15 de febrero de 2016

Charlotte (David Foenkinos)





Charlotte Salomon es una joven sensible.
Su madre se ha suicidado, su tía se ha suicidado.
Su país también se quiere suicidar a manos de Hitler.
Charlotte es judía y su vida se estrecha cada día.

Y descubre la pintura. La pintura la libera.
Se aplica como se aferra el liquen a la roca,
Una colaboración útil, la pintura la salva,
Ella renueva la pintura.

Pese a su raza y religión, ingresa en la Academia,
(Hitler no lo logró).
Y gana reconocimientos que la sacan del negro,
Que la exponen y la ponen en peligro:
Un tesoro que no se debe mostrar.

Y sus padres deciden que es hora de que huya.
Viaja al sur de Francia, junto a sus abuelos también huidos;
Las fronteras cerrándose ya para siempre.

Y mientras el Arte crece en ella, la guerra despierta.
La guerra la sigue a Francia, acorralándola de nuevo,
Recordándola que su paso por el mundo es breve,
Más breve que el de los demás, es judía en tiempo equivocado.

Y sufre de amor, de abandono, de fobias familiares,
De la falta de arraigo y de la soledad.
Pero la pintura es su refugio, un consuelo.
Y a ella se entrega, como solución final,
Como interpretación de su vida y su destino,
A modo de diario, un lamer heridas por mil bocas.

Y por Charlotte sufre obsesión David Foenkinos,
Y a ella dedica su tiempo, a conocer su obra,
Pero también a visitar sus ciudades, sus casas,
A hablar con quienes conocieron a quienes conocieron a Charlotte
Acercándose a ella, intuyendo o deduciendo, inventando al cabo.


Y para ella ensaya varios libros,
Obras que deben equivaler a su pintura.
Sensuales y delicados, infantiles si cabe,
En su crudeza, en su sufrimiento o en su redención.
Y al fin da con una fórmula que le permite acercarse a Charlotte,
Susurrar lo que ella habría susurrado,
Pintar con palabras lo que quedó por contar.

Porque ya intuimos el final: una cámara de gas.
Una cámara que iguala a todos,
A los artistas, a los científicos y a los mercachifles,
En la misma fosa conviviendo en la muerte eterna
Los rabinos jasídicos con los asimilados,
Los comerciantes con los míseros mizrajíes,
Las hermanas de Kafka y sí, Charlotte Salomon.

Y David Foenkinos escribe su libro para recordarla,
Para hacerla viva, más de lo que fue en vida.
Y lo llama Charlotte, para que no queden dudas.
Y la forma en que lo escribe es parecido a esto.
Unos versos que no lo son, una mezcla intrigante
Que no cansa y que atrapa, que empuja la historia
Como si no pudiera haberse escrito de otra manera.

En España lo publica Alfaguara
Y lo traduce con esmero María Teresa Gallego.

Y quien lea Charlotte no podrá dejar de vivir con ella.
Su pasión por su arte, su confianza (¿o su desesperación?)
Nos acompañará más allá de la última página.

En tiempos revueltos las vidas también lo son,
Y aunque las fuerzas del destino se impongan,
No bastan para aplastan la conciencia del perseguido.
Por eso hoy Charlotte vive en cada lector. 





1 de febrero de 2016

Ha Vuelto (Timur Vermes)



Se habla mucho recientemente sobre la publicación en Alemania de Mein Kampf tras largos años de prohibición y clandestinidad. Las opiniones son variopintas. Hay quienes cree que el peligro potencial de la obra está latente, que las fuerzas del Mal pueden desencadenarse nuevamente con furia. Por el contrario, los hay que opinan que la prohibición es cosa del pasado, que la madurez de Alemania puede asimilar un encuentro con su pasado más odioso.



Lo que parece claro es que el libro  carece ya de todo potencial incendiario más allá de esta perecedera discusión que ha desatado su publicación. Hay un desfase evidente entre el discurso del libro y la realidad actual alemana no se parece demasiado a la de entreguerras, humillada en Versalles, inestable políticamente, con un peso de las clases rurales y tradicionales muy importante.



