9 de marzo de 2013

¿Ha muerto Shakespeare? (Mark Twain)



Mark Twain publicó en 1909 un pequeño ensayo bajo el irónico título Is Shakespeare Dead? en el que plasmaba su relación personal con la obra del dramaturgo y el amor que sentía por ella. El libro, sin embargo, es más conocido por su segunda parte, en la que resume las objeciones a que el inmenso talento tras las obras de Shakespeare sea el del propio Shakespeare, postulando la teoría, muy en boga en la época, de que el verdadero autor de las mismas era Francis Bacon.
El descrédito de esta obra menor no se debe tanto a la falta de argumentos que justifiquen su teoría, sino a que una gran parte del texto fue transcrito literalmente del ensayo de otro autor, George Greenwood, sin que Twain hiciera mención expresa a la fuente. No deja de ser irónico que quien trataba de explicar que los versos de Shakespeare no fueron escritos por él, se valiera de palabras que tampoco fueron escritas por él.

Fuera recurso de autor maduro o error del impresor que omitió la oportuna nota a pie de página, como alegó el propio Mark Twain, lo cierto es que el libro es una excelente prueba de la fuerza de una obra que, quien quiera que fuese su autor, ha conmovido y lo seguirá haciendo a todos los que se acerquen a ella.


Mark Twain
Pero acompañemos al joven Mark Twain en su viaje surcando el Misisipi y tomando su primer conocimiento de Otelo o El Sueño de una noche de verano. Fue el capitán del Pennsylvania, George Ealer, quien le contagió su afición al leer en alta voz las obras de Shakespeare con tal esmero y pasión que lograba convertir en estampas vivas lo que solo eran diálogos en papel. Hasta tal punto leía con vehemencia y exaltación que añadía sus propios comentarios al hilo de lo leído de modo que, hasta el día de su muerte, Twain seguía confundiendo las partes originales de lo que no eran sino anotación y comentarios de su patrón.

Ealer era un convencido defensor de la tesis, tan poco atractiva como evidente, de que Shakespeare era el verdadero y único autor de la obra de Shakespeare. Sus furibundos ataques contra todas las infinitas teorías que atribuían la autoría a cualquier otro candidato terminaban por convertirse en un soliloquio que aburría al joven Twain.


Éste, convencido de la razón de su patrón, pero deseoso de excitar su ánimo y alargar las veladas, dio en defender sin mucho entusiasmo cualquier candidatura sobrevenida. Finalmente, y como suelo ocurrir, tanto argumentó en defensa de la tesis baconiana que terminó por convencerse a sí mismo.


El resto del ensayo está dedicado a desgranar lo que denomina los “debería”, “podría”, “cabría pensar que” y “asumiendo que” necesarios para completar una biografía mínima de Shakespeare y que evidencian la imposibilidad de atribuir a éste el mérito literario que se le atribuye. 


Shakespeare


Y es que la vida de este genio de la Literatura ofrece pocas certezas a las que aferrarse. Según la lista del propio Twain (ligeramente acrecentada con el transcurso de los años, pero parca en extremo en todo caso) se ciñe a hechos de los que dan fe documentos oficiales como su licencia matrimonial, unos cuantos juicios menores, su papel de actor, algunas compras de terrenos en su Stratford-upon-Avon, su retirada temprana y su discreta vida hasta su muerte negociando préstamos, haciendo negocios (al parecer, una actividad poco lustrosa para un poeta de su talla) y redactando finalmente un ominoso testamento en el que no se cita su obra o sus manuscritos y, donde a pesar de ser tan puntilloso como para dejar a su mujer expresamente su “segunda mejor cama”, no se reparten libros, una posesión muy preciada en la época y que Shakespeare debiera poseer en abundancia. Según la ironía de Twain, si Shakespeare hubiera tenido un perro, lo habríamos sabido porque lo habría citado en su testamento, pero no dejó referencia alguna a su autoría poética.

Esta cortedad de hechos empujó a numerosos hagiógrafos a rellenar estos vacíos con multitud de “deberías”, “podría”, etc., etc. Los libros se llenaron de anécdotas inverosímiles, como la del joven Shakespeare trabajando de aprendiz de un carnicero, degollando terneros mientras atendía a los clientes en verso, tratando así de justificar un talento natural. También se nos describe, a gusto de cada biógrafo, a un Shakespeare que ingresa en la Armada, o que lucha en Flandes o en Italia, que se convierte en ayudante en un despacho de abogados o que estudia a los clásicos por las noches mientras actúa por el día (o viceversa).


Los enciclopédicos conocimientos que se atribuyen a su obra son uno de los mayores escollos para que Twain conceda al Shakespeare histórico la autoría de su repertorio teatral y poético. En particular, señala que si sólo pudiera exponer un único argumento que demostrase la imposibilidad de que el esquivo Shakespeare fuera el autor de Hamlet, le bastaría el de los conocimientos jurídicos que evidencian sus textos. Según el juicio de notables jurisprudentes del siglo XVII y XIX, la cultura jurídica que destilan las obras de Shakespeare solo puede atribuirse a un jurista de reconocido prestigio.


Es por ello necesario volver los ojos hacia una figura que sí pueda acreditar todo el conocimiento que se presupone al verdadero autor de Macbeth o los Sonetos. Y Twain tiene su candidato, siguiendo la teoría popular en la época: Francis Bacon. Resulta ciertamente sorprendente que la primera referencia a esta teoría parta de Delia Bacon, supuesta descendiente de Bacon y algo inestable emocional e intelectualmente.


Como uno puede imaginar de lo dicho hasta el momento, no resulta difícil cuestionar cualquier biografía del Shakespeare de Stratford-upon-Avon ante la ausencia de certezas y el horror vacui de todo biógrafo. Lo que resulta más dudoso es dar el salto y atribuir las obras a otro personaje histórico de reconocido renombre y una biografía completa, desde su nacimiento aristocrático, hasta su fallecimiento. Aunque las obras de Shakespeare acreditasen un buen conocimiento jurídico, sin duda, Bacon no era el único que lo poseía. El hecho de que despreciase en sus escritos el teatro no parece desalentar esta teoría ya que es una treta para disimular, y así hasta el infinito. 


