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10 de marzo de 2013

La Tempestad (Shakespeare)




Se cree que La tempestad fue la última obra escrita por Shakespeare.  Y, sin embargo, lejos de suponer la culminación lógica y el cierre de una obra inigualable, el ya consagrado autor parece romper con todo lo que escrito previamente y apuntar con esta obra un nuevo estilo.

Comencemos por referir el argumento. Próspero, duque de Milán, malvive en una isla remota y desierta junto a su hija, Miranda, que desconoce el linaje de su padre y unos sirvientes de diversa catadura y naturaleza. Desde el lado del bien, goza de la colaboración de Ariel, un espíritu (por definirlo de algún modo) que sólo a él obedece y que sólo ante él se manifiesta. Del lado del mal, Calibán, un torpe y vengativo engendro (tampoco me atrevería a definir de modo más preciso su naturaleza) hijo de una bruja antigua dominadora de la isla pero que parece haber desaparecido dejando a su hijo como esclavo del anciano Próspero.

Valiéndose de sus poderes y hechizos, Próspero hace estallar una tempestad para dispersar a la flota que, próxima a la isla, lleva a Alonso, Rey de Nápoles, y a su heredero, Fernando, de vuelta a su hogar. Junto a ellos viaja Antonio, hermano de Próspero a quien traicionó para conseguir el ducado y entregarlo al servicio de Nápoles. Próspero fue abandonado a su suerte en el mar sobreviviendo milagrosamente al alcanzar la isla sobre la que ahora gobierna.

A esta isla llegan los náufragos Alonso, Fernando y Antonio acompañados de algunos cómicos sirvientes de muy diversa ralea. Próspero tiene ya en sus manos a sus más odiados rivales y se apresta a tomar venganza.

Aunque podríamos pensar que estamos ante un drama, una historia de violencia y odios encontrados, lo cierto es que, a lo largo de la obra, Próspero opta por el perdón, por reconciliarse con sus antiguos enemigos que, a su vez, le acogen como nuevo aliado agradecidos no sólo por haber evitado una venganza segura sino por la dicha de la reconciliación. ¡Qué lejos queda el sangriento y mortuorio clímax de Hamlet! Para completar el cuadro final, Fernando y Miranda se prometen amor eterno y podemos jurar que murieron felices, nada parecido a la desdichada suerte de Romeo y Julieta.

Volviendo al género de esta obra, si no podemos hablar de drama, tampoco diríamos que nos encontramos ante una comedia, cualquiera que sea el tipo que elijamos, de enredo o satírica. Y ello pese a que los diálogos y situaciones creadas entre Calibán y Próspero o entre aquél y algunos de los cortesanos náufragos, de quienes desea valerse para reconquistar una isla que cree suya, figuran entre lo más hilarante escrito por Shakespeare. 

Ariel
El equilibrio entre las partes cómicas y el resto del texto es uno de los mayores logros de La tempestad ya que el tránsito de las situaciones más jocosas a las más graves se hace sin apenas sentirse.

Próspero se sirve de la magia y de espíritus serviciales al tiempo que tiene a su cargo al hijo de la bruja Sycorax. Su poder se asemeja al de un Dios omnímodo al susurrar palabras en los oídos y convertirlas en pensamientos de sus víctimas o al ordenar a la Naturaleza que se crezca y cree tormentas apocalípticas. Muy seguro debía sentirse Shakespeare para jugar con esos conceptos en un momento en el que el puritanismo era una fuerza ascendente en Inglaterra. Consciente debió ser de estos peligros cuando combina elementos del pasado clásico que pueden hacer creer que la obra se desarrolla en aquellos tiempos de paganismo. Claro que el ducado de Milán y el Reino de Nápoles no casan bien con la época clásica.

Pero como el mismo Próspero señala, somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir. Así que el tono onírico y una cierta neblina brumosa y húmeda parece empapar toda el texto.

Hay quien sostiene que en esta obra han dejado un gran poso los descubrimientos de los navegantes ingleses de la época, popularizados y debidamente publicitados por la Corona, en los que se describían islas habitadas por seres de dudosa naturaleza humana sobre la que los caritativos ingleses tenían derecho de ocupación y abuso.

