo de escritores, algunos con obra propia, otros tan solo con sus colaboraciones para este proyecto, que llevan publicados más de veinte libros desde aquel primero que salió casi como un proyecto práctico para culminar un curso sobre edición impartido por el infatigable organizador, dinamizador y entusiasta editor Mauro Guillén, en la sede de la librería Bibliocafé, a cargo de José Luis Rodríguez Núñez, hoy abierta a todos en su versión digital.

 

De aquí surgió el entusiasmo por continuar con la misión, incorporando no solo a los participantes en aquél libro inicial. Nació así A fuego lento y todos los libros posteriores, siendo Oro parece …, el último de todos ellos. En esta ocasión, el tema propuesto para dotar de homogeneidad a los relatos es el de las falsas apariencias. Tras la lectura de los 34 relatos, no hay duda de que el asunto en cuestión da de sí.

 

Pero comencemos por el principio y remontemonos a la cita de Pedro Calderón de la Barca con la que se abre el volumen: "Fingimos lo que somos, seamos lo que fingimos". Porque todos somos grandes fingidores al modo de la famosa canción de los Platters , incluso aquellos que se vanaglorian de ir siempre con la verdad por delante mientras nos sueltan la mayor de las mentiras. Todos fingimos lo que no somos. En una entrevista de trabajo, en una reunión de vecinos, en nuestro papel de padres responsables recriminando en nuestros hijos los mismos comportamientos que exhibíamos de jóvenes, por no hablar de lo que de fingimiento tiene todo ritual de cortejo, no solo entre nosotros, también en cualquier especie del reino animal.

 

Este fingimiento es una forma de sobrevivir, de otorgarnos una seguridad relativa, un asidero de confianza. Pero si hablamos de fingimiento y falsas apariencias, de crear una imagen engañosa de la realidad, no nos podemos referir con mayor acierto a otra cosa que a la Literatura, el fingimiento supremo, el puro intento de crear una apariencia de realidad, de llevar a nuestros lectores al lugar que queremos, con la perspectiva que deseamos y elegimos. No queremos otra cosa que colocar a ese humilde destinatario de nuestras palabras en el lugar preciso que cada uno quiere, hacerle partícipe de nuestras ideas y ensoñaciones, compartir con él alguna emoción o reflexión, siempre teniendo claro que esas letras no son sino una gran mentira que tratamos de disfrazar de realidad, no al modo de los discursos oficiales que solo buscan adormecernos sino con el firme propósito de ayudar a levantar unos sueños que hagan menos tediosa la realidad que vemos al apartar los ojos de las páginas.

 

Los maravillosos relatos aquí recogidos ofrecen un amplio muestrario del alcance de estas falsas apariencias, su omnipresencia en todo cuanto nos rodea o sus perniciosos efectos en quienes las padecen. Tenemos las consabidas historias de los malhechores con cara de inocente cordero capaces de las mayores aberraciones concebibles. Pero ya se sabe esa tópica imagen de telediario de los vecinos sorprendidos al descubrir que ese inquilino, el del 4ºB, tan simpático, que ayudaba a las ancianas con el carrito de la compra en el ascensor, tan discreto él, quién iba a pensar…

 

Y su cara inversa, la de quienes afrontan los prejuicios y murmuraciones, los sordos reproches por mostrarse tan solo como extraños, diferentes, tal vez con otra lengua, otro color, otras costumbres que los hacen sospechosos, falsas apariencias negativas que los apartan y separan de la comunidad.  

  

También la mirada en el ombligo de los escritores tiene su lugar. Conocemos la historia de la escritora que se cree magistral cuando apenas es una vulgar plagiadora pero que vive en su propia mentira, tal vez solo creída por ella. O la historia del poeta azucarado que trata de esconder su desviación por el dulce y el merengue.

 

Los amigos también son otra fuente incesante de decepciones y falsas apariencias, los que se aproximan por interés, para burlarte al novio, para sorberte la sangre y separarte del mundo. Y quienes un día rompen deshaciendo ese halo de fingimiento, nunca se sabe si para bien o para mal, hay desencuentros que con el tiempo se ven como una bendición.

