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27 de marzo de 2023

La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Ángel Viñas)

El relato más o menos conocido y aceptado mayoritariamente respecto del posicionamiento de Franco en los días previos al 18 de julio de 1936 viene a expresarse en las siguientes ideas. De un lado, Franco no estuvo totalmente implicado en los preparativos del golpe de estado, no lo veía claro. No fue hasta el asesinato de José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, cuando comprende que la deriva del gobierno de la República era incapaz de mantener el orden.

De aquí que se viera empujado casi involuntariamente a los brazos de Mola y su alzamiento. Tras asegurar la proclamación de la revuelta en las Islas Canarias, donde estaba apartado por la desconfianza del gobierno hacia su compromiso con la República, dio el salto a Marruecos con el fin de tomar el control del ejército africano, realmente la más importante fuerza militar que tenía España y entre la que Franco tenía gran predicamento dado que se labró fama en las campañas de los años veinte y en la creación de la Legión, junto a Millán Astray, donde no solo obtuvo el generalato, sino que comenzó a verse rodeado de ese aura especial, que los moros denominaban baraka y que hacía referencia a una especie de suerte mítica, de destino.

Angel Viñas es un historiador dedicado en cuerpo y alma a narrar fundamentalmente el periodo correspondiente a la Segunda República y la Guerra Civil. Se apoya con terca insistencia en las "fuentes primarias", es decir, en las fuentes originales, los documentos oficiales, los testimonios de personajes implicados en los hechos descritos, las leyes, circulares, etc.

En resumen, Viñas es un historiador, un investigador que, al margen de sus propias convicciones personales, de las que no abjura, trata de basar todas sus afirmaciones en fuentes irrefutables. Esto no excluye margen a la interpretación de estas fuentes dado que hay que priorizarlas, salvar contradicciones entre ellas, considerar que no todos los hechos están documentados ni pueden estarlo como pronto veremos, etc. Así, sus obras están acompañadas de una extensísima adenda con notas y bibliografía en las que se ha basado.

Y esto puede hacer sus libros más pesados o complejos de leer que otras tantas obras que tanto eco encuentran en los medios y en las que, sin apenas consultas a las fuentes primarias, se procede al refrito de obras de autores previos (que tampoco tienen porqué haber sido muy rigurosos en sus fuentes) hasta lograr un hilo narrativo que parece coherente, guarde o no relación con la realidad histórica. En esas obras uno no encontrará espacios en blanco, dudas explicitadas del autor, conjeturas que reciban este nombre, tan solo certezas a medida de la ideología del lector.

Por eso, es imprescindible la labor divulgativa de historiadores como Ángel Viñas, que consultan registros, están atentos a nuevas fuentes, nuevos documentos, que los contrastan y, cuando procede, reescriben lo que sabemos de la Historia, incluso lo que ellos mismos pudieron haber tenido por establecido hasta la fecha. 

Entramos ya en La conspiración del General Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Editorial Crítica) en la que se desarrolla una teoría alternativa a la ya comentada sobre la implicación del general Franco tomando como base las  investigaciones de Viñas.

Si bien algunas de las ideas que expone Viñas en este libro ya habían sido expresadas anteriormente por otros autores, a modo de sospechas, de rumores y versiones alternativas, lo cierto es que ahora se sustentan en material probatorio de primer nivel. Y la teoría que viene a exponer es que el avión que llevó a Franco de Gran Canaria a Marruecos para ponerle al frente del ejército africano, llegó a su destino días antes de lo comúnmente aceptado. Que el alquiler del mismo fue financiado por una rama de la rebelión pro monárquica, muy próxima a los intereses de Inglaterra. Que, pese a que la lógica decía que el avión, un Havilland DH89 Dragon Rapide, nombre éste último por el que se conoce al modelo concreto que hoy se exhibe en el Museo de la Aviación de Cuatro Vientos, debió aterrizar en Santa Cruz de Tenerife, isla en la que residía Franco, lo hizo en Gran Canaria, lo que obligaba de alguna manera a que el general cruzara de una isla a otra, para lo que precisaba de justificación o de hacerlo en rebeldía lo que parece una complicación innecesaria existiendo la posibilidad de que el avión recogiera directamente al futuro dictador en su isla.