Próspero conversando con Ariel
No seré yo quien discuta a los sabios en la materia, pero de un dramaturgo del que no se sabe a ciencia cierta si embarcó más allá de algún paseo relajado por el Támesis no espero un repentino interés por ultramar. Tampoco ayuda el que la isla de La tempestad se encuentre en el Mediterráneo, lugar poco exótico para situar a esclavos, colonos y descubridores del Nuevo Mundo.

Por eso me gusta pensar como quienes sostienen que La tempestad es una reflexión final de Shakespeare sobre el teatro y su vida. En efecto, Próspero logra crear una realidad con sus artes. Crea tormentas, genera apariencias y lleva a su terreno a quienes lo desea. Igual que el teatro que no es sino un artificio por el que se construye una realidad paralela de la que se desea hacer partícipe al espectador/lector.

Cuando Próspero renuncia a cumplir su venganza y optar por el perdón, por retornar a su patria renunciando por siempre a su magia y ciencia oculta, simboliza según dicen muchos críticos, la despedida de Shakespeare de ese mundo mágico que es el teatro.

Quiero dar un paso más y avanzar mi propia teoría. Quien escribe, lo hace para crear una ficción que rebata la realidad que le rodea, naciendo toda actividad literaria de un secreto deseo de venganza, de fabricar una alternativa. Nuestro Shakespeare maduro ha logrado reconciliarse con el mundo. Ha logrado éxito y reconocimiento y no desea sino esa reconciliación con la vida que buscará retornando a su natal Stratford-upon-Avon ajeno al ambiente teatral que le había rodeado hasta entonces.

Este magnífico Shakespeare se expresa en el pensamiento de Próspero: La grandeza está en la virtud, no en la venganza. Si se han arrepentido, la senda de mi plan no ha de seguir con la ira. Y ésta será su postrera lección para quien quiera leerla.

El bueno de William es probable que se remueva inquieto en su tumba, pero se han escrito tantas teorías absurdas sobre su vida y obra que una más no logrará sino hacerle sonreír irónicamente, tal vez complacido.  

9 de marzo de 2013

¿Ha muerto Shakespeare? (Mark Twain)



Mark Twain publicó en 1909 un pequeño ensayo bajo el irónico título Is Shakespeare Dead? en el que plasmaba su relación personal con la obra del dramaturgo y el amor que sentía por ella. El libro, sin embargo, es más conocido por su segunda parte, en la que resume las objeciones a que el inmenso talento tras las obras de Shakespeare sea el del propio Shakespeare, postulando la teoría, muy en boga en la época, de que el verdadero autor de las mismas era Francis Bacon.
El descrédito de esta obra menor no se debe tanto a la falta de argumentos que justifiquen su teoría, sino a que una gran parte del texto fue transcrito literalmente del ensayo de otro autor, George Greenwood, sin que Twain hiciera mención expresa a la fuente. No deja de ser irónico que quien trataba de explicar que los versos de Shakespeare no fueron escritos por él, se valiera de palabras que tampoco fueron escritas por él.

Fuera recurso de autor maduro o error del impresor que omitió la oportuna nota a pie de página, como alegó el propio Mark Twain, lo cierto es que el libro es una excelente prueba de la fuerza de una obra que, quien quiera que fuese su autor, ha conmovido y lo seguirá haciendo a todos los que se acerquen a ella.


Mark Twain
Pero acompañemos al joven Mark Twain en su viaje surcando el Misisipi y tomando su primer conocimiento de Otelo o El Sueño de una noche de verano. Fue el capitán del Pennsylvania, George Ealer, quien le contagió su afición al leer en alta voz las obras de Shakespeare con tal esmero y pasión que lograba convertir en estampas vivas lo que solo eran diálogos en papel. Hasta tal punto leía con vehemencia y exaltación que añadía sus propios comentarios al hilo de lo leído de modo que, hasta el día de su muerte, Twain seguía confundiendo las partes originales de lo que no eran sino anotación y comentarios de su patrón.

Ealer era un convencido defensor de la tesis, tan poco atractiva como evidente, de que Shakespeare era el verdadero y único autor de la obra de Shakespeare. Sus furibundos ataques contra todas las infinitas teorías que atribuían la autoría a cualquier otro candidato terminaban por convertirse en un soliloquio que aburría al joven Twain.


Éste, convencido de la razón de su patrón, pero deseoso de excitar su ánimo y alargar las veladas, dio en defender sin mucho entusiasmo cualquier candidatura sobrevenida. Finalmente, y como suelo ocurrir, tanto argumentó en defensa de la tesis baconiana que terminó por convencerse a sí mismo.