 

Los amores también ofrecen un considerable catálogo de falsas apariencias, desde la inocencia del primero de todos ellos, el que se recuerda por siempre, pero con una imagen tan desfigurada, tan alejada de la realidad que no deja de ser un falso engaño, una referencia mítica o, en este caso, platónica.

 

Pero las apariencias no solo vienen por la vía de los hechos, también las palabras crean apariencias, pretendemos ser más modernos y más comprometidos con nuestros neolenguajes que no hacen sino disfrazar la misma realidad de siempre bajo una nueva capa de pintura, simple y cutre la más de las veces.

 

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Pero, sin duda, el mayor escenario de las falsas apariencias es el hogar, en sacrosanto altar de la intimidad que, sin embargo, guarda secretos inconfesables para quienes se han prometido no guardar secreto y compartirlo todo, todo menos amantes, secretos de alcoba o descansillo, actividades paralelas, aunque sean caritativas, que mi mano derecha no sepa lo que hace la izquierda o que mi media costilla no me vea repartiendo comida en un comedor social, no sea que se avergüence de mí, tal vez así algunos sobrellevan la dureza de esa entrega para la que nadie nos educa.

 

Y por estas páginas seguiremos encontrando personajes y situaciones paradójicas como el psiquiatra enfermo, el acosador que frecuenta los parques, el prócer del régimen anterior y su avergonzada nieta o la virtuosa madre esposa que sobrelleva con cristiana devoción sus tareas y responsabilidades.

 

En mi caso personal, se añade un motivo adicional de falsa apariencia, cual es el de figurar como escritor al lado de auténticos maestros en el arte de seducir y confundir, de guiarnos a paisajes imaginarios de tremenda vitalidad y fuerza, poesía y belleza. Me siento, por tanto, un poco farsante y embaucador por haberme colado una vez más en estas páginas, pero, en honor a la temática del libro, creo poder saber de qué se trata y me da cierto derecho, esta vez sí que con plena autoridad, a hablar de estas falsas apariencias.

 

Y como todos tenemos escondida alguna falsa apariencia, algún tipo de falso señuelo, todos podemos encontrar uno o varios relatos en los que sentirnos retratados o denunciados, reivindicados o despreciados. A cada cual lo que le toque, oro o plata a su elección. 

 

 

10 de febrero de 2024

Calle Este-Oeste (Philippe Sands)



La Literatura sobre el Holocausto es enorme. Abarca ensayos, estudios académicos, memorias, correspondencias, libros sapienciales, relatos de alto valor literario, aunque también obras que buscan la lágrima fácil. Y por ello parece complicado encontrar algún libro que pueda aún sorprendernos, que ilumine algún otro aspecto no abordado previamente. De ahí que Calle Este-Oeste (Editorial Anagrama), traducido por Francisco José Ramos Mena, sea un relato esencial sobre este campo, pero desde una perspectiva poco frecuente: el modo en el que las potencias aliadas se enfrentaron a la necesidad de juzgar a los jerarcas nazis conforme unas normas que no existían, que apenas se venían esbozando desde unas décadas antes, evitando el riesgo de que los juicios de Núremberg se convirtieran en una mera pantomima que escondiera la tradicional venganza del vencedor sobre el vencido.


Este libro narra el proceso por el que dos conceptos jurídicos, crímenes contra la humanidad y genocidio, que aún hoy siguen resultando polémicos, fueron alumbrados y asumidos por las potencias vencedoras dando forma a un nuevo modo de entender el Derecho Internacional. Para ello, nadie mejor que Philippe Sands, un prestigioso jurista británico que ha formado parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Internacional de La Haya y que ha intervenido en procesos contra Pinochet, la guerra de Irak o el exterminio en Ruanda entre otros.