La disculpa oficial para el viaje a Gran Canaria fue la de poder asistir al funeral y entierro del general Balmes, amigo de Franco, africanista como él, pero partidario de la República. La muerte de aquél permitió a Franco viajar a la isla y tomar el avión para Marruecos sin levantar sospechas.

Pero precisamente de sospechas está llena la muerte de Balmes. La teoría oficial es que el general acudió a un campo de tiro para probar algún arma. Una pistola se le encasquilló y trató de desatascarla apretándole contra su vientre donde se disparó. El general había rehusado ser acompañado por nadie en dicho momento, tan solo el chófer le acompañaba. Fue llevado a la casa de socorro donde el médico se ausentó para llamar a una ambulancia. También se llamó a altos mandos del ejército, precisamente los que ya estaban en la conspiración, quienes le rodearon y pudieron manipular todas las pruebas, las manifestaciones exculpatorias que el general se asegura que dijo culpándose a sí mismo del accidente.

 

En suma, como bien señala Ángel Viñas, nunca podrá aparecer una orden firmada por Franco respecto del asesinato de Balmes, un camarada de armas, como mera disculpa para viajar a Gran Canaria y dar luego el salto a Marruecos, pero muchos elementos pueden llevar a sostener esa hipótesis. Tenemos discrepancias entre los asistentes a las últimas horas del general Balmes, el desastroso informe de la autopsia que ofrece fallos clamorosos a fin de servir de coartada a la versión oficial, testimonios de presentes en las horas posteriores al accidente que se hicieron públicos tras la muerte de Franco, la inexplicable presencia del Dragon Rapide en Gran Canaria, y así sucesivamente.

Es cierto que puede sostenerse que la muerte de Balmes fue tan providencial para el destino de Franco como las de Sanjurjo o Mola, y es una posibilidad que no cabe descartar. Tal vez existiera un plan de Franco para acudir a Gran Canaria que no fue necesario gracias al fallecimiento de Balmes. Pero de lo que no cabe duda es de que su muerte, accidental o no, fue de gran ayuda.

Tampoco se puede negar que el plan de que Franco asumiera la revuelta en Canarias para luego comandar el ejército de África estaba en marcha días antes del asesinato de José Calvo Sotelo, de hecho el avión partió de Inglaterra antes del 13 de julio, y el alquiler del avión y su piloto, fue claramente anterior.

Por otro lado, tampoco podemos dudar de que la muerte de Balmes le ahorró un más que seguro fusilamiento si realmente se hubiera opuesto a la rebelión, tal y como ocurrió con los pocos mandos que lo hicieron en las plazas africanas de Ceuta, Melilla, Larache o Tetuán, pocas horas después del funeral de Balmes.

Pero sea como sea, lo cierto es que la idea tan extendida de un Franco que actuó de algún modo a remolque, que solo a última hora se avino a participar en el golpe, no se sostiene. Los planes estaban en marcha antes del asesinato de Calvo Sotelo, Franco fue informado de la llegada del avión a Gran Canaria y antes de partir al entierro de Balmes dejó escrita la proclamación de la sedición, un bando conocido como el Manifiesto de Las Palmas. También parece que el hecho de que su mujer e hija le acompañaran a ese viaje y que desde la isla partieran en barco hacia Lisboa corrobora la idea de que todo estaba ya atado y bien atado desde días antes.  

También queda más que probada la implicación de Inglaterra, sea a través de sus servicios secretos, de una rama de estos, o de un grupo de católicos y conservadores, en esta fase  de favorecimiento de un golpe que evitara que España cayera en manos del comunismo internacional. Es a esto a lo que dedica el segundo gran capítulo de su obra, tomando casi a modo de disculpa la implicación en la aventura del Dragon Rapide.