El resto del ensayo está dedicado a desgranar lo que denomina los “debería”, “podría”, “cabría pensar que” y “asumiendo que” necesarios para completar una biografía mínima de Shakespeare y que evidencian la imposibilidad de atribuir a éste el mérito literario que se le atribuye. 


Shakespeare


Y es que la vida de este genio de la Literatura ofrece pocas certezas a las que aferrarse. Según la lista del propio Twain (ligeramente acrecentada con el transcurso de los años, pero parca en extremo en todo caso) se ciñe a hechos de los que dan fe documentos oficiales como su licencia matrimonial, unos cuantos juicios menores, su papel de actor, algunas compras de terrenos en su Stratford-upon-Avon, su retirada temprana y su discreta vida hasta su muerte negociando préstamos, haciendo negocios (al parecer, una actividad poco lustrosa para un poeta de su talla) y redactando finalmente un ominoso testamento en el que no se cita su obra o sus manuscritos y, donde a pesar de ser tan puntilloso como para dejar a su mujer expresamente su “segunda mejor cama”, no se reparten libros, una posesión muy preciada en la época y que Shakespeare debiera poseer en abundancia. Según la ironía de Twain, si Shakespeare hubiera tenido un perro, lo habríamos sabido porque lo habría citado en su testamento, pero no dejó referencia alguna a su autoría poética.

Esta cortedad de hechos empujó a numerosos hagiógrafos a rellenar estos vacíos con multitud de “deberías”, “podría”, etc., etc. Los libros se llenaron de anécdotas inverosímiles, como la del joven Shakespeare trabajando de aprendiz de un carnicero, degollando terneros mientras atendía a los clientes en verso, tratando así de justificar un talento natural. También se nos describe, a gusto de cada biógrafo, a un Shakespeare que ingresa en la Armada, o que lucha en Flandes o en Italia, que se convierte en ayudante en un despacho de abogados o que estudia a los clásicos por las noches mientras actúa por el día (o viceversa).


Los enciclopédicos conocimientos que se atribuyen a su obra son uno de los mayores escollos para que Twain conceda al Shakespeare histórico la autoría de su repertorio teatral y poético. En particular, señala que si sólo pudiera exponer un único argumento que demostrase la imposibilidad de que el esquivo Shakespeare fuera el autor de Hamlet, le bastaría el de los conocimientos jurídicos que evidencian sus textos. Según el juicio de notables jurisprudentes del siglo XVII y XIX, la cultura jurídica que destilan las obras de Shakespeare solo puede atribuirse a un jurista de reconocido prestigio.


Es por ello necesario volver los ojos hacia una figura que sí pueda acreditar todo el conocimiento que se presupone al verdadero autor de Macbeth o los Sonetos. Y Twain tiene su candidato, siguiendo la teoría popular en la época: Francis Bacon. Resulta ciertamente sorprendente que la primera referencia a esta teoría parta de Delia Bacon, supuesta descendiente de Bacon y algo inestable emocional e intelectualmente.


Como uno puede imaginar de lo dicho hasta el momento, no resulta difícil cuestionar cualquier biografía del Shakespeare de Stratford-upon-Avon ante la ausencia de certezas y el horror vacui de todo biógrafo. Lo que resulta más dudoso es dar el salto y atribuir las obras a otro personaje histórico de reconocido renombre y una biografía completa, desde su nacimiento aristocrático, hasta su fallecimiento. Aunque las obras de Shakespeare acreditasen un buen conocimiento jurídico, sin duda, Bacon no era el único que lo poseía. El hecho de que despreciase en sus escritos el teatro no parece desalentar esta teoría ya que es una treta para disimular, y así hasta el infinito. 


Francis Bacon

En definitiva, Twain sustituye unos “debería”, “podría”, “cabría suponer que” por otros no menos inquietantes a los que hay que sumar una larga lista de interrogantes, ¿por qué no ha aparecido ningún documento que pueda hacer sospechar quién el verdadero autor?¿Por qué todas estas teorías surgen más de dos siglos después de la muerte de Shakespeare? En la época isabelina nadie dudaba de quién era el verdadero autor, habiendo varios documentos que le reconocen como tal. Tampoco aclara Twain qué perseguía Bacon al ocultar su nombre y cómo pudo dedicarse a la creación de este enorme catálogo de obras inmortales sin perder impulso para el resto de su obras filosóficas y jurídicas. Tampoco aclara cómo pudo emplear determinadas palabras y giros en las obras de teatro y no hacerlo en el resto de sus textos o cómo pudo emplear localismos propios de un granjero de Stratford-upon-Avon.