Y es que esta labor de reconstrucción del origen de ambos conceptos y delitos se puede seguir fácilmente puesto que ambos fueron obra de dos juristas prestigiosos,  Hirsch Lauterpacht y Raphael Lambkin. Pero antes de avanzar, clarifiquemos ambos conceptos. Los crímenes contra la humanidad pretenden juzgar a los Estados y sus gobernantes, militares funcionarios y demás integrantes del aparato estatal o paraestatal que cometan crímenes contra un gran número de sus ciudadanos. Es decir, ya no estamos ante cuestiones internas de cada Estado sino ante hechos que pueden ser enjuiciados por otros Estados, que pueden incluso llegar a justificar el derecho a la intervención en asuntos internos. Por tanto, se trata de la defensa del individuo frente al Estado que no cumple unos mínimos.


Por el contrario, el genocidio se produce cuando el ataque no se lleva a cabo contra ciudadanos sino contra grupos étnicos, raciales, religiosos, … y en los que el individuo es perseguido por pertenecer a uno de esos colectivos.


Y la cuestión no es baladí puesto que refleja las dos tendencias básicas de todo el pensamiento occidental desde la Ilustración. De una parte, el liberalismo que prima al individuo como elemento político básico; de otra, el grupo al que pertenecemos, el que nos otorga una historia, un proyecto vital colectivo cargado por defecto en nuestros genes, en nuestro origen.


Ambos conceptos buscan, al fin, lo mismo, la limitación del poder de los Estados. Y, sin embargo, poner el acento en uno u otro puede tener graves consecuencias. Primar el grupo favorece una dialéctica de la confrontación y puede llegar a hacer pasar por alto los crímenes cometidos contra quienes no están incluidos en ningún colectivo, favoreciendo la victimización. Pero obviar que nacemos en un entorno, que cargamos con consecuencias genéticas y de otro tipo por nuestro origen, y que esta diferenciación sin más genera el odio y el deseo de exterminio, supone ignorar una especial maldad que el tipo penal debería tener en cuenta.   

 


Y lo que llama la atención de Stands, y aquí volvemos de nuevo al libro, es que los creadores e impulsores de ambos conceptos, tuvieron un papel muy activo durante la preparación y desarrollo de los juicios de Núremberg pero, más sorprendentemente, ambos eran judíos, ambos habían nacido en lo que fue Polonia durante un tiempo, actualmente Ucrania, y ambos habían cursado estudios y frecuentado a los mismos profesores de la Universidad de Lviv, la antigua Leópolis del Imperio Austrohúngaro. Y es en esa localidad donde encontramos un tercer hilo que trenza la historia de Calle Este-Oeste, allí nació y vivió el abuelo del autor, Leon, de donde escapó durante los pogromos y conflictos que siguieron al final de la Gran Guerra, refugiándose en Viena, de donde tuvo que volver a huir tras el Anschluss.


Stands reconstruye la peripecia vital de Lambkin y Lauterpacht, tratando de encontrar en sus experiencias y personalidades diferenciadas el origen de sus convicciones y del concepto jurídico que crearon y defendieron. Pero también, la vida de su abuelo materno, marcada por los mismos acontecimientos. Los tres judíos, los tres ciudadanos de una Polonia de entreguerras poco dispuesta a defender sus derechos, los tres emigrados a su pesar. Como es natural, el proceso de reconstrucción de la peripecia de su abuelo, un ciudadano corriente, sin huella en la Historia, resulta más complicado, apenas sin fuentes, meras notas, cartas rescatadas por su madre, fotografías y poco más. Sin embargo, a través de un esfuerzo de rastreo encomiable, que evoca al de Natascha Wodin y su Mi madre era de Mariúpol, logra una imagen de Leon, sus circunstancias y razones, un retrato por el que desfilan otros personajes que se cruzaron con él y quedan cuenta de cómo pequeños encuentros, inexplicables relaciones forjan los hechos que llamamos vida.


Pero este trío de judíos exiliados se enfrentan al fantasma de Hans Frank. el abogado personal de Hitlerr en sus primeros años, durante el ascenso nazi al poder, y que fue nombrado Gobernador General de Polonia tras la invasión del país, siendo por tanto, responsable del exterminio de judíos, polacos, prisioneros rusos, etc. Frank también pasó por la Universidad de Lviv donde dará un discurso a favor del exterminio, en las mismas aulas en las que, años atrás, se había plantado la semilla de los dos delitos que terminarían por llevarle a la horca en Nuremberg.