Francis Bacon

En definitiva, Twain sustituye unos “debería”, “podría”, “cabría suponer que” por otros no menos inquietantes a los que hay que sumar una larga lista de interrogantes, ¿por qué no ha aparecido ningún documento que pueda hacer sospechar quién el verdadero autor?¿Por qué todas estas teorías surgen más de dos siglos después de la muerte de Shakespeare? En la época isabelina nadie dudaba de quién era el verdadero autor, habiendo varios documentos que le reconocen como tal. Tampoco aclara Twain qué perseguía Bacon al ocultar su nombre y cómo pudo dedicarse a la creación de este enorme catálogo de obras inmortales sin perder impulso para el resto de su obras filosóficas y jurídicas. Tampoco aclara cómo pudo emplear determinadas palabras y giros en las obras de teatro y no hacerlo en el resto de sus textos o cómo pudo emplear localismos propios de un granjero de Stratford-upon-Avon.

Quizá el gran error de Twain, de tantos otros, es creer que una obra genial como la de Shakespeare exige una biografía a su altura y le repugne ver a un hombre común sujeto a preocupaciones vulgares. Por fortuna, en nuestros tiempos tenemos por bien sabido que no importa lo gris o mediocre que pueda parece una vida para que su obra alcance un vuelo y una altura que la sobrepase. Disfrutar de ella y olvidar al autor siempre será un buen consejo para no perder el norte como le ocurrió al, por otro lado, inolvidable e insuperable Mark Twain.

3 de marzo de 2013

Hamlet (Shakespeare)



Si abordásemos sorpresivamente a un transeúnte para pedirle que nos cite un par de versos de Lope de Vega o Tirso de Molina nos miraría con suspicacia, no tanto por lo extravagante de la petición, sino por lo remoto del recuerdo que tratan de rescatar, probablemente de los años escolares. Pero si seguidamente rebajásemos nuestra pretensión a una cita de Shakespeare veríamos un gesto de alivio ante lo liviana que deviene la cuestión: “ser o no ser, ésa es la cuestión”.

Claro es que para dejar marchar en paz a nuestro voluntarioso conciudadano no le habremos de pedir que continúe el devenir del pensamiento del príncipe Hamlet pues a tan solo estas ocho palabras limitamos nuestro conocimiento al respecto. Por ello es oportuno en este punto, tal vez, recordar parte del parlamento del príncipe atribulado por sus dudas y así poder abordar algunos aspectos de esta obra que me han llamado la atención en una reciente lectura.

Recordemos primeramente que Hamlet acaba de conocer que su padre, rey de Dinamarca, ha sido asesinado por su hermano para así ocupar el trono y que su madre ha aceptado los hechos uniéndose en matrimonio al nuevo monarca validando unas relaciones adúlteras previas. Para dar mayor dramatismo a la historia, la revelación le llega a través del espectro de su padre, incapaz de hallar el descanso eterno por la magnitud de la traición. Pasemos sin pausa al famoso monólogo. La traducción corre a cargo de otro ilustre dramaturgo, Leandro Fernández de Moratín.

Ser o no ser, ésa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

Hamlet encara la disyuntiva entre el actuar, afrontar peligros desconocidos (vengar la muerta de su padre, tal vez) y el sufrir los embates de la vida con cobardía, sobrellevando el peso del dolor y la infamia, la vejez y el desprecio.

El autor
Una salida fácil parece ofrecérsele a través del suicidio pero la incógnita del más allá, la mera posibilidad de que la muerte no implique el cese del dolor, que se trate tan solo de un sueño, basta para desechar incluso esta última opción.

Y es esta duda, este temor a toda acción, cualquiera que sea, lo que lleva a una parálisis igual de intolerable e insoportable pero que explica el porqué los hombres arrastran su pesar por este mundo doloroso, según concluye Hamlet.

Destaca que en un texto de la época, finales del siglo XVI o comienzos del XVII, en función del datador que consultemos, plantee de una manera tan cruda este razonamiento. Finalmente, la única razón por la que vivimos como vivimos es nuestra incapacidad de poner fin a nuestras vidas. Sorprende que no haya referencias de tipo moral que justifiquen la opción por la vida, lo que muestra la valentía de Shakespeare al escapar del discurso previsible llevando su obra a un nivel que le hace conservar su capacidad de interrogarnos pasados cuatrocientos años.

Pero, ¿realmente Shakespeare creía en estas palabras? Hamlet aparece por primera vez en la literatura en una colección de leyendas danesas de la Baja Edad Media y llega a Inglaterra a través de una traducción francesa que probablemente se populariza gracias a alguna versión teatral que Shakespeare pudo tomar como base para su texto. Hay quien sostiene que lo que llevo al autor a fijarse en ese personaje bañado en la duda fue la muerte de su único hijo varón, Hamnet, a los once años.

Sea o no cierto, este hecho sí ayuda a ilustrar ese pesimismo de Hamlet, nombre tan parecido, queramos o no, al de su hijo y que tantos recuerdos tuvo que despertarle mientras escribía. ¿Se puede soportar la muerte de un hijo? ¿Cabe otra cosa que morir en la indiferencia y en el dejarse llevar?¿Se puede ver futuro más allá? Lo cierto es que Shakespeare pudo haber sublimado ese dolor a través de la escritura exponiendo al mundo su dolor y sus dudas. Todos somos o podemos llegar a ser Hamlet en algún momento de nuestras vidas.

To Be Or Not To Be - Ernst Lubitsch

Pero lo cierto es que Hamlet no logra encontrar alivio con sus soliloquios. Juega con la locura, tal vez hoy lo llamásemos depresión, procurando un consuelo, un aislarse del mundo que tanto dolor le trae, evitando a sus congéneres en quienes ya no puede confiar al ver sólo traición y falsedad a su alrededor. Pero ese juego se torna peligroso y le aleja de aquellos pocos que aún le aman. Y de tanto jugar, probablemente cae en una locura real.

La popularidad de la obra en la época fue grande, si bien lo que los londinenses pudieron ver representado debía, por fuerza, ser una versión reducida del clásico dado que la versión escrita que hoy manejamos, publicada en el First Folio, requiere un tiempo de lectura de unas cinco horas siendo el caso más claro en toda la obra de Shakespeare de un texto escrito para ser leído y, por ello, es uno de los más complejos y profundos de su repertorio en el que pudo explayarse sin miedo a que las sutilezas de sus personajes pasaran inadvertidas durante la representación.

Otro importante punto de esta obra es el modo en que Hamlet pretende desenmascarar a su tío y a su madre, a través de la representación de una antigua obra por parte de una compañía de actores que conoce de antaño y que casualmente se encuentra en la capital.

El teatro dentro del teatro es un recurso habitual en tiempos más recientes, no así en la época de Shakespeare en cuyas manos este adquiere todo su sentido. El espectador asiste a la representación de Hamlet en la que, al tiempo, se representa otra obra en la que un rey es asesinado por traición y que, por tanto, remite nuevamente a Hamlet, así hasta el infinito atrapando al espectador en un bucle eterno.