Quizá el gran error de Twain, de tantos otros, es creer que una obra genial como la de Shakespeare exige una biografía a su altura y le repugne ver a un hombre común sujeto a preocupaciones vulgares. Por fortuna, en nuestros tiempos tenemos por bien sabido que no importa lo gris o mediocre que pueda parece una vida para que su obra alcance un vuelo y una altura que la sobrepase. Disfrutar de ella y olvidar al autor siempre será un buen consejo para no perder el norte como le ocurrió al, por otro lado, inolvidable e insuperable Mark Twain.

3 de marzo de 2013

Hamlet (Shakespeare)



Si abordásemos sorpresivamente a un transeúnte para pedirle que nos cite un par de versos de Lope de Vega o Tirso de Molina nos miraría con suspicacia, no tanto por lo extravagante de la petición, sino por lo remoto del recuerdo que tratan de rescatar, probablemente de los años escolares. Pero si seguidamente rebajásemos nuestra pretensión a una cita de Shakespeare veríamos un gesto de alivio ante lo liviana que deviene la cuestión: “ser o no ser, ésa es la cuestión”.

Claro es que para dejar marchar en paz a nuestro voluntarioso conciudadano no le habremos de pedir que continúe el devenir del pensamiento del príncipe Hamlet pues a tan solo estas ocho palabras limitamos nuestro conocimiento al respecto. Por ello es oportuno en este punto, tal vez, recordar parte del parlamento del príncipe atribulado por sus dudas y así poder abordar algunos aspectos de esta obra que me han llamado la atención en una reciente lectura.

Recordemos primeramente que Hamlet acaba de conocer que su padre, rey de Dinamarca, ha sido asesinado por su hermano para así ocupar el trono y que su madre ha aceptado los hechos uniéndose en matrimonio al nuevo monarca validando unas relaciones adúlteras previas. Para dar mayor dramatismo a la historia, la revelación le llega a través del espectro de su padre, incapaz de hallar el descanso eterno por la magnitud de la traición. Pasemos sin pausa al famoso monólogo. La traducción corre a cargo de otro ilustre dramaturgo, Leandro Fernández de Moratín.

Ser o no ser, ésa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Hamlet encara la disyuntiva entre el actuar, afrontar peligros desconocidos (vengar la muerta de su padre, tal vez) y el sufrir los embates de la vida con cobardía, sobrellevando el peso del dolor y la infamia, la vejez y el desprecio.

El autor
Una salida fácil parece ofrecérsele a través del suicidio pero la incógnita del más allá, la mera posibilidad de que la muerte no implique el cese del dolor, que se trate tan solo de un sueño, basta para desechar incluso esta última opción.

Y es esta duda, este temor a toda acción, cualquiera que sea, lo que lleva a una parálisis igual de intolerable e insoportable pero que explica el porqué los hombres arrastran su pesar por este mundo doloroso, según concluye Hamlet.

Destaca que en un texto de la época, finales del siglo XVI o comienzos del XVII, en función del datador que consultemos, plantee de una manera tan cruda este razonamiento. Finalmente, la única razón por la que vivimos como vivimos es nuestra incapacidad de poner fin a nuestras vidas. Sorprende que no haya referencias de tipo moral que justifiquen la opción por la vida, lo que muestra la valentía de Shakespeare al escapar del discurso previsible llevando su obra a un nivel que le hace conservar su capacidad de interrogarnos pasados cuatrocientos años.

Pero, ¿realmente Shakespeare creía en estas palabras? Hamlet aparece por primera vez en la literatura en una colección de leyendas danesas de la Baja Edad Media y llega a Inglaterra a través de una traducción francesa que probablemente se populariza gracias a alguna versión teatral que Shakespeare pudo tomar como base para su texto. Hay quien sostiene que lo que llevo al autor a fijarse en ese personaje bañado en la duda fue la muerte de su único hijo varón, Hamnet, a los once años.