Los entresijos de su vida en Varsobia los relata Sands la ayuda de Niklas Frank, hijo del nazi, de quien reniega y que ha dedicado parte de su vida a dar charlas y conferencias repudiando la labor de su padre, trabajando en escuelas para explicar la crueldad que jamás debió haberse producido y que nunca deberíamos volver a conocer. Con él visita la sala del juicio de Nuremberg, la puerta por la que salió su padre para escuchar el veredicto final, el patio en el que fue ahorcado y con él explora los sentimientos de culpa y asco.


Todos los elementos del libro confluyen en la sentencia del juicio de Nuremberg, un punto de partida para los nuevos conceptos del Derecho Internacional que aún hoy pugnan por consolidarse, pero factores como la culpa individual y colectiva, la reparación mediante el castigo (la horca en este caso) y el revisionismo con el que algunos miran a esta época forman un elemento vertebrador fundamental. Parte de estas ideas fueron desarrolladas por el autor en un documental de notable éxito (Mi legado nazi) de muy recomendable visionado.


Y es con estos elementos tan dispares como se escribe un libro que se lee como un tratado de Historia, como un ejercicio de autobiografía familiar, como una búsqueda de sentido a nuestros actos y las consecuencias que engendran y como una novela detectivesca en la que los elementos se van desplegando con sabia prudencia. Esta combinación hace de Calle Este-Oeste un libro intrigante pero absorvente, una lectura de difícil abandono que nos avanza preguntas, que nos hace lamentar que nuestras letras no tengan títulos de similar aliento o que obras tan fecundas se construyan sobre la muerte y dolor de tantos.

 

20 de enero de 2024

Indestructibles (Xavier Aldekoa)

 


 

La vida es aquello que nos ocurre mientras estamos ocupados haciendo otras cosas, como dijo John Lennon. En algunos casos, esas otras cosas pueden ser hornear pan o elegir esmalte de uñas, en África suele ser tratar de sobrevivir, de salir adelante frente a las circunstancias y el entorno.


En su contacto con el continente, Xavier Aldekoa ha tenido la oportunidad de conocer a infinidad de africanos que hacen bandera de esa fuerza interior que les lleva a convertirse en referencia para su comunidad, en pequeños héroes que se imponen frente a todo tipo de dificultades, pero también a muchos otros que, pese a estar dotados de la misma fuerza e impulso, no logran salir adelante, fracasan y pierden aunque vuelven a intentarlo, a erguirse una y otra vez. También ha conocido muchos otros casos de quienes matan y violan sin apenas conocer el motivo, solo por hacerlo, por pasar el tiempo, porque saben que sus actos no tendrán consecuencias, personas que se enriquecen con la miseria de sus vecinos, con la trata de humanos, con viajes por el desierto en busca de un futuro que normalmente termina mal. Y de todos ellos nos habla en este su segundo libro sobre África, Indestructibles (Ed. Península).


Indestructibles presenta el mismo esquema que Océano África, si bien se aprecia una mayor soltura de Aldekoa a la hora de unir sus propias experiencias personales con las de las vidas que nos narra. Así, Lena, su primera hija, se convierte en elemento crucial de la narración. Y no solo sirve como medio de conectar esa experiencia personal del autor, más próxima a la que podamos tener como lectores occidentales que las de las vidas que luego nos contará, sino porque evidencia que los niños, africanos, españoles o de cualquier parte del mundo, comparten prácticamente los mismos rasgos, una capacidad para el juego, la sorpresa, la inocencia y ese punto de ingenuidad que solo se corrompe con el correr de los años o el acumulo de desgracias, guerras, violencia, torturas y abusos.


Pero el proyecto Indestructibles va más allá de este libro. Toda la información se recoge en la página web del proyecto, con un archivo fotográfico memorable y con información sobre el documental que aborda el mismo tema. Visitar esta página nos permite conocer de primera mano las realidades de algunos de los protagonistas de estas historias, ponerles cara y contexto, una lectura, por tanto, obligada tras concluir el libro.