Tampoco la dialéctica hitleriana parecería hoy capaz de enardecer a las masas, más bien lo contrario, la demagogia de nuestros días busca otros estilos, otros modos. Además, aquí hablamos de libros, y no es el papel el medio más atractivo para iniciar una revolución cuando pocos leen lo que excede de 140 caracteres y, a decir de los expertos, Mi lucha no está precisamente bien escrito.

               

Pero nada de ello quita fuego al mensaje que subyace en las páginas de Mein Kampf.  El peligro sigue aquí, agazapado a la espera de su oportunidad, como siempre lo ha hecho. Ésta es la tesis de Ha vuelto (Ed. Seix Barral 2013 traducción de Carmen Gauger), el inquietante e increíblemente divertido relato de Timur Vermes en el que pone encima de la mesa los peligros reales de una ideología que parece extinta, o no.



La trama es fácil de desvelar. A comienzos del siglo XXI, en un descampado de Berlín, próximo a la antigua Cancillería del Reich, Hitler recobra el conocimiento. El olor a gasolina que impregna su uniforme le ayuda a recordar dónde está. Lo primero que le extraña es la ausencia del estruendo de los obuses soviéticos o de edificios en ruinas. Por contra, solo ve construcciones algo toscas pero firmes y recientes. Unos niños se le acercan y el Führer comienza a vislumbrar la realidad de nuestros días en sus extrañas ropas o en el modo tan irrespetuoso en que hablan pareciendo no reconocerle. Al fin, sale del descampado y se adentra en el Berlín moderno, el de las grandes plazas y los edificios de arquitectos de renombre que han ocupado el lugar dejado por las ruinas de la guerra.




  
Hitler es atendido por un quiosquero cuyos orígenes raciales no son precisamente arios y que le toma por uno de tantos imitadores. El joven pronto descubre que el Hitler que ha adoptado, al que alimenta y que de hecho se instala en su quiosco a falta de mejor hogar, se ha metido tanto en su papel que es incapaz de renunciar a hacerse pasar por Hitler, expresándose siempre con vehemencia y negándose a facilitar su verdadero nombre más allá de la lacónica respuesta de rigor: Adolf.
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Y ésta es la desgracia que deberá afrontar Adolf, pocos parecen tomarle en serio, ni siquiera los inmigrantes que regentan una tintorería a la que lleva su uniforme le temen, al contrario, le piden un autógrafo. Todos ven en él a un imitador más, tal vez al mejor, una réplica perfecta de las maneras, las palabras y las ideas del dictador. De este modo, el protagonista de la novela puede expresarse como el verdadero Hitler que es realmente, sin importunar las conciencias ni levantar ampollas; se supone que es un cómico, y sus exabruptos levantan sonrisas aunque no logren desactivar el mensaje. La libertad de expresión le ampara.



Pronto es “descubierto” por los directivos de una cadena de televisión que le contratan como humorista. Hitler se adueña del nuevo medio, se familiariza con las nuevas tecnologías y se hace viral en las redes sociales. Las campañas para prohibir el programa que presenta solo logran aumentar su popularidad.



 Las escenas hilarantes se suceden, como aquella en la que acude rodeado de cámaras a la sede del partido que dice inspirarse en su ideario y al que ridiculiza por su escasa voluntad y capacidad para inspirar al pueblo alemán los verdaderos valores nacionalsocialistas. También resultan brillantes los pasajes en los que el protagonista interpreta la realidad de los tiempos modernos en clave de los años treinta, como cuando interpreta la abundante presencia turca en las calles de Berlín como consecuencia de la política de alianzas que él mantuvo con el antiguo imperio otomano.



Pero este Hitler también encuentra conexiones entre su pensamiento y el ecologismo, su pasión por la naturaleza y paisajes alemanes y su desdén por el capitalismo consumista que dedica recursos a cuestiones ajenas al interés del pueblo alemán, le llevan a tomar de cada ideología aquello que le conviene, ofreciendo un cóctel en el que cada cual pueda tomar la parte que le interese y así sumar adeptos.