Sea o no cierto, este hecho sí ayuda a ilustrar ese pesimismo de Hamlet, nombre tan parecido, queramos o no, al de su hijo y que tantos recuerdos tuvo que despertarle mientras escribía. ¿Se puede soportar la muerte de un hijo? ¿Cabe otra cosa que morir en la indiferencia y en el dejarse llevar?¿Se puede ver futuro más allá? Lo cierto es que Shakespeare pudo haber sublimado ese dolor a través de la escritura exponiendo al mundo su dolor y sus dudas. Todos somos o podemos llegar a ser Hamlet en algún momento de nuestras vidas.

To Be Or Not To Be - Ernst Lubitsch

Pero lo cierto es que Hamlet no logra encontrar alivio con sus soliloquios. Juega con la locura, tal vez hoy lo llamásemos depresión, procurando un consuelo, un aislarse del mundo que tanto dolor le trae, evitando a sus congéneres en quienes ya no puede confiar al ver sólo traición y falsedad a su alrededor. Pero ese juego se torna peligroso y le aleja de aquellos pocos que aún le aman. Y de tanto jugar, probablemente cae en una locura real.

La popularidad de la obra en la época fue grande, si bien lo que los londinenses pudieron ver representado debía, por fuerza, ser una versión reducida del clásico dado que la versión escrita que hoy manejamos, publicada en el First Folio, requiere un tiempo de lectura de unas cinco horas siendo el caso más claro en toda la obra de Shakespeare de un texto escrito para ser leído y, por ello, es uno de los más complejos y profundos de su repertorio en el que pudo explayarse sin miedo a que las sutilezas de sus personajes pasaran inadvertidas durante la representación.

Otro importante punto de esta obra es el modo en que Hamlet pretende desenmascarar a su tío y a su madre, a través de la representación de una antigua obra por parte de una compañía de actores que conoce de antaño y que casualmente se encuentra en la capital.

El teatro dentro del teatro es un recurso habitual en tiempos más recientes, no así en la época de Shakespeare en cuyas manos este adquiere todo su sentido. El espectador asiste a la representación de Hamlet en la que, al tiempo, se representa otra obra en la que un rey es asesinado por traición y que, por tanto, remite nuevamente a Hamlet, así hasta el infinito atrapando al espectador en un bucle eterno.

Eternos son los personajes, eternos los diálogos y eternos los temas que Shakespeare aborda en esta obra. Para un lector de nuestro tiempo aún tiene sentido adentrarse en la compleja trama de venganzas, locura y duda que despliega Hamlet. No se trata tan solo de que disfrutemos siguiendo las mismas, sorprendiéndonos de la audacia de su autor. Se trata de dejarnos interrogar por Hamlet, averiguar el grado real de su locura y su fingimiento ya que al igual que él se vale de una representación para desvelar la traición de su tío, Shakespeare se sirve de Hamlet para desvelarnos interrogantes que, de otro modo, permanecerían ocultos. Que hallemos o no respuestas queda en nuestra mano.

24 de febrero de 2013

Shakespeare (Bill Bryson)



Shakespeare es un personaje que se resiste a cualquier tipo de simplificación. Comenzando por su imagen física, todo un misterio ya que no hay ningún retrato del que podamos asegurar sin temor a error que guarde parecido con el personaje histórico retratado. De hecho, el que se considera más próximo a la realidad, el conocido como retrato Chandos, y del que ni siquiera tenemos certeza de su autor, nos ofrece una imagen algo extravagante de un Shakespeare con pendiente, más moreno de piel que lo esperado y una melena algo desbocada, todo ello más propio de un compañero de correrías de Sir Francis Drake que de un poeta venerado e inmortal.


Tampoco el nombre del autor está a salvo de polémicas. Shakespeare mostró cierta renuencia a firmar dos veces consecutivas con el mismo nombre, y otro tanto hicieron sus contemporáneos. Shakespeare, pero también Shakspere, Shakspeare, Shakespere, Shakespear, Shackspeare, Shakspere por poner solo algunos ejemplos. Hasta hoy, el prestigioso Oxford English Dictionary mantiene su entrada referida al ilustre dramaturgo bajo el nombre de Shakspere.