Eternos son los personajes, eternos los diálogos y eternos los temas que Shakespeare aborda en esta obra. Para un lector de nuestro tiempo aún tiene sentido adentrarse en la compleja trama de venganzas, locura y duda que despliega Hamlet. No se trata tan solo de que disfrutemos siguiendo las mismas, sorprendiéndonos de la audacia de su autor. Se trata de dejarnos interrogar por Hamlet, averiguar el grado real de su locura y su fingimiento ya que al igual que él se vale de una representación para desvelar la traición de su tío, Shakespeare se sirve de Hamlet para desvelarnos interrogantes que, de otro modo, permanecerían ocultos. Que hallemos o no respuestas queda en nuestra mano.

24 de febrero de 2013

Shakespeare (Bill Bryson)



Shakespeare es un personaje que se resiste a cualquier tipo de simplificación. Comenzando por su imagen física, todo un misterio ya que no hay ningún retrato del que podamos asegurar sin temor a error que guarde parecido con el personaje histórico retratado. De hecho, el que se considera más próximo a la realidad, el conocido como retrato Chandos, y del que ni siquiera tenemos certeza de su autor, nos ofrece una imagen algo extravagante de un Shakespeare con pendiente, más moreno de piel que lo esperado y una melena algo desbocada, todo ello más propio de un compañero de correrías de Sir Francis Drake que de un poeta venerado e inmortal.


Tampoco el nombre del autor está a salvo de polémicas. Shakespeare mostró cierta renuencia a firmar dos veces consecutivas con el mismo nombre, y otro tanto hicieron sus contemporáneos. Shakespeare, pero también Shakspere, Shakspeare, Shakespere, Shakespear, Shackspeare, Shakspere por poner solo algunos ejemplos. Hasta hoy, el prestigioso Oxford English Dictionary mantiene su entrada referida al ilustre dramaturgo bajo el nombre de Shakspere.


Como ya vimos, las incertidumbres entre las que se mueve la biografía de Shakespeare abrieron la puerta a la especulación, la fábula y el pábulo. Pero los tiempos han cambiado. Nuestro empirismo lleva a no admitir elucubraciones con la alegría de otros tiempos, por lo que durante el siglo XX una caterva de investigadores se abalanzaron sobre todo tipo de archivos y registros de la época isabelina con el fin de echarle el lazo al escurridizo Shakespeare.


Al tiempo, nuestro conocimiento sobre la época ha mejorado notablemente, ayudándonos a deshacer múltiples equívocos y, sin llegar a desentrañar todos los misterios, sí se ha logrado reducir el número de “deberías”, “habría que suponer”, etc. a que hacía mención Mark Twain.




Retrato Chandos

 
Bill Bryson, periodista y autor de innumerables libros de viajes, históricos y de divulgación científica, pretende en esta obra recopilar de manera amena una serie de certezas sobre la vida de Shakespeare y dibujar un contexto histórico en el que encuadrar y mejor entender tanto su obra como su vida.


Sirviendo a este fin, dirige parte de sus esfuerzos a desmontar algunos de los mitos más frecuentes sobre la vida de Shakespeare. Por ejemplo, nos aclara que la mención en su testamento a que dejaba para su mujer su “segunda mejor cama” no era sino una cláusula que podría significar que le cedía el lecho conyugal ya que la “mejor cama” era usualmente la reservada a las visitas y, por tanto, la que se legaba al primogénito. Que esta cama sea la única mención en los legados testamentarios a su viuda tampoco implica necesariamente desprecio ya que, como viuda, era destinataria de su correspondiente legítima.

Igualmente, la falta de mención a libros o manuscritos en el testamento era algo frecuente en las últimas voluntades de otros literatos de la época ya que estos preciados bienes se repartían extratestamentariamente, muy posiblemente para evitar pagos de impuestos o para destinarlos a colegas del gremio que podrían obtener mejor provecho de ellos que los herederos legítimos.


Bryson también presta especial interés a la variedad de las firmas de Shakespeare para aclararnos que era muy habitual en la época que los nombres, de hecho prácticamente todas las palabras, fueran escritos de muy diversas maneras ya que la época isabelina es el punto de inflexión entre el inglés antiguo y el moderno por lo que convivían muchas y diversas grafías, pudiendo emplearse indistintamente por la misma persona en función de sus preferencias o de las necesidades de un texto concreto.


Pero donde mejor destaca el talento de Bryson es a la hora de describir el contexto histórico de la época isabelina. Su vívido retrato de la vida teatral del Londres de finales del siglo XVI es el contrapunto perfecto a la pretendida seriedad y formalidad del Shakespeare canónico. En aquellos años la escena teatral inglesa experimentó un tremendo auge con gran profusión de compañías, nuevos teatros y estrenos continuos de obras que apenas duraban en cartel unas pocas representaciones. El mundillo teatral, como por otro lado ha ocurrido casi siempre, se movía en las lindes de la buena sociedad. Los teatros se instalaban fuera de la muralla de la ciudad y los actores y autores no desdeñaban las pendencias, muy conocido en este sentido es el caso de Christopher Marlowe quien acabó sus días sin llegar a cumplir treinta años por culpa de una reyerta tabernaria

De la mayoría de las obras estrenadas no tenemos conocimiento. De otras muchas tan solo podemos tener conocimiento por referencias y citas habiéndose perdido los textos. Tan solo se han conservado doscientas treinta obras de las que, según informa Bryson, el quince por ciento corresponden a Shakespeare. Por un lado se trata de una estupenda noticia ya que se han conservado la mayor parte de sus obras, pero por otro lado, la escasez de material con que confrontar los textos de nuestro autor impiden conocer cuánto debió a otros o cómo les influyó.

Bill Bryson

Bryson hace notar con un noto irónico que Shakespeare era un gran narrador de historias, siempre y cuando alguien la hubiera contado con anterioridad. Esto solo quiere decir que en aquella época, ajena a derechos de autor y similares artificios, las ideas expresadas en una obra eran tomadas libremente por otros autores para desarrollar y completar el argumento, rebatirlo o adaptarlo sin empacho alguno. Así, no es de extrañar que pocas obras de Shakespeare escapen a ese penoso delito actual que consiste en atribuirle múltiples fuentes, antecedentes y orígenes.