Lo cierto es que Viñas realiza un completo seguimiento de las informaciones que recibía el Foreign Office a través de sus diversas fuentes, embajador en Madrid, cónsules, oficiales del ejército, Gibraltar, agregados diversos, etc. La llegada de la República se ve como un pequeño terremoto pero que se tolera en tanto pueda permitir la salida del atraso del país, cuya pobreza es un perfecto campo de cultivo para una revolución obrera. Sin embargo, a mitad de la corta vida de la República, un cambio de embajador y de tendencia en la metrópoli, trae una nueva perspectiva sobre los riesgos crecientes de una revolución a modo de la soviética, anunciada como premonición, según estas fuentes, en el año 34.

Así, poco a poco, la opinión británica comienza a virar, a mostrar menos simpatía por los republicanos, un temor a que la situación se descontrole, a que se contagie al vecino Portugal, aliado histórico del Reino Unido. Y, a esto, hay que sumar el comienzo de intrigas por parte, fundamentalmente, de monárquicos españoles con buenos contactos en el Reino Unido, que tratan de difundir una información que alienta esos temores oficiales.

Las diferentes tramas del golpe cumplen un cometido, coordinado al menos de facto. Unos procuran el acercamiento de la Italia fascista, otros de la Alemania nazi y otros el no alineamiento del Reino Unido y, por tanto, una suerte de presión implícita a Francia, más favorable a la República española. Todos estos esfuerzos dan fruto cuando estalla la guerra y el gobierno británico lidera la no intervención y enfría los tímidos intentos de Francia por apoyar a la República.

La documentación y evidencias que aporta Viñas gracias a consultas a documentos oficiales británicos ofrece una nueva luz que explica la sorprendente insolidaridad de las democracias occidentales ante el levantamiento militar.

El interés estratégico de las Canarias, también supone un acercamiento de los intereses británicos a lo que allí ocurría y hace más fácil creer que de un modo u otro estuvieron implicados en facilitar ese viaje de Franco a Marruecos y a que el golpe triunfara en las islas donde había una importante población británica con negocios que dependían de la estabilidad, de la mano dura contra huelguistas y anarquistas.

Es cierto que la posición de Inglaterra respecto de la República debe ponerse en el contexto europeo de la época y la política de apaciguamiento con la que se trataba de no desencadenar un conflicto europeo ofreciendo a Hitler concesiones que, por contra, terminaron por envalentonarse y convencerle de que nada de lo que hiciera tendría consecuencias militares en las democracias británica y francesa. Pero nada de esto puede servir de exculpación a hechos tan graves como una guerra civil en España o la entrega de Austria y Checoslovaquia al dictador nazi.

La tercera parte del libro se centra en el modo en que se ha ido construyendo la historiografía sobre el conflicto y el franquismo; el modo en que el régimen dibujó su propia justificación desde el principio. Se aborda también la necesidad, que pronto se advirtió, de abrir los archivos nacionales sobre la guerra civil para combatir la profusión de obras de historiadores extranjeros que combatían la versión oficial con datos obtenidos de fuentes disponibles en otros países. Viñas detalla cómo se concedían estos permisos, para quiénes eran (claramente, para afectos al régimen, que trabajaban por alumbrar los documentos que sustentaban mejor sus tesis).

 

 


Así, se pone de manifiesto la complacencia de autores como Ricardo de la Cierva o de reputados hispanistas como Stanley Paine, así como la necesidad de una constante revisión de la propia historia, de acudir a nuevas fuentes primarias y de luchar por una ley sobre secretos oficiales que no actúe como parapeto de la negativa a revisitar y reescribir nuestro pasado. Y, efectivamente, resulta triste que parte de las investigaciones con nuevas fuentes sobre nuestro conflicto y la dictadura, provengan de la desclasificación de documentos de la antigua Unión Soviética o del Reino Unido y Francia.