Como ya vimos, las incertidumbres entre las que se mueve la biografía de Shakespeare abrieron la puerta a la especulación, la fábula y el pábulo. Pero los tiempos han cambiado. Nuestro empirismo lleva a no admitir elucubraciones con la alegría de otros tiempos, por lo que durante el siglo XX una caterva de investigadores se abalanzaron sobre todo tipo de archivos y registros de la época isabelina con el fin de echarle el lazo al escurridizo Shakespeare.


Al tiempo, nuestro conocimiento sobre la época ha mejorado notablemente, ayudándonos a deshacer múltiples equívocos y, sin llegar a desentrañar todos los misterios, sí se ha logrado reducir el número de “deberías”, “habría que suponer”, etc. a que hacía mención Mark Twain.




Retrato Chandos

 
Bill Bryson, periodista y autor de innumerables libros de viajes, históricos y de divulgación científica, pretende en esta obra recopilar de manera amena una serie de certezas sobre la vida de Shakespeare y dibujar un contexto histórico en el que encuadrar y mejor entender tanto su obra como su vida.


Sirviendo a este fin, dirige parte de sus esfuerzos a desmontar algunos de los mitos más frecuentes sobre la vida de Shakespeare. Por ejemplo, nos aclara que la mención en su testamento a que dejaba para su mujer su “segunda mejor cama” no era sino una cláusula que podría significar que le cedía el lecho conyugal ya que la “mejor cama” era usualmente la reservada a las visitas y, por tanto, la que se legaba al primogénito. Que esta cama sea la única mención en los legados testamentarios a su viuda tampoco implica necesariamente desprecio ya que, como viuda, era destinataria de su correspondiente legítima.

Igualmente, la falta de mención a libros o manuscritos en el testamento era algo frecuente en las últimas voluntades de otros literatos de la época ya que estos preciados bienes se repartían extratestamentariamente, muy posiblemente para evitar pagos de impuestos o para destinarlos a colegas del gremio que podrían obtener mejor provecho de ellos que los herederos legítimos.


Bryson también presta especial interés a la variedad de las firmas de Shakespeare para aclararnos que era muy habitual en la época que los nombres, de hecho prácticamente todas las palabras, fueran escritos de muy diversas maneras ya que la época isabelina es el punto de inflexión entre el inglés antiguo y el moderno por lo que convivían muchas y diversas grafías, pudiendo emplearse indistintamente por la misma persona en función de sus preferencias o de las necesidades de un texto concreto.


Pero donde mejor destaca el talento de Bryson es a la hora de describir el contexto histórico de la época isabelina. Su vívido retrato de la vida teatral del Londres de finales del siglo XVI es el contrapunto perfecto a la pretendida seriedad y formalidad del Shakespeare canónico. En aquellos años la escena teatral inglesa experimentó un tremendo auge con gran profusión de compañías, nuevos teatros y estrenos continuos de obras que apenas duraban en cartel unas pocas representaciones. El mundillo teatral, como por otro lado ha ocurrido casi siempre, se movía en las lindes de la buena sociedad. Los teatros se instalaban fuera de la muralla de la ciudad y los actores y autores no desdeñaban las pendencias, muy conocido en este sentido es el caso de Christopher Marlowe quien acabó sus días sin llegar a cumplir treinta años por culpa de una reyerta tabernaria

De la mayoría de las obras estrenadas no tenemos conocimiento. De otras muchas tan solo podemos tener conocimiento por referencias y citas habiéndose perdido los textos. Tan solo se han conservado doscientas treinta obras de las que, según informa Bryson, el quince por ciento corresponden a Shakespeare. Por un lado se trata de una estupenda noticia ya que se han conservado la mayor parte de sus obras, pero por otro lado, la escasez de material con que confrontar los textos de nuestro autor impiden conocer cuánto debió a otros o cómo les influyó.

Bill Bryson

Bryson hace notar con un noto irónico que Shakespeare era un gran narrador de historias, siempre y cuando alguien la hubiera contado con anterioridad. Esto solo quiere decir que en aquella época, ajena a derechos de autor y similares artificios, las ideas expresadas en una obra eran tomadas libremente por otros autores para desarrollar y completar el argumento, rebatirlo o adaptarlo sin empacho alguno. Así, no es de extrañar que pocas obras de Shakespeare escapen a ese penoso delito actual que consiste en atribuirle múltiples fuentes, antecedentes y orígenes.