El Hitler que nos presenta Timur Vermes no es solo el odioso dictador de la historia. Es también un ser humano capaz de sentir ternura por su secretaria, una joven de estética siniestra, a la que da consejos en su romance con un trabajador de su programa, del que también se convierte en consejero amoroso, aún reconocimiento su escaso conocimiento de la materia y emocionándose recordando a Eva Braun.  



En suma, Ha Vuelto nos ofrece un Hitler que, al igual que a los personajes con los que se cruza en la novela, no despierta nuestro rechazo visceral, que resulta cómico en su modo de interpretar la realidad, hasta parecer un pobre tarado por el que sentir lástima.



Y ésta es la fuerza de la novela, el hecho de que caemos cautivados por un personaje hasta el punto de olvidar lo repugnante de su pensamiento, tal vez en proceso similar al que pasaron muchos alemanes que en su día le dieron su apoyo y que no pudieron (o no quisieron) dar marcha atrás.

 



El libro pone de manifiesto las debilidades de nuestra sociedad, las grietas por las que dejamos resquicios para que se asienten semillas que resultarán difíciles de arrancar. Así, la frivolidad que parece haberse convertido en el principal motor de gran parte de nuestros actos, o la defensa de las libertades para quien pretende suprimirlas, la escasa firmeza ante la radicalización del discurso exaltado y así sucesivamente. 


La lectura de Ha Vuelto resulta extraña y ambivalente, planteando infinidad de preguntas, muchas de ellas sin respuesta. ¿Es posible que se repita en nuestros días el mismo fenómeno que conoció la Europa de entreguerras? ¿Creemos haber aprendido de los errores del pasado al tiempo que volvemos a caer en los mismos? ¿Dónde está, o debería estar, el límite para el discurso exaltado, el que incita al odio o a subvertir el acervo común?


La novela no está hecha para responder a estas preguntas, tan solo para formularlas. Desde luego, Ha Vuelto cumple con creces este propósito y al tiempo, reconozcámoslo, es una divertidísima lectura.    

   

7 de diciembre de 2015

El alma de las ciudades (Fernando R. Genovés)



Hay quienes miran pero no ven y quienes oyen pero no escuchan. Es frecuente encontrarlos junto a aquellos que hablan pero nada dicen. Del mismo modo, hay muchos que viajan sin moverse de sus propios zapatos, esto es, sin saber a dónde van ni para qué.

Hemos perdido gran parte del control sobre lo que visitamos y lo que allí hacemos. Comenzando por las ofertas last minute que impiden cualquier tipo de planificación; solo importa el viaje, a donde sea, y cuanto antes mejor, luego ya veremos.

Una vez instalados en nuestro destino, tampoco parece que tengamos mucho que opinar. Se suele recurrir al tour organizado, realmente un viaje relámpago que garantiza una instantánea en los lugares más emblemáticos junto a una somera explicación apta para todos los públicos, plagada de chascarrillos y futilidades. Pero los más audaces, quienes presumen de rehuir al rebaño,  también pueden armarse de esas listas de “imprescindibles” del tipo cinco cosas que no puedes dejar de hacer en Dublín, las mejores compras en la Gran Manzana, planes top para un fin de semana en Roma y similares.

Pero tampoco se debe ser tan crítico. La mayoría no somos los herederos de un acaudalado noble inglés o de un próspero y zafio empresario estadounidense, haciendo el gran tour europeo, sin plazos ni preocupación por los gastos.

La cuestión es, por tanto, decidir si aún es posible que la experiencia viajera sea algo más que una conversación en la oficina a la vuelta de las vacaciones. Si visitar lugares ajenos nos amplía como personas y no se asemeja tan solo a una escapada a un inmenso centro comercial o parque temático.   