Pero no echemos las campanas al vuelo y proclamar que el mérito de Shakespeare se limitó a sacar partido del trabajo ajeno. Para empezar, en el ambiente germinal del Londres renacentista, Shakespeare se abre paso componiendo sus obras, actuando en ellas y en otras muchas, siendo copropietario de dos teatros y teniendo aún tiempo para sus pequeños negocios e inversiones que le aseguraran un retiro digno. Y todo ello parece que lo hizo con bastante buen tino.

Shakespeare ya era un autor célebre en su tiempo, objeto de algún elogio y de varios ataques virulentos de algún colega envidioso de su éxito y de los que se ha conservado noticia a través de diversos libelos. Algo debían tener sus palabras que atrajeran la atención de sus contemporáneos.

Y si de palabras se trata, nuestro dramaturgo se reveló como un verdadero revolucionario. Hay estudiosos para todo y alguno de ellos se ha tomado la molestia de contar todas las palabras que aparecen escritas por primera vez en lengua inglesa en obras de Shakespeare, hasta sumar la friolera de dos mil treinta y cinco palabras. Claro es que el hecho de que la primera referencia escrita de una palabra figure en un texto escrito no quiere decir que su autor sea al tiempo su creador.


Otro campo en el que la admiración está justificada es el de acuñar expresiones que han pervivido hasta el inglés de nuestros tiempos (“hacerse humo”, “llevar al huerto” o “ser un veleta” por citar algunos ejemplos traducidos).

En aquellos tiempos la lengua inglesa trataba de reivindicar su papel frente al latín, idioma empleado por los doctos y juristas. Los esfuerzos de hombres como Shakespeare consolidaron un idioma ayudándole a alcanzar su madurez. Bryson registra la clarificadora observación de Stanley Wells que señaló cómo la partida de nacimiento de Shakespeare fue escrita en latín, pero su partida de defunción se registró en inglés, todo un signo del cambio de los tiempos al que el poeta no fue ajeno.


Otro tema interesante planteado en este libro es la diferencia entre las obras representadas y las obras que ahora leemos. Hay casos patentes en que ambas no coinciden, como Hamlet, ya que la duración del texto escrito llevaría a una representación cercana a las cinco horas. Esto implica que Shakespeare se preocupó por desarrollar sus guiones teatrales con vistas a una lectura sosegada y ajena a su representación, permitiéndole dar una profundidad a sus diálogos que la escena no permitía. Esto le convierte, sin duda, en un autor adelantado varios siglos a su tiempo.

Edición del Primer Folio

Bryson nos detalla las diversas fuentes para el conocimiento de las obras de Shakespeare que abarca reproducciones poco fiables de los diálogos copiados por memoristas, otras más fiables, probablemente copia de libretos para actores y los textos que podemos tomar como más fiables, recogidos por compañeros de la compañía de Shakespeare pocos años después de su muerte. Del conjunto y encaje de todas ellos resulta el complicado (aunque ignorado por nosotros, apacibles lectores) fruto que manejamos como un texto acabado y canónico.


La ironía de Bryson da un repaso a las teorías que atribuyen a sus obras conocimientos enciclopédicos o dotes proféticas. Tal vez otorguemos carta de naturaleza a meras figuras poéticas y, en todo caso, quienes se sirven de estos supuestos conocimientos para denunciar al verdadero autor pasan por alto errores garrafales como hacer a los egipcios jugar al billar, a los romanos emplear relojes (no solares, por supuesto) o convertir a Milán o Verona en ciudades costeras de renombre pese a estar bien asentadas en el interior de la península itálica.


Este libro tampoco olvida un breve repaso a gran parte de las candidaturas presentadas para reivindicar al “verdadero” autor detrás de las obras de Shakespeare, rechazándolas por fantasiosas, improbables o, en algunos casos, totalmente imposibles.



En definitiva, Bryson nos presenta un Shakespeare carnal, con luces y sombras, humano hasta el punto de disgustar a quienes crean que su obra merece un mejor creador. No estamos ante un héroe, una personalidad histórica portentosa, consciente de su genialidad y preocupado por su paso a la posterioridad. Esta figura sólo llegará con el devenir de los siglos. Pero no podemos pasar por alto que sólo un Shakespeare humano pudo describir los padecimientos, la pasión, el dolor o la furia de modo que el espectador (el lector actual) fuera capaz de identificarse con ellos. No se ha visto que los dioses escriban para los hombres, ni los hombres para los dioses. Una lección más del bardo de Avon.



19 de enero de 2013

Al este de Occidente (Miroslav Penkov)


Miroslav Penkov supo sacar partido a sus clases de inglés coincidiendo con la caída del régimen comunista en Bulgaria y emigró a los Estados Unidos para estudiar Psicología aunque fue la literatura lo que realmente le atrapó gracias a un Máster de Escritura. Desde entonces, sus relatos han sido publicados en diversas revistas recibiendo críticas elogiosas y el prestigioso premio Eudora Welty.

Al este de Occidente es el inteligente título de su primer y único libro hasta la fecha que recoge diversas narraciones con un punto en común: la Bulgaria en el recuerdo de un joven expatriado. Ocho relatos que siguen un itinerario lógico desde el pasado remoto de su país, en los tiempos de lucha contra el Imperio Otomano, hasta la caída del gobierno de Todor Zhivkov y la posterior inestabilidad social de los años noventa.

La calidad de una obra literaria debe medirse al margen de las peripecias vitales de su autor lo que no obsta para que el conocimiento de ésta explique parte de lo escrito y ayude a su mejor comprensión. Y es que estos relatos tienen también un persuasivo enfoque personal que lleva a reflexionar sobre la emigración y los sentimientos de permanencia y pérdida.

Miroslav Penkov
Comprar a Lenin es la historia de un joven que se gana la enemistad de su abuelo desdeñando las Obras Completas de Lenin que éste le recomienda y dedicando su tiempo al estudio del inglés, el idioma maldito, la lengua del enemigo. Las relaciones se rompen formalmente cuando el joven decide viajar a los Estados Unidos a través de un programa de intercambio de estudiantes. Pero, al igual que no existen paraísos en la tierra, el país de las oportunidades no impide que germine el vacío en su vida y, sin saber exactamente el motivo, comienza a telefonear a su abuelo, primero para burlarse de él pero, en definitiva, porque necesita una conexión con su pasado remoto para entender qué espera de su nuevo hogar, de su vida.

Así tiene noticia de que su abuelo ha convertido a su pueblo en un museo sobre la vida bajo el comunismo recuperando viejos objetos, bustos de mártires de la patria y demás parafernalia que adquiere en mercadillos y de chatarreros ambulantes. Pasado y presente se dan la mano cuando recibe una momia embalsamada (y ciertamente fraudulenta) del mismísimo Lenin adquirida en una subasta de e-Bay por su nieto. Finalmente, hay un terreno de juego común para la reconciliación.