Es justo reconocer que, sobre estos temas, el modo en que se construye la Historia, cómo se reproduce a sí misma, el enjambre de intereses creados, de voluntades compradas, poco se escribe y a pocos interesa. Ni desde el mundo académico al que no le gusta verse criticado, más cómoda suele ser la vida en la torre de marfil, ni a los que hacen del mero relato sin sustento en datos y evidencias, un modo de vida gracias a la publicación de obras pregonadas por grandes medios.

Por contra, este libro nos ofrece un enfoque novedoso, como su propio título avanza, sobre aspectos no demasiado difundidos de la guerra civil o sobre los que existe un consenso fruto de la inercia y la repetición de errores del pasado, interesados en muchas ocasiones, o resultado de la pereza intelectual de quienes se conforman con su repetición.

Si bien Viñas no oculta su ideología, nos lanza una pregunta para la reflexión, ¿admitiríamos como válido el trabajo de un historiador sobre el III Reich que no expresa con rotundidad su rechazo a tal régimen? Pues dicho esto, poco más queda por añadir.




 

 

 

23 de octubre de 2022

SPQR: Una historia de la antigua Roma (Mary Beard)



 

Mary Beard es una popular divulgadora histórica, especializada en la Roma antigua y que ha merecido muy variados galardones y reconocimientos entre los que, en la parte que más nos atañe, se encuentra el Príncipe de Asturias. Sus documentales han tenido cuotas de audiencia dignas de otros formatos más a la moda gracias a su mezcla de desenfado y rigor, curiosidades y grandes conceptos. Sin embargo, este formato visual, pese a la ventaja de las imágenes, no permite la misma condensación de conocimientos y rigor que un libro extenso.

Éste es el caso de SPQR: una historia de la antigua Roma (Crítica, 2016) que, en sus casi setecientas páginas ofrece un panorama bastante completo del periodo que va desde la fundación mítica de Roma por Rómulo y Remo, hasta la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio por parte de Caracalla en el año 212 d.C.

La elección de este paréntesis de 1.000 años no es casual, ya que Mary Beard hace pivotar el libro entre otras cuestiones, en la visión y relación que los romanos tenían de sí mismos, de su misión en el mundo, de cómo se relacionaban con el resto de pueblos o de cómo organizaban sus instituciones para poder garantizar el gobierno y explotación de los territorios conquistados.

Mary Beard toma como punto de partida la mítica fundación de Roma en el 753 a.C. y se pregunta cómo veían y entendían los escritores romanos este mito. Aunque algunos sí sostenían la literalidad de la historia, amamantamiento de la loba incluido, lo cierto es que la mayoría de los autores creían más plausible que los niños hubieran sido recogidos en las lindes de la actual Roma, en la orilla del Tíber, por alguna mujer de mal vivir (lupa también significaba prostituta o mujer de mala reputación). Menos discrepancias levanta la lucha fratricida y la posterior muerte o asesinato de Remo por parte de Rómulo, ahora sí, convertido en el primer rey romano. La mítica continúa explicando cómo creció el pequeño asentamiento gracias al engaño y bajeza que mostraron esos pobladores de baja ralea en el conocido como rapto de las Sabinas y en la declaración de ciudad abierta a todo tipo de farfulleros, tumultuarios y demás desheredados que quisieran encontrar un cobijo e indiferencia a sus fechorías.  

Este origen tan poco glamuroso marcará una referencia a través de la que los romanos se verán a sí mismos como un pueblo de aluvión, diferente de los refinados griegos que ocupaban el sur de Italia o, incluso, de los pueblos latinos del centro peninsular. Este carácter de hombres de frontera les llevará a venerar siempre virtudes como la austeridad, el dominio sobre otros pueblos, pero también el rechazo a quien trate de acumular exceso de poder o de imponerlo al resto de ciudadanos.