Muchos de los protagonistas de los breves capítulos en que se descompone la obra están protagonizados por niños. Pero no pensemos en esos vientres hinchados o en las caras llenas de moscas. Porque miseria y tristeza sobra en África, sobra en todo el mundo, pero dice Aldekoa con razón que las veces en que se habla de la felicidad al contar África son rarísimas porque se habla demasiado de dolor y poco de seres humanos, y aquí, por encima de todo, tenemos historias de seres humanos.


Aldekoa nos cuenta la historia de la niña que camina horas para poder llegar a su escuela en Madagascar, que sufre cada vez que un corrimiento de tierras fruto de la deforestación, del cambio climático, complica su trayecto, lo impide, le fuerza a hacer un mayor rodeo, pero nada tuerce su férrea voluntad de formarse para devolver a su tierra una dignidad y una esperanza de futuro. Y también conocemos la historia de un joven que camino de Libia para, tal vez, dar el salto a Europa, a esos tristes titulares sobre Lampedusa, decide interrumpir su viaje y ayudar a una joven a la que no conoce, ni siquiera de su propio país, de su misma etnia, a la que solo el destino le ha unido en un jeep de una mafia de tráfico de inmigrantes, y trunca su viaje, su huida, tan solo por una solidaridad que llevará a ambos a una vida mísera, a un retorno vergonzante al pueblo del que partió, sin lograr cumplir las expectativas de familiares, de amigos, sin convertirse en otro que logre llegar a la tan ansiada Europa y a mandar alguna foto por el móvil omnipresente, que acredite un éxito a sus ojos y esconda una realidad casi tan terrible como la que se vive en su interminable periplo de huida de África.


La emigración es un punto importante del libro. Y, sin embargo, aunque de algún modo Europa aparece en ese imaginario colectivo africano como una tierra de promisión, lo cierto es que la mayoría del movimiento migratorio africano se produce dentro del continente, de un país a otro, sea para mejorar la fortuna, sea para salvar la propia vida, huir de la guerra o del hambre y la enfermedad, la sequía o el empeoramiento de las condiciones climáticas.

 

 

Aquí, la visión humana y próxima de Aldekoa ofrece sus mejores frutos. Aplicando la vista con cuidado y saliendo de las grandes cifras, del horror inmediato, pronto aflora una realidad sensible, humana, un sentimiento con el que nos podemos identificar.Y este libro nos arroja la pregunta eterna de El mercader de Venecia, es que acaso un africano ¿no tiene sentidos, órganos, miembros, deseos? Aldekoa nos contesta con sus historias, algunas hermosas, algunas trágicas, todas válidas para dar cuenta de una realidad multiforme y compleja, como todas las realidades, pero que puede hacerse comprensible con dedicación y esmero, bajando al barro, compartiendo tiempo, hablando de fútbol, enseñando fotos, simplemente acompañando en silencio, hasta que la coraza se resquebraja y la comunicación se establece en términos de igualdad.


Sin duda, Indestructibles sigue los pasos de Océano África y funciona como perfecta continuación, en una lectura absorbente, a ratos culpable, a ratos divertida, siempre invitando a la reflexión y logrando que uno quiera saber más, investigar ya por su cuenta, sea en la página del proyecto, sea por otros medios, conocer mejor esa realidad, tan próxima, pero tan desconocida.


Al igual que ocurre en el libro anterior, el autor demuestra un talento natural para recoger en breves frases conceptos completos que te sacuden y dejan poso. Aquí van algunos ejemplos.

 

 

Si más allá de contar el sufrimiento, las conversaciones giran también alrededor de la vida, algo mágico ocurre: la superviviente se convierte en una niña que odia las espinacas, que baila y canta y que hace trampas al parchís cuando su hermana no mira. Que tiene problemas, miedos y dudas, por supuesto, pero también sueños. Como nosotros.


Pero también ésta otra, tan aplicable a todo lo que nos rodea: La inteligencia es un don pero la generosidad es una opción.


Aldekoa aprendió una bonita historia sobre cómo en África todo sirve para algo, incluso un árbol carcomido por un rayo que lo secó sigue teniendo utilidad y permite que los pájaros se posen en sus ramas muertas. Así también son todas estas historias, todas útiles, todas necesarias, todas incluso hermosas e indestructibles.