Pero, ¿qué habría sido de Penkov de no haber estudiado inglés y emigrado? Una posible visión de este futuro hipotético es Ladrones de cruces, la historia de un muchacho con una memoria a prueba de borrado pero que es incapaz de sacarla partido terminando por convertirse en un pequeño gamberro que roba cuando puede contra el telón de fondo de las manifestaciones populares en Sofía.

Una foto con Yuki refleja el contraste entre el mundo 2.0 de una pareja residente en los Estados Unidos, armados de sentimientos de paz y tecnología, que viaja a la casa paterna de él en Bulgaria para un tratamiento de fertilidad dados los problemas de Yuki, su pareja japonesa, para concebir. Allí descubrirán la cruda realidad de la muerte, una contrariedad a la que nuestro mundo hedonista no está acostumbrado y que nos enfrenta con un tiempo bárbaro en el que no creemos estar viviendo.

Esa ligazón con nuestro pasado es similar a la que sufre Narices, apodo del protagonista de Al este de Occidente, un joven enamorado de su prima, de nacionalidad serbia por una decisión política que separa un pueblo en dos, trazando la frontera sobre el río que lo atraviesa. El azar de la historia, el manejo de las lejanas esferas, separa a las familias en dos grupos, los salvados y los excluidos. Narices, conservará la llama de ese amor azuzado por diversos encuentros fugaces en la iglesia sumergida en el río y en las escasas celebraciones comunes que permiten las autoridades. Pero finalmente el pasado no nos hace inmunes ni nos redime. Narices vivirá el rechazo y deberá aprender a sobrellevarlo.

En Makedonija asistimos a una doble celebración, la del recuerdo y el olvido. En una residencia de ancianos, un hombre encuentra entre los objetos de su mujer, perdida en las brumas de la memoria por el Alzheimer, las cartas de amor que un guerrillero le escribía en los tiempos de la lucha por la independencia de Bulgaria antes de que ellos se conocieran. El anciano lee las cartas entre el dolor de haber vivido ignorante de la historia de amor de su mujer y el recuerdo de sus propias experiencias en aquellos duros tiempos. Es también una historia sobre el compromiso de unos y la lucha por la supervivencia de otros.

Guerra de liberación búlgara 1877-1878
Devshirmeh es otro relato en el que Penkov ha sabido inspirarse en su propia experiencia migratoria. Un joven búlgaro emigra a Nueva York con su esposa Maya y Elli, su hija recién nacida, para buscar un mejor futuro. Pero la relación se rompe cuando su mujer se enamora de un médico, también búlgaro, que le puede ofrecer la tan ansiada estabilidad en un país extranjero.

El divorcio convierte al protagonista en un despojo que sigue a su ex mujer hasta Texas sólo para poder seguir visitando a Elli y conservar la ilusión de que todo terminará por resolverse. Tan patético como el protagonista es John Martin que le ha alquilado una habitación y que es consciente de que el amor sólo tiene una oportunidad, según la tradición americana a que su nombre alude tan simbólicamente. Pero pese a su patetismo, el protagonista del relato retiene algo de dignidad en los momentos en los que narra a su hija las viejas historias búlgaras que él aprendió de sus padres y que le entroncan con una tradición y un sentido de la existencia del que carece John Smith.

Otros dos relatos completan el volumen iluminando otros aspectos de la historia búlgara, como la compleja convivencia entre religiones o la miseria que para muchos supuso la caída del comunismo y el modo en que se salía adelante.

Como se aprecia en estos relatos, la mirada de Penkov sabe unir dos mundos y confrontarlos para obtener lo mejor de ambos. Al igual que su escritura, que pese a tener notables influencias anglosajonas (no en vano el idioma original en que están todas ellas escritas es el inglés) ha sabido respetar un modo de narrar más próximo a la tradición oral y a las viejas narraciones que pudo conocer en su infancia y adolescencia búlgara.

También es admirable el modo en que un joven de apenas veintiocho años es capaz de escribir de manera tan equilibrada sobre cuestiones tan complejas sin que por ello el aspecto literario quede resentido, todo lo contrario. Es la evidencia de que para escribir no se precisa el acopio de experiencias sino que éstas pueden tener origen en las de una familia, un tiempo o un pueblo y que, bien armadas con la experiencia personal, se convierten en obras que trascienden sus propias circunstancias.

Éste es sin duda el caso de este volumen, alguna de cuyas narraciones ha recibido el reconocimiento público de autores tan notables como Salman Rushdie, otro escritor que conoce bien las implicaciones de abrazar una cultura cuando se proviene de otra y los peligros que acechan tras este choque.

Seix Barral ha publicado esta obra en España, con traducción del inglés a cargo de Daniel Gascón, quedando a la espera de próximos trabajos que confirmen la vitalidad creativa de su autor. 

7 de enero de 2013

De Prometeo a Frankenstein (VV.AA.)


De Prometeo a Frankenstein es el sugerente título bajo el que se presenta una colección de textos (compilados por Fernando Broncano y David Hernández) que recogen las ponencias presentadas por diversos académicos en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el pasado 2009, publicados recientemente por la editorial Evohé que ha tenido el acierto de recalar en este tema que, como veremos, justifica la atención de cualquier observador de nuestros días que no quiera perder de vista de dónde venimos y hacia dónde (creemos que) encaminamos nuestros pasos.

Comencemos resumiendo brevemente el mito de Prometeo como pórtico de entrada al contenido de este volumen tomando un poco de cada una de las variadas fuentes que sobre el mismo ha ofrecido la Antigüedad. Prometeo y su hermano, Epimeteo, reciben el encargo de repartir las virtudes y capacidades entre todos los seres vivos recién creados. Epimeteo asume el papel activo en el reparto y, dada su escasa inteligencia, inicia la tarea con tal alegría que deja al hombre en último lugar, agotada ya la lista de dones. Prometeo comprende la desgracia que su torpe hermano ha hecho recaer sobre el hombre, desnudo, sin fuerza para enfrentarse a animales feroces, sin habilidad para cazar animales que le alimenten, expuesto en definitiva a una naturaleza en cuyas manos perecerá sin remedio. Por ello, en un acto de rebeldía, roba el fuego de los dioses y lo entrega al hombre que, desde ese momento y gracias a este elemento, goza de una superioridad sobre el resto de animales que el tiempo se asegurará de consolidar. Este regalo de la técnica (prolongación de la habilidad más allá de nuestras habilidades originales) conforma la verdadera naturaleza del hombre, el ser vivo gracias a la técnica y fusionado con ella hasta el punto de ser indisociables.