La monarquía dejará un poso de instituciones que se extenderán a la República sin heredar el rechazo que los romanos siempre mostrarán por los monarcas. En los desfiles de la victoria, nada será más abucheado y vilipendiado que un rey enemigo cautivo, pero también, la insinuación de que un determinado cargo público pretendía convertirse en rey bastaba para desencadenar su caída en desgracia. Así, de aquel tiempo llegarán las Doce Tablas como germen del derecho romano, o las iniciales conquistas de los pueblos limítrofes en campañas que, más bien, pueden considerarse como meras partidas de lucha y rapiña.

Pero si los habitantes de Roma no eran puros ni venerables, tampoco lo era su monarquía que se entremezclaba con ramas de otros pueblos, como los Tarquinos, de posible origen etrusco, lo que puede dar a entender que el poder creciente de Roma no era sino fruto de su política de alianzas o, incluso, que resultó de una reelaboración posterior y que, durante mucho tiempo, Roma fue conquistada por otros pueblos, hecho que quedó sepultado bajo diversas leyendas y mitos difíciles de discernir.

Toda esta herencia llevará a los romanos a crear su República, un régimen peculiar en el que no se puede hablar de democracia en un sentido similar al de algunas ciudades griegas de siglos anteriores, pero en el que había un notable juego de pesos y contrapoderes que garantizaban un equilibrio que sirvió para fundamentar la importancia de Roma en toda Italia y sentó las bases de su configuración como poder que aspiraba al dominio universal.

El sistema de elecciones no estaba exento de violencia, engaños y presiones. La distribución en tribus permitía que los ciudadanos de mayor peso económico o con mayor relevancia y prestigio gozaran de una sobrerrepresentación. Sin embargo, como en las campañas electorales actuales, pese a que los más pudientes podían bastarse a sí mismos para lograr el control de los principales cargos, siempre se trataba de lograr el voto popular. Se hacían gestos que terminarían por dar forma a la política del  pan y circo y que legará a Roma un espléndido patrimonio de teatros, baños, mercados, circos, anfiteatros, templos y otra infinidad de construcciones públicas que no pretendían otra cosa que ganar el aplauso de unos votantes dispuestos a dejarse engañar.

Una sociedad expansiva como la romana, con una larga tradición de violencia, rapto y robo, y unas necesidades financieras que su sistema de gobierno exacerbaba como hemos visto, vivía entre dos fuerzas que la impulsaban y dividían. De una parte, quienes querían preservar los privilegios de los ciudadanos, la reserva de los cargos públicos y las riquezas que las conquistas traían. De otra, quienes comprendían que la expansión no podía hacerse sobre la base de multitud de pueblos sometidos, superiores en número y capaces de volver a llevar a Roma a la ocupación y destrucción del año 390 a.C., otra fecha clave en el imaginario colectivo romano.    

La conocida como guerra social, representa el enfrentamiento entre las ciudades itálicas que, pese a haber contribuido a la expansión de Roma con sus tropas y suministros, no gozaban de los beneficios de la ciudadanía romana. El conflicto fue ganado por la República pero desangró la península y también las entrañas de Roma y concluyó concediéndose la ciudadanía a los derrotados. Desde ese momento, infinidad de ciudadanos adquirían el derecho de voto que, sin embargo, al poder realizarse tan solo presencialmente en la capital, quedaba reducido a un mero formalismo solo al alcance de los más ricos. Por contra, el sometimiento a los impuestos y a las leyes romanas se extendieron como un símbolo más del poder de la República.

Las victorias en Hispania, Cartago, Grecia, África, Asia Menor, la Galia, garantizaban riqueza, infinidad de puestos públicos para una clase funcionarial creciente, un ejército poderoso que contaba con innumerables ventajas y frecuentes repartos de tierras de las zonas conquistadas. Pero el brillo no ocultaba las continuas tensiones internas de Roma, sus conflictos sempiternos entre los acaudalados y quienes aspiraban a cierta movilidad social, quienes recurrían a la violencia civil al no lograr por otras vías sus objetivos o quienes se apoyaban en sus cargos para ganar poder y riqueza cayendo en el soborno o el asesinato político.