Para Fernando R. Genovés, viajar supone un reto: descifrar la esencia del lugar visitado. Y a ello se aplica sin pretender ser un Goethe de los tiempos modernos, pero con la confianza de quien se toma la molestia de viajar en cuerpo y alma. Y es que de alma estamos hablando precisamente porque en su última obra  -El alma de las ciudades  (2015)- Genovés pretende asomarse a lo que trasciende de esos decorados en que tantas veces se han convertido las calles y monumentos de las grandes ciudades del mundo.

A esta tarea también tiene dedicada una página web de valioso contenido (Los viajes de Genovés) que es el germen de este libro.

El alma de las ciudades, como la de las personas, se revela de muy diversas maneras, pero casi siempre se llega a ella más por lo que se oculta que por lo que se nos muestra. El camino no siempre es fácil. Como señala el autor, algunas ciudades le resultan claras e inmediatas, sin embargo en otras, pugna por adentrarse en los recovecos y pliegues en los que se cobija.

La ciudad, como entidad orgánica, tiene alma porque tiene historia, realidad geográfica, ciudadanía diferenciada, arquitectura propia, un sinfín de elementos que forman un todo coherente en el que guarda difícil encaje todo aquello que contradiga esa esencia. Entre este magma confuso y revuelto, hurga Genovés en busca de lo diferente y definitivo, de los rasgos que dotan de personalidad a cada urbe sin caer nunca en el exceso de erudición sino limitándose a aquellos elementales para el fin que persigue.


En el periplo de Genovés encontramos urbes tan emblemáticas como Nueva York, París, Londres o Roma, junto a pequeñas ciudades con un refulgente pasado del que aún guardan memoria y restos que lo atestiguan como Gante, Brujas, Bolonia o Lucerna.

Conocer el alma revelada por Genovés de estas ciudades queda al cuidado de cada lector, pero ejemplifiquemos con el que tal vez me haya resultado el hallazgo más coherente y que mejor define a una ciudad por la que siento especial predilección: Ámsterdam.

Es conocido que Ámsterdam (“El mirador de Ámsterdam” como titula Genovés el capítulo dedicado a esta ciudad), al igual que gran parte de Holanda, fue ganada al mar gracias al trabajo incansable de sus habitantes. Esa victoria de la tierra sobre el mar les empujó a la conquista comercial de los océanos compitiendo con los grandes imperios de la época y haciendo de los Países Bajos una tierra rica que atrajo a innumerables inmigrantes que buscaban prosperidad pero, al tiempo, libertad religiosa y de pensamiento que no encontraban en sus tierras y que pudo florecer en esta ciudad de acogida.

Y esa esencia marinera y abierta, de no ocultar nada y estar prestos para la partida, ha quedado reflejada en los amplios ventanales descortinados de sus casas asomadas a los canales (y no estoy pensando solo en los escaparates del Barrio Rojo), pero también en su cocina, en el ansia por aprovechar cada último rayo de sol en minúsculas terrazas, en una arquitectura que combina lo antiguo con lo moderno sin las estridencias y contrastes propios de otras ciudades europeas.  

Otro ejemplo: De Viena (“La seguridad de sentirse Viena”) se señala su tendencia a  cierto ensimismamiento, a encerrarse, tal vez por su tortuoso pasado, repleto de asedios y amenazas frente al turco o los eslavos, necesitada de una monarquía protectora que se reveló como causa de su hundimiento. De ahí la importancia de ese recogimiento en cafés, grandes palacios y una realidad paralela a ritmo de vals.


Último ejemplo: De Berlín (“Berlín sobre Berlín”) destaca su vitalidad, esa capacidad para resurgir tras desastres tan terribles como la Segunda Guerra Mundial o la separación en dos ciudades que tuvieron el penoso honor de encarnar dos ideas del mundo totalmente opuestas dejando un poso de duplicidad que  bien refleja esa historia alemana, capaz de lo mejor y lo peor.

El alma de las ciudades puede leerse de tirón, capítulo a capítulo, pero también tomando el índice como hoja de ruta que nos ayude a saltar de una parada a otra, según la preferencia del viajero lector. Puede emplearse con gran provecho por quien pretenda visitar en breve alguna de estas ciudades con el fin de formarse una primera opinión o puede leerse tras un viaje por el mero capricho de contrastar las impresiones propias con las del autor.