Pero Prometeo también hace algo más, reparte sobre el humano aquellas escasas virtudes que su hermano olvidó: la justicia y la convivencia como herramientas que permiten la unión y la colaboración, el esfuerzo conjunto, la creación de la polis, como proyecto ideal de convivencia. Técnica y socialización son la base del futuro del hombre. La una apoyada en la otra han hecho de nuestra historia un fascinante viaje cuyo futuro es impredecible de puro sorprendente. De ahí la vigencia del mito de Prometeo como imagen de la modernidad, del progreso. 


También se relaciona a Prometeo con la creación del hombre en algunas otras versiones del mito. Prometeo habría creado al hombre y a la mujer a partir de barro, imagen que se repite en diversos mitos y religiones y que formará parte sustancial de la conexión entre el hombre y los dioses, hasta el punto de que pronto el “creado” querrá emular a su “creador” dando vida a seres a su imagen y semejanza. Este hombre que da vida a lo inanimado es una figura que se repite en todo tiempo y lugar, si bien no siempre con dignos resultados. El Golem de Praga duerme desde el siglo XVI en los desvanes de la Sinagoga Vieja para evitar su desmedido e incontrolado comportamiento. Frankenstein no es capaz de alcanzar las expectativas de su creador e incluso el Pinocho de Collodi tiene innumerables sombras.

Y es que, si durante un tiempo, la técnica y el progreso parecían fuerzas del progreso, sinónimo de la grandeza del hombre, el Romanticismo nos trae el presagio de que toda cara tiene su cruz y de que este progreso tiene su precio. El Frankenstein de Shelley es el ejemplo de que la sabiduría y el conocimiento del hombre no siempre llevan a felices resultados. La creación del doctor Frankenstein, lejos de ser el reflejo de la modernidad, del nuevo hombre al que su creador quiso dar vida, se convierte en un ser violento y destructor, el monstruo que rompe la sociedad y la convivencia con su violencia y el odio al hombre. La técnica se vuelve contra su creador (igual que el hombre al pecar se enfrenta a su dios) y manifiesta los riesgos que el orgullo desmedido acarrea. 


Claro que el progreso no siempre ha contado con devotos admiradores. Interesante es el texto dedicado al repaso de la visión que en El Quijote se ofrece de cualquier modernidad y técnica. El rechazo que el caballero andante siente por ellos es un triste presagio del atraso en el que pronto caeríamos y del que solo los más recientes años parecen habernos sacado ¿Reflejo de un sentir nacional en pleno siglo de Oro o mito al que un pueblo termina por amoldarse ante los desastres de su tiempo? Al hilo de esta reflexión algo más local también viene al caso el artículo sobre la obra de Calderón La estatua de Prometeo que describe las fuentes del conocimiento mítico al que podían acceder los ilustrados del Barroco español y el modo en que lo interpretaban.

Pero las evocaciones del mito de Prometeo como creador llevan a otras reflexiones sobre figuras que, en su ámbito, actúan como verdaderos “dioses-creadores”, cual es el caso del editor cinematográfico, quien decide qué se ve y desde qué perspectiva, en qué orden y, casi en gran medida, qué efecto tendrá su obra en el espectador. El arte se presta a dibujar este paralelismo entre el mito prometeico y el artista. Pero no sólo en cuanto creador sino en cuanto a la innovación que supone la técnica aplicada al arte en sus diversas disciplinas (especialmente la escultura) hasta poder llegar a hablar de un verdadero arte-robótico. 

Neil Harbisson, el primer ciborg
Otra de las ponencias nos ofrece un repaso de la cinematografía del mito de Prometeo, principalmente a través de la muy filmada epopeya de Frankenstein. En otras se discute sobre el mito de Prometeo desde la perspectiva femenina y la reinterpretación del mismo y sus variantes bajo esta nueva luz.

De Prometeo a Frankenstein es un libro cuya lectura se agota pronto (apenas 200 páginas) pero cuyo aliento va mucho más allá. En el apenas mes y medio transcurrido desde que lo leí, he tenido en numerosas ocasiones la oportunidad de comprobar la vigencia del mito en la televisión, la música y libros posteriores que he leído. Todo ello gracias a las perspectivas abiertas por estos ensayos. ¿Alguien le podría pedir mas a un libro?  



16 de diciembre de 2012

El contable hindú (David Leavitt)


El contable hindú es la historia de la relación entre G. H. Hardy, célebre matemático británico de la primera mitad del siglo XX y Ramanujan, un autodidacta que se reveló como una de las figuras más importantes de las matemáticas modernas.

Ramanujan era consciente de su talento, que atribuía a la inspiración de la diosa Namagiri, por lo que contactó con varios notables matemáticos de la metrópoli para que confirmasen si su obra merecía la atención del mundo académico. De todos ellos, sólo Hardy mostró interés por el joven indio gestionando su viaje al Trinity de Cambridge y dando así comienzo a una fructífera relación que traería consigo importantes avances en la teoría de los números.

David Leavitt escribe El contable hindú (publicada por Anagrama con traducción de Javier Lacruz) en tercera persona, si bien intercala en el desarrollo cronológico de la historia una conferencia imaginaria de Hardy, casi al final de su vida, en la Universidad de Harvard rememorando diversos episodios de la peculiar relación con su joven discípulo. Al combinar primera y tercera persona crea la impresión de que la voz narrativa es el propio Hardy, o al menos, que se expresa con su punto de vista desplazando así el centro de gravedad de Ramanujan (como haría pensar el título de la obra) a Hardy.



David Leavitt

Podríamos pensar que el matemático indio debiera ser por méritos propios la pieza sobre la que gira la historia, su verdadero protagonista. Sin embargo, ni la nota exótica de su piel oscura en los college de Cambridge, ni su falta de educación formal o su genialidad, bastan para restar fuerza a la personalidad del más oscuro y esquivo G. H. Hardy.

El afamado matemático británico es introvertido hasta extremos enfermizos; poco aficionado a las conveniencias sociales y a las relaciones mundanas que ve como simples estorbos y largos preámbulos para la consecución de sus fines. Frío y con pocas dotes para la conversación. A ello se suma una homosexualidad en ocasiones no totalmente admitida, más bien timorata y platónica que apenas logra conciliar con la realidad de su tiempo y que choca con el ambiente desinhibido de sus colegas del círculo de los Apóstoles de Cambridge. En suma, un personaje que uno tendría poco interés en conocer y, menos aún, en tratar.