Y en todos estos conflictos, como un eco del pasado, cada parte vindicaba para sí los valores de una República, una austeridad y un virtuosismo que formaba parte de ese imaginario colectivo en torno al cual se pueden unir las más diversas clases sociales al margen de sus propios intereses. Pero lo que, en gran medida, determinaba estos conflictos era la contradicción entre unas instituciones pensadas para gobernar poco más que una gran ciudad, aplicadas al gobierno de gran parte de lo que era el mundo conocido. A esta crisis política trató de dar respuesta sin éxito Julio César, pero sería su hijo, Augusto, el llamado a abrir un nuevo periodo en la historia de Roma.

La llegada del Imperio no fue un tránsito sencillo como podría creerse. El rechazo a la acumulación de poder de los reyes dificultaba la posibilidad de aceptación del poder del emperador. Por ello, Augusto se envolvió en las formas de la República conservando el poder del Senado, si bien, favoreciendo a sus partidarios. Mantuvo los antiguos cargos y se convirtió en cónsul casi perpetuo haciendo creer que su gobierno era el de la vieja tradición romana. Al tiempo, mezcló religión y Estado asumiendo diversas funciones sacerdotales y supo hacer un uso intensivo de la publicidad para adornar sus logros y ocultar sus desaciertos.   

Consolidó la política de obras públicas como medio de granjearse el apoyo del pueblo y garantizó pensiones para los soldados de las legiones, únicos ciudadanos que podían aspirar a algo semejante a nuestro retiro actual. Supo crear un relato de su propio ascenso al poder adecuado a la imagen que quería trasladar y alejado de la realidad, que no era otra que la de haber salido vencedor de una cruenta guerra civil tras la que se desató una importante represión. Pero la publicidad sabía hacer su juego: las columnas conmemorativas atribuían a Augusto todas las conquistas y méritos de Roma como si fueran fruto único de su mano, la presencia de su faz en todas las monedas acuñadas en Roma o su afán porque cada pequeño rincón del Imperio gozara de una estatua suya que ofreciera un cierto parecido con el original, no como hasta la fecha, gracias a la distribución de copias para su reproducción a nivel local, todo ello, en un claro intento de consagrar una imagen omnipresente como el padre de la patria de las dictaduras modernas.

Estos cambios alejaban a Roma de su tradición política, si bien, se conservó la imaginería republicana y sus instituciones, ya vacías de contenido, en un delicado equilibrio en el que sus sucesores no siempre se supieron manejar con idéntica habilidad. Porque los pensadores romanos no se dejaban engañar fácilmente, se atrevieran o no a manifestarlo de manera expresa. Así, en ocasiones se recurría a reescribir el pasado adulterando levemente algunos pasajes de la historia que permitían criticar el presente mediante hechos interpuestos.

Pero este gran imperio contaba con dos graves problemas, en el fondo similares a los de la República. En primer lugar, sus instituciones políticas no parecían capaces de dar respuesta a las exigencias de un territorio tan colosal. La fuerza de las legiones fue creciendo como un factor político determinante, al tiempo que las distancias hacían de los jefes locales autoridades casi independientes, presas en ocasiones de la tentación de una emancipación. Si bien, Mary Beard señala la fortaleza de la administración romana que pudo gestionar al margen del caos político todas las cuestiones fundamentales, lo cierto es que la inestabilidad política, las intrigas en que pronto degeneró la sucesión de los césares, todo ello lastró de manera decisiva la evolución del Imperio.

 

 


En segundo lugar, el tema de la conveniencia de aunar esfuerzos de todos los habitantes del Imperio a la hora de contribuir a la causa común. Por ello, ¿no era mas sensato poder elegir un digno emperador de entre todos los ciudadanos del Imperio que tan solo entre los miembros destacados de una familia?. Igual que ocurría en tiempos de la República, la tensión entre los privilegios de los ciudadanos romanos y el resto de los habitantes del Imperio traería consigo una importante lucha y notables controversias. Los emperadores originarios de regiones remotas del Imperio trajeron nuevos aires y modos a la capital, también nuevos desafíos en un contexto en el que toda la riqueza estaba precisamente en los territorios ocupados, quedando Roma reducida a un sumidero de ociosos, hambrientos y oportunistas que consumían gran parte de los ingresos fiscales sin mayor aportación de valor.