En mi caso, el libro ha servido para recordar paisajes, confirmar impresiones o modificar opiniones si así procedía (ha sido el caso de Gante) y, en todo caso, para viajar sin salir de casa, varado por otras obligaciones.


Sea cual sea el propósito con el que el lector se aproxime a El alma de las ciudades, se encontrará con una lectura amena y motivadora, que invita a la reflexión (¿cuál es el alma de mi propia ciudad?) y en la que también se podrán encontrar hermosísimas páginas con auténtica aspiración literaria, en la línea ya comentada previamente de su anterior obra Dos veces bueno y todo ello sin olvidar las notables paradojas y juegos de palabras tan afines a Genovés y que forman ya parte indisociable de su escritura.


Entiendo que el libro está aún por concluir, no porque sus páginas precisen de revisión o reescritura, sino porque la pasión viajera de su autor seguro que nos ofrece ampliaciones que sigan la pista de sus itinerarios y gustosos estaremos de seguirlo en el empeño.  



26 de septiembre de 2015

Querer a todos por igual (Nancy Samalin)





Pablo, con sus cinco años recién cumplidos, despliega toda su imaginación contándole un cuento a María, su hermana de cuatro meses, que le mira entre anonadada y admirada, olvidada de que hace tan solo unos minutos estaba llorando a lágrima viva por un más que probable ataque de cólicos. 

Pablo sentado en su taburete de juguete, María tumbada en la hamaca, y sus padres encantados mirando esta escena y deseando que la relación que han desarrollado ambos en estos escasos meses sea solo el comienzo de un futuro aún mejor, creyendo que hemos conjurado la terrible amenaza de los celos, el odio, la competencia y la violencia de todo tipo.

Porque las experiencias de amigos, conocidos, colegas del trabajo y demás, siempre parecen concluir en lo inevitable de esa relación entre hermanos en la que el odio se combina en una dosis variable pero siempre importante, con el amor.


Así, cuando decimos que por ahora todo parece ir bien, que Pablo adora a su hermana, le deja todos sus juguetes de bebé, le encanta verla con sus pijamas, que se preocupa por ella a cada momento y que nos riñe si la llamamos “gordita”, todos parecen mirarnos con cierta condescendencia, previniéndonos en experiencia propia o ajena. Que no nos confiemos, que María ande, Pablo la odiará, que ahora no es competencia, que cuando hable con lengua de trapo y todos le riamos las gracias, él se sentirá desplazado y actuará en consecuencia. En suma, que es inevitable que la relación se tuerza.

Porque parece lo normal que el panorama entre hermanos sea esa pelusa persistente que no desaparece ni siquiera con la edad. Y uno se pregunta, ¿realmente es inevitable? ¿Influimos los padres con el modo en que tratamos a unos y otros? En suma, ¿queremos a todos por igual?


Ésta es la pregunta que, desde el propio título, nos lanza Nancy Samalin (Querer a todos por igual - Ed. Médici), una conocida autora americana, especialista en temas de educación y que ha trabajado con numerosos grupos de padres de los que ha aprendido sus increíbles experiencias, los graves errores que debemos evitar y esas mejores prácticas que pueden ayudar a que la vida familiar no sea un volcán siempre a punto de estallar.


Cuando Nancy tuvo a su segundo hijo revivió su propia experiencia familiar y decidió mejorar los resultados para lo que comenzó a trabajar en sus grupos de padre el modo en que estos afrontan la labor de educar a más de un hijo.

Lo primero que constató fue que los padres siempre citan entre los principales razones para tener un segundo y sucesivos vástagos el no dejar solo en el mundo a un hijo único, ese estigma que parece marcar al desafortunado con todos los prejuicios de que somos capaces, para juzgar con suficiencia su comportamiento.