Puestos sobre la mesa estos elementos parecería que las simpatías del lector debieran caer del lado de Ramanujan. Sin embargo, David Leavitt tuerce la simpatía natural del lector por el "contable hindú" introduciéndonos en la compleja psicología de Hardy, sus vericuetos y oscuridades, también algunas luces. 

Hardy


Comencemos. Hardy no es un valiente en el sentido convencional del término. Poco después de la llegada de Ramanujan a Inglaterra, estalla la Primera Guerra Mundial. Este acontecimiento supone un cambio radical en la vida del college. Muchos alumnos se alistan como voluntarios, algunos profesores les siguen, pero el círculo más elitista, con Bertrand Russell a la cabeza, aboga por el pacifismo y alcanzar un acuerdo con los alemanes que ponga fin a la guerra. Hardy simpatiza con esta facción y se une a diversas organizaciones pacifistas, ocupando incluso algún cargo destacado y asumiendo por ello un cierto riesgo laboral.

Pese a que por estar soltero es un candidato óptimo para el reclutamiento, se resiste por coherencia con sus altos ideales. Y sin embargo, según las fuentes a las que ha recurrido Leavitt, se postula secretamente como voluntario para el caso de que sea necesario ampliar el reclutamiento, tratando así de evitar la presión y el destino de algunos compañeros de Cambridge menos timoratos: el despido.

Las contradicciones se agolpan en su vida. Pese a sus nulas habilidades sociales, Hardy se labrará fama por sus trabajos en pareja (Hardy y Littlewood, Hardy y Ramanujan). No importa que muchos de los artículos fruto de estas colaboraciones se escriban por separado, compartiendo ideas mediante cartas (incluso con Littlewood, que vive a apenas unos pasos, en el propio Trinity). Lo cierto es que Hardy encuentra estímulo en este tipo de trabajos compartidos.

Más contradicciones. Su materialismo le convierte en un ateo puro desde su tierna infancia. Sólo admite lo que pueda ser demostrado, preferiblemente mediante métodos abstractos y matemáticos. Sin embargo, su complicada mente ha elaborado un sistema por el que, cuando desea fervientemente algo, reza para que se produzca el hecho contrario. Si quiere un día nublado para concentrarse adecuadamente en una demostración, pedirá a Dios un día de sol brillante, convencido de que Dios jamás le concederá lo que pide. Peor aún, conversa con el espíritu de su primer amante, Gaye, quien se suicidió por el rechazo de Hardy. Así, por lo menos nos lo describe Leavitt con el fin de resaltar su contradictoria personalidad. .

Ramanujan
¡Y vaya pareja! Un joven que atribuye su conocimiento a una diosa zoomorfa y que cree en la reencarnación y un matemático que se empeña en negar la existencia de Dios mientras le reza y conversa con muertos.

Y sin embargo, la relación funciona. El caótico e inventivo Ramanujan precisa de la formalidad y trabajo teórico de Hardy igual que éste necesita de las perspectivas heterodoxas de su discípulo. Tal vez estos hilos ocultos bajo las apariencias son los que tejen una relación muy especial que terminará por cambiar el carácter del propio Hardy.

Cuando Ramanujan enferme en 1916 será Hardy quien se preocupe por él y le haga regulares visitas, alejadas de sus intereses matemáticos más directos. También será Hardy quien apoye al joven en su idea de regresar a la India o quien se preocupe por sus estancias misteriosas en Londres.


Namagiri
La enfermedad de Ramanujan es otro misterio por aclarar. Cada médico tiene una opinión al respecto. Desde tuberculosis a alguna infección propia de la India, pero las molestias estomacales y sus fiebres nocturnas apenas le dejan espacio para el trabajo y su vida entra en el circuito de diversas casas de reposo, clínicas y médicos con terapias supuestamente milagrosas que tanto predicamento tenían en aquellos años.

Tal vez Ramanujan irritó a la diosa al cruzar el mar y alejarse de su templo para viajar a Inglaterra, tal y como sostiene su casta, o tal vez se trate tan solo de la adaptación al clima inglés y la dificultad para encontrar verduras frescas durante el periodo de guerra (Ramanujan es vegetariano estricto). Por otro lado, sus preocupaciones familiares crecen. Casado con una adolescente en un matrimonio concertado, deja a su esposa en manos de su madre. Poco después se entera de que la niña ha huido a casa de unos familiares escapando de la semiesclavitud en la que vivía.






Por otro lado, el joven ansía un rápido reconocimiento y estabilidad económica. El rechazo del claustro de Cambridge a admitirle como profesor la primera vez que es propuesto supone otro duro golpe.



Demasiada presión para un hombre impresionable como Ramanujan. La decisión de volver a la India temporalmente para recuperarse parece la más acertada. Allí morirá poco después, rodeado de la admiración y reconocimiento que no tuvo hasta que Hardy le sacó de aquel mismo país. 

Ramanujan junto a Hardy en Cambridge
El contable hindú está escrita con ese estilo minucioso y conciso, pero al tiempo ágil, que recuerda vagamente a Julian Barnes (quizá sean los ecos de Arthur & George, otra novela brillante sobre dos personajes opuestos, uno de ellos también de origen indio). Lo cierto es que la obra está plagada de imágenes y reflexiones que van construyendo una historia, la relación entre dos hombres muy diferentes, de manera verídica y brillante. Las sucesivas escenas sobre las que se articula la trama (Leavitt no se esfuerza por rellenar los espacios en blanco) siempre iluminan algún aspecto de las personalidades de ambos que dan sentido al conjunto.

El esfuerzo de documentación realizado por el autor merece un aplauso ya que no solo se centra en recrear la vida de sus personajes sino que la enmarca en un contexto histórico y social muy concreto. Las reuniones de los Apóstoles, las relaciones con Keynes, D. H.  Lawrence, Russell o Moore, el modo de vida en el collage (incluyendo los menús de los profesores), la manera en que se enfrentaba la homosexualidad en la época o las diversas conjeturas matemáticas de los protagonistas quedan perfectamente retratadas.

¿Por qué merece la pena leer El contable hindú? En primer lugar porque, a pesar de su detallismo, su lectura es estimulante; no asustarse si al hojear el libro se ven fórmulas matemáticas, no muerden. En segundo lugar, porque nos enseña cuál es el verdadero cimiento de una amistad, ajeno a cuestiones de raza, sexo o religión pero muy relacionado con compartir un interés común y con el respeto mutuo. Este respeto es el que llevó a Hardy a afirmar que en el futuro querría ser recordado, no por sus teorías matemáticas, sino por haber sido el descubridor de Ramanujan. Pocas palabras pueden expresar mejor la idea recogida en esta novela.