Precisamente, este tránsito de riqueza generó importantes oportunidades para el tráfico de influencias y la corrupción. El poder del soberano podía quedar aplastado por una mera revuelta de su guardia pretoriana, dispuesta a nombrar a su propio candidato. En el año 212 d.C. Caracalla concedió a todos los habitantes libres del Imperio la ciudadanía romana más por una necesidad de aumentar la base impositiva que por otros motivos más éticos o de justicia. Pero como muy bien señala Mary Beard, concedida aquélla, perdía todo su valor. Si todos eran ciudadanos romanos y todos eran juzgados por unas mismas leyes y gozaban de los mismos privilegios y cargas, ¿qué sentido tenía la idea de Imperio? ¿Qué papel quedaba para ese imaginario colectivo que había sido hasta entonces la ciudadanía, la propia idea de Roma? Es aquí donde la autora pone fin a su relato, advirtiendo de que lo que transcurre hasta la caída definitiva del Imperio de Occidente será otra nueva fase marcada por una nueva dicotomía, ya no los ciudadanos del Imperio frente a los ciudadanos romanos, sino la de estos frente a los pueblos que venían a establecerse en los márgenes del Imperio y que terminarían por integrarse en sus propias estructuras en algunos casos, o a desmoronarlo en otros.

La autora reflexiona sobre la conveniencia del estudio de la antigua Roma, asegurando que no es cierto que se deba estudiar porque nuestros tiempos puedan extraer provechosas enseñanzas de aquel pasado. Poco o nada podemos aprender de la crueldad de César en la conquista de la Galia o de los esfuerzos por mantener al pueblo unido en torno a unos ideales de virtud desacompasados de la realidad. Sin embargo, Mary Beard sostiene que sí se puede establecer un diálogo profundo con los romanos, su literatura y su pensamiento que nos permita entendernos mejor. Nuestra esencia es en gran medida romana gracias a su influjo directo, al peso que desde el Renacimiento ha tenido todo el tiempo clásico y al modo en que hemos incorporado su esencia a nuestro quehacer diario.

Si bien sus soluciones no pueden ser las nuestras, lo cierto es que seguimos dando vueltas a cuestiones muy similares. Como ellos, creemos en mitos fundacionales tal vez no menos fantasiosos que la loba capitolina o el rapto de las Sabinas. También como los romanos, nos acogemos a costumbres que sabemos que rememoran hechos falsos pero que dan sentido a nuestra sociedad. El día de Acción de Gracias, la propia Navidad, la idea de progreso, los eslóganes sobre nadie quedándose atrás, la falsa igualdad ante la Ley, tantas y tantas ideas que no resisten la prueba de la realidad pero que abrazamos como ciertas. Y para muchas de ellas seguimos empleando las mismas argumentaciones que los romanos. Alegamos supuestas virtudes cívicas, exigimos apariencia de moralidad a nuestros políticos, también a sus esposas o esposos. Nos planteamos la ciudadanía o la residencia legal de aquellos que llegan a nuestras costas de promisión y debatimos contra quienes no opinan como nosotros, quienes sostienen que esa extensión de nuestros privilegios no son sino una forma de decadencia y descomposición.

Como los romanos, compartimos muchas ideas con nuestros conciudadanos pero no tenemos una única forma de ver el mundo y por ello entramos en conflictos en una dialéctica que reproduce la de Catilina y Cicerón, la de Virgilio y Juvenal, la de todos los que nos precedieron.