Pero todos los padres, tras ese noble y humanitario propósito, parecen lamentar que nada resulta como habían previsto. Sus hijos, en lugar de agradecer el regalo de una vida familiar más amplia, de las infinitas posibilidades de compartir juegos y experiencias, de formar un frente común contra los padres, lo que hacían era pelear constantemente, discutir inútilmente como políticos viejos e ignorarse mutualmente la mayor parte del tiempo. Así que en muchos de los padres quedaba sembrada la duda de si sus hijos habrían sido más felices viviendo solos y no acompañados por hermanos y, en todo caso, si merece la pena el esfuerzo y dedicación necesarios ante tan flaca recompensa.

A partir de esta terrible constatación, el libro va desplegando en sucesivos capítulos la variada problemática de la convivencia filial. Aprovechando las experiencias de unos y otros, Nancy Samalin nos explica cómo el cumplimiento de los horarios, la alimentación sana, hacer las camas antes de salir de casa o simplemente acordarse de los deberes, tiene una importancia inversamente proporcional al número de hijos de una familia.

Ciertas experiencias resultan aliviantes, como la de aquella madre que renuncia a hacer limpieza cuanto tiene visitas ya que cree que cualquiera que visite una casa con cinco niños debe comprender que hay cosas más prioritarias que pasar el plumero (y si no lo entienden así, el problema lo tienen ellos, no ella).

Los capítulos abordan problemáticas tan diversas como las peleas entre hermanos, cuándo dar un trato de favor a un hermano frente al resto evitando caer en la trampa de la ecuanimidad, cómo repartir las tareas domésticas o enfrentarse a los deberes.


La autora no busca tanto exponer técnicas o recursos para mejorar la vida familiar. Más bien, lo que pretende es dejar claro que no hay reglas universales y que la experiencia de criar a varios hijos debe estar presidida por la improvisación y la adaptación a cada momento, liberando culpas en el caso de que poco resulte como se esperaba.

Para ello, se explaya con cierto regusto maligno en experiencias tan divertidas como terroríficas, siendo precisamente éste el mejor aspecto del libro, el ser tremendamente divertido y liberador. Nancy Samalin no es una doctrinaria que te mirará con reprobación si un días estás cansado y mandas a la cama a tus hijos sin postre porque tienes prisa por recoger y ver tu serie favorita.  

Pero quizá el mejor capítulo es aquél en el que la autora cuenta cómo decidió dejar por un tiempo a los padres y preguntar directamente a los hijos qué significa para ellos tener un hermano y qué sienten realmente hacia él. El resultado es reconfortante. En todos los grupos de niños con los que aborda esta cuestión espinosa el resultado viene a ser similar. Los hermanos mayores son insoportables, acaparan los privilegios paternos, abusan de su superioridad y ejercen de padres subsidiarios. Los hermanos pequeños no son mejores: son delatores, infantiles, empeñados en inmiscuirse en los importantes asuntos de sus hermanos mayores y forman parte de las tareas domésticas obligatorias que se presuponen en un hermano mayor.  Sí, tener un hermano es una lata, pero sean mayores, menores o, peor aún, ambos a la vez, la conclusión a que llegan los niños es que no concebirían la vida sin ellos. Que detrás de las peleas hay una relación y una dependencia inquebrantable que vale la pena reconocer y no olvidar. Y es que los hermanos se pelean porque conviven, porque luchan por un mismo espacio, porque se aburren, porque así aprenden y consolidan sus personalidades. Y esto no es poco.

Mi mujer cuenta orgullosa a quien lo quiera oír que, al poco de nacer María, preparando la comida, saltó la alarma de incendios y lo primero que hizo Pablo fue salir corriendo de su habitación camino de la cocina y sacar a rastras la hamaca en la que dormía María creyendo que teníamos un incendio en lugar de unas chuletas chamuscadas. Y serán cosas como éstas las que María le recordará a Pablo en el futuro, y viceversa. Porque de anécdotas como éstas está hecho el cordón umbilical que une a dos hermanos, más allá de la distancia y el tiempo.