Pero no echemos las campanas al vuelo y proclamar que el mérito de Shakespeare se limitó a sacar partido del trabajo ajeno. Para empezar, en el ambiente germinal del Londres renacentista, Shakespeare se abre paso componiendo sus obras, actuando en ellas y en otras muchas, siendo copropietario de dos teatros y teniendo aún tiempo para sus pequeños negocios e inversiones que le aseguraran un retiro digno. Y todo ello parece que lo hizo con bastante buen tino.

Shakespeare ya era un autor célebre en su tiempo, objeto de algún elogio y de varios ataques virulentos de algún colega envidioso de su éxito y de los que se ha conservado noticia a través de diversos libelos. Algo debían tener sus palabras que atrajeran la atención de sus contemporáneos.

Y si de palabras se trata, nuestro dramaturgo se reveló como un verdadero revolucionario. Hay estudiosos para todo y alguno de ellos se ha tomado la molestia de contar todas las palabras que aparecen escritas por primera vez en lengua inglesa en obras de Shakespeare, hasta sumar la friolera de dos mil treinta y cinco palabras. Claro es que el hecho de que la primera referencia escrita de una palabra figure en un texto escrito no quiere decir que su autor sea al tiempo su creador.


Otro campo en el que la admiración está justificada es el de acuñar expresiones que han pervivido hasta el inglés de nuestros tiempos (“hacerse humo”, “llevar al huerto” o “ser un veleta” por citar algunos ejemplos traducidos).

En aquellos tiempos la lengua inglesa trataba de reivindicar su papel frente al latín, idioma empleado por los doctos y juristas. Los esfuerzos de hombres como Shakespeare consolidaron un idioma ayudándole a alcanzar su madurez. Bryson registra la clarificadora observación de Stanley Wells que señaló cómo la partida de nacimiento de Shakespeare fue escrita en latín, pero su partida de defunción se registró en inglés, todo un signo del cambio de los tiempos al que el poeta no fue ajeno.


Otro tema interesante planteado en este libro es la diferencia entre las obras representadas y las obras que ahora leemos. Hay casos patentes en que ambas no coinciden, como Hamlet, ya que la duración del texto escrito llevaría a una representación cercana a las cinco horas. Esto implica que Shakespeare se preocupó por desarrollar sus guiones teatrales con vistas a una lectura sosegada y ajena a su representación, permitiéndole dar una profundidad a sus diálogos que la escena no permitía. Esto le convierte, sin duda, en un autor adelantado varios siglos a su tiempo.

Edición del Primer Folio

Bryson nos detalla las diversas fuentes para el conocimiento de las obras de Shakespeare que abarca reproducciones poco fiables de los diálogos copiados por memoristas, otras más fiables, probablemente copia de libretos para actores y los textos que podemos tomar como más fiables, recogidos por compañeros de la compañía de Shakespeare pocos años después de su muerte. Del conjunto y encaje de todas ellos resulta el complicado (aunque ignorado por nosotros, apacibles lectores) fruto que manejamos como un texto acabado y canónico.


La ironía de Bryson da un repaso a las teorías que atribuyen a sus obras conocimientos enciclopédicos o dotes proféticas. Tal vez otorguemos carta de naturaleza a meras figuras poéticas y, en todo caso, quienes se sirven de estos supuestos conocimientos para denunciar al verdadero autor pasan por alto errores garrafales como hacer a los egipcios jugar al billar, a los romanos emplear relojes (no solares, por supuesto) o convertir a Milán o Verona en ciudades costeras de renombre pese a estar bien asentadas en el interior de la península itálica.


Este libro tampoco olvida un breve repaso a gran parte de las candidaturas presentadas para reivindicar al “verdadero” autor detrás de las obras de Shakespeare, rechazándolas por fantasiosas, improbables o, en algunos casos, totalmente imposibles.



En definitiva, Bryson nos presenta un Shakespeare carnal, con luces y sombras, humano hasta el punto de disgustar a quienes crean que su obra merece un mejor creador. No estamos ante un héroe, una personalidad histórica portentosa, consciente de su genialidad y preocupado por su paso a la posterioridad. Esta figura sólo llegará con el devenir de los siglos. Pero no podemos pasar por alto que sólo un Shakespeare humano pudo describir los padecimientos, la pasión, el dolor o la furia de modo que el espectador (el lector actual) fuera capaz de identificarse con ellos. No se ha visto que los dioses escriban para los hombres, ni los hombres para los dioses. Una lección más del bardo de Avon.