Mary Beard consigue que un libro extenso se haga breve. Que apene llegar a su fin. Que se puedan extraer tantas enseñanzas, ideas y reflexiones que no se alcance a dar cuenta de ellas en estas líneas. Porque no solo aporta un relato histórico al uso, sabiendo dar peso a las anécdotas individuales sin perder el rigor o la visión general del periodo, sino que sabe aportar paralelismos con nuestro tiempo. Y por encima de todo, sabe presentarnos a unos romanos muy reales. Unos hombres tan alejados en el tiempo y en nuestra concepción del mundo, de los dioses, de la trascendencia pero tan cercanos en otras cuestiones tan terrenales como el poder, la desigualdad de clase, admitiendo lo anacrónico de este concepto aplicado en este contexto o la adecuación de las estructuras políticas a los tiempos. Este libro es toda una sorpresa y una primera lectura de otras que, sin duda, le seguirán.

 

 

12 de septiembre de 2006

Allegro ma non troppo (Carlo M. Cipolla)


El siglo XIX vio la consolidación de las ciencias y, por extensión, del método científico. El prestigio del mismo, y la creencia de que permitiría el rápido desentrañamiento de los misterios de la Naturaleza, acabó por empujar a otros campos del saber a buscar una Verdad positiva e indubitada al tiempo que pretendían parte del prestigio que rodeaba a las ciencias exactas.
De esta manera nacen las Ciencias Humanas, resultado de la aplicación de métodos, terminologías, categorías, etc., tomadas de prestado en otros ámbitos. La Economía se poblaría de ecuaciones buscando reflejar así las pautas de la conducta humana, el Derecho se descompondría en categorías abstractas sobre las que se elaborarían muchas de las codificaciones de finales del siglo XIX, la Historia aplicaría métodos inductivos y así en un largo etcétera, se cimentaría este "pseudocientifismo" que, junto a numerosos e indudables logros, trajo consigo algunos problemas derivados de la aplicación de los métodos de las Ciencias a un objeto de estudio no tan propicio.

De estos excesos, toma el ilustre historiador y economista italiano Carlo M. Cipolla, sus argumentos para sostener tesis totalmente descabelladas pero perfectamente justificadas mediante análisis lógicos y coherentes en sí mismos.

Se recopilan en este breve libro dos "ensayos" publicados previamente a modo de folletos para consumo de amigos del autor, en los que da muestras de que su rigor académico puede igualmente, aplicarse a otros campos menos convencionales.

El primer ensayo hace de la pimienta el motor de la historia de la Humanidad, desde los egipcios hasta edades recientes. Los vaivenes en el comercio de la pimienta justifican las crisis demográficas, las Cruzadas y otros acontecimientos tradicional y erróneamente atribuidos a otras causas.

En este caso, se aplica a la Historia el método ya defendido por diferentes escuelas, según el cuál se parte de una hipótesis de trabajo y, a continuación se buscan los argumentos que justifican dicha hipótesis. Si dichos argumentos logran contrastar la hipótesis, ésta se tendrá por verdadera. Para no estropear la lectura, no desentrañaremos los argumentos esgrimidos por Cipolla.

El segundo ensayo utiliza las herramientas empleadas habitualmente en el campo de la Economía, tomadas prestadas de las Matemáticas, para demostrar que el número de estúpidos, tal y como señalaba ya la Biblia, es incalculable y que los estúpidos están más cerca de nosotros de lo que creemos. De manera amena, y convincente, el autor hace una demostración gráfica de una serie de leyes fundamentales de la estupidez humana tales como:

“Siempre e inevitablemente todos subestiman el número de individuos estúpidos en circulación”

“La probabilidad de que cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra características de esa persona”

“El estúpido es más peligroso que el bandido”

Si bien es cierto que la extraordinaria ironía desplegada permite terminar la lectura con una sonrisa, queda un toque de amargor: si las conclusiones no fueran tan claramente un despropósito, ¿habríamos sido capaces de advertir la línea entre el fraude y la certeza? ¿Habremos dado por válidas verdades con argumentos tan peregrinos (y falsos) como los utilizados por Cipolla?