2 de diciembre de 2012

La librería ambulante (Christopher Morley)




En nuestras vidas digitales apenas podemos concebir un tiempo en el que vivir en una aldea remota significaba el alejamiento de cualquier oportunidad de ocio o cultura tal y como podían entenderla sus contemporáneos urbanitas. Un tiempo en el que el acceso a los libros resultaba harto difícil, no sólo por lo costoso, sino por las escasas oportunidades para su compra.

Así que, al igual que cualquier otro vendedor ambulante que decide acercar su producto a sus clientes potenciales, el mejor modo de llevar los libros a los rincones más recónditos del país, era trasladarlos físicamente, mostrarlos como una mercancía más y cantar sus bondades.

Roger Mifflin recorre los caminos rurales de los Estados Unidos a comienzos del siglo XX ejerciendo la venta de libros a domicilio a bordo del Parnaso Ambulante, un carromato acomodado a la doble función de tienda y vivienda itinerante, acompañado por una mula renqueante y un alegre perro.

Pero no viaja a solas con ellos, a sus espaldas, más de mil libros le sirven de consuelo y esperanza, de lección sobre el mundo y de criterio para conducirse en la vida. Porque Mifflin, que ha abandonado su ocupación de maestro, ha sido picado por el vicio del proselitismo, la predicación de una verdad que ha iluminado su vida: la religión de la buena literatura.

Mifflin encuentra una compañera de viaje con la que comparte protagonismo, Helen McGill. Institutriz en su juventud, abandonó la vida urbana para comprar, junto a su hermano Andrew, una granja en la que viviría los siguientes diez años dedicando su tiempo y esfuerzo a recoger los huevos de las gallinas, hornear el pan y preparar mermeladas. Diez años es demasiado tiempo y Andrew comienza a interesarse más por la escritura que por los cultivos y el ganado alcanzando cierto renombre que amenaza la estabilidad de la vida rutinaria de Helen.


Cuando ésta ve aparecer a las puertas de su granja el Parnaso Ambulante del señor Mifflin y conoce sus intenciones de venderlo a su hermano para retirarse a escribir un libro en el que volcar toda su experiencia de los años pasados en polvorientos caminos, cree llegado el fin de su tranquila vida rural. Ve a su hermano comprando el cachivache y lanzándose a la aventura dejando para ella el duro trabajo de la granja. Así que lanza su complicada apuesta para evitar que su vida cambie por la fuerza de otros y, para ello, golpea primero. Será ella y no Andrew quien compre el Parnaso y ella quien asuma la dirección del negocio dejando toda la responsabilidad de la granja a su hermano.

Helen es un ejemplo de estas tardías decisiones que se toman en la vida, muchas veces las más acertadas, las que rompen una dinámica y que son un salto al vacío que pocos son capaces de dar. Pero no es su caso, paga en el acto al mercachifle que le acompañará durante los siguientes días explicándole las normas básicas de su negocio y compartiendo con ella su credo literario.

Las conversaciones entre el extravagante Sr. Mifflin y la pacata McGill no tienen desperdicio y van jalonando las cunetas de divertidas anécdotas que conducen a un final algo previsible pero que no desentona con el tono placentero del relato ni con el pausado trote de la mula.


Y de esto habla La librería ambulante, de un estrafalario hombrecillo que se ha dedicado durante los últimos años a predicar su evangelio literario a lo largo y ancho de los polvorientos caminos. Ha discurseado sobre la buena literatura y cómo sacar partido de ella, pero también ha sabido vender los libros adecuados a las personas correctas. A un ama de casa le sugiere un buen libro de cocina y a un granjero un libro sobre horticultura. Propone libros diversos al predicador, a los hijos del alcalde o al funcionario local con una idea en la cabeza: cada libro es una semilla que germina en la necesidad de más libros.

Mifflin no se aferra a las listas de éxito sino que recurre sin vergüenza a los clásicos  cuando lo cree conveniente. Pero no está dispuesto a asfixiar una incipiente vocación lectora con obras que la agoten por siempre. Se niega a entregar a un granjero obras de Shakespeare pese a la insistencia de éste, creyendo aún no llegado el momento adecuado.

Mifflin nos habla de las bases de un buen negocio, honrado y de improbable rápida fortuna, pero un negocio seguro ya que cree en su mercancía. Cuánto deberían aprender libreros, editores y críticos de este personaje mientras se lamentan y lamen las heridas de la crisis lectora.

Vender a un buen precio con un margen razonable, no tratar de vender el libro equivocado a la persona equivocada (cuántas menciones en las contraportadas han llevado a comprar malos libros). Cuánto marketing y qué poco boca a boca. Qué rapidez para publicar libros que apenas duran unos escasos meses en el mercado y que, sólo si son rentables, pasan a ediciones de bolsillo igualmente parcas. Cuánta publicidad y cuántas listas de ventas, cuántos autores con un buen primer libro que estiran su fama con segundas obras que no debieron publicarse.

Pero no generalicemos, Editorial Periférica ha recuperado este texto publicado en 1917 por Christopher Morley, un autor de éxito en la primera mitad de siglo que supo escribir con un estilo cuidado pero popular. Tanto por la edición como por la traducción a cargo de Juan Sebastián Cárdenas, Periférica proporciona el sabor y el gusto de los buenos libros, amenos y centrados en una historia que narrar, artesanía de la palabra.

Christopher Morley
 Es cierto que en nuestros días la Literatura no parece necesitar de librerías ambulantes como antaño. Ya no hay caminos pedregosos, ni aldeas remotas; la globalización nos ha acercado a todos y cualquiera puede comprar lo que desee a través de Internet. Pero también en nuestros días sigue habiendo necesidad de Parnasos, de predicadores de la buena literatura. Y esos Parnasos llaman a tu puerta cada día y llevan nombres tan rutilantes como La hora azul, La antigua Biblos, Lector en los huesos, El blog del librero Humanoide, Solodelibros, Devolución y Préstamo, Libros y Literatura, O mejor... ¡Denme el librillo entero!, De libro en libro.. , Cargada de Libros, Golem - Memorias de lectura, Algún día en alguna parte, Hislibris, Opinión de Libros y tantos y tantos otros. 


Esta reseña participa en el concurso de la web Libros y Literatura